12

Alice lanzó un suspiro y dijo:

– Simplemente, no lo entiendo.

Y antes de que pudiésemos llegar al límite del prado, volvió a decirlo dos veces más.

Dejé la carretera, me dirigí a El Alegre Jardinero y, tras parar el motor, me volví hacia ella. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de que estábamos calados hasta los huesos. Alice tenía el cabello tan empapado que nadie habría dicho que era rubia.

Parpadeó. Quizá las gotas que resbalaban por sus mejillas eran del agua de lluvia que se había escurrido de sus cabellos, pero no estoy seguro. Tenía las comisuras de los ojos y de la boca fruncidas por la preocupación, como si quisiera pronunciar una palabra que se le resistía. Era evidente que estaba muy impresionada.

Por mi parte, tampoco yo era la imagen de la serenidad. En mi vida me había encontrado con una mujer que desencadenara en mí emociones tan contradictorias.

Le cogí la mano. Estaba helada, seguramente tanto por el susto que había pasado como por el frío. Con voz autoritaria, pero suave, le dije:

– En el pub hay un fuego de troncos, donde podrás secarte.

Aunque casi era la hora de cerrar y la camarera estaba terminando de recoger los servicios, se mostró verdaderamente complacida al vernos entrar. No creo que tuviera demasiado trabajo, puesto que su clientela consistía en dos viejos inmóviles, sentados en sendos taburetes, a uno y otro extremo de la barra. Sin consultar con Alice, pedí dos brandies dobles y los llevé junto a la chimenea. La camarera -¿he dicho que era una mujer de unos treinta años, guapa y morena?- siguió mis pasos, nos regañó cariñosamente por llevar la ropa empapada y removió los troncos con el atizador para que despidieran un poco más de calor. Quiso saber si habíamos dado con la granja. Yo le di las gracias por sus indicaciones pero, si esperaba que nos librásemos a una serie de habladurías acerca de los Lockwood, sus esperanzas se vieron frustradas. Le pedí, en cambio, que nos diera una toalla para que Alice pudiera secarse el cabello.

Habría mucho que decir sobre las llamas y el carbón de leña. Aquélla era una chimenea ancha, de piedra, con sus cadenas de hierro de las que colgaba un puchero, un par de fuelles cubiertos de polvo y un hogar pavimentado. Nos desplomamos, agradecidos, sobre un sofá tapizado de piel, cubierto de arañazos y ocupado por dos gatos, de pelaje blanco y negro. Alice se quitó las gafas, se destrenzó el cabello e inclinó el cuerpo hacia las llamas, dejando que su húmeda cabellera recibiese el beneficio del calor.

Cuando regresó la camarera con la toalla, me recomendó, con un guiño, que tratara bien a la señorita. Después de aquello habría sido una grosería pasar la toalla a Alice, por lo que me apliqué sin rechistar a la tarea de restablecer gradualmente la suavidad a su cabello.

Después, con ayuda de un peine, Alice se entregó a la silenciosa tarea de desenredarse el pelo. Yo me quedé sentado, saboreando el brandy a pequeños sorbos y diciéndole aquellas frases razonables que había ensayado previamente, mientras le secaba el pelo con la toalla.

– ¿No te parece que estás apartándote de la cuestión? ¿Crees que vale la pena ocuparse de Harry? ¿Qué importancia tiene en el caso?

Alice dejó de peinarse y bajó los párpados de una manera que me obligó a pensar que ojalá no hubiera hablado tan a la ligera. La estaba tratando como a una alumna de segundo año que se hubiera equivocado en un examen sobre el sistema feudal. Sin las gafas y con la cabellera suelta sobre sus espaldas -tenéis razón, mujeres, soy un machista empecinado- resultaba extraordinariamente atractiva.

Le asesté una nueva estocada:

– Alice, me doy cuenta de que vas a sufrir mucho hasta que veas un poco claro en lo que acabamos de escuchar. No quisiera presionarte, pero si puede serte de alguna ayuda hablar…

Levantó el rostro y dijo solamente:

– Por favor, Theo…

Atribúyalo al fuego que quemaba en el hogar, al brandy o a aquella confianza que dejaban traslucir sus ojos azules, pero si en aquella relación nuestra hubo un momento en que prometió convertirse en algo más, ese momento era el que vivimos entonces: la deseaba.

Se produjo como una laguna antes de conseguir dominar suficientemente mis emociones y poder decirle:

– De acuerdo. Vamos a comparar lo que sabemos acerca de Harry, el soldado americano, y de tu padrastro. Veamos si estamos hablando de la misma persona. Harry debía ser algo mayor que Duke, digamos que tenía unos veinticinco años en 1943. Contaba con algunos años más de servicio y había pasado a ser sargento, aunque después perdió los galones por alguna cuestión de tipo disciplinario.

– Las edades corresponden -confirmó Alice-. Henry tenía veintinueve años cuando se casó con mi madre.

– Bajo… alrededor de un metro sesenta y dos… corpulento, con el pelo castaño claro, rizado.

– Creo que sí -dijo ella con el ceño fruncido y un aire de máxima concentración-. Dedos regordetes, manchados de nicotina, uñas pequeñas y comidas, como si crecieran para adentro…

– ¡Exacto!

Había presenciado cómo Harry se servía de aquellas manos repulsivas para desprender hojas y trocitos de ramaje del pelo de Sally.

– ¿Debemos continuar?

Alice movió negativamente la cabeza.

– No necesito más pruebas. Me doy cuenta de cómo ocurrieron las cosas. Harry es el compañero de mi padre. Cuando Harry volvió a los Estados Unidos, fue a visitar a mi madre para saludarla y ofrecerle unas palabras de consuelo. Ella estaba con la moral por los suelos. Una viuda de veintidós años con una niña que mantener. Ni siquiera podía decir que su marido había muerto en el campo del honor, ni verse con otras viudas de guerra, ni cobrar una pensión de viudedad. ¿Es de extrañar que se casara con Harry, como quien se agarra a un clavo ardiendo?

– ¿Es de extrañar que saliera mal?

Ella se quedó mirando fijamente las llamas.

– Me importa muy poco que fuera el compañero de mi padre. Era un imbécil.

Pasado un momento, le pregunté:

– ¿Cuándo abandonó Harry a tu madre?

– Yo tenía ocho años. En 1952.

– Creo que me dijiste que había vuelto a Inglaterra y que se había casado por segunda vez.

Volvió hacia mí su rostro con los ojos abiertos y atónitos.

– Debió de volver aquí para buscar a Sally, su amor de guerra. Theo, ¿crees que fue esto lo que ocurrió?

– Vamos a averiguarlo, si es que podemos.

Me volví y miré hacia la barra. Uno de los viejos se había ido.

– ¿Algo más, encanto? -preguntó la camarera.

Ninguno de los dos había terminado el brandy.

– No, gracias, pero tal vez usted podría ayudarnos. ¿Este pub, durante la guerra, era propiedad de un tal Shoesmith?

La camarera asintió con la cabeza.

– Creo que se fue alrededor de los años cincuenta. ¿Qué año fue la coronación?

– ¿Usted los conocía?

– Todo el mundo conocía a los Shoesmith. Eran del pueblo. Vivían aquí desde hacía generaciones.

– ¿Ya no están?

Se persignó y dijo:

– Criando malvas, mi vida. Me refiero a los padres, Sally, la hija, todavía colea, hasta cierto punto…

– ¿Qué quiere usted decir?

La camarera apartó la mirada.

– Rumores, tesoro, rumores. Sally se casó y vive en Bath.

– Eso hemos oído. Con un americano.

Era evidente que estaba contenta de hablar de otra persona.

– Ése no para un momento. Y atrevido, además. Aquí viene a menudo y se toma todo tipo de libertades. Aquellas manitas van locas, ¿me entiende? Está metido en negocios de antigüedades y le va a las mil maravillas: un Mercedes blanco, una casa en Royal Crescent… así que puede pagarme un Martini cuando me ofende, y la verdad es que me ofende siempre.

Le devolví la sonrisa.

– ¿Recuerda en qué año se casó con Sally?

– El mismo en que la familia se deshizo del pub. Aquel verano hubo cantidad de fiestas. La coronación, la boda y la despedida.

– 1953 -contribuyó inesperadamente el viejo.

Miré a Alice.

Se había vuelto a poner las gafas y me estaba estudiando a través de ellas como si estuviera madurando una decisión.

– ¿Theo?

– ¿Sí?

– No creo que pueda enfrentarme sola con Harry.

– ¿Tienes que enfrentarte con él?

Suspiró.

– Es esencial. Él tiene que saber todas las respuestas.

– Y quieres que yo te lleve a Bath.

Al salir, di las gracias a la camarera y la invité a un Martini. El viejo se reanimó y dijo que lo suyo era una pinta de Usher y añadió que era probable que aquélla fuera la que se había ganado más limpiamente desde el año de la coronación.

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