1. El incidente de Tripoli

La sede de la Misión Militar de la República Socialista Popular de Libia está situada al sureste de Trípoli, a unos quince kilómetros de la capital. El recinto militar se extiende en la zona del litoral y queda resguardado de la curiosidad ajena por un bosque de fragantes eucaliptos, altos cipreses y enhiestos pinos que lo rodean por todas partes. A vista de pájaro, desde un avión, las edificaciones ofrecen el aspecto de una penitenciaría o algo parecido. El área militar, en forma de habichuela, está flanqueada por un triple muro de hormigón de seis metros de alto, rematado por una alambrada eléctrica de un metro de altura. Por la noche los perros ladran y se pasean por el cercado, mientras patrullas de vigilancia montadas en carros blindados Cascavel recorren el perímetro exterior del complejo militar.

Las construcciones del interior tienen un aire bastante funcional, proporcionado a los menesteres prácticos que se llevan a cabo en su interior. Hay un barracón de madera que sirve de albergue a las fuerzas de seguridad, y dos edificios más pretenciosos que cumplen la función de «hoteles»: uno destinado a las delegaciones militares de países extranjeros y otro donde se hospeda la representación militar libia.

Entre ambas construcciones aparece un imponente bloque de una sola planta. Los muros tienen más de un metro de espesor, pero la solidez de la obra queda disimulada por una fachada en forma de pórtico con arcadas que encierra la edificación y, también, por el revoque de tono rosáceo, que le confieren un aire singular. Un tramo de escaleras conduce a la puerta principal y da acceso al interior del enorme bloque, el cual se halla dividido en dos partes iguales por un largo y único pasillo. A uno y otro lado se encuentran una serie de oficinas y la sala de radio, y al final del corredor uno se topa de repente con dos puertas grandes y macizas que dan paso a una estancia bastante estrecha y alargada, sin otros elementos que una mesa de reuniones, las sillas correspondientes y una máquina de cine, un equipo de vídeo y un proyector de diapositivas.

A pesar de ser la dependencia principal de todo el conglomerado, dicha habitación carece de ventanas. El aire acondicionado mantiene la temperatura estable, y aparte las dos puertas sólo es posible acceder a la sala por un portillo de metal situado en el extremo más lejano, utilizado por los encargados de la limpieza y las fuerzas de seguridad.

Las instalaciones de la Misión Militar se utilizan tan sólo unas cinco o seis veces al año, y lo que se ventila en sus dependencias merece la atención y fiscalización constante, dentro de lo posible, de los servicios de inteligencia de las democracias occidentales.

La mañana en que se produjo el lance se hallaban en el interior del recinto cerca de ciento cuarenta personas. Los observadores en las capitales de los países de Occidente, que seguían de cerca los acontecimientos en Oriente Medio, estaban informados de que se había formalizado un pacto, y aunque no era probable que el Gobierno libio evacuara un comunicado oficial, no por ello se desconocía el hecho de que Libia se disponía a engrosar su ya cuantioso arsenal con nuevos misiles, aviones de combate y material militar diverso.

La última sesión de la ronda de negociaciones estaba prevista para las nueve y cuarto, y, en efecto, ambas partes se presentaron puntualmente a la hora programada. Las delegaciones libia y soviética, cada una de ellas integrada por una veintena de componentes, se saludaron con ademanes cordiales frente a la entrada del edificio color rosa, hecho lo cual se adentraron en el mismo, enfilaron el largo corredor y llegaron a las dos macizas puertas; los soldados que montaban guardia abrieron sin ruido y las hojas giraron sobre los bien aceitados goznes.

Pero he aquí que cuando casi la mitad de los delegados habían penetrado ya en la estancia, los concurrentes en bloque se quedaron con los pies clavados en el suelo, conmocionados ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos: en el otro extremo de la sala aparecieron diez hombres vestidos de idéntica manera que se desplegaban formando un compacto semicírculo. Llevaban guerreras de comando y pantalones grises de rugosa tela introducidos en gruesas botas de cuero. La siniestra apariencia del grupo quedaba realzada por la fina malla que les cubría el rostro, afianzada por las boinas negras, cada una de las cuales lucia una enseña o emblema plateado consistente en una calavera sobre el anagrama NSAA, envueltos como en un halo misterioso.

Pero lo increíble del caso era que diez minutos antes de la llegada de las dos delegaciones, un pelotón de soldados libios de las fuerzas de seguridad había echado un vistazo y comprobado que todo estaba en orden.

En el acto, los diez intrusos adoptaron la típica posición del que se apresta a disparar: pierna derecha un poco adelantada y las culatas de las pistolas ametralladoras o de los fusiles automáticos apretadas entre el brazo y la cadera. Diez orificios de fuego apuntaban a los delegados que ya se hallaban dentro de la estancia y al resto de los que permanecían aún en el pasillo. Por unos instantes los personajes de la escena dieron la impresión de estar petrificados, y enseguida, tan pronto el pánico hizo mella en los asistentes, detonaron las armas que esgrimía el comando. Los impactos llovieron ininterrumpidos sobre la masa que se agolpaba bajo el dintel, dando lugar a un formidable estruendo ampliado por el angosto del lugar.

La ráfaga de disparos duró menos de un minuto, pero al cesar el fuego sólo quedaban en pie seis delegados; los restantes yacían muertos o gravemente heridos. Fue entonces cuando los soldados y agentes de seguridad libios entraron a su vez en acción.

El comando suicida estaba asombrosamente disciplinado y bien entrenado. La réplica de los libios sólo consiguió abatir a tres componentes del grupo invasor, a pesar de que el tiroteo se prolongó por espacio de un cuarto de hora aproximadamente; el resto logró escapar por el portillo y tomar posiciones en diversos puntos del recinto. El combate que se entabló a continuación arrojó un saldo de veinte muertos más, y al término de la refriega los cuerpos sin vida de los integrantes del pelotón suicida aparecían diseminados como piezas de un enigmático rompecabezas.


A las nueve de la mañana siguiente, hora del meridiano de Greenwich, la agencia Reuter recibió un comunicado telefónico, y a los pocos minutos se difundió a través de los medios de comunicación de todo el mundo el siguiente despacho:


En la madrugada del día de ayer, tres aviones ligeros de transporte, volando a muy baja altura para escapar a la detección del radar, pararon los motores y planearon sobre el recinto de la Misión Militar, sometida a estricta vigilancia, sita en las afueras de Trípoli, capital de la República Socialista Popular de Libia.

Un grupo armado perteneciente a las Tropas de Acción Nacionalsocialista se lanzó en paracaídas dentro de la zona, sin que fuera descubierto.

Por la mañana, el comando en cuestión anotó una baza a favor del fascismo internacional al dar muerte a un nutrido grupo de delegados comprometidos en la tarea de impulsar el maléfico proceder que anida en la ideología comunista y que constituye una amenaza para la paz y la estabilidad mundial.

Con el más digno orgullo honramos la memoria de los miembros integrantes de este grupo armado que supo morir en aras de una noble causa. El comando pertenecía a nuestra Primera División, una unidad de élite.

Daremos pronto castigo a todos aquellos países o súbditos de países no comunistas que confraternicen o mantengan relaciones comerciales con naciones del bloque comunista. Queremos desgajar este bloque del resto del mundo libre.

Este es el comunicado número uno evacuado por el Alto Mando de las Tropas de Acción Nacionalsocialista (NSAA) [1].


En el momento de producirse el suceso a nadie causó sorpresa que las armas utilizadas por el comando fueran de fabricación soviética: seis metralletas ligeras Kalashnikov modelo RPK y cuatro subfusiles AKM, variantes del anterior, de calibre más pequeño pero de mortífera eficacia. Ni que decir tiene que el episodio armado, en un mundo habituado a los atentados terroristas, no alcanzó resonancia especial en los medios de difusión, que restaron importancia a este movimiento armado, tildándolo de «grupito de fascistas fanáticos».


Cuando aún no había transcurrido un mes desde el llamado caso o incidente de Trípoli, cinco miembros del Partido Comunista británico celebraron una cena para agasajar a unos colegas soviéticos que se hallaban en Londres en una misión de buena voluntad.

El ágape tenía lugar en una casa no muy lejos de Trafalgar Square. Se acababa de servir el café cuando sonó el timbre de la puerta. El anfitrión se levantó de la mesa con objeto de atender la llamada. Todos los presentes habían trasegado gran cantidad de vodka que los soviéticos habían traído consigo.

Los cuatro hombres que aguardaban en el exterior vestían uniformes paramilitares muy parecidos a los que llevaban los componentes del comando que protagonizó los sucesos de Trípoli.

El dueño de la casa, que era uno de los elementos más prominentes y beligerantes del Partido comunista británico, recibió varios impactos de bala en el mismo umbral y el grupo acabó en cuestión de segundos con los cuatro oriundos y los tres soviéticos que estaban sentados a la mesa.

Los asesinos huyeron sin dejar rastro y no fue posible atraparlos.

A raíz de la autopsia realizada tras el suceso relatado se puso de manifiesto que las ocho víctimas murieron a causa de los disparos efectuados con armas de fabricación soviética, lo más probable pistolas automáticas Makarov o Stetchkin. Los cartuchos también eran del mismo origen.

A las nueve de la mañana siguiente, hora de Greenwich, el Alto Mando de las Tropas de Acción Nacionalsocialista difundió su segundo comunicado. En esta ocasión se imputaba el hecho a una facción del denominado «Comando Adolfo Hitler».


Durante los doce meses siguientes, no menos de treinta «casos» de asesinatos múltiples perpetrados por miembros del grupo nazi llenaron las páginas de los periódicos.

Destacadas personalidades de ideología comunista residentes en Berlín Occidental, Bonn, Washington, Roma, Nueva York, Londres -una vez más-, Madrid, Milán y varias capitales de la de zona de Oriente Medio murieron acribilladas a balazos, junto con otras personas que mantenían relaciones oficiales o de simple amistad con aquéllas. Entre las víctimas figuraban tres sindicalistas británicos y norteamericanos harto conocidos por su espíritu batallador y por no tener pelos en la lengua.

Aunque también encontraron la muerte algunos integrantes de los comandos asesinos, no se consiguió detener a ninguno de los atacantes. En cuatro ocasiones, miembros de las Tropas de Acción optaron por suicidarse antes que dejarse prender.

Todos los atentados acreditaban una planificación rigurosa y fueron perpetrados con un alto nivel de adiestramiento militar. Después de cada matanza o crimen aislado, la organización armada de ideología nazi difundía el correspondiente comunicado, escrito en el tono exaltado y programático característico de todos los idearios dogmáticos. Cada uno de ellos mencionaba al supuesto grupo militar que había tomado parte en la acción.

Empezaron a emerger nombres evocadores de la época, de pesadilla, que fue el Tercer Reich: División de las SS Heinrich Himmler; el Primer Comando Eichmann, y otros por el estilo. La policía y los servicios de seguridad de todo el mundo no tenían otra pista más que ésa. Nada se había podido deducir de los cadáveres de las víctimas pertenecientes a las Tropas de Acción, fueran hombres o mujeres. Era como si de repente se hubieran materializado, ya adultos y enrolados en el grupo nazi. Fue imposible identificar ni tan siquiera uno sólo de los cuerpos. Los forenses se afanaban trabajosamente en busca de los menores detalles que pudieran suponer un indicio; los servicios de espionaje trataron de rastrear las huellas de los militantes; las oficinas dedicadas a la búsqueda de personas desaparecidas realizaron pesquisas tendentes al mismo fin, pero todo en vano. Siempre el mismo callejón sin salida.

Hubo un periódico que publicó un editorial melodramático con ribetes de anuncio publicitario de película de los años cuarenta. Empezaba así:


Parecen como surgidos de la nada; matan, mueren o se desvanecen para esconderse en sus cubiles. ¿Acaso estos adláteres de la siniestra era nazi se han levantado de sus tumbas para vengarse de sus vencedores de antaño? Hasta el momento, casi todos los actos de terrorismo urbano se inspiraban en ideales propugnados por grupos de la extrema izquierda. Con estos asesinatos, las autodesignadas y mortalmente eficaces Tropas de Acción Nacionalsocialista confieren al panorama una dimensión insólita y sobrecogedora.


Pero lo cierto era que en los recovecos del inframundo constituido por los servicios secretos y de información, empezaba a percibirse una cierta desazón, como quien despierta de una pesadilla y se da cuenta de que sus sueños son realidad. Primero se sucedieron los intercambios de opiniones; luego, discretamente, los trueques de información y, por último, los representantes de este entramado empezaron a cimentar los planes de la más extraña y heterogénea alianza que imaginarse pueda.

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