7

Lo demás es del dominio público, de modo que, si usted conoce el famoso libro titulado Procesos ingleses notables o El asesinato de Christian Gifford, de James Harold, tal vez podría saltarme ese capítulo. Con todo, para dejar la historia terminada, voy a ponerla al día, pese a que gran parte de lo que seguirá a continuación será de segunda mano, sacado de las declaraciones de la policía y de otros testigos. Por fortuna, mi intervención en esta parte es breve.

Continuaré como antes, exponiendo los hechos tal como se los conté a Alice. Esta mantuvo su promesa y me dejó seguir sin hacer ninguna interrupción, excepto para proferir un «¡Oh, Dios mío!» cuando llegué al suicidio de Barbara, acerca del cual nada sabía por los recortes de prensa que había encontrado entre los papeles de su madre.

Una tarde de octubre de 1944, casi un año después de los trágicos acontecimientos que acabo de describir, en un bar de Frome, el Shorn Ram, un hombre pidió una pinta de sidra local, bebida que gozaba de las preferencias del público en tiempo de guerra debido a la mala calidad de la cerveza, que era entonces una especie de mejunje aguado indigno de ese nombre. A la gente no le importaba Deber en tarros de mermelada en aquellos tiempos en que escaseaba la vajilla, pero seguía siendo quisquillosa con el contenido de los mismos. Así que, cuando el cliente se quejaba de que la sidra era correosa, la reclamación adquiría tintes muy serios. El tabernero acababa de empezar un nuevo barril, un tonel grande, adquirido en casa de los Lockwood, fabricantes de sidra de toda confianza. Retiró una pequeña parte que se reservó para él y la cató.

Vale la pena hacer una pausa para puntualizar que si el tabernero hubiera admitido que la sidra no estaba en buenas condiciones, posiblemente Duke Donovan no habría sido sometido nunca a juicio. Pero aquellos eran días de austeridad, tiempos en los que se podía imponer una multa a una persona por el solo hecho de dar pan a los pájaros. Tirar algo cuando existía la posibilidad, por remota que fuera, de poderse consumir equivalía a boicotear los esfuerzos que imponía la guerra. En consecuencia, el tabernero cató la sidra y, pese a admitir que tenía un sabor un poco más amargo que la del barril anterior, la juzgó aceptable y continuó sirviéndola a sus clientes durante el resto de la semana. Fueron muchos los que la bebieron, pocos los que pidieron un segundo vaso.

Al llegar el final de semana, dos de los habitantes de Shorn Ram enfermaron como consecuencia de envenenamiento de tipo alimentario. Se habló de la sidra como posible factor causante de la infección y circularon desagradables rumores acerca de los fabricantes locales que dejaban destapado el barril después de la fermentación. Se dijo que, si uno examinaba con detenimiento la zona pegajosa que rodeaba el agujero, podían observarse huellas de ratas. Las huellas iban en dirección al agujero, pero nunca regresaban del mismo.

El lunes se presentó en el bar un inspector del Ministerio de Sanidad, el cual se llevó una muestra de la sidra para someterla a análisis. La sidra era, en verdad, correosa, no por causa del sabor de ratas muertas, sino debido a contaminación de algún tipo de metal.

Por fin se abrió el tonel. Al retirar la tapadera y verter lo que quedaba de líquido en el desagüe del patio trasero, todo el mundo esperaba encontrar en el poso algún elemento de metal que hubiera quedado en el fondo del barril. Podía muy bien ser que algún bracero descuidado hubiera dejado caer alguna herramienta en el tonel en el momento de fijar la tapadera.

Lo que encontraron, en cambio, fue un cráneo humano con un agujero de bala que lo atravesaba de parte a parte.

El proceso de identificar a la víctima es una historia que se ha expuesto gráficamente en otros lugares. Personalmente, cuando manejo libros acerca de ciencia forense, me da la impresión de que llevo guantes de goma. Confíe en mí; pasaré rápidamente por encima de los detalles más desagradables y diré tan sólo que el cráneo fue trasladado al laboratorio forense de Bristol, donde tenía que ser examinado por el doctor Frank Atcliffe, joven patólogo que murió trágicamente al cabo de un año de resultas de un accidente de aviación.

Era poco lo que quedaba por estudiar. La acción de la sidra había destruido toda la piel, la carne y el tejido cerebral. No había restos de cabello. Y aunque el poso fue examinado minuciosamente, en el barril no apareció otra cosa digna de importancia.

¿Quiere tomar un vaso de agua? ¿O prefiere sidra?

El doctor Atcliffe descubrió que el cráneo correspondía a un hombre de una edad comprendida entre los dieciocho y los veinticinco años. Para un patólogo, el sexo está relacionado con procesos mastoideos y bordes supraorbitarios, en tanto que la edad corresponde a la osificación de la epífisis.

Algunos periódicos creían equivocadamente que la bala había sido el agente metálico que había provocado la correosidad de la sidra. En realidad, en el tonel no se encontró bala ninguna, porque había atravesado el cráneo de parte a parte dejando una patente herida de salida. Así pues, ¿qué pudo causar la contaminación metálica?

Un par de empastes dentales.

Como diría después el doctor Atcliffe, si la víctima hubiera poseído una dentadura perfecta, la sidra no habría quedado contaminada, y tanto el tonel como lo que había quedado en el fondo del mismo habrían sido devueltos a Gifford Farm para ser nuevamente reutilizados.

Respire hondo y hablemos de los agujeros producidos por la bala. El del lado izquierdo, que tenía alrededor de una pulgada y media de diámetro y estaba situado sobre el orificio aural, correspondía a la entrada del proyectil. La bala se había abierto paso hasta la mejilla derecha, justo detrás del ojo, que era el punto de salida. El doctor Atcliffe, basándose en el tamaño de los agujeros, consideró que la bala era del calibre 45, que había sido disparada a una distancia de menos de un metro del lugar donde estaba la víctima, pero no más cerca de cuarenta y cinco centímetros, y que no era posible determinar la fecha del fallecimiento.

Se habló mucho de la posibilidad de que se produjeran otros siniestros descubrimientos. En Shorn Ram se abrieron otros dos toneles, y ocurrió lo mismo con otros diecisiete, suministrados por Gifford Farm, en tabernas de Frome, Shepton Mallet y pueblos circundantes. Los taberneros no se opusieron en absoluto, porque habían observado una marcada disminución en la venta de sidra. Sin embargo, en los barriles no se encontró otra cosa más siniestra que unos huesos de cordero y, aunque usted y yo quizá podríamos hacernos atrás ante la perspectiva de beber una sidra alimentada con carne de oveja, para los habitantes de Somerset en el año 1944 la cosa no tenía nada de particular.

Las pesquisas realizadas en torno al asesinato estuvieron dirigidas por el inspector Judd, del cuerpo de policía de Somerset, ciudadano de Glastonbury, temeroso de Dios, famoso por sus sermones laicos. La gente llenaba de bote en bote la capilla de Lent todos los primeros domingos de mes para oír como el tejado de cinc se estremecía con el famoso sermón que aquel señor pronunciaba sobre la templanza. Detestaba al demonio de la bebida y precisamente inició sus averiguaciones en el sitio que él designaba con siniestros acentos como «la fuente»: Gifford Farm.

En las tabernas corría la voz de que George Lockwood sería colgado, destripado y descuartizado, antes de que el caso fuese dilucidado ante los tribunales. Las cosas no podían estar peor para él. El tonel estaba marcado con su nombre, lo había suministrado en agosto, él mismo había clavado la tapadera en noviembre y no existían indicios de que nadie lo hubiese manipulado después.

George Lockwood no recordaba que nadie se hubiese comportado de manera sospechosa durante las tres semanas que duró la preparación de la sidra, como tampoco estuvo en condiciones de arrojar ninguna luz acerca de la identidad de la víctima. Suministró al inspector Judd, eso sí, una lista de todos los braceros y ayudantes que habían trabajado en la granja. Todos fueron localizados e interrogados, salvo tres excepciones: Barbara, Duke y Harry. Barbara, por supuesto, estaba muerta, mientras que los dos soldados americanos habían abandonado Inglaterra en junio de 1944 para tomar parte en la invasión de Europa.

Cuando Judd suscitó la cuestión del suicidio de Barbara, George Lockwood admitió que había ocurrido el 30 de noviembre, dos días antes de que terminara la preparación de la sidra y de que se cerrara el último tonel, si bien éste no veía qué posible relación podía tener aquel hecho con lo que había ocurrido después. El encargado de las indagaciones había dejado establecido que Barbara se había quitado la vida en un momento en que el equilibrio de su mente se encontraba profundamente perturbado. Aunque Judd no siguió insistiendo en este aspecto, dio orden a uno de sus ayudantes más experimentados de que volviera a examinar las circunstancias que habían rodeado la muerte de Barbara.

Entretanto se hizo una comprobación relativa a las personas desaparecidas de Frome y Shepton Mallet, especialmente jóvenes, cuya edad estuviera comprendida entre los dieciocho y los veinticinco años. La cosa no era fácil. Algunos se habían presentado voluntarios al ejército sin informar de ello a sus familias, otros se habían emboscado y habían ingresado en el grupo de los desertores y algunos habían encontrado la muerte en Bristol, donde Tos bombardeos habían sido masivos.

Pese a todo se hizo la lista y a los pocos días la víctima era identificada. Las pistas habían convergido en ella de manera muy convincente.

El inspector encargado de volver a abrir los archivos relativos a la muerte de Barbara supo por el informe post-mortem que la muchacha estaba embarazada de dos meses. Se consideró que el sentimiento de vergüenza provocado por el embarazo, del que su familia no tenía ninguna noticia, había sido la razón principal que la había impulsado a quitarse la vida. No se estableció la identidad del responsable ni era cometido de la investigación averiguarla. La familia no había podido o no había querido hacer comentario alguno al respecto, si bien circulaban fundados rumores acerca de que el hombre en cuestión era Cliff Morton. Se decía de él que estaba obsesionado con Barbara y que la importunaba a menudo. En cierta ocasión, en septiembre, durante la recolección de manzanas, por haberse mostrado excesivamente obsequioso con la chica, había sido expulsado de la granja por el propio George Lockwood.

Cliff Morton era soltero y tenía dieciocho años. Sus padres se habían ido a vivir al extranjero cuando tenía doce años, dejándolo bajo la custodia de una tía materna, que vivía en una casita situada a una milla de distancia al sur de Christian Gifford. Dos días después de haberse realizado las pesquisas en torno a la muerte de Barbara, la policía se presentó en casa de Morton para interrogarlo sobre otra cuestión: le habían sido enviados los papeles para que se presentara al servicio militar a mediados de septiembre y no había dado señales de vida. Su tía les dijo que había abandonado bruscamente la casa sin informarla del lugar al que se había trasladado.

Así pues, el nombre de Cliff Morton figuraba también en la lista de desaparecidos preparada por la policía. La edad era la adecuada y, por otra parte, existía una conexión entre él y Gifford Farm. También había participado en la recolección de manzanas pero, como había sido durante muy breve tiempo, George Lockwood no había facilitado su nombre a la policía, descuido que con el tiempo lamentaría.

Los detectives hicieron una visita a un dentista de Frome que les facilitó la ficha dental de Morton. En enero de 1941 se había hecho dos empastes en dos muelas adyacentes del maxilar superior que correspondían exactamente con los dos empastes del cráneo.

Como prueba final de identificación, el doctor Atcliffe fotografió el cráneo y superpuso el negativo sobre una ampliación de una instantánea de Morton, proporcionada por su tía. En caso de que la criminología no sea su afición preferida, no sabrá que se trata de un método del que fue pionero el profesor Glaister, quien lo aplicó en el caso Ruxton en 1935. La coincidencia resultó total. Estaba fuera de toda duda razonable que Cliff Morton era la víctima del asesinato.

La policía compareció en Gifford Farm con varias furgonetas e inició una búsqueda exhaustiva que se prolongó durante nueve días. Fueron registrados minuciosamente todos los edificios, escudriñados los pozos de ensillaje y desmantelados los almiares.

Si siente usted lástima por George Lockwood, le diré que no estaba en casa y que, por consiguiente, no vio cómo su granja era objeto de aquel escrutinio; se encontraba en la comisaría de Frome, con el inspector Judd, «ayudando a la policía en sus pesquisas». Era un hecho evidente que aquel hombre estaba en situación de ayudarla mejor que nadie, puesto que no le faltaban motivaciones ni oportunidades. Las motivaciones se reducían a un deseo de venganza por el suicidio de su hija, ya que estaba convencido de que Cliff Morton había dejado embarazada a Barbara y no le importaba que la policía lo supiera. Y en lo concerniente a las oportunidades, se sabía de Morton que había estado rondando por los alrededores de la granja hacia finales de noviembre. Por consiguiente, ¿qué otra persona habría podido disparar contra él, despedazarlo y meter su cabeza en un tonel de sidra Lockwood si no el propio George Lockwood?

Lockwood admitió que había expulsado a Morton de sus tierras en septiembre después de haberlo encontrado «molestando» a Barbara, y le echaba a él la culpa del embarazo y suicidio de Barbara. Había cometido el estúpido descuido de no comunicar a la policía que Morton había trabajado para él, pero negaba de plano haberlo asesinado y negó incluso poseer una pistola.

Pese a lo concienzudo del registro, en Gifford Farm no se encontraron otras huellas ni se descubrió tampoco el arma del crimen.

Con todo, la perquisición no fue en vano. Después de retiradas las balas de paja del desván, situado sobre el granero más pequeño, un policía más diligente que los demás localizó un objeto incrustado en una de las vigas: una bala.

Se reclamó la presencia del doctor Atcliffe en Gifford Farm, quien pasó el resto de aquel día y el siguiente solo en el desván, mientras Judd se paseaba de un lado a otro de la era como un gallo desposeído de su primacía. Cuando, por fin, apareció Atcliffe, confirmó solemnemente que allí dentro se había disparado un tiro. La patología forense es una rama de la ciencia sumamente cautelosa, pero yo sospecho sinceramente que ha embaucado a más de uno. Judd se salió de sus casillas y Atcliffe aguardó a que se hubiera apaciguado para anunciarle su segundo descubrimiento: manchas de sangre en las tablas de madera que formaban el pavimento del desván. Las manchas no eran recientes y tampoco podía afirmarse que fueran de origen humano, pero su forma, por lo que él podía juzgar, indicaba que la víctima había permanecido un cierto tiempo con la herida en contacto con el suelo.

Judd volvía a ser todo sonrisas. Atcliffe también le correspondió de la misma manera al decirle que no estaba en condiciones de identificar la bala. Después de fotografiarla in situ, había aserrado una parte de la viga y se había llevado el fragmento para someterlo a inspección.

El día siguiente por la tarde informó por teléfono del resultado preliminar. La sangre era humana, pertenecía al grupo O, común a la mitad aproximadamente de la población, y él había identificado la bala catalogándola como correspondiente al calibre 45, es decir, las usadas por el ejército americano, y dijo que probablemente había sido disparada por una pistola automática.

La bala volvió a situar la investigación en su punto de origen. George Lockwood volvió a ser objeto de interrogatorio una hora más, después de la cual fue dejado en libertad para volver a su casa y reconstruir sus almiares. Las sospechas se habían desplazado a Duke. También él tenía motivaciones plausibles. Se había estado viendo con Barbara. Era un secreto a voces que la chica se escabullía por las noches para encontrarse con él. Y Duke sabía que Morton también iba tras ella.

Por otra parte, Duke había tenido oportunidades; había estado en la granja en las fechas críticas y se había averiguado que llevaba un arma, una pistola automática del 45 de las prescritas para uso militar.

El inspector Judd odiaba a los soldados americanos. Si piensa que el comentario no se ciñe a la verdad, le recomiendo que lea sus memorias. A juzgar por lo que dice en ellas, ellos habían destruido nuestra cultura y seducido a nuestras mujeres. En cambio, no dice nada acerca de que habían luchado en una guerra que era nuestra guerra.

El hecho es que el hombre dio noticia a la base americana de sus sospechas y los americanos coincidieron con él en que era un caso que estaba por aclarar. Comunicaron a Judd que Duke y Harry estaban «en un lugar de Europa» y que invitarlos a volver para ser sometidos a un interrogatorio cuando se encontraban en plena invasión era, prácticamente, imposible. El Departamento de Investigación Criminal del Ejército Americano se ocuparía del asunto a la primera oportunidad. No es que se lo sacaran de encima, pero el Parlamento tenía ya establecido su procedimiento judicial en la ley de 1942 referente a las Fuerzas Visitantes Norteamericanas.

Es evidente que Judd debió de sentirse decepcionado; no podía hacer otra cosa que esperar a que la guerra terminase. Por tanto, volvió a Gifford Farm y redobló la búsqueda, dispuesto a encontrar el arma homicida y el resto del cuerpo. Los almiares volvieron a ser derribados y el silo aireado. Nada subió a la superficie.

Estoy firmemente convencido de que la única razón que impulsó al inspector Judd a interrogarme fue la lentitud con que pasaba el tiempo.

Ya estábamos en 1945. Cuando el policía llamó a la puerta de mi casa yo hacía más de un año que estaba de vuelta en Londres. Había vuelto a tiempo para enterarme de la existencia de las bombas voladoras de Hitler. En la calle donde vivíamos, una había matado a seis personas. Después de aquello, Gifford Farm se me antojaba otro mundo. Hacía tiempo que había dejado de llorar por Barbara, porque nuestra mente tiene maneras propias de digerir las penas. Con todo, a veces me preguntaba qué habría sido de Duke. Las cosas, al final, se habían sucedido con gran celeridad y no había tenido tiempo de despedirme de él. Ni siquiera sabía cómo podía haberle afectado la noticia del suicidio de Barbara. Me hubiera gustado tener la oportunidad de hablar con él.

Como ya he dicho, vino un policía. Era la hora de comer y yo acababa de llegar de la escuela. Cuando, a través del cristal opalino, vislumbré la forma del casco, me precipité a abrir la puerta, acordándome de que también había sido un policía el que, en 1940, había llamado a la puerta de nuestra casa para decirnos que mi padre había muerto en Dunquerque. Aunque no sabía qué muerte podía venir a anunciarnos ahora, no quería que mamá volviera a desmayarse.

En lugar de pasarme la tarde haciendo divisiones y dedicándome al estudio de la naturaleza con el grupo 5 y con la señora Coombs, la pasé en la comisaría de policía. El inspector Judd me estuvo interrogando largo tiempo, advirtiéndome desde el primer momento que, aunque fuera una mujer policía la que tomaría notas taquigráficas, el que de verdad me estaría escuchando sería Dios.

Lo que mejor recuerdo de Judd son sus cejas hirsutas de color castaño. Eran unas cejas constantemente enarcadas, a veces al mismo tiempo, a veces independientemente. Seguramente le dije algunas cosas que le resultaron sorprendentes.

La mayoría de sus preguntas hacían referencia a Duke y a Barbara, acerca de quienes hube de contarle todo lo que acabo de decirle a usted. No tenía motivos para esconder nada. El hombre no me había hablado para nada del asesinato ni tampoco me había dicho que sus sospechas se hubiesen centrado en Duke, por lo que yo me figuraba que el interrogatorio estaba provocado por el suicidio de Barbara. Al terminar me recordó que Dios tenía reservados terribles castigos para aquellos niños que no respetaban los Mandamientos y me preguntó si todo cuanto le había dicho era verdad. Lo era.

Fueron pasando los meses. Las bombas teledirigidas dejaron de visitarnos y se empezó a hablar de que el final de la guerra estaba próximo. Todos los alumnos de la escuela habían regresado de Somerset. En el tablón de anuncios había un mapa de Europa a todo color, editado por el Daily Telegraph, en el que el señor Lillicrap sombreaba metódicamente los territorios que iban siendo conquistados por los aliados. El día en que anunció a toda la escuela, reunida en asamblea, que el general Patton y el tercer ejército de los Estados Unidos habían llegado al Rin, tuve la intuición de que entre los soldados estaba Duke.

Una mañana del último mes de la guerra, mi madre me dijo que me pusiera el traje de franela gris porque íbamos a Londres. No dijo nada más, por lo que me figuré que íbamos al palacio de Buckingham para vitorear al rey y a la reina porque era el Día de la Victoria. Sin embargo, nos dirigimos a Lincoln’s Inn. Allí fui conducido a un despacho, donde estaba sentado el inspector Judd, departiendo con dos oficiales del ejército americano y un hombre con túnica negra y peluca. Para mí supuso un terrible desencanto. Se pasaron el resto del día insistiendo sobre las mismas cuestiones de las que nos habíamos ocupado en mi anterior conversación con Judd. Antes de despedirnos, me dijeron que posiblemente me pedirían que compareciese ante los tribunales al cabo de muy poco tiempo, pero que no me preocupase en absoluto, siempre que estuviese dispuesto a decir la verdad.

Durante el viaje de regreso a casa dispusimos de un compartimento de tren exclusivamente para nosotros. En respuesta a mis persistentes preguntas, mi madre acabó por confesarme que Cliff Morton había sido asesinado de manera horrible en Somerset y que Duke había sido acusado de dicho asesinato. Los americanos lo habían localizado en Magdeburgo y lo habían conducido nuevamente a Inglaterra, donde había sido sometido a interrogatorio por la policía británica y entregado a la justicia inglesa.

Quedé tan impresionado que no pude articular palabra.

Ya le he hablado antes de mi comparecencia a juicio, donde hice una declaración no jurada. El recuerdo de los hechos todavía sigue perturbando mis días. Hice mi declaración y respondí a las preguntas del juez y esto fue todo cuanto vi del Tribunal número uno de Old Bailey, puesto que inmediatamente después fui acompañado por un ujier y tan sólo tuve un atisbo fugaz de Duke, sentado en el banquillo de los acusados. ¡Ojalá que no lo hubiera visto! Su cara era la del hombre que ha escuchado su sentencia.

Supe después por los periódicos que fue llamado por la defensa al estrado de los testigos y que causó muy mala impresión, antes incluso de que el riscal se ocupase de él. Se mostró confuso con respecto a las fechas y negó estúpidamente toda relación con Barbara, alegando que únicamente había salido con ella el día del espectáculo del Día de Colón, que había pedido permiso para que ella lo acompañase y que, si la había invitado, había sido para formar dos parejas. Admitió también que el Día de Acción de Gracias (fecha del asesinato, según el proceso), fue a la granja con intención de invitar a Barbara a una fiesta, si bien insistió que lo había hecho para complacer a su amigo Harry y que la idea había partido de éste.

En lo que respecta a la violación, Duke admitió igualmente que me había encontrado en la era y que por mí había sabido que Barbara estaba siendo objeto de agresión por parte de Morton. Declaró que se había acercado al granero para escuchar y que había llegado a la conclusión de que, fuera lo que fuere lo que hubiese podido ocurrir allí dentro, el hecho había terminado y que, puesto que no había oído sollozos ni gritos de dolor, había decidido no intervenir. Insistió porfiadamente en que entre él y Barbara no existía ninguna relación de tipo romántico y, de hecho, dio la impresión de estar más preocupado por su reputación como hombre casado que por la acusación de asesinato, dirigiéndose en más de una ocasión con gritos de indignación a su propio consejo de defensa. Aquella actitud no cayó nada bien.

El tribunal no tuvo en consideración su estado mental después de diez u once meses de combatir en Francia y Alemania. Es más, convirtieron este hecho en un punto favorable para el demandante, al hacerle admitir, a través de una pregunta monstruosamente indigna, que para él tenía más valor cualquiera de los soldados alemanes que había matado en combate que Cliff Morton. Pese a que la defensa puso objeciones, aquella nefasta declaración había sido pronunciada. Me temo que para el jurado no era más que un hombre duro que presentaba una historia poco convincente.

Y aquí callé, porque Alice se sentía profundamente ofendida y no quería seguir escuchando la exposición de los hechos. Se sentía incapaz de pasar revista a aquel juicio con mirada imparcial.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó, clavando en mí sus ojos a través de los cristales de las gafas, como si yo pudiera tener algún tipo de influencia sobre los acontecimientos-. Si mi padre era culpable, según dictaminó el tribunal, no fue un hombre duro. Mató a un hombre que estaba violando a una muchacha inocente. Di que se dejó llevar por un arrebato, si quieres; no que era un hombre duro. Si la justicia británica lo colgó por eso, cometió un acto de justicia inicua.

Quise demostrarle la lógica del veredicto.

– La cosa está en que Duke no quiso admitir que había matado a Morton. De haberlo hecho, seguramente habría despertado una cierta simpatía, aunque no habría alterado tampoco la sentencia. Su mayor esperanza, entonces, se habría apoyado en el Ministro de la Gobernación, el único que estaba facultado para conmutar la pena de muerte por cadena perpetua.

Entonces ella modificó su ofensiva:

– ¿No existe acaso una figura llamada homicidio impremeditado, que califica el asesinato en condiciones de extrema provocación, cometido bajo la espuela de las circunstancias?

Lleno de cansancio (eran más de las dos de la madrugada), pasé a explicar la tesis del fiscal:

– Se arguyó que entre Duke y Barbara existían unos sentimientos de tipo romántico muy intensos. Que cuando él se enteró por mí de que la muchacha estaba siendo objeto de agresión, se dirigió precipitadamente al granero. Según él mismo había admitido, no subió al desván, sino que simplemente escuchó y decidió que el ataque había terminado. Después, según el fiscal, tomó la decisión de volver a la granja y de coger el arma del mueble donde estaba guardada. En consecuencia, hubo premeditación. Aquel retraso había descartado por completo el homicidio impremeditado.

– ¿Homicidio justificable? -preguntó ella.

– ¡Ni un segundo más! -respondí sin más contemplaciones.

Había sobrepasado los límites de mi paciencia y le dije que no siguiera insistiendo y que se fuera a la cama. Yo había cumplido mi promesa y le había contado punto por punto todo lo ocurrido; por supuesto, no me sentía en disposición de pasarme la noche entera discutiendo sobre el caso.

Extraordinariamente a contrapelo, con un montón de «peros» y de «acasos», por fin se dejó convencer y subió escaleras arriba, ella y saco de dormir.

Yo me quedé para fumarme un cigarrillo, recogí después unos almohadones y finalmente me fui con ellos al cuarto de los invitados.

Загрузка...