21

Un pitido.

Penetrante, insistente y doloroso.

Al abrir los ojos contemplé la luz de la mañana colándose por el espacio que quedaba sobre las cortinas. Palpé con los dedos el chichón detrás de la cabeza. Lancé un gemido.

El pitido no estaba dentro de mi cabeza.

En un momento dado de la noche, había salido de la inconsciencia suficientemente como para trasladarme a rastras hasta el sofá y desplomarme en él. Ahora tenía frío, sentía la ropa húmeda, necesitaba una docena de aspirinas.

A tientas busqué el bastón. Por supuesto, no estaba. Hice un esfuerzo para dejarme resbalar y arrastrarme hasta el teléfono.

Lo descolgué y escuché.

– ¡Vaya! No todo está muerto en Pangbourne. ¿Hablo con el doctor Theodore Sinclair?

La voz pertenecía a un hombre y era retumbante, rimbombante y complacida en sí misma, una voz capaz de convertirse en diarrea verbal sin ayuda de diccionario.

– ¿Quién es?

– Watmore… Digby Watmore. Supongo que lo he sacado de la cama.

– No. ¿Qué hora es?

– Las ocho y veinte… o por ahí. Miércoles. Usted dijo que dos o tres días sin…

– ¿Dos o tres días sin qué?

– … la señorita Ashenfelter en sus talones, para citar sus propias palabras. No vaya a decirme que lo ha olvidado. Tenemos un pacto.

Lo recordaba vagamente, como si fuera un hecho correspondiente a una encarnación anterior.

– ¿Cuándo fue esto, Digby?

– El domingo por la noche. Y le aseguro que esos dos días no me he dedicado a hacer picnic. Insisto, ¿seguro que no lo he arrancado de la cama?

– ¿Qué ha pasado con la señorita Ashenfelter?

Profirió lo que me pareció un resoplido exasperado.

– Ha sido mi inseparable compañera durante las últimas cuarenta y ocho horas.

– ¿Día y noche, Digby?

– Le he puesto el sofá de mi estudio a su disposición, pero ella prefiere pasar la noche hablando sin parar del caso Donovan.

Hice un oportuno bostezo.

– ¿Ha resultado instructivo?

– El comentario está fuera de lugar -dijo Digby, irritado-. Los hechos nos han desbordado, ¿no le parece?

– Sí, la verdad es que han ocurrido muchas cosas.

– Ésta es precisamente la razón de que lo telefonee. Esta mañana, al coger el Western Daily Press y enterarme del incendio de Bath, me he quedado helado. ¿Lo ha leído?

– ¿El periódico? No.

– ¿Sabía lo del incendio? La casa de los Ashenfelter convertida en cenizas, la señora Ashenfelter muerta…

– Pues… sí. Estaba en Bath.

Hubo una pausa de ofendido silencio.

– Bien, gracias por su amabilidad, Sinclair.

– ¿Qué?

– ¿No podía llamarme? Usted me prometió una exclusiva. Dejémoslo ya… Yo soy un periodista, desde el principio al fin.

– En este caso, ha llegado el fin -dije, mientras sonreía porque me sentía mucho mejor. Quizá no había sufrido lesiones cerebrales de carácter permanente.

– Se figura que es muy chistoso, ¿verdad? -dijo Digby en un arrebato de furia para el que no me sentía preparado-. Escuche con atención, Sinclair. Sé perfectamente por qué no me ha llamado. Usted lo tiene más negro que el carbón. Tengo mis fuentes informativas. Usted vio ayer a Sally Ashenfelter y quiso asegurarse de que no hablaría con nadie. Quien la asesinó fue usted.

– Usted se ha salido de madre.

Pero él continuó delirando:

– Tengo escrita la historia. Será la noticia bomba del domingo. Así que métase donde le quepa la exclusiva. Y cuando publique la historia, pienso llamar a la policía y le aseguro por mi madre que lo van dejar como unos zorros.

Colgué sin más, fui a por el frasco de las aspirinas y seguidamente me puse en rápido movimiento.

Ducha, afeitado, cambio de ropa. Café solo. Más café solo.

Para trasladarme de un lado a otro de la casa me ayudaba con un bastón de ciruelo. Después dediqué preciosos minutos a la búsqueda del habitual de ébano, maldiciendo a Harry mientras cojeaba a través del húmedo jardín y veía obstaculizada mi labor por causa de la bruma matinal que soportamos todos los que vivimos junto al río. Antes de localizar el bastón, que había aterrizado en el espacio pavimentado situado delante de la glorieta, mis zapatos y los bajos de mis pantalones quedaron empapados. El puño de cuero era húmedo al tacto pero, aún así, lo prefería al bastón de ciruelo.

Después volví a casa. Ya tenía una cosa más para archivar en mi recuerdo.

Con anterioridad, mientras me afeitaba, había tratado de desentrañar el comportamiento de Harry. No me explicaba por qué me había atacado cuando ya no estaba amenazado y se encontraba camino de la salida. Yo había dejado de ser un peligro para él. Casi nos habíamos dado la mano en señal de despedida en el momento en que salía.

Súbitamente lo comprendí todo, se había llevado el arma.

Me arrastré uno o dos minutos por la alfombra de la sala de estar y escudriñé debajo de los muebles por si había proyectado la pistola en algún rincón al desplazarse a tientas por la habitación durante la noche. Pero no encontré nada.

El cerebro seguía funcionándome al noventa por ciento de su rendimiento, pero lo forcé a hacer ciertas deducciones. Harry sabía que el Colt era el arma del crimen. Había descubierto que estaba en mi poder. Nada de lo que yo le había contado había hecho vacilar su convencimiento de que yo había matado a Morton hacía un montón de años, que había tratado desesperadamente de borrar las huellas durante todo este tiempo y que había dejado que Sally muriera entre las llamas del incendio. El arma constituía la prueba del delito. ¿A qué otro sitio podía llevarla si no era a la comisaría?

Y en caso de que Harry no consiguiera ponerme en manos de la policía, ahí estaba Digby para hacerlo. De un momento a otro, podía llegar el coche celular.

Me dirigí a la puerta.

La primera vez que quise poner el coche en marcha, no lo conseguí. ¡Vaya día para dejarme en la estacada, el coche más fiable que había poseído en mi vida! Lo intenté de nuevo y volví a intentarlo tres o cuatro veces más. Nada. De seguir insistiendo, acabaría agotando rápidamente la batería.

Harry -¡maldito imbécil!- debía haber hecho algo para inmovilizar el motor.

Salí trabajosamente y levanté el capó.

No vi hilos desconectados, todos los contactos parecían en su sitio, la tapadera del distribuidor colocada, todo donde debía estar. No existía sabotaje. La situación era el resultado de haber dejado el coche toda la noche a la intemperie en lugar de meterlo en el garaje. La neblina es peor que la lluvia en cuanto a dejar capas de humedad por todas partes.

Fui a buscar un paño, lo puse sobre el calentador de la cocina y me dediqué a secar cuidadosamente todo el sistema de encendido. Volví a poner en marcha el motor, a dar gas… pero el motor seguía ahogado. En el cine, cuando alguien tiene prisa, se mete en el coche y se larga. En la vida real puede no ser así. Lancé cuatro tacos, volví a probar y conseguí una respuesta tartajosa que fue perseverando hasta convertirse en el ruido normal del motor. Por fin podía marcharme.

No encontré ningún coche de la policía mientras remontaba el sendero con un ruido como el de una matraca. Muy pronto me encontré en la A4, en dirección al oeste. Aquella neblina, que yo creía local, persistió hasta Marlborough, dificultando mi avance, pero al mismo tiempo haciendo menos probable que me descubrieran si se daba por radio alguna orden sobre mi persona a los coches patrulla. Cerca de Devizes, en la A361, la niebla se dispersó durante un tramo, pero volvió a interponerse rápidamente al dejar la ciudad.

Al poco rato me encontré en Somerset. Pronto estuve en Frome, pueblo profundamente encajonado entre dos colinas, donde me había dejado el tren en 1943, junto con mis compañeros refugiados. Después pasé por la población-cárcel de Shepton Mallet, aquel lugar desolado e infeliz donde tenían su base los americanos. Finalmente, pálida como un espectro entre la niebla, surgió Christian Gifford, la granja.

Me detuve a pocos centenares de metros, enfilé un camino hasta una zona boscosa donde nadie podría descubrirme desde la carretera y después anduve el trecho restante. Era duro para mí, pero prefería que nadie me observara mientras salía aparatosamente del coche y, por otra parte, me ponía al abrigo de alguna bala perdida.

El viejo cliché de la niebla envolviendo el paisaje como una mortaja venía aquí que ni pintado. La ausencia de pájaros hacía aquel ambiente más sepulcral que un cementerio. Lo único que se escuchaba era el crujido irregular de los zapatos y el bastón en la calzada. Volví a maldecir a Harry por haberme robado el arma.

Entré en la granja por la parte donde estaban los bidones de leche, preparados para ser recogidos. De haber sido normal la visibilidad, habría distinguido la casa y demás edificaciones en lugar de ver la hilera de arbustos descoloridos y recortados, con sus festones de telarañas y de gotas de lluvia.

Me metí cojeando en la era, la movilidad de mis ojos compensaba la torpeza de mis piernas.

Permanecí un momento inmóvil, escrutando los grises edificios, a la espera de un movimiento, acordándome del día en que Duke y Harry irrumpieron en la granja con su jeep, yo sentado en el asiento trasero, triunfante, pero nervioso por el resultado hasta que Barbara, radiante, con sus negros cabellos resaltando sobre el jersey blanco, salió de la casa con el rostro sonriente.

Puse coto a mis recuerdos y me acerqué a la granja.

George Lockwood respondió a mi llamada. Veinte años pueden operar dramáticos cambios en un rostro. El suyo, sin embargo, apenas se había alterado; entre los dientes había algún hueco más que antes no estaba, las mejillas junto a los pómulos ligeramente más hundidas, pero el ojo izquierdo seguía igualmente inyectado de sangre y las cejas tan negras como antes, pese a que su pelo había encanecido.

No dijo nada. Se quedó estudiándome. Su mirada era directa, exenta de interés, nada sorprendida. Me conoció. Se diría incluso que me esperaba.

Le di una somera explicación:

– Estuve aquí el domingo y esperaba verle a usted y a la señora Lockwood. Soy Theo Sinclair.

Asintió con la cabeza. Por lo menos había alguien que me entendía.

– ¿Puedo pasar?

El hombre modificó el foco de sus ojos para escrutar más allá de mi persona, hacia la era.

– Hoy he venido solo -le dije.

Retrocedió unos pasos, dejando la puerta abierta, se dio la vuelta y se fue pasillo abajo, arrastrando los pies al andar.

Después de cerrar la puerta, seguí tras él.

Hasta mí llegó flotando en el aire el olor a pan cocido en el horno, que se asociaba, en mis recuerdos, al intenso olor de aquella casa, mezcla del que emanaba el moho de las viejas alfombras y el de las piedras antiguas. Todavía fue más evocadora la voz de la señora Lockwood, tenue, apenas audible:

– ¿Quién es, George?

Al entrar en la cocina y verme, exclamó:

– ¡Theo, querido Theo!… -y abrió los brazos para que la abrazara.

Había cambiado más que su marido, había perdido gran parte de los kilos de los tiempos en que yo la conocí y, en cambio, había ganado toda una colección de arrugas que le infundían un aire de suma tristeza cuando de su rostro desaparecía la sonrisa. Por otra parte, la artritis había empezado su labor de deformación de las articulaciones de sus dedos. Iba peinada de la misma manera austera de los viejos tiempos, con el cabello, ahora plateado, echado para atrás desde su nacimiento en la frente y recogido en un moño en la nuca.

– Me parece que todavía podré ofrecerte unos pastelitos acabados de hacer -dijo.

– ¡Estupendo! -dije, pensando que por lo menos el recibimiento era mejor que el de la última vez.

Como de paso, pregunté:

– ¿Dónde está Bernard esta mañana?

– Arando. No puede tardar. Ahora vendrá.

Traté de que no viera el pánico que me producía la noticia. Me acordé de que «ahora», en aquellas tierras de poniente, tenía significados insospechados. De hecho, cabía la posibilidad de establecer unos límites más precisos a través de la expresión del rostro de la persona que pronunciaba la palabra que a través de la entonación de la misma. Yo no me había distinguido nunca por mi capacidad de adivinar el sentido de las palabras de la señora Lockwood.

Nos sentamos los tres alrededor de la vieja mesa de la cocina y comimos pastelitos con mermelada de fresa, acompañados de té, que seguía hirviendo a fuego lento en la tetera marrón, colocada sobre el hornillo de la cocina. Entretanto les conté qué había sido de mi vida desde 1944. Todo expuesto en frases breves y tajantes.

– ¿Y qué te trae por aquí? -me preguntó la señora Lockwood.

– La hija de Duke Donovan quiso que la acompañara aquí el domingo pasado. Estuvimos hablando con Bernard.

– Eso ha dicho.

– Pero no tuvimos la suerte de poder hablar con usted, así que he decidido volver.

George Lockwood pareció encontrar su voz y la empleó de manera expresiva, infundiendo en sus palabras una nota de incredulidad:

– ¿Donovan tenía una hija?

– Sí, nos lo dijo Bernard -le recordó la señora Lockwood con viveza y, dedicándome una sonrisa, añadió-: Se ha vuelto un poco duro de mollera…

– Nosotros no sabíamos que estuviera casado -insistió George.

– Pero George… -dijo la señora Lockwood con voz llena de desaliento y de premura.

Después, dirigiéndose a mí, adoptó un tono más amable:

– Theo, chico, ponte un poco más de mantequilla… Que ahora ya no estamos en guerra…

Cogiendo el plato de la mantequilla, dije:

– La hija de Duke Donovan, Alice, cree que su padre era inocente.

– ¿Y ella qué sabe del asunto? -dijo George, demostrando no ser tan duro de mollera como suponía su mujer.

– Y no es ella sola la que lo cree -dije-. ¿Se acuerda de Harry Ashenfelter, el otro americano?

Detrás de mí sonó otra voz:

– ¿Qué hay de Harry Ashenfelter?

Era Bernard.

No sé cómo se las arregló para entrar tan sigilosamente ni tampoco cuánto rato podía haber estado escuchando, mientras sus padres seguían hablando, embadurnándose los pastelillos con mantequilla, sin darse cuenta de nada. A decir verdad, me dio un susto soberano, como consecuencia del cual me derramé el té sobre los pantalones. Al volver la cabeza, mis ojos tropezaron con los cañones gemelos de una escopeta.

– Siéntate, Bernard -dijo su madre plácidamente-. Es Theo, que ha venido a vernos.

– Para nada bueno -dijo Bernard, acercándome el arma a los ojos-. Ahora mismo va a venirse conmigo.

Madre e hijo se miraron a través de la habitación, como si midieran mentalmente sus respectivas fuerzas. En otro tiempo yo habría apostado por la señora Lockwood. Su voz débil era engañosa, porque poseía una personalidad muy entera y con la suficiente fuerza de voluntad para imponerla, como tuve ocasión de comprobar, para dolor de mis carnes, en tiempo de guerra, al enterarme de la doble aplicación que tenía la tabla de planchar. En aquellos tiempos habría sido un temible contrincante para Bernard, pese a la corpulencia de éste. Él tenía que arriar velas siempre. Pero habían pasado veinte años y la situación era otra. Bernard no estaba en el mismo sitio de antes: ahora el granjero era él.

En honor a la verdad, George Lockwood esta vez se puso a favor de su esposa y dijo a Bernard:

– ¿Qué te ha dado hoy? En esta casa no se llevan armas.

Bernard, en voz muy baja, en la que no se traslucían concesiones de ningún género:

– Si este hijo de puta hace lo que yo le digo, no tiene por qué haber disparos dentro de casa.

Y dándome una patada en la pierna izquierda, me ordenó:

– ¡Levántate!

La señora Lockwood echó su silla para atrás y se agarró a la mesa con la mano derecha, nudosa como un sarmiento.

– Bernard, ésta no es la manera de llevar las cosas -le dijo.

– Madre -dijo Bernard con aquella misma voz tensa y contenida-, mejor que no te metas.

Y seguidamente me apretó el cañón de la escopeta contra el cuello.

– ¡Fuera!

El cuello es una parte del cuerpo muy vulnerable. No tiene carne suficiente para amortiguar presiones. El dolor era intenso, pero los efectos en el gaznate todavía eran peores. Carraspeé, abrí la boca en busca de aire. Era como si me ahogase, como si mis pulmones se vieran privados de aire. Al inclinarme hacia adelante, sentí la mano de Bernard sobre mi frente, empujándola para atrás y forzándome a levantarme. Puede decirse que fue él el que me levantó de la silla y el que me sostuvo de pie con una sola mano. Después me acorraló contra la mesa y me tuvo allí farfullando lamentablemente.

Detrás de mí oía la voz de la señora Lockwood que no dejaba de repetir, más como un ruego que como un mandato:

– Bernard, esa no es manera…

Y, para mi desgracia, hube de llegar a la conclusión de que aquél era el límite de su protesta.

Pero me había equivocado. No había pasado un segundo y la mujer se había librado del obstáculo de la silla y, rodeando la mesa, se había situado junto a su hijo, con el cual empezó a pelear para apoderarse del arma. A él no le habría costado derribarla de un manotazo, pero se limitó a agarrar la caja del arma con una mano y los dos cañones con la otra y resistió la embestida.

Posiblemente estuvieron un cuarto de minuto persistiendo en aquella lucha desigual, hasta que la señora Lockwood claudicó y pareció conformarse con mantener una mano representativa sobre el cañón del arma, si bien no se abstuvo de gritar amargamente a su marido:

– ¿No puedes hacer otra cosa que quedarte ahí sentado?

Sospecho que George Lockwood sabía que su hijo bastaba y sobraba para contrarrestar la fuerza de los dos juntos y que por ello no se dignó siquiera a moverse de la silla.

¿Qué está pensando de Theo Sinclair? ¿Qué le parece que hizo para ayudar a la anciana señora y ayudarse a sí mismo? Con todo, no debe olvidar la situación en que me encontraba metido. Tenía la escopeta a pocos centímetros del pecho y no podía hacer otra cosa que tratar de apaciguar a Bernard. Sin embargo, todavía encontré aliento suficiente para articular:

– Está bien, me voy. Ya me marcho.

– Pues no faltaba más -comentó Bernard.

Había dado a mis palabras un sentido retorcido, transformándolas en una amenaza en la que yo, en el fondo, no creía. Nunca lo había catalogado como un auténtico asesino. Resultaba un hombre peligroso porque tenía en las manos un arma letal, pero dudaba que fuera lo bastante arrebatado, o lo bastante estúpido, para matar a un hombre a sangre fría.

Así que opté por apelar a lo mejor de su naturaleza; apoyándome pesadamente en el bastón, mi viejo compañero de fatigas, me encaminé con aire patético hacia la puerta.

Mientras Bernard iba moviendo el arma para seguir cubriéndome con ella, su madre volvió a la carga y trató de desviarla para abajo. En ningún momento surgió la posibilidad de que pudiera apartar de mí el arma el tiempo suficiente para poder escapar sino que, como hube de descubrir muy pronto, estaba más preocupada por su hijo que por mí. Súbitamente, le dirigió una súplica desesperada:

– No te dejaré. Mi hijo no es un asesino. ¡No matarás! Matar es otra cosa, Bernard.

Y él, con voz tajante, le respondió:

– Tú lo sabes mejor que yo, madre.

Y con aquellas siete palabras me dijo lo que yo había venido a averiguar.

No podía creerlo.

La señora Lockwood lo miró, atónita. Soltó al momento la escopeta y dio un paso atrás. Se llevó una mano a la boca y la apretó contra los dientes al tiempo que profería un gemido largo y ahogado, después del cual su cuerpo empezó a encogerse hasta quedarse reducido a un ovillo, en una postura que reflejaba toda su desesperación.

Bernard se había refrenado para no recurrir a la agresión física, pero sus palabras no cedieron a la piedad:

– ¡Hipócrita blasfema! Me sale con los mandamientos de la ley de Dios cuando huele a muerto.

La mujer se había desplomado en una silla y, levantando los ojos, exclamó:

– No es verdad.

– ¿Que no es verdad?

La mirada de Bernard era desafiante y sus ojos ardían con la llama de la recriminación.

– Y lo de ayer, ¿qué?

La señora Lockwood dio un respingo, como si acabara de alcanzarla en lo más vivo. Quiso decir algo, pero no pudo.

Pero él, haciendo una cruel imitación de su voz, dijo:

– «Bernard, hijo, ¿querrás llevarme en el coche a Frome, mañana, a primera hora? Tengo hora con el médico de la vista.» ¡Qué médico ni qué niño muerto! Vi cómo entrabas en la tienda y salías con dos botellas metidas en una bolsa. Vi cómo ibas a la estación y comprabas billete. La cita no era en Frome ni con el médico. El tren que cogiste iba a Bath.

Y volviéndose hacia su padre dijo:

– ¡Padre! ¿No has leído el periódico? ¿No sabes qué le ocurrió a Sally Ashenfelter?

El viejo George Lockwood había salido de su estado de pasividad y contemplaba horrorizado a su mujer.

Bernard, inexorable, seguía a la carga:

– Mi madre decía siempre que había que compadecer a Sally y disculpar su debilidad por el alcohol. Y también decía que, en recuerdo de los viejos tiempos, un día le haría una visita. Pues sí, la visita se la hizo, pero con dos botellas de vodka y una caja de cerillas.

George Lockwood, entonces, con sorprendente ternura, se dirigió a su mujer con estas palabras:

– Molly, cariño mío, ¿cómo has podido hacer una cosa así? Me prometiste que no habría más muertes. Dijiste que no habría más sangre.

La mujer profirió un lamento de dolor.

– Lo hice para protegernos. Todo había quedado olvidado, y ahora…

Se cubrió el rostro con las manos.

Pero Bernard no se dejó conmover. Apretando el arma con más fuerza, me indicó con un gesto que saliera.

Yo me sentía presa de un cúmulo de sentimientos encontrados: repugnancia, horror, indignación, piedad… Por otra parte, también había sitio para una cierta satisfacción. Mi suposición de que la clave del misterio estaba aquí, en casa de los Lockwood, había sido acertada. Pese a todo, debía admitir que no había catalogado a la señora Lockwood como asesina por partida doble.

¿Y usted?

¿Necesita más pruebas para convencerse?

Yo sí. Retrocedí mentalmente hasta el año 1943 y reviví en unos instantes, como una grabadora a rápida velocidad, los acontecimientos básicos de los que había sido testigo. Morton copulando con Barbara en el granero, yo soltando atropelladamente la noticia a Duke y, después, a la señora Lockwood…

Duke no había asesinado a Morton. Había echado una ojeada en el granero, se había detenido a escuchar, había llegado a sus propias conclusiones y se había marchado.

Los Lockwood se la tenían jurada a Morton. La señora Lockwood, enfurecida, había cogido el arma del cajón del mueble. A ella le importaba poco que Morton estuviera violando a su hija o que la poseyera con pleno consentimiento de ella. Le disparó a bocajarro, dejó caer el arma y condujo a Barbara a la granja.

Sally y yo estábamos en la cocina de la granja cuando entraron Barbara y la señora Lockwood. Sally, únicamente Sally aparte de la familia, sabía que Barbara y Morton se querían y que el ataque de histeria de Barbara no podía ser resultado de una violación.

Sin embargo, cuando Duke fue juzgado, Sally no fue llamada a declarar como testigo. Mi declaración constituyó la prueba irrefutable que condujo a Duke a la horca. La mía y la de los Lockwood. Tanto el fiscal como la defensa dieron por buena la versión de que Morton había sido asesinado porque había violado a Barbara. La versión de Sally habría entrado en conflicto con mi declaración y con la de los Lockwood.

Todos en Christian Gifford cotilleaban en relación con el alcoholismo de la pobre Sally, pero sólo había una familia que supiera realmente por qué bebía: los Lockwood. Así que cuando Alice y yo aparecimos en Gifford Farm y supimos por Bernard que Sally vivía en Bath, la señora Lockwood comprendió que se acercaba el desastre. Se puso en contacto con ella para decirle que quería verla y compró unas botellas de vodka.

Un asesinato proyectado y ejecutado a sangre fría.

Y no el último del que voy a hablar.

Si usted es una persona de carácter nervioso o tiene proyectado dormir pacíficamente dentro de un ratito, lo mejor que puede hacer es cerrar el libro en este punto. Gracias por su compañía y buenas noches.

Para usted, en cambio, aquél a quien nada puede impedir que vaya pasando páginas, voy a exponerle el resto de lo que ocurrió y tal como ocurrió. Habíamos dejado a Bernard apuntándome con la escopeta y sacándome a punta de cañón de la granja. Entretanto, su madre estaba sollozando y tratando de lavar las penas de su corazón mientras su desventurado George procuraba consolarla.

Yo cooperé en la acción abriendo la puerta y saliendo a la era. Supongo que había sido demasiado optimista al abrigar la esperanza de que Bernard me permitiría salir discretamente en tanto él se dedicaba a solucionar la crisis doméstica. Pese a todo, me presionaba la espalda con el arma para que tuviera la plena conciencia de que lo tenía pegado detrás.

Consideré que lo mejor era procurar sacar hierro al momento y, en el tono más natural que me fue posible adoptar, le dije:

– He dejado el coche en la parte de arriba, pero no hay necesidad de que me acompañes.

Bernard, sin embargo, hizo como que no me había oído. Con una voz totalmente fría, más temible que si hubiera sido amenazadora, me dijo:

– Vete directo al granero.

– ¿Para qué? -pregunté.

En el mismo tono de voz indiferente, me respondió:

– Hay que bajarte los humos.

Me sentía igual que un animal atrapado.

Mi primera reacción fue de pánico total. Unos segundos de aturdimiento en los que me pareció que caminaba sin tocar con los pies en el suelo. Y a continuación ira total, necesidad urgente de atacar y de luchar por mi vida.

No tenía ninguna posibilidad.

Me dije a mí mismo que había que razonar, que puesto que tenía un cerebro, debía hacerlo funcionar.

– Es de asesinato de lo que estás hablando -le dije.

Apretó el arma contra mi columna vertebral con más fuerza todavía, obligándome a seguir adelante. Yo fui cojeando lentamente hacia el granero, el mismo donde Morton había sido asesinado. Su estructura de piedra destacaba al lado de las restantes edificaciones, con su tejado gris dibujándose remoto entre la niebla helada.

Me iba diciendo que debía hablar con él, que eso era lo único que podía hacer.

– No vas a querer matarme -le dije, como una observación jovial, hecha entre amigos-. Es seguro que te llevaría más complicaciones. Tú no eres un asesino, Bernard. No debes repetir los errores de tu madre.

– Sigue adelante o te dejo seco aquí mismo -masculló.

Yo seguí adelante, sin parar de hablar un momento, tratando desesperadamente de meterle aquella idea en la cabeza.

– Tú no tienes las manos manchadas de sangre. Fue tu padre quien la ayudó a deshacerse del cadáver de Morton después de que ella le disparara, ¿no es verdad? Metió la cabeza en uno de los barriles de sidra y enterró el resto del cuerpo en un lugar cualquiera de la granja. Quería que el barril se quedara aquí, pero alguien lo cargó en un camión y lo trasladó a Shorn Ram. Esto fue lo que ocurrió, ¿no es verdad?

Estábamos a unos veinte metros de la puerta del granero y, para la respuesta que conseguí, más me hubiera valido ahorrarme esfuerzos, porque los iba a necesitar.

– Tu padre es un encubridor, pero tú estás a salvo. No hay manera de que cubras los delitos de tus padres. Vendrá la policía, la prensa. News on Sunday ya ha destacado un periodista. Esto ha sido hoy mismo, Bernard. Están en camino.

Llegamos al granero. Pensé incluso en precipitarme en el interior y en darle con la puerta en las narices, pero la cosa no pasaba de ser una idea, puesto que contaba con una agilidad que en realidad no poseía.

Por otra parte, el bastón tampoco era un arma que yo pudiera esgrimir contra una escopeta encajada en mis riñones. Habría apretado el gatillo antes de que tuviera tiempo de levantar el brazo. Además, sabía que no era una baladronada por su parte. Cuando la muerte es inminente hay como un instinto, un sentido animal primigenio que parece advertirte del hecho.

Sentía un sudor frío que me resbalaba por el costado, como si nos encontráramos en pleno verano.

Me metí en el granero.

El granero estaba bastante oscuro, pero no lo suficiente para tratar de desaparecer de su alcance.

¿Podía hacer otra cosa que suplicar por mi vida?

– Es tanto tu futuro como el mío. ¿Lo has pensando bien? -le pregunté.

Bernard hundió el arma todavía con más fuerza en mi espalda.

– ¡Arriba!

Quería que subiese al desván donde se guardaba la paja y donde se había cometido el crimen. Buscaba el lugar exacto. El sudor que me empapaba el cuerpo se convirtió en hielo. Hasta aquel momento me había figurado que tenía tratos con un hombre que era racional, pese a serme hostil. Sin embargo, aquella esperanza me había abandonado. Estaba planeando un asesinato ritual.

Junto a la escalera de mano, a través de la cual debía trepar hasta el desván, le dije lisa y llanamente:

– No puedo subir.

Dicho esto perdí el equilibrio. De una patada había hecho volar el bastón que yo tenía en la mano y yo, por instinto, me agarré a uno de los barrotes de la escalera para impedir la caída. Golpeé con el cuerpo la madera al balancearme alrededor de la escalera.

Una punzada dolorosísima me atravesó la región lumbar, como si una de mis costillas acabase de partirse en dos. Después vino otra. Bernard me pinchaba bárbaramente los riñones con el cañón del arma.

Me incorporé como pude y empecé a trepar por las escaleras como un loco tratando de huir de su ataque. Me aupé sirviéndome únicamente de los brazos, después traté de afianzarme con ayuda de la pierna buena y forcé mi cuerpo dolorido a alcanzar la altura suficiente para agarrarme a la vigueta en la que se apoyaba la escalera. Puse encima la rodilla y conseguí encaramarme en los tablones.

Ya arriba, me retorcí y contorsioné víctima de agónicos sufrimientos mientras el dolor me mordía en la espalda. Creo que en aquellos momentos no me hubiera importado que me disparara un tiro en la cabeza con tal de que me dejara los riñones en paz de una vez para siempre. Me arrastré hasta la bala de paja más cercana para protegerlos. Pero a medida que los espasmos iban aquietándose hasta alcanzar niveles tolerables y yo iba adquiriendo conciencia del ambiente que me rodeaba, fui dándome cuenta de que Bernard no me había seguido por la escalera. Oí que ésta rechinaba al rozar la vigueta y golpeaba el suelo con un ruido sordo. Por alguna razón insondable, la había retirado del desván y me había dejado abandonado en él.

Hay un estadio en que el dolor agudo se transforma en tormento generalizado y palpitante. Traté de buscar un asidero y arrastré mi cuerpo torturado hasta el mismo borde del desván, al objeto de contemplar lo que había abajo, al tiempo que me obligaba a mirar. Bernard me había abandonado en el desván. Su intención era matarme y yo estaba plenamente convencido de que todo cuanto le había dicho no serviría para cambiar su decisión.

Había dejado la escopeta apoyada en la pared. Por una oscura razón, estaba cambiando las balas de paja de sitio y arrastraba hasta el centro las que estaban atrás. Después sacó una navaja del bolsillo, cortó la cuerda de una de ellas y desparramó la paja por el suelo del granero.

De pronto desapareció de mi vista y pude oír inmediatamente un ruido sordo de algo que era arrastrado de un lado a otro, lo que me hizo pensar que se trataba de otra bala de paja que iba a ser incorporada a la que ya estaba esparcida por el suelo.

Pero me equivocaba. Aquello que Bernard estaba arrastrando a través del granero era el cuerpo de un ser humano. Un cadáver. El cadáver de un hombre.

Tenía la camisa y la chaqueta manchadas de sangre. No podía decir aún si conocía a la persona en cuestión, porque desde el lugar donde yo estaba no se podía ver su rostro.

Prescindiendo de quién pudiera ser, mi cuerpo se vio recorrido por un escalofrío. Ahora comprendía por qué Bernard había pasado por alto mis reflexiones. De nada había servido decirle que matarme equivaldría a algo diferente, a un crimen distinto, porque la verdad es que él ya estaba involucrado en aquel tipo de crimen. Tenía las manos manchadas de sangre, era un asesino, igual que su madre.

Querer razonar con él era un trabajo inútil. Estaba dispuesto a matarme y no había manera de poder disuadirlo.

Vi cómo disponía el cadáver sobre las balas. Era como un catafalco, una especie de túmulo, aunque el cadáver estaba con los brazos y piernas extendidos, uno de los brazos colgando y los ojos abiertos, como clavados en mí.

Observé el rostro con mayor atención ya que ahora lo tenía vuelto a mí y podía ver a quién pertenecía.

Era Harry Ashenfelter.

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