20

Tensión.

Había querido ignorarlo, volverle la espalda, afrontarlo a medias, reírme en su cara, desafiarlo, contestarlo, pero seguía cerrándose sobre mí, sin que nada pudiera detenerlo. Por fin, me había atrapado.

Necesitaba el arma.

Al salir de Bath, conduje con rapidez a lo largo de las carreteras de Wiltshire, con las luces largas para escudriñar la niebla del atardecer y el limpiaparabrisas funcionando intermitentemente. Estuve todo el tiempo mirando a través del retrovisor, porque abrigaba la sospecha de que me estaban siguiendo. Durante todo el rato tuve constantemente detrás de mí un par de faros, situados a unos cincuenta metros, cualquiera que fuera la velocidad a la que condujese y pese a que a ratos lo hacía con gran lentitud.

¿Era víctima de mi propia imaginación?

No. La amenaza de persecución era real. Me había hecho sospechoso de asesinato, doblemente sospechoso. La primera que me había señalado con el dedo había sido Alice. El inspector Voss había venido en segundo lugar.

Posiblemente usted pensará que había reaccionado de forma exagerada cuando Alice me acusó de haber disparado contra Cliff Morton en 1943, puesto que aquello era demasiado absurdo para ser tomado en serio. Sin embargo, en aquellos últimos cinco días había conocido suficientemente a aquella muchachita para saber que se trataba de un ser peligroso y que no era de las que se guardan las cosas para su uso particular. Apostaba cualquier cosa a que ahora ya habría ido con el cuento de sus sospechas a Digby Watmore. Con la prensa pisándome los talones, por no hablar además de la policía, ¿qué oportunidad me quedaba?

Me habían colgado dos crímenes. No había que hacer otra cosa que juntarlos y el News on Sunday tendría su día de gala. Aquello me daría derecho a ingresar en el mismo club de Heath y Christie.

Así que entraba en un tramo iluminado, reducía la velocidad para tratar de identificar el coche que tenía tras de mí. Era difícil, porque mantenía una cierta distancia con mi coche y la niebla persistió hasta Berkshire, si bien poco a poco fui descubriendo ciertos detalles. Era un gran coche, negro, amplio, de línea baja, posiblemente un Jaguar, conducido por un hombre y sin ningún acompañante.

Al llegar a Thatcham, me detuve para poner gasolina. Mientras la chica desenroscaba el tapón, bajé rápidamente para enterarme de qué decía mi fiel seguidor. No pude ver a nadie. Sin embargo, a los dos minutos, ya de nuevo en la carretera, pude comprobar a través del espejo que volvía a tenerlo a mis espaldas.

Ya en territorio familiar, donde la A340 desvía uno de sus brazos hacia la izquierda para dirigirse a Pangbourne, traté de despistarlo girando bruscamente a la izquierda y remontando un breve tramo de la carretera que conduce a Englefield Park y a continuación nuevamente a la izquierda, bordeando el lago, para regresar a continuación a la A4. Me parece que me perdió en el primer viraje.

Espoleé mis pensamientos y los lancé a una febril actividad. Había acordado con Danny Leftwich que recogería el Colt 45 en el campo de tiro el miércoles por la mañana, pero me daba cuenta de que no podría esperar tanto tiempo. Estaba seguro de que ya habría terminado de limpiarlo. Así es que, después de Reading, enfilé la A4, casi en Sonning, y a continuación me desvié hacia la derecha para localizar la cabaña del siglo xvi en la que habitaba Danny, junto a la pista de golf. El invierno anterior había jugado varias veces al bridge en aquel sitio.

Lo primero que descubrí con las luces fue la joroba de su Volkswagen que asomaba por encima de la cerca de piedra. Y a continuación, la estructura cachigorda de su cabaña, con la techumbre de bálago. El humo, que subía en espiral hacia el cielo negro desde una de las chimeneas, me levantó el ánimo; el interior, totalmente a oscuras, en cambio, me desanimó profundamente. Me detuve junto al muro, seguí el camino serpenteante que discurría entre matas de alhucema, empapadas de agua, hasta la puerta de entrada, pulsé el timbre, escuché dos notas y me quedé a la espera, lleno de esperanza. Oí ladrar a un perro. Nada más.

De nada iba a servir volver a llamar. Entre las notas del timbre y el ladrido del perro, la mayor parte de la población de Sonning debía haberse enterado de que Danny Leftwich tenía visita. Tenía que haber adivinado que un hombre de las energías de Danny no era probable que se pasase las noches metido en casa delante del televisor. Al echar una mirada al exterior de la casa, descubrí un garaje de ladrillo, o quizá un taller, situado al extremo del jardín.

Algo era evidente, que el hombre no dedicaba demasiadas energías al jardín. Fue toda una hazaña encontrar un camino entre la hierba, que crecía sin mesura. Pero el esfuerzo valió la pena porque, al golpear ligeramente la puerta, al momento se dejó oír la voz de Danny:

– ¿Quién es?

Se lo dije.

– Un momento, Theo. En seguida estoy contigo -exclamó.

Esperé más de un minuto, después del cual se abrió la puerta y percibí una vaharada fugaz de productos químicos que me hizo comprender por qué había sido necesaria la espera. Aquel edificio estaba dedicado a cámara oscura para trabajos fotográficos. Me fue preciso agachar la cabeza para no tocar con ella toda una serie de fotografías húmedas, colgadas de hilos de plástico.

– No está mal, ¿verdad? -me dijo al ver que yo las miraba.

Eran desnudos. Un desnudo, para ser más exacto, una ampliación en blanco y negro, de la que había hecho diez copias; una muchacha ligeramente inclinada hacia adelante, con la cabeza vuelta para mirar a la cámara por encima del hombro, como en una carrera de relevos, pero con el trasero demasiado voluminoso para tratarse de un corredor y con una expresión en la que los labios fruncidos dejaban entender que no era un caramelo chupón lo que estaba esperando.

– Una verdadera novedad en el terreno de las industrias caseras… -le comenté.

– La carcoma me ha comido la rueca -dijo Danny.

– Me imagino que debes de tener salida para este tipo de material -dije.

En su mirada brilló un fulgor de malicia al pronunciar un nombre:

– Rikky Patel.

La sorpresa me dejó helado. Rikky era otro de los componentes del equipo de bridge, un técnico solemne y sin tacha adscrito al departamento de biología.

– ¿Rikky está metido en este tipo de cosas? -pregunté.

Después de sopesar la pregunta, explicó:

– El tío de Rikky es editor. En la actualidad, el subcontinente indio constituye un fabuloso mercado para el porno blanco.

Vertió el revelador de una bandeja en una cubeta.

– ¿Vienes a por la pistola? Te dije el miércoles.

– ¿Está lista? ¡Qué grande eres!

Danny se secó las manos y, a través de las matas de alhucema, me condujo a la cabaña. El Colt estaba colocado sobre un paño, en la mesa de la cocina, junto a unas latas de aceite y un montón de escobillas, palillos de aperitivo y herramientas de lo más variado: destornilladores, escobillas y llaves. Cogió el arma e hizo girar la recámara.

– No he ajustado la mira. Esperaba probarla.

– Lo sé -le dije-, pero ha surgido un imprevisto. ¿Tienes por casualidad…?

– ¿Cartuchos? Por supuesto que sí. Pero te costarán un riñón.

Le pagué generosamente sin informarle del uso que pensaba darles.

– A propósito -observé-, el Colt es un arma muy dura, ¿no te parece? Me refiero a que tiene un retroceso muy fuerte.

– Por lo menos tiene esa fama -admitió.

– ¿Crees que un niño de nueve años sabría manejarlo como es debido?

Frunció el ceño.

– Va contra la ley -dijo-, pero podría.

Me dirigió una mirada muy desorientada y dijo:

– Theo, creo que me dijiste que tú, siendo niño, la tenías que disparar con las dos manos.

Me di cuenta de que había cometido una estupidez. Por supuesto que recordaba haber hecho aquel comentario. Tenía demasiadas cosas en la cabeza.

– Bueno, era como un juego; disparaba a una lata, colocada en medio de un campo.

Se encogió de hombros y dejamos el asunto.

Pese a que estaba chispeando, Danny insistió en acompañarme hasta el coche y, antes de que lo pusiera en marcha, me dio a entender que quería decirme algo. Con aire confidencial, inclinó la cabeza y la acercó a la ventana.

Para hablar con franqueza, me sentía algo molesto. Ya le había dicho que no se vería envuelto en líos con la ley. Me había hecho un favor y yo le había pagado con largueza. El asunto había quedado zanjado. Así pues, antes de que abriera la boca, le solté:

– Es fabuloso tener amigos en los que poder confiar. Gracias por echarme una mano, Danny.

Pero él siguió insistiendo en decirme algo, para lo cual tuvo que dominar con la voz el ruido del motor del MG.

– Tiene un montón de manías por lo de la pose. Que no se sepa, ¿eh, Theo?

Sin comprender palabra de lo que me decía, le aseguré:

– Confía en mí, Danny.

Había recorrido dos kilómetros de la A4 cuando de pronto se hizo la luz en mi cerebro, lo que era indicio de lo muy preocupado que estaba por la situación en la que me encontraba. Tuve que hacer un esfuerzo mental extraordinario para representarme a la muchacha desnuda que aparecía en la fotografía que acababa de ver. Cuando lo conseguí, no pude por menos de lanzar un silbido, no tanto por la sorpresa que causó en mí descubrir la identidad de la interesada, sino por la admiración ante el genio emprendedor de Danny. Se trataba de una persona conocida, alguien cuya presencia me era familiar, aunque en otro marco: sentada ante la máquina de escribir, el cuerpo cubierto por una blusa blanca y una falda a cuadros. Sí, la elegante secretaria del departamento de historia; nada menos que Carol Dangerfield.

Te felicito, Carol, me dije. No te preocupes, que sé guardar un secreto.

Con el arma en el bolsillo y la carretera despejada por delante me sentía más tranquilo que lo había estado en todo el día. Pero aquel estado no duró más allá del trayecto hasta mi casa.

El Jaguar negro que me había estado siguiendo desde Bath estaba aparcado en el caminillo que conducía hasta la puerta de entrada. Pensé en hacer marcha atrás y dejarlo con un palmo de narices. Pensé en los periódicos. Pensé en la policía. Al final seguí el camino hasta situarme junto al Jaguar, paré el motor, saqué del bolsillo el arma y los cartuchos que Danny me había dado, metí seis balas en la recámara y la puse en su sitio. A continuación escuché el ruido de unos pasos sobre la grava. Deslicé el Colt en el bolsillo de la chaqueta justo en el momento en que una mano abría de par en par la puerta de mi coche.

– ¡Fuera! ¡Rápido!

Conocía la voz. No me fue necesario levantar la vista más arriba de la mano regordeta que asía un trozo de tubería de plomo de unos tres palmos de longitud, indudablemente sacada de mi garaje.

– ¿Qué significa esto? -pregunté a Harry Ashenfelter, mientras sentía el redoble de mi corazón desatado.

– Dámelo -fue su respuesta.

Le tendí mi bastón, que él arrojó a lo lejos, en la oscuridad del jardín.

– Y ahora, sal.

– Estás loco -dije.

Descargó con fuerza un golpe sobre el coche, que resonó sobre el techo. El parabrisas quedó salpicado de briznas de pintura roja.

– Te pasaré factura -le advertí.

Volvió a levantar el trozo de tubo.

Esta vez hice lo que me había pedido, sirviéndome de los brazos y de la pierna buena para mantenerme vertical. Apoyándome en el coche y encarándome con él, le pregunté:

– Y ahora, ¿qué?

Con un gesto brusco de la cabeza me indicó la casa.

– Un poco difícil -le dije.

– Hermano, me importa un comino si tienes que ir a rastras.

Pero las cosas no llegaron a tal extremo. Moviéndome a saltos a lo largo del coche, pude trasladarme del MG al Jaguar y después, con un par de saltos más, alcanzar el porche. Busqué la llave y me colé dentro.

Harry iba pegado a mí, como para asegurarse de que no le daría con la puerta en las narices. Encendí la luz del vestíbulo y todavía pude resistir hasta el salón, donde me derrumbé en una butaca, aprovechando al mismo tiempo el movimiento para hacer saltar el Colt que tenía en el bolsillo de la chaqueta e incrustarlo en el espacio comprendido entre mi muslo derecho y el brazo de la butaca, ocultándolo a la vista gracias a un movimiento del cuerpo, pretendidamente para arrellanarme en el asiento.

Harry se encargó de encender las luces y de tirar del cordón de las cortinas para correrlas. La emoción, o quizá la rabia o unos sentimientos de los que el sadismo no era ajeno, había teñido de rojo el color de su rostro. Atravesó la habitación y se colocó de pie ante mí, con el tubo de plomo puesto horizontalmente contra mi cuello, obligándome a mantener la mandíbula dirigida violentamente para arriba.

– Y ahora, tío mierda -me dijo, echándome en la cara una bocanada de aliento fétido-, ya me estás diciendo por qué has pegado fuego a mi casa y has matado a mi mujer.

La prioridad establecida en sus reclamaciones era de lo más revelador, pero preferí guardarme los comentarios. En cualquier caso, el tubo encajado contra mi laringe me impedía hacer observaciones de cualquier tipo. Emití algunos sonidos ahogados y él aflojó la presión lo que me permitió decir:

– ¡Por el amor de Dios! ¿Qué tengo yo que ver con el incendio de tu casa? He dado a la policía cuenta exacta de todos mis movimientos.

– ¡Mentira! -dijo Harry.

– Es la verdad. Cuando empezó el incendio, yo estaba en la carretera.

– ¿Y cómo sabes cuándo empezó?

– Por la policía. Escucha, Harry, yo no tenía ningún motivo para matar a Sally. Había quedado en encontrarme con ella esta tarde y he estado esperándola una hora en The Pump Room.

– Dejando pistas para que te vieran, ¿verdad?

– En absoluto.

Me echó la cabeza para atrás ayudándose con el tubo y me incrustó la rodilla en el estómago. Con el movimiento reflejo de proyectarla hacia adelante, por poco me decapita. Vomité. Se echó para atrás y me dio un manotazo en la cara. Me doblé para adelante lanzando quejidos.

– Desembucha de una vez, voy a sacarte la verdad como sea -me dijo con la boca pegada a mi oído.

Le pedí que me diera agua.

Me pegó otro manotazo. Sentí que se me abría el labio, que por él me rezumaba la sangre y noté su calor resbalándome por la barbilla.

– ¡Siéntate! -me gritó.

Le obedecí y aplasté los hombros contra el respaldo de la butaca.

Harry entonces cometió un imprudente error: se hizo para atrás para admirar su obra. Lo que vio, sin embargo, fue el Colt 45 al nivel del pecho, apuntándole. Las manos se le crisparon sobre el tubo de plomo.

– Suéltalo -le ordené-. Esto funciona y, además, está cargada.

Con una mueca que contrajo su cara y con una coloración del rostro que ahora había virado hacia el gris, obedeció.

– De espaldas a la pared… el rostro vuelto hacia mí -seguí diciendo.

Desde el lugar donde me encontraba sentado, el tiro era directo.

Con la calma que permitían las circunstancias, dije:

– Quizá así pueda nacerte entrar en vereda. Por lo visto te figuras que soy el autor del incendio, ¿no es eso? ¿Por qué?

Hubo un silencio. El acceso de agresión lo había dejado exhausto.

– ¿Has perdido la voz? ¿Te ha dado una laringitis?

Nervioso, se mojó los labios. Era evidente que en él se había instalado el pánico.

Yo, en cambio, me encontraba en lo mejor de mi vena sarcástica.

– No vayas a decirme que eres uno de ésos que, cuando están delante del cañón de un arma, no dan pie con bola.

– No dispares -logró decir por fin y, con voz débil, añadió-: lo lamentarías.

– ¡Venga, Harry! Estoy en mi derecho defendiéndome de un chalado como tú.

– ¿Con el arma de un asesinato? -dijo, presa de inesperado frenesí-. Conozco el arma. Es americana, del ejército, automática… la que la policía no encontró, pese a buscarla, cuando mataron a Morton. ¡Niégalo!

Franco, como siempre, me limité a encogerme de hombros y a no decir nada.

Harry volvía a la carga. Hablaba rápido y a gritos, como un verdadero histérico.

– Te conozco, Sinclair. En menudo lío te has metido. Estás que no sabes dónde meterte. Te viniste abajo cuando apareció Alice y empezó a hurgar en el pasado. Todo estaba olvidado y enterrado, ¿verdad? La mar de ordenadito… hasta había crecido hierba encima. Y tú aquí como un rey, con tu casita en el campo y tu trabajo en la universidad. Aquí nadie sabe nada de tu pasado.

– ¿Qué pasado?

– Un pasado en el que tú volaste los sesos a Morton con esto que tienes en la mano.

Lo contemplé con suprema indiferencia. Como estaba al corriente del montaje, sabía qué seguiría a continuación. Harry Ashenfelter era otro detective aficionado, víctima de sus emociones.

– Lo mataste tú -dijo como remate de una actuación que ya había caído en ruinas a su alrededor-, y encima dejaste que colgaran a mi compañero por algo que no había hecho.

Como dándose cuenta de que debía echar un poco de agua al vino, levantó una mano temblorosa hacia mí:

– Lo sé, lo sé, tú entonces no eras más que un niño. Estabas sometido a presión y todas estas cosas que se dicen. Lo admito. Sabes que tendrías ayuda. Todo lo que necesitas es un buen abogado.

Lancé un suspiro. El hombre se estaba poniendo patético.

Con toda la preocupación que supo imprimir en aquel rostro abotargado y agresivo, dijo:

– ¿Sabes que Sally estaba apenada por ti? Me dijo que no habías entendido nada del caso de Barbara Lockwood.

Sin disimular mi cansancio, le recordé:

– Esto ya me lo dijiste el domingo, lo cual no quiere decir que yo matara a Cliff Morton.

Harry no dio muestras de haberlo oído. Estaba demasiado excitado para librarse a deducciones. Las palabras brotaban de su boca en virtud del mismo principio que impulsaba a hablar a Scherezade; quería impedir que apretara el gatillo.

– Sally y yo volvimos a hablar del caso. Me dijo unas cuantas cosas que yo no sabía. Cosas que no sabía nadie más que ella. ¡Dios Santo!, ¿a quién puede extrañar que fuera alcohólica?

– ¿Qué cosas te dijo?

– Secretos de Barbara.

La boca se me secó de pronto. Tratando de mostrarme indiferente, le dije:

– ¿Ah, sí?

– Escucha bien, Sinclair. Barbara estaba loca por Morton. Lo quería con locura. El hijo que llevaba se lo había hecho él.

Dentro de mi cabeza se inició un tamborileo de locas pulsaciones. No era fácil aceptar, al cabo de veinte años, que uno se ha equivocado de cabo a rabo en algo por lo que habría estado dispuesto a poner las manos en el fuego. Ya le había escuchado a Alice la misma historia, pese a que ella no podía saberlo con certeza. Ella se había limitado a hacer sus cábalas sobre Morton y Barbara y yo no había querido creerla. En lo más profundo de mí estaba convencido de que Sally se levantaría contra aquello y lo denunciaría como una cruel difamación.

Sin embargo, no era éste el caso. Barbara, mi Barbara, me había engañado. Se había servido de mí para propagar la mentira de que estaba enamorada de Duke. Me daba cuenta de que ahora debía admitirlo.

Con voz monocorde y distante, le pregunté:

– ¿Fue Barbara la que se lo dijo a Sally?

– Naturalmente que sí -y enlazando los dos dedos índice de ambas manos, dijo-: Aquellas dos eran uña y carne. Barbara le había dicho a Sally que ella se lo dejaba hacer a Cliff Morton siempre que a él se le antojaba. Pero a los viejos Lockwood no les gustaba Morton. No era santo de su devoción.

– En eso tienes razón -admití-. ¿Qué más?

– Habían ordenado a Barbara que dejara de verse con el chico. Esto después de que George Lockwood lo cogiera con las manos en la masa.

– ¿En el huerto?

– Exactamente. Barbara estaba destrozada. La pobre estaba embarazada y, encima, a Morton le habían llegado los papeles para ir al frente. Entonces a Morton se le ocurrió una idea. No era tan lerdo como eso. Se ofreció a casarse con la chica. Se figuró que podría rehuir el ejército escapándose con Barbara a Irlanda. Irlanda era terreno neutral. La chica se casaría con él y tendría el crío.

Harry hizo una pausa para respirar y me miró para ver cómo me sentaba la historia. Posiblemente se dio cuenta de que yo estaba navegando en un mar de confusiones.

– Sinclair, es la pura verdad.

– ¿Hay más?

Harry volvió a coger la hebra:

– Sí, hay más. Necesitaban papeles con nombres falsos. Morton conocía a uno que trabajaba en el ayuntamiento que le dijo que eso se lo arreglaba si le pagaba bien. Después había que buscar a un barquero dispuesto a llevarlos a Irlanda a través del canal de Bristol. Entretanto, Morton necesitaba un sitio donde esconderse. La idea fue de Barbara. Dijo que se escondiera en uno de los graneros de la granja. Ella se encargaría de llevarle comida. Y esto fue lo que ocurrió.

Fruncí el ceño y lo miré con aire incrédulo.

– ¿Así que estaba en la granja?

– Sí, hasta el mismísimo día que lo mataste.

Quedé tan sorprendido por aquella información que pasé por alto la observación. Harry tenía el auditorio mudo e incondicional que deseaba.

– Barbara era muy lista. Dejó que sus padres creyeran que salía con Duke, cosa que no les importaba demasiado. En su escala de valores, cualquiera era mejor que Morton, incluso un soldado americano.

Por sus labios cruzó un rictus nervioso.

– Cuando los yanquis llegaban a una ciudad, la gente solía encerrar bajo llave a sus hijas. No así en casa de los Lockwood. Barbara hizo que circulara el rumor de que entre ella y Duke había algo. Ya sabes que salió con él un par de veces. Y te utilizó a ti para atizar el fuego.

Yo no había hecho sino repetir aquel cuento en el juicio contra Duke. Sentí un escalofrío.

– ¿Todo esto te lo contó Sally o te lo has sacado de la manga?

– A ella se lo contó Barbara. Más cierto que el evangelio. Tienes que creerme.

Y le creí. Porque sabía que, mal que me pesara, por muy a contrapelo que pudiera aceptarla, aquélla era la verdad. Acababa de arrojarme a un infierno en vida. Mi deshonroso testimonio había contribuido a que colgaran un inocente.

Por fin el manantial de palabras de Harry se había secado. El movimiento siguiente me correspondía a mí, pero la verdad es que yo no estaba en situación de hacer nada. Harry advirtió que mi resolución vacilaba o quizá sólo mi deseo de librarme de él y de actuar por mi cuenta, puesto que su mirada se desplazó del arma a un punto situado más arriba; estaba calculando las posibilidades que tenía de salir con vida de aquella situación.

Nos encontrábamos en un punto muerto.

Yo no iba a matarlo a sangre fría, pero era una temeridad bajar el arma. El no podía moverse y yo, sin el bastón, tampoco. Ni siquiera podía escoltarlo hasta el coche y hacer que se fuera.

En un arrebato, fruto de mis encontradas emociones, quise puntualizar las cosas. Harry creía que yo había matado a Morton y provocado la muerte de Sally.

– Hazme un favor -le dije-, contéstame esta pregunta: si Morton era el amante de Barbara, ¿por qué disparé contra él?

– Por celos.

– ¡Por el amor de Dios! Si yo llevaba pantalón corto…

– Oye, yo también estaba… ¿O no te acuerdas? -dijo Harry, volviendo a coger confianza en el espacio de un segundo-. Tú estabas colado por la chica, ¿no es verdad? Un amor de chaval. Yo lo capté. Como lo captó Sally. Y Barbara se aprovechó. Un fallo fatal. No hay que jugar nunca con los sentimientos de un niño.

Con amargura, con exasperación, le pregunté:

– ¿Qué hice, pues? Disparé contra Morton y lo despedacé, ¿verdad? Eso a los nueve años… ¡A otro con ese cuento!

Harry hablaba con más serenidad que yo.

– No -dijo con voz tranquila-. Duke se encargó del cadáver. Se apiadó de ti.

– ¿Qué?

– Era como un padre para ti. Habría hecho cualquier cosa para sacarte de un apuro. Aquella noche volvió en el jeep a la granja, cortó la cabeza al cadáver y la echó en el barril de sidra. El resto del cuerpo lo llevó con el coche a otro sitio, quién sabe, a kilómetros de distancia.

Me había quedado prácticamente sin habla.

– Supongo que esto no te lo contaría él, ¿verdad?

– No. Pero tiene que ser así. Era un rasgo típico de él. Le encantaban los chavales.

– No tiene por qué ser así.

Harry estaba decidido a terminar la explicación.

– Cuando, por fin, le echaron el guante, se negó a señalarte con el dedo. Estúpido… pero íntegro. Así era Duke Donovan.

– ¿Y yo me guardé toda esta historia durante el juicio? -le grité dando rienda suelta a mi indignación-. Dejé que colgaran al hombre que, según tú, me había salvado. ¿Por quién me has tomado? ¿Por un hijo de puta? ¿No ves que si yo hubiera sabido algo que impidiera que colgaran a Duke lo habría soltado al momento?

– Él era inocente -dijo Harry-. Te dije y te digo que era inocente.

– Lo sé. Y me rompe el corazón. Es monstruoso. Es horrible. Pero yo entonces no lo sabía. Me he pasado veinte años de mi vida figurándome que era culpable, pero ahora tengo la plena convicción de que no lo era y voy a encontrar al asesino. No estoy seguro de quién puede ser, pero sé dónde tengo que buscarlo.

Hubo una pausa.

– ¿En la granja?

Asentí con la cabeza e hice un esfuerzo sobrehumano para parecer razonable.

– ¿Sabes por qué estoy tan seguro?

– ¿Por lo de Sally?

– Sí. La han matado porque sabían que me lo contaría todo.

– ¿Así que crees que la persona que mató a Morton también…?

– Exactamente.

Entre nosotros se interpuso un silencio tenso y poblado de reflexiones, mientras seguíamos mirándonos, ahora más serenos que antes, pero cada uno metido en su propio callejón sin salida. Habría podido decir algo más, pero opté por callar. Lo que había dicho era espontáneo, apasionado. Ya bastaba.

Por fin fue Harry quien tomó la iniciativa.

– De acuerdo, amigo, llámame loco, pero te creo. Si es verdad que no mataste ni a Morton ni has matado a Sally, no tengo por qué preocuparme. Tampoco me vas a matar a mí. Así que voy a decirte lo que pienso hacer. Voy a salir ahora mismito de aquí, cojo el coche y me largo. ¿Entendidos?

Asentí con la cabeza.

Quería asegurarse plenamente de mi asentimiento.

– ¿No vas a impedirlo? Si es así, ¿quieres bajar el arma?

Aquello era, en esencia, lo que venían discutiendo las superpotencias desde lo de Hiroshima. Tenía que establecerse una cierta confianza entre nosotros. La única manera sensata de ir para adelante era el desarme. Bajé la vista y puse el pie sano sobre la tubería de plomo con la que me había amenazado hacía unos momentos. Fijé los ojos en Harry y, lentamente, dejé la pistola sobre mi regazo y coloqué las manos sobre los brazos de la butaca.

Harry inclinó la cabeza en señal de reconocimiento, dio un par de pasos a un lado con movimiento inseguro y en seguida, ya con resolución, atravesó la habitación y se dirigió a la puerta. Le seguí con los ojos sin hacer ningún movimiento.

Una víctima demasiado fácil.

Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Estaba prácticamente detrás de mí y ya había cruzado la puerta cuando, con la mano derecha, agarró algo que estaba colocado sobre un armario de la entrada.

Era un pisapapeles de vidrio multicolor, aproximadamente del tamaño de una pelota de cricket, pero el doble de pesado.

En el borde de mi campo visual apareció un arco de luz, el objeto, al recorrer la órbita desde su mano hasta estrellarse en mi cabeza.

El estampido.

Y después, nada.

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