18

Al entrar en The Pump Room el trío de turno estaba tocando Call me Madam, pieza que consideré de lo más oportuno. El espacio de la sala cubierto por la alfombra, situado debajo de la araña de cristal, donde se servía el té, estaba enteramente ocupado por mujeres sesentonas y ensombreradas. Los escasos hombres, la mayoría de ellos aquejados de hipertensión y vestidos con traje, ocupaban sillones junto a las ventanas y ojeaban los periódicos de la mañana, sujetos por el borde con varillas de madera.

Desde los tiempos de Beau Nash, en The Pump Room venían observándose estrictamente las mismas formalidades. Había que aguardar a que una señora con pendientes de perlas colgantes acompañara a uno hasta una silla Chippendale y le trajera la carta. Mi petición de ser instalado en un lugar lo más alejado posible de la orquesta fue acogida con frialdad y, al puntualizar que no pediría nada hasta que llegara la persona que estaba esperando, se me informó lacónicamente de que era costumbre de la casa esperar a los acompañantes en la antesala. Di las gracias y añadí que, aunque estaba de acuerdo, había dispuesto las cosas de otro modo.

En el gran reloj de péndulo eran las dos y cincuenta y cinco minutos. Sentía una gran tensión. Sabía que la verdad con respecto a Barbara podía ser difícil de aceptar. «No había secretos entre nosotras», había dicho Sally el domingo, y yo me sentía dispuesto a creerla porque recordaba que, en aquellos lejanos días de guerra, la había observado innumerables veces enfrascada en conversación con Barbara, las cabezas juntas, el tono de voz muy bajo, los ojos vigilantes para sorprender a cualquiera que tratase de escuchar.

Lo primero que preguntaría a Sally sería si Barbara y Duke se querían. Me importaba muy poco que Harry hubiera dicho: «Ni por asomo» y que hubiera estado a punto de estrangularme por el sólo hecho de haberlo sugerido. Quería razones más convincentes y me resistía a creer que me equivocaba en mis conjeturas a menos que Sally me persuadiese de ello.

Después le haría la otra pregunta, en obsequio a Alice y a su teoría. Quizá Sally la considerase de mal gusto, pero yo se la haría igualmente porque nadie, a no ser ella, podía contestármela. ¿Cuáles eran los sentimientos de Barbara por Cliff Morton? Todos cuantos lo habían conocido, lo habían tachado de irresponsable, de persona odiosa, lo cual me llenaba de perplejidad cuando imaginaba que Barbara pudiese preferirlo secretamente a Duke.

A no ser que Sally me confirmara que estaba equivocado, me negaba a creer que la escena que había presenciado siendo niño en el desván del granero fuera un acto amoroso.

Había pasado una noche sumamente inquieta pensando en lo que había dicho Simón Ott sobre los mecanismos de defensa, pero no había llegado a ninguna conclusión. Si pudiésemos analizar de una manera totalmente desapasionada los momentos más emotivos de nuestra infancia, los psiquiatras no se ganarían la vida tan bien como se la ganan. Nos aferramos irreductiblemente a las impresiones conservadas en nuestra mente, a veces pese a pruebas que nos demuestran lo contrario. Yo jamás había puesto en entredicho lo que había creído ver en 1943. Se había convertido en un hecho irrefutable, había quedado archivado y ya no podía ser alterado. Incluso ahora me costaba airearlo.

No quería que me dijeran que me había pasado veinte años de mi vida creyendo en una mentira.

Por otra parte, si Sally confirmaba que Barbara y Morton se querían, alguna explicación tendría que dar. ¿Por qué no lo había dicho cuando se celebró el juicio? Era un hecho que no había sido llamada como testigo, pero era de presumir que hubiera hecho declaraciones a la policía. ¿Había mentido o no le habían preguntado nada acerca de la vida amorosa de Barbara?

Se me ocurrió que el alcoholismo de Sally podía ser fruto del remordimiento. Para ella tenía que ser difícil vivir sabiendo que habría podido salvar a un hombre de la horca.

¡Válgame Dios, qué morboso me estaba poniendo! Pero, ¿dónde demonios estaba Sally?

Las tres y cinco minutos. Escruté la zona pavimentada del cementerio de la abadía. De momento, no se veía un alma.

A las tres y veinticinco la sala estaba atiborrada de gente y yo había oído dos veces el repertorio completo del trío. La camarera jefe se me acercó para preguntarme cuánto rato pensaba ocupar la mesa sin pedir nada, a lo que respondí con voz aburrida que trajera té para dos y pasteles.

A las cuatro menos diez se había formado una cola en el interior de la sala. Observé que entre la camarera jefe y la chica que me había traído el té se cruzaban unas palabras, después de lo cual ésta me dejó sobre la mesa, sin que yo se la pidiera, la cuenta de lo que acababa de tomar. Me llené la taza hasta los bordes, esperé a que interpretaran una vez más Call me Madam, pagué la nota y me junté a los lectores de periódicos, sentados junto a la ventana.

Pese a que ya había perdido las esperanzas de que acudiera a la cita, decidí concederle un rato más y aguardar hasta las cuatro y diez. Demasiado tarde para arreglarlo, pensé que habría sido mejor citarla en el Francis, ya que por lo menos así habría tenido el incentivo de una copa.

Salí de The Pump Room, me metí en el coche y me dirigí a Royal Crescent, donde pude comprobar por mí mismo por qué no había comparecido Sally.

La casa estaba convertida en un edificio calcinado.

Por la calzada empedrada de enfrente se acercaba un coche de bomberos y una furgoneta policial. En el exterior de la casa había un grupo de curiosos, pero no se observaba ningún tipo de actividad. Todo había ocurrido a primera hora de la tarde. La obra de albañilería situada sobre las ventanas del primer piso había quedado enteramente carbonizada hasta el nivel de la balaustrada. Todos los cristales estaban hechos añicos y la carpintería absolutamente destruida. Los restos de los destrozos formaban un montón de escombros sobre un charco de agua negra en el sótano del edificio. Las paredes y zonas bajas de la fachada colindante estaban teñidas de un color mostaza oscuro.

Me acerqué a una barrera con sirena junto al coche de bomberos, expliqué a los hombres que estaban en el interior de éste que yo era un amigo de las personas que vivían en aquella casa y les pregunté cuándo se había producido el incendio.

– Hemos recibido la llamada a las dos y trece minutos -me respondió uno de los bomberos.

– ¿Hay algún…?

– Una mujer ha tenido que ser trasladada al hospital. Estaba inconsciente y me temo que en muy malas condiciones.

– ¿Dónde se encuentra?

Me lo explicó y, a la máxima velocidad permitida, me lancé con mi MG a través del tráfico de la tarde.

Aparqué en una plaza destinada a los médicos y, siguiendo las instrucciones que me dieron en el servicio de urgencias, me dirigí corriendo escaleras arriba. La primera persona que encontré fue Harry.

Estaba derrumbado en una silla de lona y acero junto a la puerta de la unidad de cuidados intensivos, los nudillos de la mano apretados contra los dientes. Levantando los ojos, me preguntó con voz monocorde:

– ¿Qué pasa?

– He ido a tu casa y me han dado la noticia. ¿Qué ha ocurrido?

– Está inconsciente, padece asfixia y tiene quemaduras de tercer grado. No quiero verla en este estado.

– ¿Hay alguna esperanza?

– No me dicen nada. Acabo de llegar. He estado todo el día fuera de casa y, al llegar, a eso de las cuatro, me he encontrado con todo el panorama. ¡Dios santo!

– ¿Tienes alguna idea de cuál puede haber sido la causa?

Harry volvió el rostro hacia mí:

– ¡No me hagas reír, compañero! Sally bebe, Sally fuma, ¿está claro?

– ¿Han dicho que hubiera bebido?

– No han dicho nada.

Por razones de consideración, opté también por no decir nada más. Pese a que el hombre no me gustaba, no era el momento para poner en duda su lógica. Sentado enfrente de él, traté de recapitular las circunstancias de lo ocurrido. Sé que existen un montón de teorías acerca de las coincidencias, pero me resultaba increíble que aquel hecho se hubiera producido precisamente hoy. Sally me había prometido que nos encontraríamos, por lo que yo quería averiguar las causas de aquel incendio.

Todavía aguardamos unos veinte minutos hasta que apareció un médico, el cual se quitó la mascarilla antes de dirigirse a nosotros. Como Harry tenía la cabeza gacha, la primera mirada que vio el médico fue la mía por lo que, con voz excesivamente comedida para ser portadora de buenas noticias, me preguntó:

– ¿El señor Ashenfelter?

Yo, con un gesto de la cabeza, le indiqué a Harry.

Загрузка...