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Supongo que no le sorprenderá saber que me levanté y salí del comedor del hotel llamado La Cura Anual, pagué la cuenta, saqué del coche la mochila de Alice Ashenfelter, la dejé en el vestíbulo y desaparecí en el coche.

Supongo que si algún otro conductor se hubiera cruzado aquella tarde conmigo en la A4 o hubiera tratado simplemente de mantenerse en el centro de la calzada, habría habido sangre en la carretera. No se trataba solamente de que yo estaba furioso, sino de que en mi memoria había como una nube carmesí.

Había llegado a Chippenham cuando toda la rabia que llevaba dentro empezó a remitir. Pese a que había presentido el peligro, lo había ignorado sólo porque la chica era rubia, tenía diecinueve años y estaba dispuesta a meterse en mi cama.

Me había dejado engatusar.

Ya era demasiado tarde para correr como un loco por la A4. Tratar de escapar era una ilusión. Alice estaba plenamente convencida de que yo había matado a su padre y la chica ahora iba en busca de sangre. Poco importaba que, cuando ocurrieron los hechos, yo tuviera nueve años. Me había tocado la china.

Tenía una ligera idea de cómo había arreglado las cosas. Había ido corriendo a ver a su periodista favorito, Digby Watmore. Al News on Sunday no le hacían falta pruebas contundentes. Me meterían en el asunto por simple alusión. Fotos del cráneo, un Colt 45 y yo… y, en algún lugar de la parte inferior de la página, Alice, seductora pero sentimental, diría en un titular: «Yo encontré el arma con la que se cometió el asesinato en casa del Dr. Sinclair».

De acuerdo con el procedimiento adoptado por la justicia británica para resguardar el orden y mantener su dignidad, seguiría un largo período de pesquisas, primeramente extraoficiales y más adelante sin prisas, en el curso del cual las cosas pasarían de la policía a los abogados y de éstos a los políticos. Siguiéndola misma pauta, la universidad me iría despojando sistemáticamente de mis responsabilidades: una tutoría aquí, un puesto en el comité allí, y me iría cargando, en cambio, con misiones fuera del recinto de la universidad a expensas de clases para graduados, hasta que mi posición se haría insostenible. Con suavidad, pero de manera inexorable, acabarían poniéndome de patitas en la calle.

Había que hacer algo con Alice.

Era preciso ser práctico.

A las nueve ya había llegado a casa. La primera acción práctica fue servirme un whisky reparador y bebérmelo de un trago. Después me dirigí al estante del vestíbulo donde dejaba las facturas y la correspondencia inútil y cogí algo que había dejado en él horas antes, la tarjeta de visita de Digby Watmore, la cual me confirmó algo que recordaba a medias, a saber, que aquel gordo periodista era un colaborador local del periódico. Me acerqué tarjeta en mano al teléfono y lo llamé.

Digby estaba en casa. Sí, se acordaba de mí. No, no tenía ningún inconveniente en tomar una copa conmigo. Sí, podía trasladarse a Pangbourne en media hora. Se encontraría conmigo en el bar del Cooper Inn.

Teniendo en cuenta que las últimas palabras que yo le había dirigido habían sido de lo más ofensivo, había que admitir que o bien se trataba de un hombre magnánimo o que era un verdadero profesional.

El Cooper Inn está en Egon Ronay, un sitio agradable y bien decorado, aunque excesivamente lujoso para gentes de la calaña de Digby; sin embargo, yo no estaba dispuesto a que lo vieran conmigo en el pueblo donde yo vivía. Me estaba esperando en el interior del local, con su impermeable azul y su sombrero verde y le brillaban los ojillos ante la esperanza de lo que le aguardaba. Toda su persona emanaba un leve olor a sudor. Había que reconocer, con todo, que para tratarse de un peso pesado, se las había arreglado muy bien para llegar antes que yo.

No se reparten premios a los que adivinen que Digby era un bebedor de cerveza. Recogí dos pintas en el mostrador y las llevé hasta la mesa más apartada del mismo.

Como era natural, el hombre estaba deseoso de saber cómo habíamos pasado el día Alice y yo.

Admití que habíamos estado en Somerset. ¿Por qué negarlo? Una de las razones que me habían llevado a aquel lugar era la posibilidad de dar mi versión de los hechos antes de que nadie se me pudiera anticipar.

Digby, con aire nostálgico, exclamó:

– Y ahora que hablamos de los años de guerra… ¿Se acuerda de las Land Girls? En cierta ocasión salí con una. Es increíble los músculos que tenía.

Y a continuación, como si acabara de ocurrírsele la pregunta en aquel momento, preguntó:

– ¿Ha visto a algún conocido?

– A Bernard, el hijo, pero no nos ha invitado a entrar en su casa.

– Así pues, los Lockwood siguen viviendo en el mismo sitio…

– Parece ser que sí, aunque no hemos podido ver a los viejos.

– ¡Qué lástima! Estoy seguro de que le habrían recibido con los brazos abiertos. ¿Qué aspecto tenía la casa?

– Parecía más pequeña… y hoy estaba todo embarrado.

– No parece que el sitio le haya encantado, si me permite la observación -comentó Digby.

– No era la idea que yo me hacía de un día en el campo -dije, y añadí rápidamente-. De todos modos, la idea fue de Alice.

Digby, con aire divertido, barbotó:

– ¡Vaya con la impaciente señorita Ashenfelter! Una chica que es un verdadero bombón, todo hay que decirlo. Vale la pena hacerle un favor.

– No me guían segundas intenciones -le corté con frialdad.

– No lo he pensado ni un solo momento, querido amigo -me aseguró Digby-. Quizá no se trate tanto de un favor como de una recompensa, ¿no le parece?

Volví el rostro sin hacer ningún comentario.

– La chica había pasado la noche en su casa cuando hemos ido a visitarle esta mañana, ¿no es así?

– En efecto -respondí-. Llegó a casa muy tarde.

Como buen periodista del News on Sunday, la mente de Digby parecía discurrir por un carril único.

– Y después de pasar un día en el campo, ¿se ha quedado en casa para tomarse un baño largo y reconfortante o para calentar la cama?

Era evidente que ella no lo había telefoneado todavía.

– La he dejado tomándose un café -respondí omitiendo decirle en qué sitio-. La verdad es que quería hacerle a usted unas preguntas sobre Alice.

El hombre sonrió lascivamente.

– No me parece que haya mucho que averiguar.

– Muy al contrario. Llega de América y solicita consultar los archivos del News on Sunday y, en menos que canta un gallo, tiene a su periodista y a su fotógrafo. ¿Qué pasa? ¿Es que ha hecho un trato con usted?

– Conmigo no, amigo. Yo no hago más que obedecer instrucciones de Londres.

– Pero, ¿qué espera sacar el periódico de todo esto?

– Una historia de interés humano. La chica es rubia, tiene veinte años y es la hija de un asesino condenado a muerte. Además, ha venido a Inglaterra para averiguar ciertas cosas acerca de su padre. El material es bueno.

– Pero hay algo más que todo esto. Ustedes se han tomado la molestia de localizarme. ¿Por qué? En 1943 yo no era más que un niño.

– Un testigo clave -dijo Digby.

– ¿Qué quieren de mí, entonces?

– Ella nos pidió que lo localizáramos.

– Está convencida de que su padre fue condenado injustamente.

– Eso parece.

– A usted no parece sorprenderle. Supongo que debe de haber sido el periódico el que le ha metido la idea en la cabeza.

Digby trató de parecer inescrutable.

Yo, haciendo lo posible para contener la indignación que me invadía, le espeté:

– Oiga, ¿es que su periodicucho tiene algún sentido de la responsabilidad? Esta chica es una fanática. Está soltando las acusaciones más extraordinarias. Hoy mismo, en un momento dado, ha llegado a sugerir que fui yo quien hizo el disparo fatal. Imagínese, un niño de nueve años…

– La verdad, esto ha sido pasarse de la raya -tuvo la gentileza de decir Digby.

Esperaba que se lo tomase de la misma manera cuando la chica le viniese con el cuento.

– Es una calumnia de lo más estúpido y, suponiendo que me la tome en serio, me gustaría saber con toda exactitud hasta qué punto tiene que ver en esto su periódico.

Digby metió toda la boca en el vaso de cerveza.

Despachado este extremo, dije en tono indiferente:

– Lo que me molesta es que, de existir una base para dudar del veredicto de Donovan, no es ésta la forma más adecuada de analizar la cuestión.

– Posiblemente, no -admitió Digby.

– Como periodista de temas criminales, usted conoce los procedimientos -proseguí-. Supongamos que surgiera alguna prueba al considerar la posibilidad de que la justicia se hubiese equivocado y hubiese condenado, por error, a un inocente. En realidad, no condenado sino colgado. ¿Podría emprenderse alguna acción legal para redimir su buen nombre?

Las protuberancias carnosas que rodeaban los ojos de Digby se aplastaron y desplazaron lateralmente, revelando una mirada en la que brillaba un atisbo de interés:

– ¿Se trata de una hipótesis?

– Naturalmente.

– Pues, dependería…

– ¿De qué?

– En primer lugar, de la calidad de la prueba en cuestión.

– Una prueba irrefutable.

Digby aspiró profundamente por la nariz.

– Sería imprudente por su parte alegar que era irrefutable. ¿De qué estamos hablando? ¿De pruebas de tipo forense, de un nuevo testigo o de qué?

– No importa. Supongamos que la prueba que justificara una revisión del caso fuera aplastante.

Sonrió irónicamente.

– Es posible que fuera aplastante para usted o para mí, amigo mío, pero trate de que lo sea para el Ministerio del Interior y verá qué pasa.

– ¿Éste es el procedimiento? ¿Hay que apelar al Ministerio del Interior?

– Puede probar.

– No lo dice con tono optimista.

– Conozco personalmente a tres familias que se han pasado años haciendo peticiones.

– Así pues, ¿qué me aconseja?

Apuró el vaso, me observó con mirada astuta y dijo:

– Todavía no tengo suficiente base para dar consejos.

Mientras aguardaba a que me sirvieran, hice una evaluación de la situación. No iba con mi naturaleza hablar con la prensa, pero estaba completamente convencido de que Alice se pondría en contacto con él al día siguiente por la mañana.

Mientras dábamos cuenta de la segunda pinta, le di un informe rápido de los descubrimientos del día hasta el momento de nuestra salida de Royal Crescent, si bien omití cualquier explicación relativa a la decisión de Alice de pasar la noche en un cochambroso hotel de Bath. Él se mantuvo todo el tiempo a la escucha sin hacer ningún comentario, a excepción de un regüeldo que yo preferí considerar involuntario.

Posiblemente consideró que en cierto modo salía beneficiado, puesto que acabó por abandonar el asiento para pedir a su cuenta la siguiente ronda. Al regresar con los vasos, me preguntó qué pensaba hacer a continuación.

– Si estoy aquí es para decírselo -expliqué. ¿De qué va a servir continuar por esta vía, abrir viejas heridas, si al final no ha de conseguirse nada?

Digby sopesó la pregunta.

– Francamente, la posibilidad de conseguir un indulto para Donovan, si ésta es su idea, es menos que infinitesimal. Se lo he dicho después de tomar dos pintas de cerveza, ¿verdad? -me dijo-. Como usted bien sabe, se trata de un caso que aparece en los libros de texto. Nadie que haya pasado por un curso de formación policial ignora el caso del cráneo encontrado en el barril de sidra.

– Nadie ha puesto en tela de juicio la labor que se hizo con el cráneo -puntualicé.

– Pero sería como echar tierra encima de todo el trabajo realizado si de pronto apareciese un tío listo de Pangbourne para demostrar que se equivocaron de persona.

– Realmente es así, pero…

– Aparte de que hay otra cosa. Y en esto quien habla es un periodista escrupuloso; no hay que olvidar el aspecto internacional. Los soldados americanos nos ayudaron a ganar la guerra. ¿Cómo les demostramos nuestra gratitud? El hecho no contribuiría demasiado a la alianza atlántica, ¿no le parece? ¡Es una patata caliente, de veras que lo es!

– Me está diciendo que no conseguiríamos nada a través de los canales oficiales.

En realidad era lo que yo estaba esperando que dijera.

– Nada, a no ser una confesión firmada por el asesino, serviría de nada.

Y tras vaciar de nuevo su vaso, añadió:

– Tenga en cuenta que no es más que una opinión personal.

– En consecuencia, ¿qué me aconseja?

Digby se recostó en el asiento, exhibiendo al hacerlo una triple papada debajo de la barbilla y dijo:

– La única manera de ganar esta jugada es una llamada directa a la puerta de los estamentos oficiales. No hay más.

Haciéndome el inocente, insistí:

– ¿Cómo llevaría usted el caso?

– Pues a través del periódico… siempre que contásemos con la prueba.

En voz baja, dije:

– Es posible que la pueda conseguir. Me refiero a pruebas reales, no a alocadas acusaciones.

Su boca se abrió de par en par y en sus ojos apareció una mirada vidriosa. De pronto empezaba a cobrar forma para Digby Watmore la noticia de su vida.

– ¿Necesita que yo le preste alguna ayuda?

– No.

– Para manejar este asunto, nos bastamos usted y yo -dijo con el rostro como la grana-. Tal como están las cosas, no hay ninguna necesidad de solicitar ayuda a los muchachos de Fleet Street. Estoy plenamente seguro de que podríamos llegar a un acuerdo. Y sé que el acuerdo sería generoso.

– Esto, para mí, no tiene ninguna importancia.

– ¿Qué necesita, entonces?

– Tiempo. Simplemente dos o tres días sin que la señorita Ashenfelter ande pegada a mi espalda como si fuera mi sombra.

– ¿Me dará la exclusiva?

Le tendí la mano derecha.

Digby, con una sonrisa descomunal, se apoderó de ella.

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