11

Una lluvia torrencial sobre el capó de un MG descapotable es razón disuasoria suficiente para cortar cualquier conversación. Se desencadenó después de comer y no paró durante todo el trayecto hasta Christian Gifford. Dadas las condiciones, no me fue posible encontrar el pueblo sin hacer una falsa maniobra y, aun entonces, tuve que resolver el problema de localizar el prado que conducía a la granja. Yo había esperado servirme del edificio de la escuela o de la tienda de la señorita Mumford para orientarme, pero tanto uno como la otra habían desaparecido. Una hilera de nuevas casas, construidas con ese material excesivamente regular, de color ocre, que se hace pasar por piedra de Bath, dominaba ahora el centro del pueblo. Al final de la mencionada hilera de casas había una tienda llamada Quickserve, con un montón de cestas de alambre, dispuestas en la calle.

El pub de enfrente, El Alegre Jardinero, aparentemente no había cambiado, si bien en 1943, como niño de nueve años que era yo entonces, no me había fijado demasiado en el establecimiento. Todo lo que recordaba era que la amiga de Barbara, Sally Shoesmith, era la hija del tabernero. Paré el coche en la puerta y bajé para recoger algunas informaciones. En el dintel ya no figuraba el nombre de Shoesmith.

La camarera, simpática por el solo hecho de que me llamó «guapo», salió cortésmente a la puerta para indicarme el camino. No le pregunté si los Lockwood seguían siendo los propietarios de la granja. No sentía grandes deseos de volver a reunirme con ellos.

Cuando empezamos nuestro camino prado arriba, pude comprobar que aquella parte también era diferente. Donde antes me parecía recordar una huerta de manzanos, ahora había tres grandes invernaderos. Por encima del seto vivo que teníamos enfrente se elevaba un silo resplandeciente. No había ningún árbol.

Aminoré la marcha y volví la cabeza a un lado.

– ¿Seguro que es aquí? -preguntó Alice.

– Nada seguro -admití, mientras metía el coche por un camino embarrado en el que los tractores habían grabado profundos surcos-, lo que pasa es que no veo nada más.

La verdad es que no fue exactamente como Retorno a Brideshead, pero sí que sentí como un hormigueo en la base del cuello cuando, en el parabrisas húmedo, apareció un grupo de edificios de piedra. Eran más pequeños que los que componían la imagen guardada en mi imaginación, pero también más sólidos; la granja, maciza, construida con grises ladrillos, el almacén de la sidra al lado, el cobertizo con el tejado de cinc que se prolongaba hasta más allá de los límites del huerto, la estructura abierta en la que se estacionaban los vehículos de la granja, el granero grande frente a la casa y, solitario, el granero pequeño, de siniestra memoria.

– ¿Lo hemos encontrado? -preguntó Alice con un suspiro dramático.

Pronuncié en un murmullo una palabra afirmativa y, atravesando la era empedrada, avancé hasta situarme al lado de un tractor.

Alice, encorvada, se retorcía las manos:

– Estoy muy nerviosa.

– ¿Has cambiado de parecer?

– ¿Estás de guasa?

Abrió la portezuela del coche y bajó.

Nadie salió a preguntar qué queríamos. Nos quedamos en medio de la era mientras la lluvia caía con fuerza sobre nosotros. Con el bastón, le indiqué el edificio color de miel, adosado a la granja.

– La casa de la sidra. ¿Quieres entrar?

– Pues, ¡claro!

Hubiera debido de imaginarme que Gifford Farm había dejado de producir sidra en 1945. En los bares de la localidad todavía se hacían chistes macabros sobre los tiempos en que se podía beber sidra con cabeza incluida.

La maquinaria utilizada para su elaboración había desaparecido y el edificio se había convertido en depósito para el forraje de los animales, cuyo olor acre detuvo al momento nuestros pasos. Nos quedamos ante la puerta abierta.

– Éste solía ser el lugar de reunión -informé, nostálgico, a Alice, como si me hubiera pasado la vida trabajando en aquel sitio-. En un día como hoy, todos habríamos estado aquí reunidos, lamentándonos por causa del tiempo. Los domingos por la mañana esto parecía un pub y se llenaba de vecinos que venían a buscar una pinta de sidra.

– ¿Vino mi padre aquí alguna vez? -preguntó Alice.

– Solía aparcar el coche aquí mismo, exactamente en el lugar donde nos encontramos.

Se mordió los labios y se apartó.

– ¿Quieres enseñarme el granero donde ocurrió?

Le indiqué con el dedo el pequeño edificio gris, apartado del resto de edificaciones.

– ¿Seguro que podrás soportarlo?

– Vamos a probarlo.

Cogiéndome de la mano que tenía libre, empezamos a caminar entre los charcos. Necesitaba calor humano, al igual que yo.

En la era, la lluvia amortiguaba los olores de la granja pero cuando abrí la puerta del granero, me recibió el dulce olor del heno, profundamente evocador. Aquel sitio seguía siendo utilizado con la misma finalidad de otros tiempos y el ambiente seco que tan bien conocía penetró a través de mi nariz y de mi garganta.

Reprimiendo mis emociones, dije a Alice:

– Está exactamente como lo recuerdo: el perfume, la distribución de las balas, todo…

– Está más oscuro de lo que yo me figuraba.

– En seguida lo arreglamos.

Le solté la mano y saqué el Ronson.

– Vete con cuidado.

– Allí -dije levantando la llama y mostrándole el suelo del desván.

Un crujido la sobresaltó y me agarró del brazo.

– Ratones, supongo -y cediendo a un impulso un tanto desafiante, añadí-: ¿Quieres subir? Hay una escalera.

Vaciló.

– ¿Pasas tú primero?

– Por supuesto.

Ahora estaba contento de haber venido. Me encontraba en aquel sitio que tantas veces, en mis horas de pesadilla, había visitado. Apuntalé el bastón en una bala de heno, me metí el encendedor en el bolsillo, tentando con las manos busqué la escalera de mano y empecé a trepar por ella. Empresa difícil, pero deseaba ardientemente demostrarme algo, no sólo a mí mismo sino -supongo- también a Alice.

Tumbado en el suelo del desván, me asomé e iluminé el camino a Alice. Ésta subió rápidamente la escalera y, después de aceptar la ayuda que yo le ofrecía, se agarró a mi brazo. Estaba temblando.

Sin ayuda del bastón, tenía que apoyarme en su hombro para ponerme de pie. Automáticamente, enlazó con el brazo mi cintura. A veces las minusvalías tienen sus compensaciones.

– Si te preguntas cómo me las arreglé, siendo niño, para subir hasta aquí, te diré que entonces tenía dos piernas válidas, porque la polio me atacó después.

Había menos balas que entonces y estaban colocadas de diferente manera, pero me aposté en una y traté de representarme la escena que había presenciado la tarde de noviembre de 1943. Desplacé el encendedor hacia el ángulo del tejado desde donde, a través de una rendija, había podido mirar y, después, a la zona donde había visto a Barbara y a Cliff Morton tumbados en el suelo.

Alice me sometió a un interrogatorio minucioso -o, por lo menos, así me lo pareció-, poniendo un interés excesivo, por no decir libidinoso, en los detalles de la violación, la postura exacta de los dos y su mayor o menor desnudez. Quiso saber si Morton llevaba puestos los pantalones (no los llevaba, el recuerdo de sus muslos velludos y de sus nalgas sacudidas por movimientos convulsivos sigue provocándome profundas náuseas), si eran visibles los pechos de Barbara (tenía la blusa y el sostén levantados hasta los hombros), si ella iba perfumada (no me di cuenta) y si las bragas eran de algodón o de alguna materia más delicada (como si yo pudiera saberlo). Fui contestando a sus preguntas con toda la candidez que me fue posible y se lo referí todo hasta el momento en que Barbara comenzó a pelear con su agresor y a golpear el suelo con los puños. No tengo inconveniente en confesar que algunas de las cosas que quería decir se me quedaban atascadas en la garganta, pero Alice aguardaba impasible hasta que yo recuperaba la voz y, después, fríamente, todavía me acribillaba con preguntas complementarias. Las inhibiciones no frenaban sus pasos.

Buscamos el agujero hecho por la bala y encontramos un lugar de la madera, a la altura de la cadera, que el experto forense, doctor Atcliffe, había aserrado llevándose todo un fragmento de una viga. Como no teníamos delante el ángulo de la bala, no podíamos calcular desde qué punto podía haber sido disparada.

– ¿Ya basta?

Alice asintió con la cabeza.

Bajar por una escalera de mano con una pierna maltrecha es mucho peor que subirla. Cuando, ya abajo, volví a reunirme con Alice, advertí que estaba jadeando. Ella me sugirió que nos sentásemos un momento en una de las balas.

– ¿Consideras que valía la pena tanto esfuerzo? -le pregunté.

– No es cosa que tú estés en situación de juzgar -me respondió bruscamente, pero después, como advirtiendo que debía suavizar la observación, añadió-: pero te estoy agradecida.

– ¿Y ahora, qué?

– Ahora los Lockwood.

– Seguro que ya no viven en la granja.

– Daré con ellos.

Observé que, en la conjugación del verbo, había cambiado de persona. Hasta ahora se había mostrado encantada de contar con mi ayuda. ¿Quería afirmar su independencia? ¿Había dejado de serle útil? Por extraño que pueda parecer, dadas mis anteriores demostraciones de contrariedad, yo ahora acusaba aquella puñalada que me había asestado con su repulsa. Si Alice proseguía sus absurdas pesquisas, yo también quería participar en ellas.

Busqué el bastón.

– Vamos a probar en la granja.

El viento, al cruzar la era, nos azotó el rostro juntamente con la lluvia. Me pareció que en una de las ventanas se movía una cortina, pero pensé que debía de tratarse de una ráfaga que se había colado a través de los batientes. No hubo respuesta a nuestra llamada.

Volví a repetirla.

– A estas alturas, habrá cambiado de dueños -repetí.

– No estaría tan segura -dijo Alice, que estaba explorando uno de los lados de la casa-. Mira qué he encontrado… Ven a verlo si el recuerdo no resulta demasiado doloroso para ti.

La seguí. Estaba junto a la puerta trasera y tenía la mano sobre una tabla de planchar, cubierta de herrumbre; la misma en la que la señora Lockwood me había apoyado para zurrarme con la zapatilla.

Lancé un fingido gemido. Nos hacía falta un descanso.

– De haber cambiado de dueños, se habrían desembarazado de este trasto -dijo Alice-. ¿Ves la cocina? ¿Tiene la misma pinta de antes?

Me adelanté para comprobarlo.

De pronto se oyó un disparo.

– ¡Cristo! -exclamé.

En algún punto situado sobre nuestras cabezas el tiro había arrancado esquirlas de piedra, que habían rebotado contra los cantos rodados del suelo.

– ¿Estás bien? -pregunté a Alice.

– Creo que sí -respondió, mientras se sacudía un poco de musgo que había quedado prendido en su manga.

– ¡Valiente loco!

Lo veía, al otro lado de la era, empuñando la escopeta: la figura de un hombre, vestido con un impermeable negro y unas botas, apostado junto al tractor, riéndose como un insensato. Me puse a gritar:

– ¿A qué viene eso?

Me adelanté cojeando hacia él, furioso hasta el punto de olvidar que aquel hombre empuñaba un arma.

– ¿No me oye? -grité.

Por toda respuesta, escupió generosamente en el capó de mi coche.

– ¡Bah, un labriego! -me dije.

Alice me había alcanzado.

– ¡Theo, ten cuidado!

Pero yo estaba lo bastante cerca de él para reconocerlo. Su rostro había engordado y su cabello, antes negro, ahora estaba entreverado de gris. En su sonrisa había algún que otro hueco, pero el rostro seguía siendo agraciado y sano, un rostro que no habría estado fuera de lugar en una revista de modas de Fair Isle.

Era Bernard Lockwood.

– Podrías habernos matado.

– Ratas -dijo por todo comentario.

Lo miré con fijeza. No hubo ningún indicio de que me hubiera reconocido.

Miró de reojo a Alice y, lentamente, dijo:

– Estaba disparando a las ratas.

Sentí el impulso irreprimible de soltarle un puñetazo. (Los puños los tengo buenos.) Sin sacarle los ojos de encima, dije:

– Alice, será mejor que te metas en el coche.

Bernard dijo:

– ¿No entiendes inglés? Estaba disparando a dos ratas que estaban allí, junto a la zanja. ¡Sabandijas!

Hizo con los dedos un movimiento como de algo que se arrastrase.

– Con cuatro patas y rabo.

– Pues tienes muy mala puntería -le dije.

Alice no se había movido.

Bernard se puso el arma bajo el brazo.

– ¿Qué hacéis aquí?

– De visita.

– Metiéndoos donde no os llaman, mejor.

– Está lloviendo a cántaros y no tengo tiempo ni ganas de discutir. Nos vamos -dije.

– ¡No, Theo! -intervino Alice-. Por favor.

– Ahórrate palabras -le dije-. Este tipo es un asesino.

Tal vez habría sido más exacto llamarle retrasado mental, puesto que era impermeable a los insultos.

Alice, dirigiéndose cortésmente a Bernard, le dijo:

– Tal vez usted podría orientarnos. Querríamos ponernos en contacto con la familia Lockwood.

Concedamos que hiciera algo de comedia, puesto que no admitió su identidad de inmediato, pero tal vez su actitud obedecía más bien a la reacción de una mente obtusa.

– ¿Lockwood? ¿Qué queréis de ellos?

– ¿Lo ves? Con éste no iremos a ninguna parte -dije a Alice.

A mí me hubiera gustado iniciar una retirada sin más preámbulos, pero ella seguía insistiendo.

– Era la familia propietaria de esta casa durante la segunda guerra mundial, ¿comprende? ¿Es usted el actual propietario, por casualidad?

– A lo mejor… -concedió Bernard.

Yo ya estaba hasta la coronilla, así que pasé al ataque.

– ¡Ya basta! Tú eres Bernard Lockwood. ¿Dónde están tus padres? ¿Dentro?

Vi cómo apretaba con la mano la culata de la escopeta.

Alice se volvió sorprendida hacia mí.

– ¿Ése es Bernard?

Y lo dijo con acento americano, apoyando el acento en la segunda palabra.

Yo, entretanto, vigilaba la mano que Bernard tenía libre. Acababa de sacarse dos cartuchos de color naranja del bolsillo. No quise demorar más la noticia y, tomando aliento, le solté:

– Yo, siendo niño, estuve refugiado en esta casa. La señorita que me acompaña es amiga mía. Le había prometido que le enseñaría la casa y que, si era posible, le presentaría a tus padres.

Sin dar tiempo a que Bernard respondiera, Alice dijo precipitadamente:

– Me llamo Alice Ashenfelter y mi padre fue el hombre al que se acusó de haber cometido un asesinato en esta casa.

En ese momento la habría aporreado.

En la mandíbula de Bernard se tensaron los músculos, frunció el ceño, como si tratara de resolver un dificilísimo problema, como si intentara establecer las conexiones necesarias. Sus ojos castaños saltaban alternativamente de mí a Alice. Por fin renunció al intento y dijo, hablando entre dientes.

– Lo pasado ha pasado. Mejor que sigáis vuestro camino.

Por curioso que parezca, sus palabras no tenían la fuerza representada por el arma. Traté de apelar a lo mejor de su naturaleza.

– ¡Venga, hombre! Hemos venido especialmente desde Reading. Tus padres se portaron bien conmigo durante la guerra. Lo menos que puedo hacer es saludarlos.

– Lo haré en tu nombre.

– ¿Están dentro?

Me había excedido. Metió los cartuchos en el arma, la puso en posición de disparar y me apuntó con ella a la altura del pecho.

– Meteos en el coche y, ¡largo de aquí!

Sin sacarle la vista de encima, dije a Alice:

– Es inútil.

Pero era evidente que ella no estaba de acuerdo.

– Señor Lockwood, hemos venido en son de paz…

– ¡A la mierda con vuestra paz! -la interrumpió salvajemente Bernard-. ¡Menudo par de embusteros!

Pero Alice protestó con energía y en tono acusador.

– Eso no está nada bien. He hecho todo lo posible para mostrarme sincera con usted.

Bernard soltó una risotada.

– ¿Sincera? ¿Has dicho que eres la hija del criminal? ¿Y que te llamas Ashenfelter? Eres tan Ashenfelter como yo, nena. El nombre del criminal era Donovan.

Aquí intervine yo:

– Es muy fácil de explicar…

Pero Bernard me pisó la frase.

– Ashenfelter era su amigo, el más bajo… el otro. ¿Cómo decía que se llamaba? Harry.

Alice, aspirando aire con fuerza, me agarró del brazo.

– ¡No es posible! No es posible, Theo.

Se había quedado pálida como una muerta.

En mi cabeza se multiplicaban las posibilidades. Pero, poniéndome en el lugar de Alice, dije:

– Una mera coincidencia. No te engañes.

Pero ella ya se había convertido en un torrente de palabras:

– Duke Donovan era mi verdadero padre. Henry Ashenfelter era el hombre con quien se casó mi madre en 1947, cuando yo era pequeña, y él me dio su nombre. En caso de que ese hombre fuera Harry, el amigo de Duke, supongo que quiere decir que, al terminar la guerra, se casó con mi madre.

Pero Bernard no pareció impresionarse.

– Una buena patraña, nena. Pero no te ha salido bien. Ashenfelter está casado con Sally Shoesmith.

– ¿La amiga de Barbara? -dije yo.

– Si es verdad que estuviste aquí, tienes que acordarte, estaban siempre magreándose como gatas calientes.

– ¿Y ahora están casados?

– Viven en Bath, como señores. La hija de un tabernero… porque no era otra cosa, y ahora para hablar con ella hay que pedir audiencia.

Y sonrió con astucia.

– Aunque, por lo que he oído decir, no le sirve de mucho…

– ¿Pasa algo con Sally, entonces?

Volvió a escupir, esta vez apuntando a mis zapatos.

– ¡Venga, andando! ¡Panda de embusteros!

Alice, con voz ahogada, dijo:

– ¡Vayámonos, Theo!

Di un paso hacia atrás y, con la cabeza, esbocé un gesto de despedida.

Bernard bajó el arma.

Puse el coche en marcha y partimos sin decir palabra.

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