4

Empezaban a atarse los cabos. ¡Aunque no sin tropiezos! The Old Bailey, mayo de 1945. juicio por el asesinato Donovan. Yo había actuado como testigo. Los periódicos del momento me habían descrito como «un niño pálido de once años, vestido con un traje de franela gris, a quien el juez ha tenido que pedirle repetidas veces que hablase». Por el hecho de ser un niño, el testimonio aportado por mí tuvo que hacerse en forma de declaración no jurada y el juez se había encargado de formularme la mayor parte de las preguntas. Aquel juez, con su peluca y su toga escarlata, el cuerpo proyectado hacia adelante para no perderse ninguna de mis palabras, las cejas negras y enmarañadas avanzando hacia mí, todavía ahora seguía apareciéndoseme en sueños. Por mucho que uno quiera atrincherar una experiencia como ésta en el rincón más oscuro de la memoria y acumule sobre ella millones de acontecimientos felices, no llega a olvidarla en la vida.

Pero la conexión de aquel hecho con Alice Ashenfelter no estaba clara. El hombre que había sido juzgado en aquella ocasión era americano; efectivamente, un soldado americano, destacado en Somerset, cuando yo vivía allí como refugiado de guerra; se llamaba Donovan. Era el soldado raso Duke Donovan.

Como si estuviera leyendo mis pensamientos, Alice explicó:

– Mi madre se casó por segunda vez cuando yo era todavía una niña. El segundo marido se llamaba Ashenfelter y me puso su nombre. Y así consto en los registros, en el carnet de identidad y en toda mi documentación: Alice, hija de Henry Ashenfelter.

– ¿Y no es tu padre? ¿Estás segura?

– Tengo pruebas.

No respondí. Estaba tratando de descubrir algún rasgo de la fisonomía de Duke Donovan en el rostro de Alice. Me acordaba de él como si lo estuviera viendo. Aquel hombre me había cautivado. Tal vez en la boca de Alice Ashenfelter había algo, quizá en la curva de la mandíbula… pero no estaba del todo seguro. Todavía no me había convencido.

Sintiéndose inquieta, al verse objeto de tan minucioso escrutinio, quiso llenar el silencio con alguna explicación:

– Hace muy poco que me enteré del hecho. Yo me figuraba que era una niña como todas las demás, con gafas, un hierro en los dientes y un padre y una madre que de vez en cuando se peleaban. Y cuando digo padre, me refiero a Ashenfelter, ¿comprendes? Sin embargo, cuando vuelvo la vista atrás y lo pienso mejor, me doy cuenta de que nunca me quiso como un verdadero padre. Una noche mi madre y él tuvieron una escena espantosa, porque alguien lo había visto con una mujer, y al día siguiente Ashenfelter nos abandonó. Se levantó de la cama y nos dejó. Yo tenía ocho años. Ya no volvió a interesarse nunca más por mí, ni a mandarme siquiera una tarjeta para desearme un feliz cumpleaños. Cuando se divorciaron, mi madre me pidió que lo olvidara.

Y con una risa irónica y furtiva, añadió:

– A pesar de todo, seguimos conservando su estúpido apellido.

– Tenía buena mano con las mujeres, a lo que parece.

– Ni que lo digas. Lo último que supimos de él era que se había vuelto a casar y que se había venido a vivir a Inglaterra.

– ¿Y tu madre?

– Para mi madre se acabaron los hombres. A partir de entonces se dedicó por entero a mi persona. Supongo que quería compensarme por todo lo que había ocurrido. Me compraba bonitos vestidos, me envió a una escuela de equitación, me llevó de vacaciones a Cape Cod. En aquel tiempo estábamos muy unidas.

Hizo una pausa. Iba a penetrar en un nuevo estadio de la historia. Era evidente que el idilio madre-hija no había durado mucho tiempo. Quise saber su nombre:

– ¿Cómo se llama?

– ¿Mi madre?

Asentí con la cabeza. Mi memoria funciona a base de nombres. Ashenfelter había quedado grabado en ella para siempre, pero ahora me hacía falta un nombre más evocador para una madre.

– ¿Te refieres al nombre de pila?

– Sí.

Titubeó un momento.

– Si te lo digo, ¿me llamarás alguna vez por mi nombre de pila? Me ayudará a fomentar la confianza entre nosotros.

Sonreí irónicamente al pensar que, después de introducirse en mi casa por la ventana, desnudarse y meterse en mi cama, todavía le hacía falta aumentar el grado de confianza entre nosotros.

– Lo tendré presente.

– Me llamo Alice.

– Lo sé.

– Ella se llamaba Eleanor, pero todo el mundo la llamaba Elly.

Tomé nota de que había empleado el pasado.

Alice recuperó el hilo perdido de sus palabras.

– Como te acabo de decir, Ashenfelter hizo que se apartara de los hombres. Me acuerdo de que, cuando estábamos en Cape Cod, solíamos pasar muchos ratos sentadas en un café de la playa tomando un refresco y observando a los chicos. Los machacábamos. Los odiábamos a muerte.

– ¿Qué edad tenías tú entonces?

– Quizás nueve años.

– Así que muy pronto los chicos empezaron a interesarse por ti…

Con el índice se acomodó las gafas sobre la nariz y me miró fijamente a través de ellas.

– Sabes qué voy a decirte, ¿verdad?

– Que Elly y tú partisteis peras.

– Exacto. ¡La rebelión de la juventud! Sí, la rebelión de la adolescencia, y no sólo rebelión, sino hostilidad declarada, si quieres que diga las cosas por su nombre. Los chicos querían salir conmigo, ella sacaba las uñas y yo perdía los estribos. Ninguna de las dos estaba dispuesta a ceder. Me encerraba con llave, me escondía los vestidos, me vapuleaba a más y mejor, en fin… lo de siempre. Pero estaba escrito que las hormonas se saldrían con la suya, y así fue en efecto. No vayas a equivocarte… No me metí nunca en ningún lío. Lo único que quería era dejar bien sentado que saldría con quien me diera la gana siempre que se me antojase.

– ¿Y ella cómo reaccionó?

– Muy mal.

– ¿De qué modo?

– A base de alcohol. A veces, cuando yo llegaba a casa, tenía que acostarla. Tuvo dos caídas malas. Una vez se rompió una pierna, pero ni siquiera esto la hizo desistir de sus propósitos.

Nerviosa, se llevó el pulgar a la boca y se presionó los dientes con él.

– Voy a cortar. El pasado otoño empecé a ir a la universidad y tuve que dejar mi casa. Una mañana de febrero, el jefe de estudios me llamó a su despacho. Mamá había sufrido un accidente de automóvil. Había salido disparada de un tramo recto de carretera para ir a estrellarse contra un árbol.

– ¿Estaba bebida?

– Sí. La autopsia lo confirmó.

Permanecimos un momento en silencio.

– ¿Te dijo alguna vez que Ashenfelter no era tu verdadero padre? -pregunté.

Movió negativamente la cabeza.

– En tal caso, ¿cómo sabes…?

– Ahora voy a aclarártelo. Tuve que revisar sus papeles para saber si había hecho testamento. Los guardaba en una caja de costura de ébano que había pertenecido a su abuela. Dentro encontré un sobre cerrado. Al abrirlo, vi un certificado de matrimonio, unos cuantos recortes de prensa y unas cartas expedidas por las Fuerzas Aéreas. Después de echar un vistazo al certificado, me enteré de algo increíble: mi madre, Eleanor Louise Beech, había contraído matrimonio en la ciudad de Nueva York, el 5 de abril de 1943, con un hombre que se llamaba Duke Donovan. Por poco me caigo de espaldas. Y con esto me estoy refiriendo a que yo nací en febrero del año siguiente. ¡Nada menos que esto!

Y me miró con unos ojos como platos, igual que si en aquel momento hubiera acabado de nacer aquel descubrimiento. Yo mascullé algunos sonidos inaudibles, con la sana intención de cambiar de tema. No puedo soportar las emociones en estado puro.

– ¡Ya veo que no te gusta! -dijo, inventándose el diálogo en el que yo no quería entrar-. A continuación examiné los recortes de prensa y me parecieron de lo más extraño. Hablaban de un juicio que se había celebrado en Inglaterra. El cráneo del barril de sidra. ¡Sórdido a tope! ¿Por qué los habría guardado? Ya iba a desprenderme de ellos cuando, de pronto, me di cuenta de un nombre. El soldado Donovan, acusado del crimen. ¿Imaginas lo que sentí? ¡Dios mío, apenas acababa de descubrir un nuevo padre y me enteraba de que estaba complicado en un asesinato!

Esbocé una sonrisa. Aparentaba indiferencia, pero a mi manera me sentía tan excitado como ella.

Sin embargo, aquello no la afectó lo más mínimo. Me miró con expresión glacial y, de pronto, devolviéndome la sonrisa, dijo:

– ¿Te importa si te llamo Theo?

– Hazlo, por favor -le contesté, sin más.

– Gracias. Bueno pues, durante la semana del funeral me dediqué a pensar a fondo. Estaba hecha un lío. Me sentía presa de una profunda crisis de identidad. O mi padre había sido colgado por asesinato o yo era hija de un amor pasional de mi madre con Ashenfelter. Lo que era evidente era que alguien había manipulado mi documentación. Comprendía que mi madre lo hubiera hecho para permitirme empezar la vida con buen pie, pero pensaba que hubiera debido contarme la verdad cuando tuve edad suficiente para comprenderla. Y debo decirte, Theo, que nunca aludió siquiera a la situación.

– Me has dicho que contabas con pruebas.

– Efectivamente. Están en las cartas que encontré junto con las demás cosas. En un primer momento, no las abrí. Tenía demasiado miedo. Pero, después del entierro, me las llevé a la universidad, las dejé en un estante junto al reloj y allí se quedaron, una semana entera, siempre gravitando sobre mí. Me sentía extremadamente deprimida y quería deprimirme todavía más. Pero una mañana, cuando volvía de escuchar una maravillosa conferencia sobre William Wordsworth que había tenido la virtud de levantarme la moral, una mañana con un sol resplandeciente, me fui derecha al estante y abrí la primera carta. Quisiera leértela, Theo. ¿Quieres acercarme los pantalones?

Su ropa estaba doblada sobre el respaldo de la silla donde yo estaba sentado. Le pasé los téjanos, de cuyo bolsillo trasero sacó el billetero, del que extrajo un sobre muy maltrecho, que me tendió.

Dudé un momento.

Pero ella insistió:

– ¡Por favor!

Lo tomé y saqué de él una carta. Dentro de mi cabeza reinaba una gran agitación. Como he dicho antes, yo había sentido un profundo afecto por el hombre que había escrito aquella carta, lo había querido como un niño solitario puede querer a un adulto que le comprende y que le ofrece su apoyo. Sentía la necesidad de volver a aquella fuente que lo había sido para mí de fuerza, puesto que sus palabras, aunque fueran dirigidas a otra persona, serían como establecer un nuevo contacto, aquella vez un contacto con una pesadilla.

La carta estaba escrita a lápiz, sobre un papel áspero, propio de la miseria que entraña la guerra:


«Mi muy querida Elly:

»Un nuevo alto en el camino, una oportunidad más de garabatear unas cuantas palabras para mi querida esposa y para nuestra hijita, con la esperanza de que, en el momento que sea, puedas leerlas. Como las otras veces, no estoy autorizado a decir dónde me encuentro, y sí a comunicarte sólo que estoy en Europa. Si te digo que estamos “camino de la victoria”, imagino que te doy una indicación que no puede acarrearme complicaciones. También estoy en libertad de decirte que todavía no me han herido, gracias a Dios. Cansado, muy cansado, pero no herido. Voy a superarlo, nena, no lo dudes ni un momento.

»No quiero hablar más de mí. ¿Ya dice “papá” la pequeña Alice? Supongo que sería pedir demasiado. ¿Me creerás si te digo que, en el lugar donde me encuentro, hay niños? En la zona de fuego encontré algunos, vagando entre los escombros, que me pidieron chicle. Siempre llevo encima. ¿Qué haremos los tres cuando vuelva? ¿Qué opinas de un picnic en Central Park? ¿O en Coney Island? Quiero llevaros un día a Washington, para que veáis la Casa Blanca.

»Ten ánimo, querida mía. Que mis palabras te lleguen con todo el amor del mundo y con besos para las dos.

»Tuyo siempre,

»Dave.»


La doblé y se la devolví. Para hablar con franqueza, no me había conmovido como yo esperaba. Se trataba de una carta sencilla y digna, escrita por un hombre a su esposa, y yo no tenía nada que ver en aquel aspecto de su vida. En realidad, la sensación de ser ajeno a aquel aspecto no suponía una contrariedad, sino un alivio.

– Una carta hermosa, ¿no te parece? Me importa poco lo que este hombre haya podido hacer; la carta es hermosa y el que la escribió era mi padre -dijo.

Asentí con la cabeza, advirtiendo que aquél era un momento importante. Ahora había que convencerla. En un alarde de cautela, traté de ponerme en su lugar:

– Alice, tienes toda la razón del mundo. Esta carta es un maravilloso recuerdo para ti. Es evidente que este hombre te amaba a ti y amaba a tu madre por encima de todas las cosas. Es algo que recordarás toda tu vida. Pero, ¿por qué no dejas las cosas como están?

Mi intento había resultado fallido, no me importa admitirlo. Me demostró la poca importancia que le concedía inclinándose hacia adelante y preguntando:

– ¿Cómo lo recuerdas, Theo? ¿Cómo era?

– Yo era un niño en aquel entonces. Si has terminado con tu historia, voy a tomar una ducha -dije secamente, dando la cuestión por zanjada.

Pero ella siguió insistiendo. Mientras yo dejaba correr el agua en el cuarto de baño contiguo al dormitorio, Alice comenzó a hablar, sirviéndose de argumentaciones persuasivas, a la vez que exactas, acerca de que las experiencias de guerra debían provocar en quien las vivía impresiones realmente perdurables. ¿Cómo se puede olvidar haber sido trasladado a un ambiente extraño y haberse visto envuelto en una sucesión de acontecimientos que culminaron en un asesinato y en un juicio en el Old Bailey?

Hice girar el mando de la ducha y la regulé para que el agua fuera tibia, temperatura acorde con mi estado mental. Por razones que me atañían personalmente, me sentía extremadamente reacio a bucear en el pasado, pese a admitir que Alice Ashenfelter (o Donovan) tenía derecho a informarse sobre los fatales acontecimientos ocurridos en noviembre de 1943. El conocimiento que ella tenía de los hechos era fragmentario, recogido a través de unos cuantos recortes de periódicos. Al parecer, no sabía que habría podido leer informaciones detalladas de aquel suceso en una docena de fuentes diferentes, puesto que el caso Donovan era considerado, en Gran Bretaña, un clásico del campo de la detección forense. En un estante de mi biblioteca tenía dos libros que le habría podido dejar leer. Como los asesinatos eran moneda corriente en América, supongo que no se imaginaba que el caso de su padre podía haber sido objeto de escritos y análisis por parte de criminólogos, patólogos y policías.

Tras salir de la ducha y envolverme en un albornoz, le dije:

– Dormiré en la otra habitación. Sin ánimo de ofenderte, debo reconocer que en esta cama no hay sitio para dos personas.

– Theo, todavía no me has dicho nada -insistió.

– ¿Quieres café? Yo no quiero más champán.

– Sí, por favor. Voy a ayudarte.

– No es necesario.

– ¿Puedo tomar una ducha, entonces?

– Por supuesto.

Ya abajo, busqué los dos libros sobre el caso Donovan y los cerré bajo llave en un cajón de mi escritorio. Sea lo que fuere lo que pueda usted pensar de mí, la verdad es que no tenía el más mínimo deseo de causar penas innecesarias a Alice Ashenfelter ni estaba dispuesto a que viera aquella fotografía de la solapa del libro donde se veía el cráneo destrozado de la víctima junto a la fotografía de archivo de su padre.

Adivinaba que la chica encontraría alguna excusa para seguirme escaleras abajo, lo que hizo efectivamente. Se había puesto mi batín y se había recogido el pelo en la nuca, atándoselo con la cinta que usaba para la trenza. Tenía el cabello mojado de la ducha.

– Me he acordado de la mochila -dijo.

– Debe de hacer mucho frío fuera.

Pero, sin hacerme ningún caso, salió corriendo y entró con la mochila.

– Tengo un saco de dormir -dijo-. No hay razón para que te saque de la cama.

– ¿Con leche o sin?

Después de servirle el café, le dije que tenía algo que darle.

– ¿Qué? -me preguntó ávidamente-. ¿Una fotografía?

– No. Nada más que un recuerdo. Una cosa hecha por él.

Y le tendí una figurilla de unas cinco pulgadas de altura, tallada en un trozo de madera, que representaba un policía rural montado en su bicicleta, en la base de la cual, toscamente talladas, se leían las crípticas palabras siguientes: Or I then? [1]

Si uno observaba la figura con mirada indiferente, seguramente la habría desdeñado por considerarla kitsch, aun admitiendo que se trataba de un trabajo que denotaba una cierta pericia.

La chica siguió la talla con las yemas de los dedos, como quien acaricia un ser vivo.

– ¿De veras fue él quien la hizo?

Asentí con la cabeza.

– ¿Y te la regaló? Esto quiere decir que te apreciaba mucho.

Después, fijándose en las palabras escritas en la base, frunció el ceño:

– No entiendo el significado de las palabras.

Or I then? Escritas así, no tienen sentido.

– ¿Se trata de un mensaje secreto?

– No constituyen ningún mensaje profundo -sonreí-. En Somerset, cuando era niño, solía encontrarme con el policía local que me saludaba siempre con unas palabras que sonaban de ese modo. Hablaba en el dialecto local, ¿comprendes? Or I then?

Alice movió la cabeza, dando a entender que seguía sin entender.

-All right, then? [2] -dije, para aclararle la frase.

– ¡Ah, ya comprendo! -exclamó con una sonrisa.

Y como parecía estar todavía algo desorientada, le expliqué:

– Duke estaba intrigado con la manera de hablar de la gente de Somerset y acostumbraba tomar nota de sus dichos. Como yo vivía en casa de una familia de la localidad e iba a la escuela con los chicos del pueblo, recogía ejemplos y se los pasaba. Or I then? era uno de ellos.

– ¿Y ésta fue su manera de darte las gracias? ¡Me encanta!

– Quédate con la figurilla.

Se ruborizó y dijo:

– Theo, no puedo. La hizo para ti. Tú la has conservado todos estos años.

– A Duke le hubiera encantado legar a su hija algo hecho por él.

Su respuesta fue rápida y espontánea; se levantó y, yendo directa hacia mí, me besó en los labios. Sin embargo, si estaba usted pensando que este hecho preludiaba una nueva sesión de expansiones amorosas, mejor será que lo piense dos veces. Creo que estaba profundamente impresionada, pero yo tenía la sana intención de mostrarle la puerta a la mañana siguiente, puesto que no entraba en mis propósitos instalarla en mi casa como huésped. En consecuencia, después del beso, le puse las manos sobre los hombros y, apartándola de mí, la situé fuera de mi alcance.

Nos quedamos un momento en silencio paladeando el café, sentados uno frente al otro a ambos lados de la mesa de la cocina. Ella había puesto la figura junto a su pecho, como si quisiera darle su calor. Un instante después, incapaz de contenerse un minuto más, me dijo:

– Tú lo apreciabas, ¿no es verdad, Theo?

– Sí.

– ¿Era amable contigo?

– Mucho.

– Pero declaraste contra él en el juicio…

Asentí con la cabeza.

Después de una pausa, siguió en voz baja:

– ¿No quieres contarme lo que ocurrió?

Yo me sentía agotado y era tardísimo para empezar a contar una historia como aquélla, pero que me la sonsacaría como fuera antes de irse de mi casa era algo de lo que hacía rato estaba convencido. Desde un punto de vista humanitario, me sentía obligado a darle una explicación de algún tipo. Pensé, pues, que lo mejor era que fuera en seguida, porque a la hora del desayuno no es que las historias se me den especialmente bien.

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