13

No me importa decir, como medievalista que soy, que la tan cacareada arquitectura georgiana de Bath me deja frío. Y que la encuentro aburridamente gris. En mis dos años de doctorado en Bristol no estuve más de tres veces en Bath (ciudad de la que estaba separado por un trayecto en tren de veinticinco minutos) y siempre para visitar las librerías de ocasión.

Sin embargo, en aquel atardecer de octubre, mientras me acercaba en coche a la ciudad al anochecer, con Alice a mi lado, me fue dado contemplarla desde las alturas que se levantan en su parte sur, y la imagen me cautivó. Bajamos del coche para disfrutar mejor de aquella vista. Los rayos del sol, anaranjados a esa hora, atravesaban una nube púrpura y recortaban el complicado perfil de los edificios con cegadora claridad. Desde la sombra de las colinas que rodeaban la ciudad, hileras de luces, igual que fulgurantes gotas de agua, convergían hacia la abadía, inundada de luz.

Yo estaba al lado de Alice. No se había molestado en trenzarse el pelo al salir del pub y unas hebras de sus cabellos se agitaban y me rozaban la mejilla. Acerqué la mano a la suya y nuestros dedos se enlazaron. Cuando volvió el rostro hacia mí para decirme algo, bajé el mío para besarla.

Pero ella se hizo atrás, como si yo tuviera la peste.

En cambio, era la misma chica que la noche anterior se había despojado de todas sus ropas y me había esperado en la cama.

– ¿Qué pasa? -le pregunté.

– No quiero -dijo mientras daba otro paso hacia atrás.

Sonreí como tomando la cosa en broma.

– No me importa jugar a robar besos, pero sí con este código.

Alice se ruborizó.

– ¿Qué quieres decir?

– Que te lo tomes con calma.

Tirándose nerviosamente del cabello, explicó:

– Siento fastidiarte, pero no me sentiré tranquila mientras tenga todas estas cosas en la cabeza.

Así es que volvimos a meternos en el coche y comenzamos a bajar la cuesta en dirección a Bath. No soy de los que tratan de imponerse a las mujeres, ni tampoco de los que les van con súplicas. Pensé que lo mejor era olvidarlo, pese a que la cuestión seguía preocupándome.

No había tiempo para entregarse a reflexiones. Estábamos en el Circus, nos aproximábamos a Royal Crescent y todavía no nos habíamos puesto de acuerdo sobre la manera de enfocar el encuentro con los Ashenfelter. No es que esperásemos que salieran a recibirnos con una escopeta, pero preveía que surgirían problemas si Alice le salía a Harry con un montón de quejas por el hecho de haber abandonado a su madre. Antes de enfilar Brock Street, di una segunda vuelta al Circus.

– En cuanto a esta gente… -dije-. Debemos tener presente que no nos han visto desde que éramos niños. ¿Por qué no te mantienes en el anonimato, por lo menos al principio?

– ¿Quieres decir que no les diga quién soy?

– No tienes por qué facilitarles la información. La cosa podría llevarnos por mal camino.

– Lo encuentro tortuoso. A mí me gusta ir al grano con la gente -dijo, con aire titubeante.

– ¿Como cuando te instalaste con la bandeja en mi mesa, en el restaurante de Ernestine?

– Te dije cómo me llamaba -protestó tomando aliento.

– ¿Y qué más?

– Necesitaba conocerte primero.

– Ganar mi confianza.

– Bueno, sí, pero… -su voz se arrastraba indecisa.

– De lo que hay que hablar ahora, Alice -intervine-, es de lo que piensas sacar de ese encuentro… suponiendo que se avengan a hablar con nosotros. Si lo que quieres es una reunión de familia, es cosa tuya, pero si lo que buscas es que te den algunas aclaraciones con respecto a la conducta de Duke en 1943, te aconsejo que hagas las cosas a mi manera.

Tras una pausa para reflexionar, murmuró:

– ¡Está bien!

Yo, por así decirlo, había soltado las amarras de Bath, así que no iba ahora a encandilarme con Crescent. Para los que no conozcan el sitio, diré que está construido en terreno elevado y que ofrece una vista de la ciudad al otro lado de un parque abierto. Está constituido por un único bloque de treinta casas de tres pisos, que forman una curva elíptica, con una fachada de catorce columnas jónicas y una balaustrada a la altura del tejado. ¿Qué más hay que decir?

Pasamos rebotando por la carretera empedrada y paramos bajo un farol, en el extremo opuesto de la misma. Alice confirmó que detrás de las persianas de Harry había luz.

Harry en persona nos abrió la puerta.

Le pedí disculpas por haberlo molestado y le expliqué que veníamos de Christian Gifford y que yo era el niño refugiado con quien él y Duke habían hecho amistad en 1943.

Sin embargo, aquellas palabras no fueron el pase de entrada con el que yo esperaba franquearme la puerta.

– ¿De veras? -dijo, sin mostrar la más mínima sombra de interés.

Los años habían abierto surcos en el perfil de Harry y habían hecho de un rostro parecido al de James Cagney otro que estaba más próximo a Edward G. Robinson; bolsas alrededor de los ojos, papada bastante acusada, menos cabello y bifocales de montura gruesa. Nunca había sido demasiado de buen ver, pero daba la impresión de que el tiempo se había llevado toda su alegría. Llevaba zapatillas de piel, pantalones de color claro y un cardigan grueso de color marrón.

– Un tiempo espantoso para todos -intervine-. Te lo aseguro, me he sentido más que agradecido por la amabilidad que han tenido con nosotros las gentes de aquí.

– ¿O sea que?

– Sí, pues que cuando he sabido que vivías en Bath, me ha faltado tiempo para pasar por aquí para ver si te localizaba.

Ya empezaba a sentirme como una especie de vendedor de esos que van de puerta en puerta.

– ¿Quién te ha dicho que vivía aquí? -preguntó Harry con aire de quererlos estrangular cuando lo supiera.

– En el pub. Me han dicho que volviste a Inglaterra para casarte con Sally. A propósito, ¿cómo está Sally?

Se llevó la mano rechoncha a la barbilla en un gesto defensivo:

– ¿Conoces a Sally?

– Hemos recogido manzanas juntos, ¿o no?

Mi primera pregunta le había dado una salida.

– Sally no está muy bien, así que ya me perdonarás si no os invito a entrar.

Estaba a punto de rendirme y de dar un empujoncito a Alice para que interviniera con un «adivina quien soy» cuando, de pronto, llamó desde dentro una voz de mujer:

– ¿Quién hay, Harry?

Y acto seguido apareció Sally, ataviada con una bata blanca de estar por casa y unas chinelas de plumón.

Deduje en seguida que era ella. Llevaba gafas oscuras y su cabello pelirrojo había adquirido un tinte anaranjado sintético. A diferencia de Harry, había perdido peso desde los tiempos de las manzanas. Mucho peso. Tenía un aire macilento.

Harry se quedó en la puerta y, hablándole por encima del hombro, le dijo:

– No es preciso que salgas. Puedo arreglármelas solo.

Sally, afortunadamente, pasó por alto su observación.

– ¿Es alguien que yo conozco? -preguntó detrás de Harry, poniéndole una mano en el hombro.

– ¿Cómo dices que te llamas? -me preguntó Harry, como si las palabras fuera atragantándosele una tras otra en el cuello.

Se lo dije.

Se lo repitió a Sally, gritando como si estuviera sorda, y añadió:

– Es el refugiado que estuvo en casa de los Lockwood durante la guerra.

– ¿El niño del flequillo al que le faltaban los dientes de delante? -dijo Sally con una sonrisa-. ¡Vaya mundo tan curioso! Y ha venido con su señora… Pero, ¿qué haces, Harry? ¿Cómo los dejas en la puerta? Hazlos pasar, por el amor de Dios, y que tomen algo…

Harry decidió que aquello no tenía por qué convertirse en un punto de fricción. Se encogió de hombros y dio un paso atrás, permitiendo así que Sally tuviera ocasión de estrecharnos la mano. Yo le presenté a Alice, dándole únicamente el nombre de pila. Estoy seguro de que Harry no la reconoció. Cuando él se había ido de su casa, Alice sólo tenía ocho años.

Yo me esperaba encontrar relojes de los tiempos del abuelo y mesas de palo de rosa, pero la sala de estar en la que nos hicieron entrar estaba amueblada a base de acero, vidrio y cuero blanco. Lo único antiguo de la habitación era la chimenea de mármol y las molduras del techo. Sally, que evidentemente estaba acostumbrada a que la gente se quedara con la boca abierta, explicó:

– Aquí la gente se figura que tenemos pájaros en la cabeza para llenar una habitación como ésta de muebles modernos, pero a Harry le gusta evadirse de sus negocios.

Me encantaba oírla hablar de aquella manera, porque me recordaba los tiempos de Somerset, cuando había recogido para Duke frases como la ya citada: «Or I then?».

– ¿Tienes una tienda en Bath? -pregunté.

– Nones -respondió Harry, en un tono que me hizo desear no habérselo preguntado.

– Tiene tres almacenes. Dos en Bristol y uno en Londres -explicó Sally.

– ¿Qué vas a tomar? -me preguntó Harry.

Había ignorado a Alice, así que me volví hacia ésta para incluirla en la invitación.

Alice me dedicó una sonrisa crispada; estaba extremadamente nerviosa.

– Un zumo de frutas me va perfectamente, si lo tiene.

– Tengo barriles llenos -dijo Harry, como dando la culpa a alguien de que así fuera-. ¿Y tú? ¿Qué vas a tomar?

– Un scotch con soda.

Harry iba a salir de la habitación cuando Sally gritó:

– Y para mí un vodka y… -pero no terminó, porque él había ignorado sus palabras.

Sally nos indicó los asientos con la mano y nos ofreció cigarrillos; tomó uno a su vez y se quedó de pie junto a la chimenea, dejando asomar por la abertura de la bata toda su pierna desnuda.

– Harry es una auténtica águila en el mundo de las antigüedades -nos explicó-. Habéis tenido una gran suerte de encontrarlo en casa, porque siempre está viajando de aquí para allá. Compra inmuebles y exporta gran parte de los enseres a los Estados Unidos.

En ese punto sus ojos viajaron hasta mis zapatos.

– Así que habéis pasado un día en el campo…

Había observado la alfombra blanca al entrar, pero había olvidado el estado de mis zapatos. Se observaba un rastro de mis pisadas hasta la silla donde me había sentado.

Alice, advirtiendo que me había quedado muy azorado, respondió por mí.

– Sí, tiernos ido a visitar la granja donde vivió Theo durante la guerra.

– ¡Oh, eres americana! -dijo Sally-. Harry estará encantado…

Yo, sin embargo, no opinaba lo mismo. Volví a meter baza, aprovechando el pie que acababa de darme Alice.

– Sí, la granja no ha cambiado demasiado.

– Bueno, salvo la parte de la huerta -comentó Sally, aspirando una bocanada de humo-. Han arrancado todos los árboles.

– ¡Es lógico! -dije. Me ha sorprendido que los Lockwood siguieran trabajando en la casa.

– ¿Los Lockwood? Son gente fuerte -dijo Sally-. ¿Has hablado con ellos?

– Sólo con Bernard, el hijo.

– Ahora él se encarga de todo, tanto de la granja grande como de Lower Gifford. Los viejos sólo se ocupan de las hortalizas, que cultivan detrás de la casa, de nada más.

– ¿Te tratas con ellos?

Sally movió negativamente la cabeza.

– Barbara era una amiga de verdad, que Dios la tenga en su gloria, y su madre ha venido aquí alguna vez a tomar un café, pero no tengo tiempo para los hombres de aquella casa.

– ¿Vas al pueblo de vez en cuando?

– Siempre que puedo. Conozco tanta gente… Harry hace muchos negocios a través de la taberna. Él no para nunca.

Y se quedó un momento manoseando la solapa de la bata.

– Cómo encuentro a faltar los viejos tiempos…

– ¿Cuando recogías manzanas?

– ¡Cuánto nos divertíamos!

– Cuando predecíamos el futuro con las pepitas.

Me sonrió.

– ¿Te acuerdas?

– Como si fuera ayer. Barbara partió la manzana en dos mitades y salieron tres pepitas. Hojalatero, sastre, soldado…

La expresión del rostro de Sally sufrió un cambio.

– La pobre partió la pepita del soldado con el cuchillo. Aquello la impresionó muchísimo. Como estaba embarazada y después de todo lo que había pasado…

– ¿Sabías que estaba embarazada?

– Entre las dos no había secretos. Iban a casarse.

– Creo que él ya tenía mujer y una hija -dije yo con toda la suavidad que pude.

– ¡No es verdad! -dijo Sally, moviendo negativamente la cabeza.

– En América.

Hubo un embarazoso silencio, al que puso fin el crujido de los tablones del pavimento, provocado por los pasos de Harry.

Sally, con voz débil y ahogada, todavía pudo decir:

– No entiendes nada…

Y con un súbito cambio, se dio la vuelta, levantando la voz para dirigirse hacia la puerta, que se abría en aquel momento:

– Menudo chaparrón el de esta tarde, ¿verdad, Harry?

Éste dio la callada por respuesta. De hecho, daba la impresión de que la ignoraba siempre.

Yo no estaba en vena para seguir el rumbo de aquella conversación, porque el último comentario de Sally me había dejado sumido en profundas cavilaciones. Hubiera querido preguntar más cosas pero, dada su forma de reaccionar ante la presencia de Harry, comprendía que el momento no era oportuno.

Harry había traído bebidas. Su mujer, mirando la suya, preguntó:

– ¿Y eso qué es?

– Zumo de piña -dijo Harry, sin mirarla siquiera-. Las señoras toman zumo de piña.

– ¡Habráse visto! -exclamó Sally, encaminándose hacia la puerta-. Será con vodka.

Pero él, con un reflejo sorprendentemente rápido, dijo:

– Sin.

Sally, clavando en él sus ojos, le espetó:

– ¡Imbécil!

Y desasiéndose de su mano, salió corriendo de la habitación.

Harry, con aire de extraordinaria complacencia, le gritó:

– ¡Lo he guardado bajo llave! -y, dirigiéndose a nosotros, nos explicó como quien no quiere la cosa-: tiene prohibido el alcohol.

Siguió un silencio oprimente. Ahora le correspondía a él iniciar una nueva conversación y yo no estaba dispuesto a echarle una mano.

La cosa dio resultado.

– ¿Así que recuerdas a Duke? -dijo.

Yo moví la cabeza afirmativamente.

– ¡Un gran tipo! -dijo Harry-. ¡Fue una verdadera lástima!

Esperé a que siguiera y, cuando lo hizo, fue para decir algo tan sensacional como todo cuanto había dicho Sally.

– Pensar que ahora podría estar vivo…

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Alice en un hilo de voz, a punto casi de saltar.

– Lo que oyes, encanto. Duke era inocente. Yo habría podido sacarlo del atolladero.

Harry cogió un cigarro puro de un tarro de cerámica, colocado en la repisa de la chimenea, y nos hizo esperar mientras se entregaba al ritual de encenderlo.

Para indicarle que necesitaba que me convenciera de lo que acababa de decir, comenté:

– Dices que habrías podido salvarlo. En realidad no lo hiciste.

Harry fijó en mí sus ojos a través del humo:

– ¿Cómo? ¿Dónde estaba yo en 1945, cuando se celebró el juicio? En un sitio cualquiera del lado de acá de Berlín, después de la victoria. Al terminarse lo de Normandía, ya no volví a ver a Duke. Después del desembarco fuimos destinados a unidades diferentes. Cuando supe del asunto fue en agosto de 1945, delante de un vaso de cerveza. El cura castrense, de vuelta, me dijo que si me acordaba de Duke Donovan, aquel neoyorquino alto que escribía canciones, y que si estaba enterado de que lo habían reclamado en Inglaterra y lo habían colgado por asesinato. ¡Cuando me enteré…!

– ¿Quieres decir que habrías sido el principal testigo de la defensa? -dije con aire escéptico.

– ¿Tengo que hacer ahora el papelito delante de ti? -dijo Harry, en tono sarcástico.

Alice se había sentado en el mismo borde del asiento y tenía los nudillos, blancos por la presión, apretados contra la mandíbula.

– ¿Cómo sabes que mi padre era inocente?

Se habían terminado las reglas de juego, pero, ¿quién habría podido culparla? Había pronunciado aquellas palabras sin pensar. Se sentía tan agitada que la sola mención de su padre había desencadenado en ella aquella reacción automática.

Harry, igual que un perro sabueso, cazó la frase al vuelo.

– Pero, ¿quién eres tú?

Alice clavó en él sus ojos y se produjo un silencio como de piedra. Dudo que la chica estuviera en condiciones de pronunciar palabra.

– Es la hija de Duke y Eleanor Donovan -dije yo por ella.

Harry soltó una risita rápida y nerviosa.

– ¡No me digas! ¿Conque la hija de Elly? ¿Ésta es la hija de Elly? ¿Y por qué no lo habéis dicho, por el amor de Dios?

– No sabíamos cómo ibas a reaccionar -dije, con absoluta sinceridad.

Se quedó un momento abstraído, como si luchara entre la indignación y seguramente un resto de sentimientos.

– ¿Te imaginas? Yo me casé con su madre, ¿lo sabías? Yo soy su padrastro.

Dio dos pasos en dirección a Alice como advirtiendo que se imponía una demostración paternal de algún tipo y avanzó la mano hacia el hombro de la chica, aunque sin llegar a tocarlo. Después la dejó caer lentamente y preguntó:

– Dime, Elly todavía…

– Murió -contesté por Alice.

– ¡No! -dijo Harry, con la torpeza propia de un ex marido que manifiesta una preocupación en realidad no existente-. ¡Qué cosa tan terrible!… ¿Cómo fue?

– Un accidente de coche este mismo año.

– Nadie me ha comunicado nada -dijo, levantando la mirada hacia el techo.

– ¿Te sorprende después de que tú las abandonaras? -dije, sin asomo de piedad.

Pero él, sin hacerme ningún caso, dijo:

– Alice, nena, si puedo hacer algo por ti…

– Simplemente, hablarme de mi padre… -dijo, sin levantar los ojos.

Harry asintió con la cabeza y, cogiendo su vaso, dijo:

– Antes que nada, necesito otra copa. ¿Alguien más quiere algo?

Nos dejó solos un momento.

– ¿Quieres un sorbo? -dije a Alice, ofreciéndole mi whisky.

Ella me dijo que no con un movimiento de cabeza.

– No te hagas demasiadas ilusiones con Harry -le advertí-. Es posible que quiera tomarnos el pelo.

No sé si oyó mis palabras, pero no había pasado un segundo y Harry estaba de vuelta en la habitación, dispuesto a continuar, como un actor en una segunda toma. Pero esta vez, con más brío.

– De acuerdo, Alice, si quieres conocer toda la verdad sobre tu padre, has llamado en la puerta exacta. Yo y él éramos carne y uña. En Queen’s pertenecíamos al mismo club de béisbol. ¿No estabas enterada? -e hizo con la mano el gesto del lanzador-. Tu madre solía venir a vernos. Ella había ido al instituto con Duke. Eleanor Beech… Rubia como tú e igual de guapa. Bueno, casi… Te enseñaré fotografías.

– Basta con tu palabra -observé con acritud.

– Como quieras. Elly Beech era la chica de Duke, aunque yo a veces quedaba con ella -y se sonrió recordándolo-. Quedaba con ella, es decir, la invitaba a un helado en la tienda del barrio y después la llevaba a casa. Duke era más alto que yo, más guapo, con un aire de irlandés delgado y moreno que gustaba a las chicas.

Harry hizo una pausa para dejar que apreciáramos hasta qué punto era buen amigo de Duke, y añadió:

– Pero yo tenía un par de años más que él. Tenía más mundo. Sabía imitar las voces, la hacía reír… Quizá era más bajo que la media de hombres, pero esto no ha sido nunca un problema para mí en el trato con las mujeres.

Yo pensé que, aunque aquel mal nacido no hubiera tenido nunca problemas con las mujeres, por lo menos había sido el causante de muchos problemas femeninos.

Harry ingresó en el ejército en diciembre de 1941, un día después de que América entrara en guerra.

– La cosa me fue muy bien. Los primeros voluntarios se promocionaron estupendamente. Al cabo de dieciocho meses ya era sargento. Se lo dije a Duke y él también quiso alistarse así que tuvo edad para hacerlo. Fue en el cuarenta y dos. Necesitaba la paga para casarse con Elly, cosa que hizo en el cuarenta y tres.

Alice dio la fecha exacta:

– El 5 de abril.

Harry le dedicó una amplia sonrisa:

– Gracias, nena. Seguro que tienes razón, porque sólo estuvieron casados un par de meses antes de junio, mes en el que fuimos destacados a Shepton Mallet, Inglaterra. Un gran nombre para un pueblo de mala muerte. Una cruz de piedra, una cárcel y cinco mil soldados más aburridos que ostras. ¿Es de extrañar que me degradaran por haber llevado chicas a la base por la noche?

Como no sabía qué contestar, dije:

– No he estado nunca en Shepton Mallet.

– Da igual -continuó Harry-. Así que fui degradado a la categoría de soldado raso, y como era lógico esperar me junté con mi compañero Duke. Cogíamos un jeep y salíamos a hacer correrías por los alrededores. En la sección me tenían una gran simpatía.

– ¿Y Duke? -le corté rápidamente-. ¿Qué situación era la suya?

– Normal. Popular. Era un buen músico. Escribía las canciones que cantaba. Nos lo pasábamos la mar de bien con él, puedes creerlo.

Yo hice un gesto afirmativo con la cabeza.

– Barbara me contó lo del Día de Colón en la base. Había quedado muy impresionada con las canciones de Duke.

– ¿En serio? Sí, estoy seguro de que habría podido ganarse la vida haciendo canciones. Más bien baladas y canciones del oeste que canciones pop. Tenía también intención de escribir canciones en el dialecto de Somerset. Le divertía mucho la manera de hablar de la gente de aquí.

– Lo sé. Yo le recogía palabras y frases y él hacía listas con ellas.

Harry aspiró una bocanada de humo y me miró con un poco más de respeto.

– Exactamente -dijo-. Eso es lo que hacía. Dicho sea de paso, Duke y sus listas de palabras me fueron de perlas cuando empecé a salir con Sally.

– ¿Por qué? ¿Es que no la entendías?

– ¿Cómo lo sabes? -exclamó, haciendo una mueca-. Bueno, no es que fuera totalmente incomprensible. Lo que pasa es que sus padres eran muy severos y no querían que saliera con un soldado americano, pero si éramos cuatro, ya no tenían nada qué decir. Por eso convencí a Duke de que se aparejara con Barbara -esbozó una sonrisa de complacencia-. Le dije que era un medio de conocer más palabras de Somerset y él picó.

– ¿Ah, sí? -dije devolviéndole la sonrisa.

– ¡Al momento! ¿Para qué voy a engañarte?

Aquello no encajaba con lo que yo sabía de Barbara. Durante aquel otoño casi todas las noches había salido para ir a la parte alta del prado. Mentía a sus padres. Les decía que salía con Sally cuando, en realidad, a quien veía era a Duke. A veces, al volver entraba en mi cuarto, con el rostro arrebolado por el amor y los labios hinchados de tantos besos. Yo estaba al corriente de los hechos e incluso me habían castigado por guardar aquel secreto. No habría soportado la paliza que me había dado la señora Lockwood si no hubiera existido una razón que la motivase.

– Quizá te llevaba la corriente… -dije a Harry.

Harry lo admitió hasta cierto punto.

– Pero es seguro que lo hacía para ayudarme. Era un gran amigo.

– Duke y Barbara se querían -le dije claramente para que lo entendiera.

Oí que Alice lanzaba un profundo suspiro.

– No es probable -dijo Harry.

– ¡Por Dios, pero si estaba esperando un hijo…!

Alice profirió un grito de protesta. Yo evitaba mirarla, porque quería que aquello quedara únicamente entre Harry y yo.

Harry arrojó a la chimenea el puro a medio fumar y avanzó hacia mí, con la barbilla recorrida por temblores y el rostro enrojecido por la indignación.

– Levántate y repítelo.

A través del humo que se interponía entre él y yo, repliqué:

– No tienes más que leer el informe forense. En él se especifica que estaba embarazada de dos meses.

Me agarró por el jersey y trató de levantarme, pero yo me aferré a los brazos de la butaca y resistí el envite. Tengo hombros y brazos fuertes, porque estoy acostumbrado a utilizarlos más que el común de las gentes.

Y así habríamos permanecido un cierto tiempo, yo agarrado por Harry, si Alice no hubiera intervenido y, cogiendo mi bastón, no se lo hubiera hundido en las costillas, gesto que le obligó a retroceder, titubeante, derribando una mesita con la parte superior de vidrio y mi vaso al mismo tiempo.

Alice estaba desconocida y sus ojos brillaban tras sus gafas con montura de oro.

– Suéltalo ya, ¿quieres? -ordenó a su padrastro.

Frotándose el costado, Harry dijo apresuradamente:

– Ha insultado a mi amigo.

Alice clavó su mirada en él y dijo:

– La lealtad no es tu fuerte, Harry.

Y a continuación, para sorpresa mía, y también para bochorno mío, me dijo:

– Y tú deja de atacarlo con todas estas estupideces. Aquí hemos venido a escuchar, no a pelear. La artista soy yo, y no voy a dejar que nadie me pise el papel…

Fue como una patada en los dientes. Sentí que mi animosidad iba remitiendo poco a poco. Por culpa de aquella cabezona, obsesionada por su padre, había sacrificado mi final de semana, perdido horas de sueño, peleado con la prensa, tragado carretera hasta Somerset, enfrentado con un granjero hostil que estaba armado con una escopeta y arruinado un traje.

Y aún habría podido añadir que, de haber dejado que ella se encargara de hacer la introducción, todavía estaríamos en el umbral de la puerta.

Pese a todo, dominé la indignación que me invadía y únicamente le dediqué la mirada propia del hombre que ha agotado todas sus reservas.

– ¿La artista? Pues actúa como te apetezca.

Había que concederle el mérito que le corresponde. No titubeó. Aquel cambio repentino de los acontecimientos le había puesto los nervios de punta; se echó para atrás los cabellos desde su nacimiento en la frente, se puso el bastón bajo el brazo, igual que un sargento en el momento de hacer ejercicios, y dijo a Harry:

– Recoge la mesa.

Y éste obedeció sin rechistar.

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