James Bond montó en cólera.
– ¿Quiere eso decir que no piensa mover un dedo por Rivke? -pronunció estas palabras sin gritar, pero su voz era fría y cortante, como el hielo que decoraba los árboles situados más allá de la ventana de la habitación de Kolya.
– Daremos cuenta de lo sucedido a su organización -Kolya se expresaba con indiferencia-, pero no enseguida, sino cuando hayamos concluido el trabajo. Es posible que para entonces puedan darnos razón de ella. No tenemos tiempo de pasearnos por ahí, entre la nieve, tratando de localizarla. Si no aparece, los del Mossad tendrán que hacerse cargo de ella. ¿Qué dice la Biblia? «Dejad que muertos entierren a los muertos», ¿no es así?
Bond estaba a punto de perder la paciencia. Poco faltó para que así ocurriera desde que acudió a la cita con los dos hombres. La primera vez fue cuando llamó a la puerta. Kolya atendió la llamada y Bond entró como una exhalación, con un dedo en los labios y blandiendo en la otra mano, como si fuera un talismán, el detector VL-34.
Brad Tirpitz soltó una risita sarcástica, que se trocó en una incendiaria mirada de disgusto cuando Bond sacó otra bobina de escucha empalmada al teléfono de Kolya, más algunos artilugios electrónicos adicionales ocultos debajo de la alfombra y tras el rollo de papel higiénico en el baño.
– Creía que lo habías peinado todo -dijo Bond, con acento cortante, lanzando una mirada de recelo a Tirpitz.
– Exploré todas las habitaciones al llegar al hotel, incluida la tuya, muchacho.
– También dijiste lo mismo en Madeira.
– Porque no encontré nada.
– En tal caso, ¿cómo es posible que, sean quienes fueren, hayan podido localizarnos aquí?
Tirpitz, sin inmutarse, insistió en que había inspeccionado las habitaciones en busca de aparatos de escucha.
– Todo estaba en orden, tanto en Madeira como aquí.
– En tal caso se ha producido una filtración, y puesto que me consta que no soy yo, tiene que ser uno de vosotros.
– ¿De nosotros? ¿De nosotros dices? -Kolya parecía realmente enfadado.
Como Bond no había podido facilitar a Kolya todos los detalles de la llamada telefónica de la que suponía era Paula, acompañada de la consiguiente advertencia de un incidente inmediato, aprovechó para hacerlo ahora. El semblante de Kolya experimentó un cambio. Las facciones del soviético, pensó Bond, eran como el mar. En la presente ocasión, el cambio de expresión fue de la calma al encrespamiento paulatino, conforme el británico le exponía como se había dispuesto la trampa, al menos desde su punto de vista. Al margen de la identidad del enemigo que les hostilizaba, lo cierto era que conocía bastante a fondo los pasos que se proponía dar.
– No era una vieja mina lo que estalló en la pista de esquí -afirmó Bond con crudeza-. Rivke es una buena esquiadora, yo no lo hago mal y supongo que tú, Kolya, no eres ningún aprendiz. En cuanto a Tirpitz, desconozco…
– Me las arreglo bien -contestó, como pudiera hacerlo un escolar enfurruñado.
Era muy posible, prosiguió diciendo Bond, que la bomba que hizo explosión en la ladera fuera accionada por control remoto.
– También pudo ser un tirador apostado en el hotel. No sería la primera vez que se echa mano de este recurso: utilizar una bala para activar la carga explosiva. Personalmente me decanto por la primera suposición, la del control remoto, porque encaja con todos los elementos en juego. Así, el hecho de que Rivke estuviese en la pista, la llamada telefónica, que debió de coincidir con el momento en que ella estaba en la parte superior del recorrido… -extendió los brazos-. En fin, que nos tienen acorralados. Ya han conseguido eliminar a uno de nosotros, lo que facilita cualquier medida que adopten para acabar con el resto…
– Y el deslumbrante conde Von Glöda desayunando en el hotel en compañía de su esposa -manifestó Tirpitz con aspereza. Apuntó con el dedo a Kolya Mosolov-. ¿Puedes decirnos algo al respecto?
El soviético asintió a medias.
– Les vi antes del suceso en la pista, y también cuando regresé al hotel.
James Bond retomó la cuestión que había planteado Tirpitz.
– Dime, Kolya, ¿no crees que ya ha llegado el momento de que sueltes lo que sabes de Von Glöda?
Mosolov hizo un gesto dando a entender que todo aquello le resultaba un galimatías muy confuso.
– El supuesto conde Von Glöda es un sospechoso de primer orden…
– Es el único sospechoso -atajó Tirpitz.
– El probable instigador del grupo que tratamos de desenmascarar -añadió Bond.
Kolya lanzó un suspiro.
– No di más explicaciones sobre su persona porque estaba a la espera de una prueba definitiva, la localización de su cuartel general.
– ¿Y dispones ya de esta prueba? -Bond se aproximó a Kolya, casi amenazando.
– Sí -fue una afirmación rotunda y clara-. Sabemos lo que hace falta. Forma parte de las instrucciones para la operación de esta noche -Kolya hizo una pausa como si sopesara la conveniencia de facilitar más información sobre el asunto-. Imagino que los dos estaréis al cabo de quién es realmente Von Glöda -parecía disponerse a dar un espectacular golpe de efecto.
Bond asintió con la cabeza.
– Y también la relación de parentesco que le une con nuestra colega, ahora ausente -añadió Tirpitz.
– Conforme -dijo con un tono ligeramente irritado-, en tal caso seguiré con la exposición del plan.
– Y dejarles a Rivke a los lobos, ¿verdad? -la imagen de la muchacha seguía hostigando a Bond.
Kolya volvió despacio la cabeza hacia el superagente.
– Soy del parecer de que Rivke se halla perfectamente atendida y de que… ¿cómo decís en vuestra tierra?… y de que la dejemos jugar a fondo sus posibilidades. Me atrevería a afirmar que la chica reaparecerá en el momento oportuno, cuando esté a punto. Mientras tanto, si queremos reunir las pruebas que acaben de una vez con las Tropas de Acción Nacionalsocialista, que es el único objeto de nuestra presencia aquí, hemos de preparar con cierta cautela la misión de esta noche.
– Adelante, pues -dijo Bond, disimulando su indignación.
Tal como había anticipado ya Kolya Mosolov, el objetivo de la operación era presenciar, y a ser posible fotografiar, el robo de armas del arsenal conocido como Liebre Azul, situado en las cercanías de Alakurtii. Kolya desplegó en el suelo un mapa militar de la zona, cubierto por doquier con marcas de diverso tipo: cruces en rojo y varios trazos, azules y amarillos.
El dedo índice de Kolya indicó una crucecita roja exactamente al sur de Alakurtii, unos sesenta kilómetros dentro de territorio soviético y a una distancia aproximada de setenta y cinco con relación al lugar donde a la sazón se encontraban.
– Doy por supuesto que todos los aquí presentes saben manejar un escúter -miró primero a Tirpitz y después a Bond. Los dos hombres corroboraron las palabras de Kolya con un breve movimiento de cabeza-. Me alegro, porque nos espera una dura jornada. Las previsiones meteorológicas para esta noche no son alentadoras. Temperaturas muy por debajo de cero que subirán un poco después de medianoche, en que se prevé una ligera nevada, pero que volverán a descender a los mínimos de antes.
Kolya subrayó que se desplazarían con los escúters por terreno accidentado y que el trayecto duraría casi toda la noche.
– Tan pronto vi que Rivke iría a parar al hospital… -empezó a explicar de nuevo…
– Lugar en el que no se encuentra -interrumpió Bond.
– …dispuse lo necesario -prosiguió Kolya, haciendo caso omiso de la intromisión de Bond-, ya que para llevar a buen fin la operación se requiere el concurso de cuatro personas. Debemos cruzar la frontera soviética sin ayuda de mis paisanos, por una ruta que sospecho es la que utilizan los vehículos de las Tropas de Acción. La idea era que dos de nosotros se quedaran apostados como señalizadores a lo largo del camino, en tanto que Bond y yo recorreríamos todo el trecho hasta Alakurtii. Según la información de que dispongo el convoy del grupo neofascista llegará, por acuerdo con el oficial que manda Liebre Azul y sus subordinados, hacia las tres de la madrugada.
Cargar los vehículos utilizados por las Tropas de Acción no llevaría más de una hora. Kolya creía que serían anfibios sobre oruga del tipo APC, con toda probabilidad una de las muchas variantes de los carros soviéticos BTR.
– Al parecer lo tienen todo dispuesto. Eso es al menos lo que me han asegurado los míos. Bond y yo filmaremos con un vídeo y tomaremos fotografías, si es necesario mediante el uso de infrarrojos; de todos modos, imagino que habrá una buena iluminación. Liebre Azul está lejísimos, en las antípodas, y nadie va a prestar demasiada atención durante la operación de carga. Será durante el camino cuando irán alertados, mientras se dirijan a la base, y, sobre todo después, a la salida del convoy. Por lo que atañe a Liebre Azul, confío en que todos los reflectores estarán encendidos.
– ¿Y qué pinta Von Glöda en todo esto?
Bond había estado examinando el mapa y los jeroglíficos trazados a lápiz que lo cubrían, y la verdad era que la cosa no parecía tan sencilla. El paso por la zona fronteriza presentaba no pocas dificultades; densos bosques, lagos helados y largos trechos al descubierto, tapizados por la nieve; en fin, un que territorio que en pleno verano presentaba la típica vegetación de la tundra. Pero lo que más le inquietaba eran las zonas boscosas. Sabía por experiencia lo que suponía desplazarse y seguir una pista montado en un escúter por entre las vastas masas negruzcas de pinos y abetos.
Kolya sonrió con cierto aire de complicidad.
– Von Glöda estará allí -manifestó con excesiva lentitud.
El dedo índice de su mano se cernió sobre el mapa y fue a dar en una parte marcada con señales oblongas y cuadraditos. Aquel punto preciso caía dentro de la mismísima frontera finlandesa, un poco más al norte de donde tenían previsto emprender el camino de vuelta.
Bond y Tirpitz se inclinaron hacia delante. El superagente memorizó rápidamente las coordenadas del mapa, en tanto que Kolya seguía con sus explicaciones.
– Tengo la casi absoluta certeza de que el hombre que los tuyos, Brad, apodan «Luciérnaga» estará oculto y a salvo en este lugar, hoy por la noche, y pienso también que el convoy procedente de Liebre Azul tiene su meta en este mismo punto.
– ¿Certeza casi absoluta? -Bond enarcó una ceja con aire inquisitivo y con una mano se apartó un mechón de pelo que le caía sobre la frente-. ¿Por qué? ¿Cómo?
– Mi patria… -no había en su voz el menor asomo de chovinismo ni de xenofobia-. Mi patria presenta algunas ventajas desde un punto de vista geográfico -con un dedo siguió toda la zona circundante de las señales oblongas marcadas en rojo-. Durante las últimas semanas hemos podido establecer una fuerte vigilancia. También nos ha sido de gran utilidad las pesquisas llevadas a cabo por nuestros agentes sobre el terreno -prosiguió diciendo lo que todos los allí presentes debían saber ya: que en aquel sector fronterizo aún quedaban en pie gran número de casamatas y fortificaciones medio derruidas-. En muchos países europeos, en Francia por ejemplo, y también en Inglaterra todavía pueden verse defensas y construcciones del tiempo de la guerra. Muchas de ellas permanecer intactas pero no pueden aprovecharse, pues aunque las paredes exteriores se mantengan en pie, el interior está en ruinas o desmoronado. Por ello supongo que les será fácil imaginar cuántas fortificaciones y búnkers se construyeron en estos parajes durante la Guerra de Invierno y, más tarde, a raíz de la invasión alemana.
– Puedo dar testimonio de eso -Bond sonrió como si pretendiera dar a entender a Kolya que aquella parte del planeta no le era del todo desconocida.
– También los míos saben cómo es la cosa -Tirpitz no quería ser menos.
– Ah -la exclamación de Kolya podía hacer las veces de una sonrisa de condescendencia.
Se hizo un largo silencio.
Luego Kolya asintió con la cabeza, y aquella extraña facilidad para cambiar súbitamente la expresión del rostro le confirió una aire de solemnidad y cordura.
– Cuando fuimos alertados acerca de lo que estaba ocurriendo en Liebre Azul, nuestros departamentos de servicios especiales recibieron instrucciones concretas. Aviones capaces de volar a gran altura y satélites orbitales fueron adscritos a misiones de reconocimiento en distintos puntos hasta entonces exentos de vigilancia, y el resultado fue esto que tengo en las manos.
Pasó la mano por debajo del mapa y sacó una pequeña carpeta de plástico, de la que extrajo una serie de fotografías que entregó a sus dos interlocutores. Algunas de ellas respondían a la clásica foto tomada por un avión de reconocimiento, probablemente los aparatos soviéticos tipo Mandrake, Mongrove o Brewer-D, todos ellos idóneos para misiones de este género. A pesar de tratarse de documentos gráficos en blanco y negro se observaba con claridad la remoción de tierras que había tenido lugar en vastas superficies. Se habían tomado ya bien entrado el verano o, quizás, a principios de otoño, antes de las primeras nevadas, y en casi todas ellas se veía sin lugar a dudas lo que parecían ser entradas a fortificaciones de hormigón armado.
Las restantes fotografías eran de una especie con la que tanto Tirpitz como Bond estaban familiarizados: imágenes enviadas por satélites orbitales de reconocimiento, captadas a muchos kilómetros de altura de la tierra mediante diversidad de cámaras y objetivos. Las más interesantes eran las que mostraban, en vivos colores, los cambios de la estructura geológica.
– Echamos a volar uno de nuestros Cosmos del servicio de inteligencia del ejército. Buen trabajo, ¿verdad?
Los ojos de Bond se movían con rapidez de las fotos de los satélites a los pequeños dibujos en el mapa. La mayoría de ellas habían sido agrandadas con lentes de aumento y luego ampliadas a buen tamaño; se apreciaban con claridad el movimiento de tierras y las obras de excavación. La densidad y los colores dejaban traslucir sin asomo de duda que eran construcciones hechas a conciencia, con abundante uso de cemento y hierro. También se apreciaba la existencia de una simetría, señal inequívoca de que las obras subterráneas eran de gran envergadura y constituían un conjunto coherente.
– Pero aún tengo algo más que las fotografías -prosiguió diciendo Kolya. Sacó otra carpeta de plástico que contenía planos horizontales y planos alzados de lo que no podía ser otra cosa que un gigantesco búnker-. Las imágenes enviadas por los satélites nos pusieron sobre aviso y enviamos a nuestros agentes a inspeccionar sobre el terreno. Además, disponíamos de uno o dos mapas de la zona, muy reveladores, que se remontaban a la Guerra de Invierno y que también se utilizaron con posterioridad. A finales de los años treinta, los ingenieros militares finlandeses construyeron exactamente en este punto un enorme depósito subterráneo de armas, con capacidad para albergar por lo menos diez tanques, así como las municiones y piezas de recambio. La entrada principal era muy grande…, aquí -señaló a la vez las fotos y el esquema planigráfico-. Nuestros hombres y los archivos documentales vinieron a corroborar que en la práctica el búnker nunca llegó a utilizarse. Sin embargo, hará cosa de un par de años recibimos informes que hablaban de una gran actividad en toda la zona durante el verano: brigadas de obreros de la construcción, maquinaria pesada y todos los accesorios que conllevan las obras de gran envergadura. Se trata sin ningún género de dudas del cubil de Von Glöda -con el dedo empezó a señalar los trazos marcados en el mapa-. Como podréis observar, la primitiva entrada fue reconstruida y cerrada herméticamente; en fin, un escondrijo lo bastante espacioso para contener vehículos y, abajo, amplias instalaciones para almacenamiento.
El cúmulo de pruebas era obvio y convincente. El conjunto parecía realmente grande, dividido en dos secciones, una destinada a parque móvil y almacenes y otra a vivienda, constituida por un laberinto de cubículos, con capacidad suficiente para que trescientas personas por lo menos pudieran habitar allí durante el año.
El acceso principal se encontraba situado en línea parale1a a otra entrada más pequeña, ambas provistas de una rampa independiente que se adentraba hasta unos trescientos metros en las entrañas de la tierra, a una profundidad suficiente, como dijo Tirpitz «para sepultar un montón de cadáveres».
– Nosotros pensamos que aquí están «sepultados» todos, del primero al último -Kolya no mostró el menor asomo de ironía-. Mi opinión personal es que nos hallamos ante el cuartel general y puesto de mando de las Tropas de Acción. El lugar se construyó también como punto vital de estacionamiento de los convoyes de armas y municiones robadas de los arsenales y depósitos del Ejército Rojo. En una palabra, estoy convencido de que el búnker remozado es el núcleo del grupo neonazi.
Tirpitz miró a Kolya con un cinismo que casi podía palparse.
– Así que todo lo que tenemos que hacer es sacar unas bonitas fotos de tus soldaditos en trance de traicionar a la patria, seguir luego al convoy hasta aquí -señaló un mapa- y meternos en el búnker, su precioso y acogedor Palacio de Hielo.
– Ni más ni menos.
– Y eso a cargo de tres personas. Supongo que yo plantado como una valía en la frontera, donde cualquier loco pueda cazarme como a una liebre.
– No, si eres tan bueno como me han dicho -Kolya le devolvió la ironía-. En lo que a mí concierne me he tomado la libertad de reclamar los servicios de un camarada, y ello por la sencilla razón de que existen dos pasos fronterizos -indicó otra línea que discurría más al norte de la ruta que en principio debían seguir él y Bond, y argumentó sobre la conveniencia de tener vigilados ambos puntos-. Esta misión hubiera correspondido a Rivke, para prevenir riesgos. Ahora necesitábamos una reserva, y ya lo tengo.
Bond permaneció pensativo durante un rato, luego dijo:
– Kolya, quisiera hacerte una pregunta.
– Adelante -el soviético alzó la cabeza hacia él y le miró de manera abierta y franca.
– Si las cosas salen según lo previsto, es decir, si obtenemos las pruebas y le seguimos la pista al convoy hasta el búnker que dices está situado aquí -Bond puso el dedo en el mapa-, cuando hayamos cubierto el objetivo, ¿cuál es el siguiente paso?
Kolya ni siquiera se detuvo a pensar la respuesta.
– Una vez tengamos la certeza de que contamos con las pruebas precisas, caben dos alternativas. Informar a nuestros respectivos departamentos o, si la situación es propicia, terminamos la tarea nosotros mismos.
Bond se abstuvo de formular más preguntas. Las palabras de Kolya presuponían un interesante final de partida. En el caso de que se viera implicado un complot o añagaza tendida por la KGB o el Ejército Rojo, el método de «terminar la tarea nosotros mismos» le parecía excelente para encubrir y enterrar el asunto para siempre, y con más motivo todavía – calculó Bond- si Kolya Mosolov pretendía impedir el retorno de él y de Tirpitz. Por lo demás, si la hipótesis del complot tenía algún fundamento, el Alto Mando de las Tropas de Acción Nacionalsocialista quizá hubiera iniciado ya un cambio de sede y decidido buscar refugio en otro búnker.
Siguieron hablando y se ocuparon de los detalles: el lugar donde estaban escondidos los escúters, tipo de cámaras que iban a utilizarse, el punto exacto donde Tirpitz debía apostarse y la posición del agente reclutado por Kolya, aludido sólo con el seudónimo de «mujik», como uno de los paupérrimos campesinos esclavizados por las leyes de la Rusia zarista.
Tras una hora poco más o menos de apretada conversación, Kolya entregó sendos mapas a Tirpitz ya al superagente británico. Abarcaban la zona de referencia, poseían las excelencias cartográficas que cabe esperar en este tipo de mapas y tenían, marcadas con lápiz fino, las rutas fronterizas, así como la ubicación de la base Liebre Azul y la misma serie de figuras oblongas que señalizaban el conglomerado subterráneo de lo que habían coincidido en denominar el «Palacio de Hielo».
Sincronizaron sus relojes. Tenían que encontrarse a medianoche en el punto de la cita, lo que significaba que deberían salir del hotel por separado entre las 11.30 y las 11.40.
Bond regresó a su habitación y abrió la puerta sin hacer ruido. Sacó el detector y rastreó de nuevo la estancia. Quedaban muy lejos los días en que uno podía vigilar su habitáculo dejando diminutos fragmentos de fósforos de madera en la puerta o entremetidos en los marcos de los cajones. En los buenos tiempos, pensó el superagente, una pequeña torunda de algodón hacía auténticos milagros, pero a la sazón, con tanto miniaparato de escucha electrónica, la vida se había vuelto más complicada y mucho más difícil de sobrellevar.
Otra vez los espías habían aprovechado su ausencia con motivo de la reunión para instalar artilugios. En esta ocasión no se contentaron con acoplar una bobina automática en el teléfono, sino todo un soporte de adminículos de escucha. Uno detrás del espejo del baño, otro diestramente colocado y recosido en los cortinajes, un tercero, en fin, camuflado en forma de botón que los intrusos habían metido en la pequeña madeja con hilos y agujas de coser que contenía una de las fundas de la carpeta con papel y sobre de cartas del hotel. Por último, Bond halló un adminículo dispuesto ingeniosamente dentro de una bombilla nueva, junto a la cama.
Bond realizó por tres veces consecutivas la operación de rastreo. Los que habían colocado aquellos aparatos no eran unos aficionados. Mientras destruía los diversos artilugios se preguntó si el que habían acoplado al teléfono tenía por objeto despistarle, con la esperanza de que, una vez localizado, cesara en la búsqueda.
Cuando se hubo asegurado de que podía proceder sin temor, Bond desplegó el mapa. Antes sacó de la cartera una brújula de las usadas en el ejército y que tenía intención de llevar consigo durante la operación nocturna. Valiéndose de las finas hojas de un pequeño cuaderno de notas y de una tarjeta de crédito a modo de tiralíneas, Bond empezó a hacer cálculos y a transportar las rutas mezcladas en el mapa, efectuando anotaciones de los rumbos exactos que debían seguir para cruzar la frontera y localizar Liebre Azul; luego hizo lo propio, determinando las marcaciones, con respecto a la ruta de acceso al recinto y la que partía en dirección opuesta.
También tuvo la precaución de comprobar los ángulos y marcaciones que conducían al Palacio de Hielo. Durante todo ese tiempo que estuvo trabajando sobre el mapa, James Bond se sentía intranquilo. Era una sensación que había experimentado más de una vez desde la reunión del grupo de Madeira. Por otra parte, sabía cuál era la causa esencial de esa desazón. De vez en cuando James Bond había trabajado en colaboración con otro compañero del servicio o con un departamento conexo. Pero a la sazón se veía obligado a desenvolverse en el seno de un equipo, y el superagente no era hombre de grupo, sobre todo si dentro del mismo se daban una serie de elementos que inspiraban muy poca confianza.
Posó los ojos en el mapa como en busca de un indicio y, de repente, sin pretenderlo, la respuesta le vino a la mente.
Arrancó una de las hojas del cuadernillo y la colocó con sumo cuidado sobre las señales del Palacio de Hielo. Con idéntica minuciosidad, trasladó al fino papel los trazos a lápiz del mapa que indicaban la superficie interior del búnker subterráneo, y a continuación añadió los detalles topográficos del área. Una vez completado el calco, Bond deslizó el papelillo hacia el nordeste, sobre el mapa, cubriendo aproximadamente un espacio equivalente a quince kilómetros.
El movimiento transversal desplazó el Palacio de Hielo al otro lado de la frontera, en territorio soviético. Pero la cosa no paraba ahí, sino que los accidentes topográficos coincidían exactamente con las curvas de nivel circundantes, las zonas boscosas y las líneas sinuosas que significaban el curso de los ríos en verano. En general, la topografía era muy similar, pero aquello resultaba de lo más extraño. O bien los mapas habían sido impresos expresamente para la ocasión o bien había dos emplazamientos -uno a cada lado de la frontera- que coincidían con gran exactitud en cuanto a las características del terreno.
Con el mismo cuidado, Bond dibujó sobre su mapa la posible ubicación alternativa del Palacio de Hielo. Luego efectuó una o dos marcaciones más. Era muy posible que el cuartel general de Von Glöda y el primer punto de estacionamiento del convoy que transportaba las armas no radicara en Finlandia, sino todavía en territorio fronterizo soviético. Aun teniendo en cuenta la similitud del paisaje en toda la región comprendida en el mapa, resultaba una coincidencia muy extraña que hubiera dos emplazamientos situados a quince kilómetros uno del otro prácticamente idénticos.
También le llamó la atención como se orientaban las dos entradas principales al búnker del Palacio de Hielo. Ambas estaban encaradas hacia territorio ruso. Si realmente la fortificación estaba en el lado soviético de la frontera, debía tener en cuenta que esta zona había pertenecido antaño a Finlandia, antes de la gran conflagración que fue la Guerra de Invierno de 1939-1940. En cualquier caso, era muy extraño que los accesos a las defensas originales se orientaran hacia la parte rusa, particularmente si los búnkers fueron construidos antes de la guerra de 1939; pero no era tan extraño, si se construyeron una vez firmada la paz, cuando extensos territorios (incluida buena parte de esa zona) pasaron a manos de la Unión Soviética tras la rendición de Finlandia el 13 de marzo de 1940.
A los ojos de Bond resultaba perfectamente posible que el Palacio de Hielo fuera excavado en su día por los soviéticos. Si realmente albergaba a la plana mayor del grupo neonazi que trataban de desarticular, ello suponía dos cosas. En primer lugar que el líder de las Tropas de Acción era un terrorista más inteligente y osado de lo que Bond había supuesto, y, en segundo lugar, que la coerción y conspiración en el seno del servicio de operaciones especiales del Ejército Rojo y de la KGB tenía más alcance e implicaciones de las supuestas en principio.
Lo que Bond tenía que hacer ahora era encontrar la forma de enviar un mensaje a M. Técnicamente hablando, no tenía más que tomar el teléfono y llamar a Londres. Sin embargo, aunque no quedasen ya aparatos de escucha electrónica, ¿quién podía asegurarle que las llamadas no estuviesen intervenidas a través de la centralita?
Sin perder más tiempo del necesario, Bond memorizó los rumbos y las coordenadas del mapa, valiéndose de una técnica de retención de datos que venía practicando intensamente desde tiempo atrás. Luego rompió en pedacitos las hojas del cuadernillo en las que figuraban las anotaciones, rasgando al hacerlo algunas de las páginas posteriores, las arrojó al retrete y aguardó unos momentos hasta asegurarse de que el agua se las había tragado.
Bond se puso a toda prisa ropa de abrigo y salió de la habitación, pasó junto al mostrador de recepción y se dirigió a su automóvil. Entre los muchos artilugios secretos de que iba provisto había uno salido de la inventiva de la sección «Q» en fecha muy reciente.
Delante del cambio de marchas había lo que a primera vista parecía un radioteléfono perfectamente normal, un aparato sin ninguna utilidad a menos que hubiera una unidad base dentro de un radio aproximado de cuarenta kilómetros. Pero ni siquiera ese elemento le hubiera servido a Bond para establecer conexión, del mismo modo que tampoco le era de utilidad un teléfono corriente.
Con todo, el artefacto telefónico del Saab disponía de dos ventajas. La primera de ellas consistía en una cajita negra de la que pendían dos terminales. Las dimensiones del objeto no rebasaban el tamaño de dos casetes superpuestas. Bond sacó la cajita de su escondite, un compartimento colocado detrás de la guantera.
Reactivó los sensores de la alarma y regresó con paso torpe, a causa del hielo, al hotel y a su habitación.
Poco deseoso de correr riesgos, el superagente llevó a cabo un rápido rastreo con el detector, aliviado al comprobar que durante su corta ausencia no le habían colocado ningún micrófono oculto. Con ademanes presurosos desatornilló la placa de la parte inferior del teléfono, conectó los terminales de la cajita y descolgó el receptor del soporte, dejándolo al alcance de la mano. El modernísimo dispositivo electrónico almacenado en la cajita negra procuraba a Bond una cómoda unidad base de recepción que le permitía hacer uso del radioteléfono instalado en el coche. Por este medio se aseguraba el acceso al mundo exterior valiéndose ilegalmente de la red de telefonía finlandesa.
La segunda ventaja del aparato telefónico del Saab iba a ponerse enseguida de manifiesto. Bond volvió al automóvil, manipuló uno de los botones cuadrados de color negro instalados en el panel de mandos y, detrás de la oquedad donde aparecía encajado el teléfono, se deslizó una placa que dejó a la vista un diminuto teclado de computadora y una no menos pequeña pantalla. Se trataba de un criptógrafo o desmodulador telefónico de infinita complejidad, que podía servir para captar la voz o enviar mensajes trasladados a una pantalla receptora afín situada en una de las dependencias del edificio que daba sobre Regent's Park, donde un técnico especializado podía decodificar el mensaje y plasmarlo en un lenguaje computarizado perfectamente inteligible.
Bond pulsó las teclas pertinentes para establecer la conexión entre el sistema de telefonía del Saab y su unidad base, acoplada al aparato telefónico de su habitación del hotel. Luego tecleó el código de llamadas internacionales, seguido del correspondiente al Reino Unido y a la capital londinense. A continuación marcó el número del cuartel general del servicio secreto.
Acto seguido introdujo la fecha del día en clave y empezó a transmitir el mensaje hablando con voz clara y articulada. El chorro de palabras apareció en la pantallita -al igual que en su homóloga de Londres- formando un revoltijo de letras agrupadas.
En conjunto, la transmisión le llevó un cuarto de hora poco más o menos. Bond permanecía agachado en el interior del vehículo, sin más luz que el tenue fulgor que irradiaba de la pequeña pantalla, consciente de la costra de hielo que se había formado en las ventanas. En el exterior soplaba una ligera brisa y la temperatura seguía descendiendo.
Una vez hubo transmitido el mensaje en su integridad, Bond desconectó los mandos, reactivó los sensores y regresó al hotel, donde, una vez más, con objeto de no dejar nada al azar, rastreó la habitación en un santiamén. Finalmente, desempalmó la unidad base del aparato telefónico propiedad del hotel.
Cuando ya había colocado la cajita en la cartera de mano y se disponía a volver con ella al Saab antes de que empezara la misión que realmente importaba, oyó unos golpecitos en la puerta.
Bond, ateniéndose en esta ocasión a las reglas más elementales de la ortodoxia policial, echó mano de la pistola automática y se dispuso a abrir, no sin antes echar la cadenilla de seguridad. Preguntó entonces quien llamaba.
– Soy Brad -respondió una voz entrecortada-, Brad Tirpitz.
Al entrar en la estancia, Bond observó que el americano parecía trastornado por algún incidente. Tenía el semblante pálido y un aire como de alerta se reflejaba en el contorno de los ojazos de Brad el Malo.
– Ese Kolya es un hijo de perra -farfulló.
Bond le hizo señas, indicándole el sillón.
– Siéntate y escúpelo. He peinado la habitación. Tuve que «despiojarla» otra vez después de la reunión con Kolya.
– También yo -una sonrisa desmayada abrió un surco en el rostro de Tirpitz, interrumpiéndose bruscamente, como siempre, a la altura de los ojos. Diríase que un escultor había trabajado laboriosamente a cincel aquellas pétreas facciones y de repente abandonado la tarea.
– He pescado a Kolya in fraganti. ¿A que no te imaginas lo que está tramando?
– No sabría decírtelo con exactitud.
– Al terminar la reunión dejé en su habitación un pequeño aparato de escucha. Lo coloqué sin más detrás del cojín del sillón. Luego estuve todo el tiempo a la espera.
– Y resulta que no te ha gustado lo que has oído decir de ti, ¿verdad?
Bond abrió la nevera empotrada y preguntó a Tirpitz si quería un trago.
– Sí, cualquier cosa. Tienes razón, Bond. Es verdad eso que dicen de que uno nunca oye hablar bien de sí mismo.
Bond mezcló con presteza un par de martinis y entregó uno a Tirpitz.
– En fin… -Tirpitz echó un trago y asintió con un gesto de aprobación-. Bien, muchacho. Como te decía, Kolya hizo varias llamadas telefónicas. Cambiaba de idioma a cada momento y me fue imposible adivinar de qué estaba hablando; en definitiva, lenguaje ambiguo. Pero en cambio, sí entendí lo último que dijo. Habló con alguien sin andarse con rodeos, en ruso. El viajecito de esta noche, amigo, nos lleva al final de trayecto.
– ¿Cómo?
– Pues sí. A mi piensan aplicarme el mismo tratamiento que a Rivke; justo en la frontera, para que parezca causado por una mina de Tierra. Incluso puedo precisar el lugar exacto en que va a ocurrir.
– ¿Qué lugar? -inquirió Bond.
– No en terreno sagrado, y perdona la expresión, sino sobre la marcha, al aire libre. Voy a mostrártelo.
Tirpitz alargó la mano, pidiendo con el gesto a Bond que le entregase el mapa. Pero Bond no estaba dispuesto a enseñar el mapa a nadie, fuera persona de confianza o no, sobre todo ahora que había punteado en él la posible ubicación real del Palacio de Hielo.
– Maldita sea, Bond, eres un desconfiado de mierda -el semblante de Tirpitz adquirió un aspecto granítico: rostro anguloso, facciones duras como aristas y una expresión de violencia contenida.
– Basta con que me des las coordenadas.
Tirpitz soltó la retahíla de cifras y Bond situó mentalmente el punto mencionado por el americano en el marco de la zona de operaciones. Parecía encajar con las palabras del americano. Se trataba de un punto cercano a un campo de minas marcado en el mapa, a sólo unos metros de la ruta que pensaban seguir. Una mina accionada por control remoto… y se acabó.
– En cuanto a ti, no veas -masculló Tirpitz-. Te han preparado una salida a escena de lo más espectacular.
– Me gustaría saber qué trato van a dispensarle a Kolya Mosolov – manifestó Bond, con un destello de falsa ingenuidad en los ojos.
– Eso mismo me pregunto yo. Los dos estamos de acuerdo, amigo. Aquí lo que cuenta es aquello de que los muertos no hablan.
Bond asintió con la cabeza, guardó silencio unos instantes, bebió un sorbo de martini y encendió un pitillo.
– En tal caso mejor será que me cuentes la sorpresa que me tienen reservada. Todo parece indicar que nos espera una noche larga y fría.