18. Los Fencers

Hubo unos segundos de silencio y después Mosolov dijo una palabras ininteligibles a Niiles, que se quejaba de la quemadura.

– No hay por qué dejar que una buena comida se eche a perder -dijo Kolya Mosolov con voz calma-. Le he dicho que vuelva a poner la olla en el fuego y que avive la lumbre. No creo que se atreva a intentar ninguna tontería. Has de saber que tengo por aquí a unos cuantos hombres y que con toda seguridad habrán apresado a Paula. De forma mejor que puedes hacer… -se detuvo sin completar la frase y dio un respingo que denotaba súbito miedo.

El humo se espesó unos momentos y enseguida volvió a disiparse al hurgar Niiles en las brasas. Bond advirtió que alguien había agarrado a Kolya por los pelos y tiraba de su cabeza hacia atrás, mientras una mano blandía un cuchillo lapón y colocaba el filo en la garganta del ruso.

El fuego cobró vida y a la luz de las llamas el feo rostro de Aslu se hizo visible por detrás de Kolya.

– Perdona, James -Paula estaba en el interior de la tienda junto a la piel que tapaba la abertura de acceso. Llevaba una pistola automática en la mano-. No quise decírtelo, pero los míos vieron cómo Kolya, hace un par de horas, se colaba en la tienda. Me serviste de cebo.

– Pues podrías habérmelo advertido -la voz de Bond tenía un tono de acritud-; ya estoy acostumbrado a que me sirvan en bandeja a los leones.

– Te pido perdón otra vez -Paula avanzó unos pasos-. La verdad es que tenía algunas cosillas pendientes. Aquí el amigo Kolya se había traído un grupo de camaradas. Seis en total. Después de que Aslu y Niiles vieron que Kolya había conseguido reptar hasta el interior de la kota, dieron buena cuenta de ellos. Gracias a eso soy ahora una mujer en libertad y no una prisionera de la KGB.

– Hay mucho más… -empezó a decir el ruso, pero luego lo pensó mejor y cerró la boca.

– Ándate con cuidado, Kolya -dijo Paula con una gran sonrisa-. Ese cuchillo que Aslu aprieta contra tu cuello tiene el filo de una guillotina. Con un buen tajo te puede descabezar -se dirigió a Niiles y le dirigió unas palabras apresuradas.

El rostro del lapón se contrajo en una mueca de maligna complacencia, realzada por la luz trémula de las llamas. Moviendo la mano chamuscada con suma precaución, avanzó hacia Mosolov, recobró la metralleta que el otro le había quitado y empezó a cachear al agente soviético.

– Son como dos niños -manifestó Paula-. Les he dicho que lo desnuden, lo lleven al bosque y lo aten a un árbol.

– ¿No crees que sería mejor tenerlo junto a nosotros hasta el último momento? Dijiste que se había traído a un grupo de hombres…

– Sí, pero los hemos liquidado y…

– Pero puede que haya más. Ha dispuesto un ataque de la aviación soviética al amanecer. Después de haber experimentado cómo se desenvuelve Kolya, no me agrada la perspectiva de perderle de vista.

Paula permaneció pensativa uno segundos y luego, a instancias de lo sugerido por Bond, dictó otras instrucciones a los lapones.

Kolya permaneció en silencio, casi taciturno, mientras le ataban manos y pies, le ponían una mordaza en la boca y lo empujaban hasta el rincón de la tienda.

Paula indicó a Bond con un movimiento de cabeza que saliera de la kota. Ya en el exterior, la muchacha bajó la voz y susurró:

– Desde luego tienes razón, James. Es más seguro que siga donde está. Además puede que otros camaradas anden merodeando por los alrededores. El único sitio donde estaríamos a salvo es en Finlandia, pero…

– Pero tú, como yo, quieres ver lo que sucede con el Palacio de Hielo -apostilló Bond con una sonrisa.

– Así es -convino la chica-. Cuando todo haya terminado creo que podremos soltarlo, a menos que quieras llevarte su cabeza a Londres como recuerdo, y dejar que sus hombres localicen el cuerpo.

Bond contestó que llevar a cuestas todo el camino a Kolya sería un estorbo inútil.

– Es mejor desembarazarse de él antes de partir -fue su veredicto, y mientras llegaba ese momento ambos tenían una tarea que llevar a cabo: enviar un mensaje de Paula a Helsinki y hacer llegar el de Bond a M.

Frente al equipo de radio de la kota, Bond empezó a palparse los bolsillos.

– ¿Acaso es eso lo que andas buscando? -Paula se le acercó con su pitillera metálica y el encendedor de oro en la mano.

– Estás en todo.

– Quizá me decida a demostrártelo más tarde.

Haciendo caso omiso de los lapones, Paula le tendió los brazos y le besó con ternura, luego volvió a besarle con cierto apasionamiento en el gesto.

La emisora instalada en la tienda comprendía un transmisor de onda corta muy potente con los artilugios para comunicar por morse o de viva voz. Había además un aparato de transmisión ultrarrápida que permitía grabar el mensaje y procesarlo a continuación en décimas de segundo para que desde la otra terminal pudieran ralentizarlo y proceder a su desciframiento. Por regla general, como es bien sabido, este tipo de mensajes se plasman en una serie de ruidos parásitos en los auriculares de los muchos que siguen las incidencias del tráfico por señales acústicas.

Bond permaneció unos minutos a la expectativa, mientras Paula disponía lo necesario para enviar su propio comunicado a Helsinki. Estaba convencido de que Paula era una agente profesional de primera magnitud y de que trabajaba para el SUPO, aspecto ése que hubiera debido conocer desde hacía años, teniendo en cuenta el tiempo que duraban sus relaciones.

Paula había comunicado ya el nombre clave que utilizaba en los actos de servicio, y le satisfizo enterarse de que la operación contra Von Glöda se la conocía por Voubma, un antiguo término lapón que significaba «empalizada» o «cercado», alusivo a los vallados en que este pueblo encierra a los renos para hacerlos criar.

Habiendo perdido todo el equipo, excepto la Heckler & Koch automática y lo que pudiera quedar en el Saab, aparcado en el hotel Revontuli, Bond no tenía medio de enviar un mensaje cifrado. Mientras Paula manipulaba el transmisor, uno de los lapones que habían estado casi todo el tiempo en la kota permanecía junto a la chica. Al otro se le dieron instrucciones de que vigilase el búnker y la pista de aterrizaje.

Por fin, después de algunos titubeos, Bond redactó un mensaje que se pudiera transmitir oralmente de forma satisfactoria. Decía así:


DE LA CENTRAL OFICIAL DE COMUNICACIONES DE CHELTENHAM A M STOP ROMPEHIELOS SE HA IDO AL TRASTE PERO SE ESPERA ALCANZAR EL OBJETIVO AL AMANECER DEL DÍA DE HOY STOP REGRESARÉ LO ANTES QUE PUEDA STOP MENSAJE URGENTÍSIMO REPITO URGENTÍSIMO SACAR SU MEJOR BOTELLA DE LA BODEGA STOP OPERO A TRAVÉS DE LA SECCIÓN DE VUOBMA 007.


El prefijo suscitaría más de una sorpresa, pero no había forma de soslayarlo. Las instrucciones para cambiar de lugar al prisionero eran bastante evidentes. No era la fórmula ideal, pero, aunque algún puesto de escucha de las Tropas de Acción lo captara, lo más seguro era que ya estuviesen al corriente de dónde mantenían oculto a su militante. En caso de que el mensaje fuera interceptado, no haría más que corroborar el hecho de que iba a ser trasladado. A corto plazo y sin otros recursos a su disposición, era todo lo que Bond podía hacer.

Después de terminar su comunicación, Paula tomó el trozo de papel que le tendía Bond, añadió un código particular, se aseguró de que el mensaje era para la central de Cheltenham por conducto del Departamento de Comunicaciones del servicio secreto inglés y grabó el texto antes de procesarlo mediante el dispositivo de transmisión rápida.

Finalizados estos trámites, intercambiaron opiniones. Bond indicó cuál era a su entender el medio idóneo para mantener una vigilancia continuada sobre el búnker. El ataque aéreo previsto para el amanecer ocupaba buena parte de sus pensamientos. Luego habría que escapar lo más rápido posible, desembarazarse de Kolya Mosolov y cruzar la frontera sin correr riesgos innecesarios.

– ¿Conoces bien el camino de vuelta? -preguntó a Paula.

– Con los ojos vendados. Más tarde te lo explicaré, pero en cuanto a este punto no debes preocuparte lo más mínimo. Lo único dificultoso es salir a escape de aquí y luego esperar a que oscurezca para pasar al otro lado de la frontera.

Por mediación de Paula, Bond dio órdenes para desmontar la radio y llevarse los paquetes, aprovechando que los cuatro lapones tenían aparcados cerca de allí sus espaciosos escúters. Al propio tiempo dispuso dos turnos de guardia, de forma que uno de los lapones despertara a todo el grupo con tiempo el sobrado para desarmar la tienda antes del amanecer.

– Mosolov es una carga -reconoció Bond-, pero nos conviene tenerlo junto a nosotros el mayor tiempo posible.

Paula se encogió de hombros.

– Déjalo por cuenta de mis lapones y ellos se encargarán de Kolya -murmuró. Pero Bond no quería mancharse las manos con la sangre del ruso más que en último extremo. Así pues, se trazó un plan y se dieron las órdenes oportunas.

Mientras se procedía a desarmar la kota que albergaba el equipo de radio, Bond y Paula se encaminaron con dificultad hacia el abrigo restante. El viento les llevó entre los árboles un aullido escalofriante, largo y persistente, al que siguió otro parecido.

– Lobos -informó Paula-. Es una camada que está en el lado finlandés. Los guardias fronterizos han tenido un año de cosecha abundante, a razón de un par de lobos semanales prácticamente por patrulla, más tres osos desde Navidad. Ha sido un invierno singularmente duro y no debes mostrarte muy crédulo cuando te digan que los lobos no son animales peligrosos. Si el invierno es malo y escasea la comida, atacan sin discriminación, sean hombres, mujeres o niños.

Niiles, con una mano vendada, había terminado de dar la comida a Kolya, al que luego colocó recostado en un rincón de la tienda. Con anterioridad, Bond previno a Paula que no comentase ningún plan en presencia del soviético. Por el contrario, hicieron cuanto pudieron por ignorar su existencia, por más que en todo momento había cerca de él un lapón encargado de vigilarle estrechamente.

El potaje de reno que había cocinado Niiles estaba delicioso, de modo que comieron con verdaderas ganas, mientras el hombre sonreía feliz al ver con qué avidez despachaban su obra. Durante el corto tiempo que Bond llevaba en la atalaya de observación de Paula, había empezado a sentir una sincera admiración hacia sus duros y resistentes ayudantes lapones.

Mientras comían Paula sacó una botella de vodka y todos juntos brindaron por el buen término de la operación, estrechando los vasitos de parafina y deseándose kippos (salud, en finlandés) a mansalva.

Terminado el refrigerio, Paula se acomodó junto con Bond en uno de los sacos de dormir más anchos. Mosolov parecía estar dormido y muy pronto la pareja, tras algunos tiernos abrazos, se sumió también en el sueño. En un momento dado fueron despertados por Aslu, que sacudió con fuerza a Bond por el hombro. Paula, que ya estaba despierta, tradujo las palabras del hombre y dijo que se observaba movimiento en el búnker.

– Todavía falta media hora larga para el alba -anunció.

– Está bien.

Bond se hizo cargo de la situación. Se procedería a desarmar la tienda sin dilación y luego uno de los lapones se ocultaría entre los árboles para vigilar a Mosolov, en tanto los demás se reunirían en el punto de observación.

Al cabo de diez minutos Paula y Bond se reunieron con Niiles, que estaba apostado entre las rocas y la nieve en lo alto del risco, escrutando la lejanía con unos prismáticos de noche. A sus espaldas los otros lapones se afanaban en silencio en levantar el campo. Bond vio a lo lejos cómo Kolya era obligado a adentrarse en el bosque, hostigado por la pistola ametralladora que esgrimía Aslu.

Bond no pudo menos de sorprenderse ante lo que veían sus ojos, pese a la media luz presagio de un amanecer que no se produciría hasta dentro de veinte minutos poco más o menos. Desde la atalaya en que se hallaba Paula se divisaba sin obstáculo alguno el pequeño claro del bosque y la gran superficie rocosa que constituía el techo del búnker. Desde aquel mirador privilegiado se observaba claramente que la entrada al Palacio de Hielo propiamente dicho se había construido aprovechando un saliente en la roca de inclinada pendiente, al modo de un gigantesco escalón de piedra, que formaba una tosca figura de media luna entre los árboles. Mediante una diestra tala se había dejado el espacio indispensable para maniobrar frente a los dos accesos principales, a la vez que se habían dejado abiertos otros pasos entre los árboles, la roca y el hielo que configuraban diversas pistas en torno al búnker por las que se accedía a terreno más alto y, también, más despejado.

Por el lado sur, por encima de la gran estribación rocosa, el denso bosque estaba cuidadosamente cortado por una franja sobre la que discurría una amplia pista de aterrizaje, semejante a un largo dedo blanco grisáceo, que iba desde la roca hasta un acceso que parecía terminar en la espesura del bosque circundante.

No se veía signo alguno de aviones. Bond suponía que el reactor Executive Mystère-Falcon, así como las dos avionetas, debían de estar ocultos en sendos blocaos, excavados en la roca que constituía a la vez parte del techo del búnker.

Dada la distancia y la escasa luz de aquella hora resultaba difícil precisar la longitud de la pista de aterrizaje. Bond se limitó a estimar que un despegue en una zona arbolada apenas dejaba margen para el error. Pero como Von Glöda ya había muestras de su capacidad, era improbable que la pista en cuestión dificultara más de la cuenta el despegue o el aterrizaje de los aparatos.

Más abajo, el ejército particular de Von Glöda se aprestaba a evacuar sus cuarteles. Se habían encendido los focos instalados bajo los árboles, mientras las enormes puertas que daban paso a la rampa para el tránsito rodado que se hundía en las entrañas del Palacio de Hielo estaban abiertas y proyectaban un potente haz oblicuo de luz sobre los árboles.

Paula murmuró unas palabras al oído de Niiles y luego se volvió hacia Bond.

– Por el momento no hay novedad. Ningún vehículo ni avión a la vista, aunque Niiles dice que se observa mucho movimiento entre los árboles.

– Confiemos en que Kolya sea formal y los rusos lleguen a tiempo para destruirlos -respondió Bond.

– Tan pronto hagan su aparición nos sepultaremos en la nieve como si fuéramos estatuas -murmuró Paula-. Supongo que las instrucciones de Kolya habrán sido muy precisas, pero no quiero que me dé en la cabeza ningún cohete perdido.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras cuando se oyó a lo lejos el hiriente zumbido de un avión de reacción, como un lejano plañido traído por el viento. Al mismo tiempo, en el este, el sol adquiría un tinte sanguinolento. Se miraron mútuamente y Bond levantó la enguantada mano y cruzó los dedos en señal de suerte. Desplazándose ligeramente, los tres observadores se esforzaron por hundirse un poco más en la nieve. Por espacio de unos segundos Bond tuvo conciencia plena de cuán sereno se sentía, ajeno a todo lo que no fuera el búnker en la lejanía, a poco más de un kilómetro de su atalaya.

Por el noreste, a gran distancia, destellaban una serie de manchas luminosas de color anaranjado a la vez que se elevaba un penacho de humo del tupido bosque.

– Liebre Azul -dijo Paula en voz alta, como si tuviera que hacerse oír por encima de un estruendo-. Han… -sus palabras quedaron literalmente sofocadas por las ondas de choque supersónicas que precedían al vuelo de los aviones. Un ruido sordo y prolongado, que retumbaba con creciente fuerza rodeó a Paula, Bond y Niiles, presagio ominoso de lo que iba a suceder al alba, que ya empezaba a despuntar.

El primer par de cazabombarderos pasó en vuelo rasante sobre los árboles, a la derecha de donde estaba oculto el trío, pero sin disparar ni dejar caer ninguna bomba. Surcaron el cielo como el rayo, entorno a las alas flotaban pequeños remolinos de vapor, pues a pesar de volar a escasa altura, las temperaturas glaciales generaban estelas de condensación. Parecían dardos de plata, flechas de precisión provistas de grandes tomas de aire, elevada cola y alas en delta que, junto con los timones de profundidad, contribuían a configurar una superficie larga, esbelta y móvil.

Como guiados por la misma mano, los dos aparatos levantaron el morro hacia el cielo y ascendieron con gran estruendo a increíble velocidad, hasta convertirse en unos puntillos plateados que viraron hacia el norte.

– Fencers -comentó Bond con voz apagada.

– ¿Fencers? No entiendo -dijo Paula con cara de extrañeza.

– Fencers. Es el nombre en clave que les aplica la OTAN -los ojos de Bond se movían constantemente, en espera de la siguiente pasada que estaba seguro iniciaría el ataque-. Son los Su-19. Muy peligrosos. Cazabombarderos de ataque sobre objetivos terrestres. Pueden hacer mucho daño, Paula.

Mentalmente repasó las características de aquellos aparatos. Los datos aparecieron en la pantalla de su memoria como si de una computadora se tratase. Fuerza motriz: dos reactores de doble flujo con dispositivo de inyección para obtener empuje adiciona1 y potencia útil de 9.525 kilogramos. Velocidad: 1,25 Mach a nivel del mar y 2,5 Mach en vuelo a gran altura. Techo operativo: 18.000 metros. Régimen o impulso ascensional: 12.000 metros por minuto. Armamento: un cañón ametrallador de doble boca GSh-23 de 23 milímetros, encajado en el eje longitudinal inferior, y un mínimo de seis estructuras rígidas para el lanzamiento de diversidad de misiles aire-aire o aire-tierra, teledirigidos o no. Radio de acción en misión de combate: 800 kilómetros con todo el armamento. El resultado de este conjunto de datos era un avión de combate mortífero de máxima prestación. Ni siquiera los más optimistas pilotos de la OTAN hubieran osado negarlo.

Bond se dijo que, después de haber avistado el objetivo, los dos aviones de vanguardia se pondrían en contacto con el resto de la escuadrilla, o tal vez del ala y les transmitirían las coordenadas del blanco y las instrucciones a través del teclado de una computadora de pequeño tamaño.

Había que suponer que estaban ya de acuerdo en lo concerniente al orden de ataque. El rapidísimo recocimien1o daba a entender que aquél se produciría mediante sucesivos picados en ángulo -uno cuarenta y cinco grados-, quizá desde distintos puntos, y los aparatos se presentarían en formaciones de a dos, programados y sincronizados para atacar en rápida sucesión con precisión cronométrica. Bond imaginó a los pilotos soviéticos -de primera clase, para poder pilotar los Fencers- concentrándose en los instrumentos electrónicos que indicarían la velocidad, altura, momento y ángulo de picado; le parecía verlos preparando las armas, mirando constantemente el firmamento, sudorosos bajo los trajes y cascos especialmente diseñados para contrarrestar los efectos fisiológicos de la aceleración.

Primer ataque vino en forma de retumbo ensordecedor por el lado izquierdo, seguido casi inmediatamente de un segundo que parecía provenir directamente de la vertical sobre sus cabezas.

– ¡Ahí van!

Bond vio que Paula volvía la cabeza al tiempo que él miraba hacia arriba, y los dos reactores pasaron como rayos, hendiendo el aire con violencia y surcando con estruendo el límpido cielo azulado por el lado izquierdo.

No se había equivocado. Los Fencers atacaban en formaciones de a dos, con el morro hacia el suelo en un típico picado contra un blanco terrestre. Vieron con toda claridad cómo salían proyectados los primeros misiles encajados en las alas: una gran llamarada blanca que salía de sus colas y enseguida la estela anaranjada de los mortíferos dardos que desgarraban el aire. Dos misiles por avión. Los cuatro dieron de lleno en la fachada del búnker, penetrándolo y explotando como grandes inflorescencias ígneas color naranja que alcanzaron sus ojos antes de que el atronador impacto llegara a los oídos.

En el momento mismo en que los dos aparatos efectuaban un rápido viraje hacia la izquierda apareció el segundo par por el lado derecho de Bond y Paula. Nuevamente el mismo trazo flamígero y la consiguiente explosión en la zona del blanco, acompañada del gigantesco brote de llamas. Antes de explotar, los misiles perforaban una buena porción de roca, acero y cemento. Bond contemplaba la escena fascinado mientras trataba de dilucidar el tipo de armamento utilizado.

Cuando la tercera formación pasó lejos de la derecha, pudo seguir la trayectoria completa de los misiles. Eran del tipo AS-7, los llamados Kerries por la OTAN, del que existían diversas variantes, teledirigidos o no. También eran portadores de ojivas intercambiables -con blindaje o todo carga explosiva- y de bombas perforantes de acción retardada.

Echó un vistazo hacia abajo y vio que después de tres pasadas y de doce misiles Kerry, el Palacio de Hielo parecía ya partido en dos. Todavía resonaba el eco de las explosiones, pero a través de la inevitable cortina de humo pudieron atisbar el cegador brillo carmesí del fuego que empezaba a salir despedido por las dos entradas principales, procedente de los depósitos de armas y del parque de vehículos pesados.

Siguió una cuarta y una quinta oleada de Fencers que hizo temblar la atmósfera. Los cohetes parecían suspendidos en el aire unos instantes al virar los aparatos y elevarse con atronador zumbido para luego lanzarse en un picado demoledor. Dejando tras sí una estela anaranjada y rectilínea, los misiles desaparecieron entre la nube de polvo y humo y llamas para explotar a los pocos segundos con estremecedor retumbo que parecía cobrar cada vez mayor resonancia.

Desde su privilegiada atalaya, los lapones, Paula y Bond no podían apartar los ojos de aquel espectáculo de destrucción premeditada. A la sazón el cielo parecía hallarse repleto de aviones. A los dos de cabeza seguían sucesivas series, con la precisión de una escuadrilla de acrobacia aérea. Mientras los misiles acertaban en el blanco una y otra vez, las ondas de choque y los impactos cegadores martilleaban sus oídos.

El búnker se tornó casi invisible; su presencia se adivinaba por la negra columna de humo y los constantes golpes de los impactos en el seno de la sombría nube. El ataque aéreo, que duró a lo sumo siete u ocho minutos, dio la impresión de prolongarse durante horas. Finalmente surgieron del lado izquierdo dos Fencers que volaban en un ángulo de ataque poco usual. Los aparatos, habiendo disparado todos los misiles, empezaron a barrer el humo llamas y las llamas con el fuego de los cañones ametralladores.

De repente redujeron velocidad, perdieron altura y enfilaron derechos a través de la columna de humo. En el momento en que más denso de la nube se produjo un gran retumbo al que siguió un fragor parecido al de una erupción volcánica. En un principio Bond creyó que los Fencers habían colisionado sobre el blanco. Luego, la negra humareda se convirtió en una gran bola de fuego que iba extendiéndose y agrandándose, el color naranja se convirtió en blanco para teñirse finalmente de un rojo sanguinolento. La tierra tembló bajo sus pies y sintieron el movimiento de la nieve y la roca, como si de repente, desafiando todas las leyes naturales, se hubiera producido un terremoto.

Cuando la bola ígnea se elevó por encima de la plataforma donde se encontraban, les alcanzó en el rostro la onda calorífera. Lenguas de fuego parecían estar a punto de lamer sus cuerpos y otras se enroscaban en los troncos de los árboles. De pronto se vieron envueltos en el impetuoso flujo de aire ascendente, semejante a un violento tifón; al tiempo que la explosión atronaba sus oídos. La mano de Bond salió proyectada y hundió la cabeza de Paula en la nieve, a la vez que él hacía lo propio y contenía el aliento.

Por fin disminuyó el calor abrasador. No se veía rastro alguno de los aviones. Habían desaparecido. Alzaron la vista y pudieron observar que otros aparatos ganaban altura y describían amplios círculos. Poco después, cuando Bond bajó la mirada, se hizo cargo de lo que había sucedido en el claro.

El lugar que antes ocupaba el búnker no era a la sazón más que un vasto cráter rodeado de árboles chamuscados o partidos. De las entrañas del refugio salían lenguas de fuego y se divisaba con toda claridad el casi sobrenatural espectáculo que ofrecían los trozos de pared arrancados de cuajo, tramos de escaleras y vigas de hierro que colgaban suspendidas en el aire sobre un mar de cascotes y escombros constituido por los muros llenos de boquetes y los pasadizos agrietados por doquier. El conjunto daba la impresión de un edificio bombardeado al que hubiesen arrojado luego a una gran sima.

Las explosiones y los incendios provocados por la constante penetración de los misiles acabaron por alcanzar la sección de almacenamiento, y todas las municiones, bombas, depósitos de carburante y demás material bélico acabaron por estallar en una sola y formidable detonación. Como resultado de ello, el Palacio de Hielo de Von Glöda había quedado totalmente destruido.

Se levantó una gran humareda que poco a poco se fue alejando. Ocasionalmente surgía un brote de llamas que se mezclaba con los incendios que llevaban un tiempo ardiendo. Pero aparte del crepitar del fuego no se oía ningún ruido. Tan sólo el horrible olor de la desolación llegaba al grupo que observaba desde la atalaya y flotaba siniestro sobre lo que antaño pareciera una fortaleza subterránea inexpugnable.

– ¡Dios mío! -exclamó Paula con la respiración contenida. Sea cual fuere el destino de Kolya, se ha vengado cumplidamente.

A la vez que decía estas palabras se dio cuenta de que había pasado la sordera temporal que le produjo el fragor del ataque.

Medio aturdidos todavía por la escena que habían presenciado, regresaron al lugar donde antes se hallaba emplazado el campamento de Paula, y Bond se dirigió hacia el lugar donde Aslu se había llevado a Mosolov, entre los árboles.

Fue el primero en darse cuenta. Reaccionó en el acto y agitó aparatosamente los brazos para que los lapones se dispersaran y echaran cuerpo a tierra. Él hizo lo propio y obligó también a la chica a tenderse contra el suelo.

– No te muevas de aquí -ordenó con voz apagada. Bond permanecía con todos los sentidos alerta, a la par que blandía la pesada pistola automática en la mano-. Diles a tus hombres que me cubran en caso de peligro.

Paula asintió con la cabeza y descubrió su semblante pálido.

Bond emprendió veloz carrera, semiagachado entre los árboles, presto a intervenir ante la menor señal sospechosa. Aslu, el malcarado lapón, parecía aún más siniestro muerto como estaba. Fijándose en las huellas en la nieve, el superagente dedujo que había sido atacado por cuatro hombres armados con cuchillos, para evitar todo ruido de lucha. El lapón tenía un gran tajo en la garganta, pero también otras heridas, lo cual denotaba que el corte en el cuello no era sino el golpe culminante de una enconada lucha. En una palabra, Aslu se había defendido, a pesar de que le atacaron por sorpresa.

No había la menor huella de Kolya Mosolov. Incluso el más necio de los mortales habría comprendido que aquellos parajes no eran el lugar más ideal para dar un paseo. Mientras regresaba junto a Paula, Bond se preguntó si los escúters seguirían intactos en el mismo lugar y si Kolya tenía intención de lanzar un contraataque sin dilación.

Paula se sintió muy afectada cuando Bond la puso al corriente de lo sucedido. Más tarde le confesaría que Aslu había colaborado con ella en infinidad de ocasiones y que era uno de los auxiliares más valiosos de que disponían en frontera. Sin embargo, transmitió la noticia a los compañeros del muerto sin un temblor en la voz. Sólo alguien que la hubiera observado muy de cerca habría descubierto hasta qué punto se sentía afectada por la desaparición de Aslu.

Bond dio órdenes precisas y rápidas. Uno de los lapones iría a comprobar lo que había sucedido con los escúters. Bond llegó a la conclusión de que, si las máquinas seguían ocultas y en buen estado, el grupo debía emprender la huida sin tardanza. Como era lógico, lo que más le preocupaba era la posible presencia de los hombres que rescataron a Kolya en las proximidades de donde ahora se encontraban, prestos a terminar también con ellos.

– Asegúrate de que tu gente está preparada para luchar ahora mismo, y me refiero a luchar también por salir de aquí como sea en caso necesario -especificó a Paula.

Niiles se adelantó y al cabo de unos minutos regresó con la noticia de que las máquinas estaban en perfecto estado y sin rastro de huellas que indicara que las habían localizado.

En aquellos momentos Bond pudo entender por qué los lapones demostraron ser un enemigo tan formidable contra la invasión del ejército ruso en 1939. Se movían en el bosque con rapidez y sigilo sin par, progresaban por saltos y se cubrían mutuamente las espaldas en el movimiento de avance. En ocasiones se hacían invisibles, incluso a los ojos de Bond.

Paula siguió a la zaga de su amigo, pues era ella la que iba a marchar en cabeza de la expedición. Justo cuando llegaban al lugar donde estaban ocultos los escúters, los tres lapones pusieron en marcha los motores. El rugido de los cuatro motores parecía sacudir los árboles de los alrededores y Bond esperaba que de un momento a otro empezaran a llover los disparos.

En cuestión de segundos Paula ocupó el sillín delantero del gran Yamaha -con Bond detrás de ella- y emprendieron la marcha, aumentando la velocidad y sorteando los árboles siempre en dirección sur. Por el momento no surgieron obstáculos.

Tardaron casi dos horas en completar el recorrido previsto. Bond, que a pesar del frío y de lo incómodo de su postura no perdía detalle, se dio cuenta de que los tres lapones les seguían en círculo desplegándose y protegiéndoles durante todo el camino de una posible emboscada. En un momento dado, cuando tuvieron que aminorar la velocidad por lo accidentado del terreno, Bond creyó haber oído el rugido de otros motores, de unos escúters. De una cosa estaba seguro, y era que Kolya Mosolov no dejaría que salieran tan tranquilos de territorio soviético. O bien seguía tras de sus huellas o bien les estaría esperando, después de calcular en qué punto pretendía Paula emprender la última y veloz carrera hacia la libertad. Bond no descartaba la posibilidad de que Kolya les atacara desde el aire.

Por fin detuvieron la marcha, al resguardo de los árboles que se alzaban en lo alto de la ladera del valle limítrofe entre Finlandia y la Unión Soviética que discurría de norte a sur como el lecho seco de un río imaginario.

Bond creyó oportuno tomar inmediatamente posiciones defensivas. Él se quedó junto a Paula al lado del gran Yamaha, en tanto los tres lapones se adentraban aún más en el bosque formando como una cuña protectora en torno a Paula y el agente británico. Esperarían allí hasta que anocheciera lo bastante para intentar el paso al territorio finlandés.

– ¿Confías en poder lograrlo? -preguntó Bond a Paula para probar su temple y firme voluntad-. Me refiero a que no me gustaría terminar chocando contra una mina.

Paula permaneció unos instantes en silencio.

– Si quieres probar fortuna por tu cuenta… -empezó a decir, con un leve tono de irritación en la voz.

– Tengo plena confianza en ti, Paula.

Estaban detrás del escúter. Bond se inclinó hacia ella y la besó. La muchacha temblaba, y no precisamente de frío. James Bond sabía muy la zozobra que la embargaba. Si Kolya se proponía actuar mientras todavía estuvieran en territorio soviético tendría que ser muy pronto.

La luz empezó a disminuir y Bond sintió que el nerviosismo hacía presa en él. Niiles se había ocultado entre el ramaje de un pino. Bond no podía verle -por supuesto, ni siquiera se dio cuenta de que trepaba al árbol-, y si estaba al tanto del hecho era porque el lapón le había indicado a Paula cuáles eran sus intenciones. Por más intentos que hacía y por más que forzaba la vista, Bond no conseguía avistar al hombre; por otra parte, la luz, que se iba amortiguando por momentos, no contribuía a ello. De repente llegó la llamada fase o instante «azul», aquel reflejo verde azulado que proyectaba la nieve en la atmósfera y que confería una nueva perspectiva al ambiente y al paisaje.

– ¿Preparada? -Bond se volvió hacia Paula y vio que ésta asentía con un corto movimiento de cabeza.

En el momento en que sus ojos se apartaron del pino en el que sabía se ocultaba Niiles, sonó el primer disparo. El tiro provenía directamente del árbol en cuestión, de lo que cabía deducir que el lapón había avistado primero a los hombres de Kolya. Todavía no se había apagado el eco del disparo cuando sonaron nuevos estampidos de arma de fuego. Parecían venir de un semicírculo que había enfrente de donde se hallaban, en el interior del bosque: tiros sueltos y también mortíferas ráfagas de metralleta.

Resultaba imposible precisar el número de atacantes, ni siquiera asegurar que estaban avanzando. Todo lo que Bond sabía era que delante de ellos se libraba un encarnizado combate.

Aunque el período «azul» aún no había dado paso a la oscuridad, no tenía sentido permanecer a la espera. Paula ya había dicho que los lapones estaban dispuestos a frenar el paso de todo lo que Kolya mandara por delante, a la vez que trataban de escapar. Había llegado el momento de comprobar estas palabras.

– ¡Adelante! -le gritó el superagente a la chica.

Paula, como buena profesional que era, no titubeó un solo instante. Aceleró el motor, Bond saltó detrás de su asiento y la muchacha enfiló la máquina, en sentido diagonal, hacia terreno descampado, por la desnuda y helada ladera que conducía al valle desprovisto de árboles, lo que debía ser la puerta de su salvación.

El fuego de las armas se intensificó y lo último que Bond acertó a ver por entre una fina capa una nieve en polvo fue una figura que caía desde lo alto de la copa de un pino. No era el momento indicado para comunicarle a Paula que Niiles se había reunido con su amigo Aslu.

Cuando habían recorrido medio kilómetro, la oscuridad les envolvió, mientras a sus espaldas todavía se oía el estampido de las armas. Los dos lapones que aún seguían con vida oponían una tenaz resistencia, pero Bond sabía que sólo era cuestión de tiempo y que en buena medida dependía del número de hombres con que contara Kolya Mosolov. ¿Trataría de darles alcance en escúters de gran potencia, o, como buen táctico que era, preferiría rociarles de balas en el valle?

La respuesta les llegó cuando se aproximaban -lanzados a toda velocidad- al lecho del valle, a una distancia de tres o cuatro kilómetros de la otra vertiente y, en consecuencia, de la salvación. Por encima del zumbido del motor, se oyó un ruido sordo muy alto sobre sus cabezas y enseguida el paraje quedó iluminado por una bengala sujeta a un paracaídas que esparcía una luz misteriosa y brillante por la nieve y el hielo del sector que estaban cruzando.

– ¿Te atreverías a avanzar en zigzag? -gritó Bond al oído de Paula, pensando en los campos de minas.

Ella volvió la cabeza y respondió también a voces:

– Pronto lo averiguaremos -al tiempo que decía estas palabras alzó la barra del manillar, lo que provocó un violento desplazamiento lateral de la máquina. Al mismo tiempo, a la izquierda de Bond resonó el inquietante estampido de las balas henchiendo el aire.

Paula volvió a levantar el manillar poniendo en ello la fuerza que uno saca cuando pasa por situaciones desesperadas. El escúter se desvió bruscamente y torció el rumbo, se enderezó y emprendió una marcha a veces zigzagueante y otras avanzando casi de costado, para luego, dando todo el gas, situarse de nuevo en línea recta hacia su objetivo.

Bond y Paula se agacharon instintivamente. La primera bengala empezaba a agotarse y arrojaba menos luz, pero aun así las balas silbaban cerca de ellos. Por dos veces Bond vio caer delante del escúter las estelas largas, casi indolentes, de las luces verdes y rojas, primero a su izquierda y luego a su derecha.

Las cabezas gachas, pegadas a la plancha del escúter, Bond se sintió invadido por una extraña sensación de rabia y frustración. Necesitó unos momentos para comprender la causa, pero al fin se dio cuenta de que una voz en su interior le decía que permaneciera en el lado soviético de la montaña y se enfrentara a Kolya en vez de huir. En su mente vibraba con insistencia el viejo dicho: «Quien lucha y esconce la cabeza, tendrá que volver a la cancha con certeza». No era propio del superagente rehuir el combate frontal, pero algo le decía que en aquel caso había otra alternativa. Tanto él como Paula tenían una meta que conseguir, a saber, cruzar la frontera sanos y salvos. Era el único modo de salir bien librados.

Las luces trazadoras seguían cayendo, aun cuando la luminosidad había mermado. Pero una segunda explosión lanzó al aire una segunda bengala. En esta ocasión cesó el ruido de los disparos y en su lugar llegó a sus oídos el estruendo terrorífico de un tren expreso que se acerca a toda velocidad, o ésta fue por lo menos la sensación que les producía. Había momentos, pensaba Bond mientras pegaba su cabeza al cuerpo de la muchacha, en que parecían volar sobre la superficie helada.

Luego retornó el impacto de los morteros, esta vez delante de ellos y a la derecha. Tres grandes explosiones color naranja cegaron momentáneamente sus ojos en la oscuridad; luego, una especie de luminiscencia residual inundó su retina.

Bond cayó en la cuenta de que las primeras bombas de mortero habían caído a sus espaldas y que ahora caían delante de la máquina. Eso sólo podía significar que el enemigo estaba acotando el blanco y que, muy probablemente, la próxima andanada les acertaría de lleno. Salvo el caso, claro estaba, de que Paula quedara fuera del campo de tiro. Sin duda Paula estaba haciendo lo increíble para salir del trance. Con el acelerador a todo gas, el escúter Yamaha apenas rozaba la nieve helada.

En la lejanía, a través de la tenue claridad, los bosques de la zona situada en territorio finlandés se atisbaban como una masa sombría en la penumbra ártica.

Aún pasaron por otro momento de gran peligro: el ruido sordo del disparo, el silbido de la bomba siguiendo una trayectoria cercana a la máquina que constituía el blanco, y nuevos retumbos amenazadores, pero la impresionante velocidad que Paula había imprimido al Yamaha hizo que rebasaran el campo de tiro de los morteros. Otras seis explosiones atronaron el espacio, pero en esta ocasión cayeron detrás de ellos y bastante desviadas. Salvo en el caso de que fueran a chocar contra una mina -y habían sido muchas las oportunidades de que eso ocurriera- conseguirían su objetivo.


Bastante antes, cuando Paula y Bond iniciaron su desesperado intento de pasar la frontera finlandesa, dos hombres treparon por las rocas cercanas a lo que había sido el flamante y ya devastado búnker de Von Glöda conocido como el Palacio de Hielo. Dada la oscuridad reinante era improbable que pudieran ser avistados.

Desde que se produjera el demoledor ataque de madrugada, los dos hombres habían trabajado con denuedo en el único y minúsculo fragmento del búnker que, por verdadero milagro, se mantenía en pie. Era un blocao de hormigón armado que albergaba una avioneta de tonos grisáceos, una Cessna 150 Commuter provista de unos esquís montados sobre el tren de aterrizaje. En el momento en que empezaba a menguar la pobre luz del día consiguieron al fin desatrancar las puertas del hangar, combadas por las explosiones.

No parecía que el aparato hubiera sufrido daños, si bien la pista de despegue estaba agujereada y cubierta de cascotes. El hombre más alto dio unas amigables instrucciones a su acompañante, que tanto empeño había puesto en la tarea de desbloquear la entrada del hangar. Con el mismo afán, el individuo en cuestión se abrió camino por la pista, eliminando los obstáculos más aparatosos que encontraba su paso, hasta dejar relativamente libre un tramo que se extendía delante del Cessna.

El motor dio señales de querer ponerse en marcha, petardeó unas cuantas veces y, por fin, la hélice giró con un zumbido reconfortante y regular.

El más pequeño de los dos sujetos desanduvo el camino, saltó a la cabina de mandos junto al hombre de elevada estatura y la avioneta empezó a moverse cautelosamente, como si el piloto estuviera tanteando la seguridad de la plancha bajo los esquís. A Continuación, el piloto se volvió hacia su compañero y elevó el pulgar en señal de buena suerte, como es habitual en los despegues, a la vez que abatía los alerones para facilitar al máximo el ascenso del aparato. Enseguida aumentó las revoluciones y el Cessna avanzó entre bamboleos y trepidaciones a la vez que el aparato ganaba velocidad. El piloto estiraba el cuello, esquivaba los obstáculos a derecha e izquierda para evitar las partes deterioradas de la pista; luego entró con una sacudida en un tramo de superficie helada, dio la impresión de que incrementaba la velocidad absoluta e inició una vuelo rasante sobre la accidentada pista.

Los árboles se vislumbraban amenazadores delante de la cabina, agrandándose por momentos. El piloto percibió aquel momento justo en que el aparato responde y transfiere sin peligro su peso a las alas, y entonces desplazó suavemente hacia atrás la palanca de mando. El morro se elevó, pareció titubear unos instantes y prosiguió el impulso hacia adelante, columpiándose todavía a corta distancia del suelo, pero ganando altura con cada segundo que transcurría. El piloto desplazó un poco más la palanca, a la par que con la mano izquierda habría del todo la válvula de admisión de gasolina. Luego efectuó una compensación cargando un poco más sobre la cola de la avioneta. La hélice arañó el aire y el morro se abatió ligeramente; volvió a rasgar aire y rebanó la atmósfera enviando una corriente impulsora que se deslizó por las superficies del fuselaje, hasta que la avioneta, ya estabilizado el curso, enfiló hacia las alturas.

Faltó poco, muy poco, para que no colisionaran con las copas de los altos pinos.

El conde Von Glöda esbozó una sonrisa, trazó el rumbo y dirigió el Cessna en su marcha ascendente hacia su próximo objetivo. Aquella jornada hubiese podido acabar en una catástrofe, en una derrota apabullante, pero todavía no habían acabado con él. Millares de partidarios suyos esperaban para ponerse a sus órdenes, pero antes tenía que zanjar un asunto pendiente. Con ademán agradecido sacudió la cabeza hacia el semblante fragoso de Hans Buchtman al que Bond conociera como Brad Tirpitz el Malo.


Paula y Bond llegaron al hotel Revontuli a las dos de la madrugada. El superagente se dirigió directamente al Saab para mandar a M un mensaje cifrado. Puso especial cuidado en los términos que empleaba.

Cuando llegó al mostrador de la recepción le esperaba una nota que decía así:


Querido James: Ocupamos la suite número 5. ¿Hay algún inconveniente en que pasemos la noche y la mañana aquí y no salgamos para Helsinki hasta después del almuerzo? Te adora, Paula.

P.S. La verdad es que en estos momentos no estoy exhausta y me he permitido pedir una botella de champán y unos filetes del magnífico salmón ahumado que preparan en este hotel.


No sin satisfacción, Bond evocó los ocultos encantos de Paula y su singular sabiduría en el amor. Con paso vivo se dirigió al ascensor.

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