3. Cuchillos para la cena

Después de tomar una ducha caliente y de afeitarse, Bond se vistió con todo cuidado. Le resultaba agradable enfundarse de nuevo en uno de sus trajes de gabardina gris, de impecable corte, ponerse una camisa azul liso de la casa Coles y anudarse al cuello una de sus corbatas de malla favoritas, diseño de Jacques Fath. Aun en lo más riguroso de los fríos invernales, los hoteles y buenos restaurantes de Helsinki prefieren que los caballeros luzcan corbata.

Afianzada cómodamente bajo su axila izquierda, pendía en su pistolera de resorte la Heckler & Koch modelo P-7 -y no la VP 7O, más pesada-, y para abrigarse convenientemente, Bond salió al vestíbulo del hotel con un magnífico chaquetón Crombie British Warm, que le daba un cierto aire militar, sobre todo a causa del gorro de piel con visera, cosa que en los países escandinavos siempre tenía sus ventajas.

El taxi partió veloz en dirección sur, a lo largo de la Mannerheimintie. En las calzadas de las calles más transitadas se veían montones de nieve pulcramente apilada; los árboles se inclinaban bajo el peso de la nieve, y en algunos de ellos colgaban de las ramas largas agujas de hielo, a modo de adornos navideños. A la altura del Museo Nacional, con su torre puntiaguda señalando al cielo, avistó un árbol al que la nieve y el hielo daban la apariencia de un fraile encapuchado con hábito blanco que asía fuertemente una reluciente daga.

Por encima de los árboles, a través de la fría nitidez de la atmósfera, columbró las cúpulas doradas de la catedral basílica de Upensky, y en el acto se explicó por qué los directores de cine se trasladaban a Helsinki cuando querían situar una secuencia en Moscú.

Lo cierto es que entre las dos capitales media la misma diferencia que entre el desierto y la selva. En efecto, las construcciones modernas de Helsinki poseen un garbo y elegancia arquitectónicos que contrastan con los feos y monstruosos bloques de pisos moscovitas. Sólo los barrios antiguos de ambas ciudades poseen el mismo hálito de misterio; las mismas callejas y plazuelas donde las casas de un lado casi tocan las del otro. Las fachadas, llenas de adornos, recuerdan a la vista lo que debió de ser Moscú en los días felices o infelices de los zares, los príncipes y la desigualdad de clases. En la actualidad, se dijo Bond, los soviéticos se habían quedado tan sólo con el Politburó, los comisarios, la KGB y… las desigualdades sociales.

Paula vivía en una casa de apartamentos con vistas al Esplanade Park, en el extremo sureste de la Mannerheimintie. Bond nunca había visitado aquella parte de la ciudad, de modo que saboreó, sorprendido, la belleza del lugar.

El recinto del parque forma una granja ajardinada que serpentea entre las casas. Todo daba a entender que llegado el verano el parque se convertía sin duda en un paraje idílico, poblado de árboles, rocallas y senderos. En pleno invierno, servía de inusitado marco al genio de artistas de la de la más variada laya y se mostraba a los ojos del visitante como una gran exposición escultórica al aire libre en la que la nieve era el material de base.

La nieve blanda caída en días pasados constituía un blanco tapiz del que emergían formas y figuras creadas con singular talento a principios del crudo invierno; masas abstractas; piezas tan exquisitas que diríanse de fina labra o esculturas fundidas en el más puro metal con infinita paciencia. Perfiles atrevidos contrapuestos a curvas de sosegada paz, al tiempo que las figuras de animales -realistas o de formas angulares- se enfrentaban unas a otras sus gélidas y huecas bocas de nieve a los transeúntes que caminaban presurosos por el lugar, envueltos en pieles y tocados con gorros y capuchas para protegerse del frío.

El taxi se detuvo casi enfrente de una escultura, moldeada poco menos que a tamaño natural, que mostraba a un hombre y una mujer fundidos en un abrazo que sólo el calor de la primavera conseguiría deshacer. Las casas que contorneaban el parque eran en su mayoría construcciones antiguas, aunque de vez en cuando aparecía un edificio de arquitectura funcional, al modo de un insólito Estado-tampón destinado a llenar un vacío en la historia viva de nuestros días.

Sin saber por qué, Bond imaginaba que Paula vivía en una casa moderna y relumbrante, pero resultó que habitaba en un inmueble de cuatro pisos con ventanas de postigos y fachada de vivo color verde, ornamentada con florescencias de nieve semejantes a singulares plantas de macetero, heladas en los intersticios y en los relieves de molduras y espirales o a lo largo de los canalones, como si una partida de gamberros hubiese manchado con espray las partes más asequibles de la fachada.

La casa, dividida por dos hastiales curvos, entramados de madera, tenía una sola puerta de entrada, con sendos cristales en cada hoja, la cual permanecía abierta. Adosados a la pared del vestíbulo se hallaban en los buzones metálicos de los inquilinos, en cuya abertura central figuraba la tarjeta con las referencias personales. Ni el vestíbulo ni las escaleras estaban alfombrados. El parqué llevaba hasta el visitante el aroma de un buen encerado, que a la sazón se mezclaba con los estimulantes efluvios de las cocinas.

Paula vivía en la tercera planta, piso 3ª. Bond empezó a subir la escalera al tiempo que se iba desabrochando el chaquetón. Observó que había dos puertas en cada rellano, una a la derecha y otra a la izquierda; eran macizas y de buena construcción con un timbre y la misma tarjeta que en los buzones situada justamente debajo de aquél.

Al doblar para acceder a la tercera planta se topó con el nombre de Paula Vacker, serigrafiado con un tipo de letra muy elegante, debajo del timbre correspondiente al 3A. Movido por una instintiva curiosidad, Bond echó una mirada fugaz al nombre del inquilino de la puerta de enfrente, un tal A. Nyblin, y se imaginó a un militar retirado, encerrado en su cubil atestado de estampas militares, libros sobre estrategia y ese tipo de novela bélica a la que tan aficionados son los editores finlandeses y que sirven para que la gente siga recordando las tres guerras de independencia que la patria había librado: primero contra la Revolución, luego contra la invasión y, por último, con la mismísima Wehrmacht.

Bond pulsó fuerte y prolongadamente el timbre del piso de Paula y después se mantuvo rígido ante la pequeña lente de la mirilla, visible en el centro de la puerta.

Oyó que alguien soltaba una cadenilla y la puerta se abrió. Allí estaba la chica, ataviada con un vestido largo de seda sujeto apenas por una cinta que le ceñía el talle. Era la misma Paula de siempre, atrayente y seductora.

Bond vio que sus labios se movían como si se esforzara en pronunciar unas palabras de bienvenida. En una brevísima fracción de tiempo, el superagente comprendió que Paula se comportaba de manera anormal y que su aspecto tampoco era el mismo. Estaba pálida y le temblaba la mano que sujetaba la puerta. En sus ojos veteados de gris descubrió el destello inequívoco del miedo.

En el departamento se le había enseñado que la intuición del riesgo no es un sexto sentido, sino algo que se aprende con la experiencia.

Bond dijo en voz alta:

– Sólo soy yo, surgido de las aguas -mientras pronunciaba estas palabras su pie resbaló hacia delante, el borde del zapato pegado a la puerta-. ¿Contenta de verme?

Al tiempo que hablaba, Bond agarró con la izquierda el hombro de la chica, y haciéndola girar sobre sí misma la empujó hasta el rellano. Su mano proyectada hacia la pistolera. En sólo unos segundos Paula se encontró pegada a la pared, muy cerca de la puerta del comandante Nyblin, y Bond entró de lado en el piso con la automática presta a disparar.

Los intrusos eran dos. Uno, un hombrecillo de rostro chupado y picado de viruelas, se hallaba a la izquierda de Bond, erguido con rigidez y las espaldas pegadas a la pared interior, lugar desde el que había estado apuntando a Paula con un revólver de pequeño calibre, parecido al modelo 38 especial de Charter Arms Undercover. Al fondo de la habitación -no había vestíbulo- Bond atisbó a un individuo corpulento con grandes manazas y cara de boxeador «sonado»; se encontraba apostado junto a un bonito tresillo de piel y armazón cromado. Como rasgo más prominente destacaba el bulto informe de la nariz, que semejaba un enorme forúnculo. No esgrimía arma alguna.

El asaltante situado a la izquierda de Bond hizo ademan de apuntar al superagente y, a su vez, el boxeador se movió hacia delante. Bond se valió de la pistola. La Heckler & Koch de gran calibre describió una corta trayectoria y golpeó con fuerza la muñeca del hombrecillo, que soltó un aullido de dolor con el seco crujir del hueso, al tiempo que su arma rodaba por el suelo.

Bond dirigió la automática contra el otro asaltante y con la mano izquierda obligó al hombrecillo a girar sobre sí mismo, como si de un escudo se tratara, y casi simultáneamente le asestó un rodillazo en sus partes bajas. El pequeño maleante dobló el cuerpo y agitó instintivamente la mano sana para protegerse las ingles, lanzó un penetrante chillido y cayó retorciéndose a los pies de Bond.

El grandullón no pareció amilanarse por el hecho de que éste estuviera apuntándole con la pistola, lo cual indicaba que tenía gran valor o que era un retrasado mental, puesto que un arma como la Heckler & Koch podía, desde tan corta distancia, agujerearle las tripas a cualquiera.

Bond saltó por encima del cuerpo caído del hombrecillo, propinándole al hacerlo una fuerte coz la pierna derecha, elevó el arma, extendió los brazos y conminó al grandullón que se acercaba hacia él:

– Quieto ahí o eres hombre muerto.

Más que una advertencia, sus palabras eran una orden; el superagente tenía el dedo apretado contra el gatillo.

Sin embargo, el narizotas no atendió a lo que se le decía, antes al contrario, profirió una obscenidad en un ruso deficiente que implicaba a la parentela femenina de Bond. Este se vio sorprendido por la brusca maniobra de su oponente, que desvió el cuerpo de la trayectoria del arma. Era más peligroso y veloz de lo que había pensado en un principio. Bond trató de seguir con el arma la corpulenta figura del agresor y sólo entonces sintió en el hombro derecho un dolor punzante que no acertó a explicarse.

Por unos instantes, aquella punzada le desestabilizó. Los brazos se le vinieron abajo y el narizotas le lanzó una patada. Bond constató una vez más que uno siempre corre el peligro de equivocarse al juzgar a la gente. El sujeto que tenía delante no era un aficionado, sino un matón avezado que sabía lo que llevaba entre manos.

Al mismo tiempo que hacía esta constatación, Bond tomó conciencia simultánea de tres cosas: el dolor en el hombro, su pistola arrebatada por la patada del agresor volando por los aires hasta chocar contra la pared y, a sus espaldas, los plañidos del hombrecillo que huía a escape escaleras abajo, como diablo.

El grandullón se le acercó aún más y cargó de costado contra él. Bond dio un rápido salto hacia atrás, a 1a derecha de la posición que ocupaba, y al hacerlo divisó el instrumento causante de la punzada en el hombro.

Encajado en posición vertical junto al dintel de la puerta había un cuchillo de monte de unos veinte centímetros con mango de asta y una hoja que se curvaba en la punta. Era un cuchillo para despellejar animales, como los que utilizan los lapones para desollar a los renos.

Tanteando la pared hacia arriba, los dedos de cerraron sobre la empuñadura del instrumento cortante. A la sazón tenía el hombro entumecido por el dolor. Se desplazó con rapidez hacia un lado y esgrimió el cuchillo que sujetaba con fuerza en la mano derecha, la hoja en alto, el dedo pulgar y el índice adelantados sobre el mango, en posición de lucha. Según le habían enseñado, el cuchillo debía sujetarse en posición arrojadiza; nunca asirlo con el pulgar doblado hacia atrás. La consigna, tratándose de un arma blanca, era siempre la de atacar, jamás ponerse a la defensiva.

Bond se encaró con el hombretón, listo para la pelea, rodillas dobladas, un pie adelantado para mantener mejor el equilibrio, en la clásica posición que adoptan los que luchan a navaja.

– ¿Quieres repetirme lo que decías de mi madre? -farfulló Bond, en un ruso mejor que el de su adversario.

El hombre del apéndice nasal como un forúnculo esbozó una mueca y dejó ver una dentadura descolorida.

– Vamos a ver ahora, señor Bond -dijo en un pésimo ruso.

Se asediaron, desplazándose en un movimiento circular. Bond apartó de una patada un taburete que se interponía para disponer de más espacio. El hombretón de la nariz sacó a su vez una navaja y la pasó de una mano a otra, moviéndose con pies ágiles y estrechando el círculo. Era una táctica harto conocida para confundir al adversario: dejarle adivinar qué mano va a utilizar el otro, atraerlo así hacia uno y luego asestar el golpe mortal.

«Vamos, venga ya, adelante; vamos, acércate más, ven a por mí», dijo Bond para sus adentros. Y el narizotas parecía seguir las órdenes de su pensamiento, sin caer en la cuenta del peligro que suponía estrechar en exceso la espiral. Los ojos del superagente estaban clavados en los del hombretón, todos sus sentidos concentrados en el arma centelleante que aquél se pasaba de una mano a otra, produciendo un chasquido sonoro cada vez que la palma atrapaba el mango.

La pelea terminó súbita y rápidamente.

El narizotas se acercó unos centímetros más a Bond, sin dejar de pasar la navaja de una mano a otra. De repente Bond enfiló hacia su adversario y proyectó la pierna derecha hacia delante, como si lanzara una estocada, el pie entre las piernas del grandullón. Al mismo tiempo el superagente se pasó el cuchillo de monte de la mano derecha a la izquierda, luego hizo una finta y simuló el movimiento verso, como sin duda esperaba el contrincante.

Aquélla era la ocasión. Bond vio que los ojos del matón se desviaban levemente hacia donde se suponía que iría a parar el cuchillo de su oponente y por unas décimas de segundo el narizotas vaciló. La mano izquierda de Bond se elevó cinco centímetros y con la velocidad del rayo adelantó el arma y la abatió hacia abajo. Se oyó el chasquido metálico de dos aceros que se entrecruzan.

El hombre del forúnculo nasal intentó pasarse la navaja a la otra mano, pero la hoja del cuchillo que blandía Bond se interpuso y la navaja salió proyectada contra el suelo. Con gesto instintivo, el matón se inclinó para recoger el arma y Bond aprovechó para asestar con la suya un golpe hacia arriba.

El hombretón se enderezó súbitamente, lanzó un gruñido y se llevó la mano a la mejilla, en la que el cuchillo de su adversario había dejado un gran surco sanguinolento que iba desde la oreja hasta el borde del mentón. Otro veloz movimiento de Bond y el cuchillo rajó la mano con que el adversario se protegía el rostro. En esta ocasión el narizotas lanzó un rugido mezcla de dolor y rabia.

Bond no quería acabar con él, hallándose en un país extranjero y en las presentes circunstancias; pero tampoco quería dejar las cosas así. El hombretón abrió los desmesuradamente los ojos, desconcertado y temeroso, cuando su enemigo volvió a echársele encima. El cuchillo de monte hendió hacia arriba dos veces, dejando en la otra mejilla un corte quebrado y llevándose el lóbulo de la oreja.

Era obvio que el narizotas tenía más que suficiente. Se hizo a un lado, tambaleante, y se dirigió puerta con el aliento entrecortado. Bond se dijo a sí mismo que el sujeto aquel tenía más cabeza de lo que había estimado al principio.

Volvió a sentir la punzada de dolor en el hombro, acompañada de una sensación de vértigo. No tenía la menor intención de ir tras los pasos del frustrado asaltante, al que desde allí oía descender las escaleras de madera con pasos inseguros y tambaleantes.

– ¿James? -Paula se encontraba de nuevo en la habitación-. ¿Qué debo hacer? ¿Llamar a la policía o…?

Estaba asustada y tenía el semblante muy pálido. Bond no creyó que tampoco él presentara mejor aspecto.

– No, no, nada de policía, Paula -se dejó caer en el sillón más próximo-. Cierra la puerta, echa la cadenilla y echa un vistazo por la ventana.

Parecía que se le nublaba la visión; todo a su alrededor era una mancha borrosa. En medio de su confusión le extrañó que la chica obedeciera sin rechistar. Por lo general prefería discutir. Paula no era de esas chicas a las que uno puede manejar como se le antoje.

– ¿Se ve algo? -Bond oyó resonar su voz, como un eco lejano.

– Un coche que acaba de arrancar y cuantos más aparcados. No se observa movimiento de personas…

La estancia se desdibujó ante sus ojos y luego volvió a recomponerse la imagen.

– James, tienes una herida en el hombro.

Podía aspirar, junto a él, el fragante olor del cuerpo de la muchacha.

– Por favor, Paula, cuéntame lo sucedido, es importante. ¿Cómo entraron en la casa? ¿Qué hacían en ella?

– Tu hombro, James.

Bond volvió la cabeza para mirarlo. La gruesa tela de la chaqueta British Warm había impedido que el daño fuera mayor, pero, aun así, el filo del cuchillo le había rasgado la hombrera y filtraba y la sangre se filtraba por la guata formando una mancha negruzca y húmeda.

– Cuéntame lo sucedido -repitió Bond.

– Estás herido. Tengo que verte la espalda.

Llegaron a un acuerdo y Bond se desvistió de cintura para arriba. Un aparatoso corte le cruzaba el hombro en diagonal. El cuchillo de monte había penetrado algo más de un centímetro en las partes carnosas. Paula, provista de un desinfectante, agua caliente, esparadrapo y gasa, le limpió y vendó la herida, y mientras lo hacía le contó lo ocurrido. En apariencia la chica estaba tranquila, pero Bond advirtió que le temblaban un poco las manos al recordar los hechos.

Los asaltantes se habían presentado en la casa dos minutos antes de que él llamase a la puerta.

– Me había entretenido un poco -con un vago ademán señaló el vestido de seda-. ¡Tonta de mí! No tenía puesta la cadena de la puerta y ni siquiera se me ocurrió atisbar por la mirilla al oír el timbre.

Los intrusos no tuvieron más que empujar y la obligaron a volver a la habitación. Le dijeron lo que tenía que hacer y, también, lo que le pasaría si no obedecía sus instrucciones.

Teniendo en cuenta las circunstancias, Bond estimó que Paula no tenía elección. Con todo, en lo tocante a su persona había una serie de incógnitas que sólo podía despejar por conducto del departamento, lo cual significaba que, sintiéndolo mucho, se veía en la precisión de regresar a Londres. Una cosa estaba clara, y era que el hecho de que los dos hombres se hubiesen introducido en el domicilio de su amiga unos minutos antes de que él llegara permitía concluir que probablemente esperaban que el taxi en el que viajaba se detuviese en Esplanade Park.

– Bueno, gracias por haberme alertado en la puerta -dijo Bond distendiendo los músculos del hombro ya vendado.

Paula puso cara compungida.

– No te alerté en absoluto. Estaba muerta de miedo.

– De modo que actuaste sólo impulsada por el temor -Bond sonrió a la joven-. Te aseguro que sé distinguir cuando una persona está realmente muerta de miedo, créeme.

Ella se inclinó, le dio un beso y frunció un poco el ceño.

– De veras, James, aún no se me ha pasado el susto. Tenía un miedo atroz. ¿Por qué esa pistola y tu forma de proceder? Creía que eras un alto funcionario del gobierno y nada más.

– Y así es, Paula, todo un funcionario.

Guardó silencio unos instantes, dispuesto a formular más preguntas vitales, pero Paula se volvió y fue a recoger del suelo la pistola automática. Luego se la entregó a su amigo.

– ¿Crees que volverán? -preguntó la chica-. ¿Estoy expuesta a una segunda agresión?

Bond tendió los brazos hacia ella y manifestó:

– Mira, Paula, por motivos que ignoro un par de matones vinieron por mí. Te aseguro que desconozco la causa. Sí a veces me encomiendan tareas un poco peligrosas, por eso tengo que ir armado, pero eso no explica que dos individuos de esa calaña tuviesen que agredirme aquí, en Helsinki.

Añadió que probablemente hallaría la respuesta en Londres y que creía con seguridad que, una vez se hubiera ido él, Paula podría estar tranquila. Ya era demasiado tarde para tomar el avión de la British Airways que salía por la noche con destino a Londres, lo cual le forzaba a esperar el vuelo de las líneas aéreas finlandesas, que salía a las nueve de la mañana.

– Me parece que nuestra cena se ha ido al traste -su sonrisa le daba un matiz compungido, como excusándose por el hecho.

Paula contestó que tenía comida en la nevera y que podían cenar en el apartamento. La voz de la muchacha tenía un tono trémulo. Bond tomó rápidamente una decisión y se dijo que era mejor posponer el interrogatorio para dar otro enfoque más «positivo» a la situación. Luego afrontaría la cuestión realmente enigmática: ¿Cómo sabía aquel par de asesinos que él se encontraba en Helsinki y, más en concreto, que acudiría a visitar a Paula?

– ¿Tienes coche, Paula? -empezó a decir.

Ella respondió en sentido afirmativo. Lo tenía en un aparcamiento exterior.

– ¿Puedo pedirte un favor… luego?

– Yo diría que sí -su sonrisa era una invitación a seguir hablando.

– Estupendo, pero antes de pasar a los detalles hay cosas más importantes que desearía poner en claro.

A renglón seguido, Bond le formuló una serie de preguntas obvias en rápida sucesión, apremiándola a contestar sin dilación, de modo que no pudiera soslayar ningún detalle ni reflexionar acerca de las respuestas que le solicitaba.

Primero le preguntó si había hablado de él con amigos o compañeros de trabajo el día en que se conocieron por primera vez. Ella dijo que sí, naturalmente. Bond repitió la pregunta, pero referida a otros países. Paula contestó en sentido afirmativo. Él quiso saber con cuánta gente poco más o menos. Ella mencionó algunos nombres, todos ellos lógicos, pues se trataba de amistades íntimas o de gente con la que estaba en contacto por razones de trabajo. El superagente preguntó si había personas ajenas al círculo de ella cuando había hablado de él, personas a las que no conociese. La respuesta fue que entraba dentro de lo posible, pero no recordaba detalles al respecto.

Bond situó sus preguntas en un marco temporal más cercano a los acontecimientos. ¿Estaba alguien con ella en la oficina cuando él llamó desde el Intercontinental? Respuesta negativa. ¿Cabía en lo posible que hubieran oído sus palabras? Tal vez sí, desde la centralita. ¿Había hablado con alguien después de recibir su llamada y comentado que él se encontraba en Helsinki y que pasaría a recogerla a las seis y media para llevarla a cenar. Sólo a una persona.

– Había quedado para salir a cenar con una chica, una compañera de otro departamento. Teníamos que discutir unos asuntos relacionados con el trabajo.

La amiga en cuestión se llamaba Anni Tudeer, y Bond empleó un buen rato en documentarse acerca de su persona. Por fin guardó silencio, se levantó y cruzó la estancia hasta situarse junto a la ventana. Apartó la cortina y atisbó a través del cristal.

Desde el piso de Paula el parque tenía un aire sombrío, casi inquietante; las blancas esculturas proyectaban sombras alargadas sobre el manto de nieve helada. Dos figuras enfundadas en pieles caminaban con paso presuroso por la acera de enfrente. En la calle se veían varios coches aparcados. Dos de ellos eran ideales para una misión de vigilancia; estaban situados en un lugar desde el que se debía de divisar perfectamente la entrada al inmueble. A Bond le pareció advertir señales de vida en uno de ellos, pero optó por desechar la idea hasta que llegase el momento.

Volvió a sentarse en el sillón.

– ¿Has terminado con el interrogatorio? -dijo Paula.

– No ha sido un interrogatorio -Bond echó mano de la maciza pitillera y ofreció a la chica uno de los Simmons fabricados especialmente para él-. Quizás algún día tengas ocasión de presenciar uno de verdad. ¿Recuerdas que te hablé de sí podías prestarme un favor?

– Pide y te será concedido.

Bond explicó que tenía sus cosas en el hotel y que debía ir al aeropuerto. Quería saber si Paula le permitiría permanecer en el piso hasta las cuatro de la madrugada, trasladarse luego al hotel en el coche de ella, pagar la cuenta y «adecentarse» antes de dirigirse al aeropuerto.

– Puedo arreglarlo para que me traigan el coche aquí.

– Tú no vas en coche a ninguna parte, James -su voz adoptó un tono de firme seriedad-. Tienes una herida considerable en el hombro, una herida que tarde o temprano necesitará una cura a fondo. Mira, tú te quedas aquí hasta las cuatro de la madrugada, luego yo misma te llevaré al hotel y al aeropuerto. Pero ¿por qué tantas prisas? El avión no sale hasta las nueve y pico. Puedes reservar pasaje desde aquí.

Bond insistió en que ella no estaría completamente a salvo hasta que se librase de su compañía.

– Si me dirijo al aeropuerto de madrugada te verás libre de mí. Y yo también salgo ganando. En un aeropuerto siempre puedes esconderte en algún sitio donde nadie pueda darte una sorpresa desagradable. Y no pienso utilizar tu teléfono por razones obvias.

Ella convino en lo último, pero se empeñó en conducirle al hotel y a la terminal aérea. Bond, que conocía a Paula, se dio por vencido.

– Tienes mejor cara -Paula le pellizcó la mejilla-. ¿Te apetece beber algo?

– Ya sabes cuál es mi combinado preferido.

La chica se dirigió a la cocina y mezcló sabiamente el martini favorito de Bond. Tres años atrás, en Londres, él le había enseñado a prepararlo; se trataba de una receta que por haber sido publicada en determinadas revistas había ganado carta de adopción entre muchas personas. Después del primer trago, el fuerte dolor que sentía en el hombro pareció atenuarse; tras el segundo sorbo Bond creyó recobrar casi la normalidad.

– Me gusta el vestido que llevas -se estableció una conexión entre su cerebro y el cuerpo, y éste, con o sin herida, respondió en consonancia.

– Bueno… -ella sonrió con cierta timidez-, la verdad es que lo tenía todo preparado para cenar en casa. No tenía intención de salir. Estaba ya lista para recibirte cuando esos… cuando esos brutos se presentaron aquí. ¿Qué tal el hombro?

– No me impediría jugar al ajedrez… o al jueguecito que tú quieras.

Con un solo movimiento ella soltó la cinta y el vestido se abrió por entero.

– Dijiste que yo sabía cuál era tu combinado preferido -susurró con voz insinuante, y añadió-: Bueno, si te ves con ánimos…

– Me veo con ánimos -remachó Bond.

No empezaron a cenar hasta casi las doce. Paula puso una mesa con velas y preparó un menú memorable: perdiz blanca en áspic, salmón asado a la parrilla y una deliciosa mousse de chocolate. Más tarde, a las cuatro de la madrugada, vestida para afrontar el frío exterior, Paula dejó que Bond la precediese para bajar la escalera.

Con la P 7 desenfundada, el superagente aprovechó las sombras del edificio para avanzar un trecho y cruzar la calzada, resbaladiza a causa del hielo, deteniéndose primero junto a un Volvo y luego junto a un Audi. En el Volvo había un hombre que dormía con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás, sumido en las pesadillas que sin duda sueñan los vigilantes de pacotilla cuando se duermen en el curso de su misión. El Audi estaba vacío.

Bond hizo señas a Paula, que cruzó la calle con paso firme en dirección a su automóvil. Se puso en marcha al primer intento, expulsando nubecillas de humo por el tubo de escape que se condensaban en la gélida atmósfera. La chica conducía con la seguridad propia del que está acostumbrado a manejar un coche por una ciudad cubierta de nieve y hielo durante buena parte del año. En el hotel, Bond hizo el equipaje y pagó la factura sin que surgiera contratiempo alguno, y tampoco les siguió ningún coche sospechoso cuando Paula enfiló en dirección norte, hacia Vantaa.

El aeropuerto de Vantaa se abre oficialmente a las siete de la mañana, pero lo cierto es que hay gente a todas horas. A las cinco de la madrugada el ambiente de la terminal estaba cargado con ese olor acre consecuencia del exceso de tabaco, las tazas incesantes de café y la fatiga que comporta la espera de los trenes y aviones nocturnos que llegan de los rincones del mundo.

Bond no quiso que Paula permaneciese allí más tiempo del necesario. Le prometió llamarla desde Londres lo antes posible y se despidieron con un beso, sin dramatismo.

Una brigada del personal de limpieza fregoteaba la sala de espera principal, donde Bond decidió apostarse. El hombro volvía a dolerle. Varios pasajeros aparecían ovillados en los cómodos sillones, tratando de conciliar el sueño, y un nutrido grupo de agentes del orden paseaban por parejas de un extremo al otro, prestos a sofocar conatos de violencia o confusión que no llegaban a producirse.

A las siete en punto la terminal se animó con la afluencia de nuevos pasajeros. Bond se había colocado ya frente al mostrador de Finnair, para ser el primero en tomar el billete. El vuelo número 831 de Finnair, cuya salida estaba prevista para las nueve y diez de la mañana, iba semivacio.

Serían las ocho cuando empezó a nevar con fuerza y el DC9-50 tuvo que despegar en medio de la ventisca. Helsinki se esfumó entre una tempestuosa nube de confeti; el aparato se elevó por encima de una imponente masa nubosa que flotaba en un cielo azul iluminado por el claro resplandor del sol.

A las diez y diez, hora local, el avión Finnair se hallaba sobre Londres, presto a iniciar la maniobra de descenso por la pista veintiocho, izquierda, del aeropuerto de Heathrow. Los frenos aerodinámicos entraron en acción conforme la aeronave perdía altura, y al posarse en el suelo, los turboventiladores Pratt & Whitney, rotando en sentido inverso con el mismo prolongado gemido, aminoraron gradualmente la velocidad del aparato. El aterrizaje había concluido.

Al cabo de una hora, James Bond llegó a la sede general del servicio secreto británico, desde cuyas alturas se domina el conjunto de Regent's Park. En aquellos momentos sentía dolorosas punzadas, semejantes a un inoportuno dolor de muelas, y gruesas gotas de sudor perlaban su frente. Además, se sentía mareado.

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