6

Parpadeó rápidamente dos o tres veces y sus labios temblaron, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Después, con voz ronca, me rogó:

– ¡Por piedad, Theo! No me dejes así ahora.

– Está bien -le dije-. Puedo explicarte lo que recuerdo, no otra cosa.

– Sin embargo, estoy segura de que has pensado muchas veces en todas estas cosas desde que ocurrieron.

– Sí, muy a menudo.

– En tal caso…

– Lo que yo haya podido pensar, no te servirá de nada. Lo que yo pueda pensar, déjamelo para mí. ¡Dios santo, nos vamos a pasar aquí la noche entera si empezamos a hablar de lo que pueda pensar cada uno!

Alice bajó la cabeza y apretó con fuerza los brazos sobre su pecho:

– Viviré con esta tragedia todo el resto de mi vida.

Aquella frase patética no tuvo la virtud de conmoverme, por lo que le contesté con acritud:

– Este suceso forma parte de mi vida. ¿Qué te figuras que siento al tener que revivir estos recuerdos?

– Lo siento -dijo.

Después se incorporó y me acercó la mano desde el otro lado de la mesa con gesto implorante.

– No te volveré a interrumpir, Theo. ¡Te lo prometo!

Volví a recoger el hilo de la historia.

Los montones de manzanas fueron multiplicándose en la huerta durante aquella última semana de septiembre de 1943 y difundiendo su aroma dulzón a través del aire reinante, un tanto frío. Yo me reunía con los trabajadores así que podía, encajando a contrapelo la escuela y las necesarias horas de sueño en los intervalos. Mientras trabajaba, rara vez me invadía la añoranza de mi casa.

Una tarde, después del té, vinieron los soldados americanos y pasaron unas horas con nosotros. Yo estaba encantado, sobre todo porque Duke trajo chicle para que lo repartiera entre los chicos de la escuela. Los yanquis suelen distinguirse por su generosidad con los niños, pero en mi caso se trataba de algo más personal. Duke comprendía mis sentimientos de niño refugiado. En los ratos de descanso, durante la recolección de manzanas, muchas veces me había preguntado si me trataban bien en el pueblo. Yo le había dicho que, de hecho, los niños de la escuela no eran diferentes de mis compañeros de Londres, salvo en su manera de hablar. Se mondaba de risa al enterarse de algunos de los nombres que la gente de allí daba a las dolencias que impedían a los niños ir a la escuela, como «tos saltarina», «mínimos rubios» o «información». Un niño había padecido de «orín de caballo» durante una semana entera. Duke me dijo que recopilaba palabras y dichos locales y me pidió que le hiciera una lista con todos los que pudiera recoger, no sólo en la escuela, sino también en la granja y alrededores. Es probable que viera en mí un niño pequeño y solitario que necesitaba algún tipo de evasión, aunque sé positivamente que el interés que sentía por el dialecto era sincero.

Sospecho que el señor Lockwood debió de enterarse de algunas de las cosas que llevábamos entre manos porque, al caer la tarde, me salió con una de aquellas frases suyas que todavía no he olvidado:

– Que estás por ahí cerca. En casa, te digo.

De vuelta a casa con Duke y el señor Lockwood, oí que el primero se interesaba por Barbara, que aquella tarde no se había dejado ver por ningún lado. El señor Lockwood aspiró con fuerza por la nariz y dijo:

– Harta de ver manzanas, imagino.

– Pero, ¿se encuentra bien, señor?

– Como unas pascuas.

Duke se aclaró la garganta y dijo:

– Algunos chicos de la base hacen una representación para la fiesta del día de Colón el sábado de la semana que viene. La mayoría son aficionados, pero no lo hacen nada mal. Harry y yo hemos pensado que a lo mejor Barbara y su amiga Sally…

El señor Lockwood preguntó, como si tuviera una relación evidente con lo que Duke acababa de decir:

– ¿Dispone de arma?

– Por supuesto que sí, señor -dijo Duke frunciendo el entrecejo.

– ¿Sabe manejarla?

– ¡Claro!

– Venga temprano. Mate unas cuantas palomas para cenar. Hágaselo saber a mi hija Barbara.

Así fue como me enteré de que el domingo siguiente se celebraría una partida de caza. Cuatro hombres con un total de tres armas; el señor Lockwood y su hijo tenían escopeta, una cada uno, mientras que Duke y Harry compartían una pistola automática de reglamento, un Colt 45. Nadie preguntó de dónde la habían sacado. Supongo que hacerse con ella era cosa fácil, comparado con el hecho de requisar un jeep y, a lo que se veía, esto último tampoco provocaba ningún problema.

A mí no me llevaron, debido a mi corta edad. Recuerdo que me quedé en la cocina y escuché disparos en el bosque y recuerdo también que lamenté la suerte de las palomas aunque, como hube de averiguar más tarde, habría podido ahorrarme las lamentaciones. En efecto, la partida de caza no reportó ninguna pieza y hubo que cenar huevos con tocino. Pese a ello, no podía decirse que la jornada hubiera sido mala para Duke, puesto que Barbara había accedido a ir al espectáculo del día de Colón si su amiga Sally iba también.

Aquel día terminó felizmente para mí, porque Duke me prometió que, cuando volviera otra vez, me enseñaría a manejar el Colt 45. Quizá incluso me permitiría disparar algunos tiros. Dejaba la pistola en el cajón del mueble donde se guardaban las demás armas, porque era seguro que no tardaría en haber otra partida de caza.

Aquella noche, en la cama, pensé que podía atribuirme el mérito de haber forjado la unión de Duke y Barbara. Era yo quien había emparejado a dos de las personas más amables de este mundo. De no haber acompañado a Duke a la granja, jamás habrían tenido la oportunidad de conocerse. A veces todavía pienso en ello. Pero la diferencia es que estos pensamientos ya no me sumen en un sueño profundo y reparador, sino que ahora me torturan y me llenan de remordimientos.

La noche de la fiesta, Barbara me trajo de la base una barra de Hershey. Era la medianoche pasada cuando, de puntillas, pasó por delante de la puerta de mi habitación. Yo la llamé, ella entró y se sentó en mi cama. Me describió todos los detalles del espectáculo, desde la actuación de un conjunto de jazz, formado por negros, hasta la de un soldado que había hecho una parodia de Hitler. Y tuvo la sorpresa de su vida cuando Duke subió al escenario, puesto que el número no figuraba en el programa. Los demás solicitaron su presencia para llenar un espacio con una canción mientras se hacían ciertos cambios en el escenario. Sus compañeros lo aplaudieron a rabiar cuando subió, después de lo cual le pasaron una guitarra y él, sentado ante el telón bajado, cantó tres o cuatro canciones. Tenía muy buena voz y un gran sentido del ritmo, aparte de que él mismo había escrito todas las canciones. Al público le encantó. Y a Barbara se le cayó la baba cuando, después de los aplausos, volvió a ocupar el asiento a su lado.

Me dijo también que volvería a salir con Duke. Aparte de su talento musical, había facetas de su carácter de las que ella no se había dado cuenta al primer momento: una gran educación y un gran sentido del humor, inofensivo pero pícaro. Además, era tímido, cosa que jamás se habría podido esperar tratándose de un yanqui.

Yo esperaba que, después de esto, vendría a menudo a la granja, pero Barbara prefería encontrarse con él en secreto. Seguramente no quería que sus padres supieran cuándo salía con él debido a que, en el pueblo, circulaban muchos rumores acerca de lo mal que se portaban los soldados americanos con las chicas. Barbara solía decir que salía con Sally, pero yo supongo que se encontraba con Duke en el prado y que éste la llevaba en el jeep a Glastonbury o a Shepton Mallet para tomar unas copas. El hecho es que ella siempre estaba de vuelta antes de las once, porque yo, por si quería entrar en mi cuarto y charlar un momento conmigo, dejaba siempre abierta de par en par la puerta de mi habitación.

Cierta vez que yo estaba limpiándome los zapatos en la puerta de la cocina, se me acercó la señora Lockwood y me habló de Barbara. Desde el incidente ocurrido en la huerta con Cliff Morton, había cierta tensión en la familia. Me parece que atribuían en parte a Barbara la culpa de lo ocurrido. La señora Lockwood me preguntó si alguno de los niños del pueblo había hecho algún comentario sobre el hecho de que Barbara saliera con americanos. No me fue necesario mentir y le contesté que no, que los chicos de la escuela no me habían hablado nunca de Barbara. Entonces la señora Lockwood me preguntó abiertamente si Barbara se veía con Duke.

Me puso entre la espada y la pared. La educación que yo había recibido me imponía decir siempre la verdad. O, por lo menos, la mayoría de las veces. Con los compañeros el precepto no regía, sí con los mayores. Mentir a los mayores era cosa fuera de programa. Pero me poseyó un arrebato de fidelidad. Barbara también era una persona mayor y yo la prefería a ella que a todos los Lockwood juntos. Como no quería traicionar la confianza que me había demostrado, me negué a contestar.

Lo cual no sirvió de nada, porque la señora Lockwood supo, por mi silencio, lo que quería saber. Y cuando me negué a corroborarlo, me obligó a apoyarme en la tabla de planchar y me dio unos azotes en el trasero con la zapatilla, por insolente y estúpido. Era una mujer que no se andaba con chiquitas.

Fue la única vez durante todo el tiempo que pasé en Somerset que recibí una paliza. No voy a hacer el acostumbrado comentario de que la tunda me sorprendió más que me dolió, porque la verdad es que me sorprendió tanto como me dolió. La zapatilla era de alivio. Hasta aquel momento había equiparado la manera de ser de la señora Lockwood con su voz. Me había tolerado en la cocina, me había alimentado, me había lavado la ropa y me había enviado a la escuela como estaba mandado. No me había dado su afecto, suplido con el afecto de Barbara, pero tampoco me había demostrado hostilidad. Cuando la juzgo después del tiempo transcurrido, comprendo que aquella mujer estaba sometida a tensión. Se sentía molesta por el hecho de que hubieran metido un refugiado en su casa y estaba preocupada por Barbara, sentimientos que afloraron el día que empuñó la zapatilla.

Tengo un recuerdo que quisiera revivir. Es huidizo y no estoy demasiado seguro de si no es, en parte, más bien un deseo después del castigo recibido. Me veo en la cama, aquella misma noche, con la cara mirando a la pared y mi almohada está húmeda; estoy casi dormido cuando noto el suave contacto de unos cabellos en mi cuello.

Es Barbara.

Permanezco inmóvil, porque no quiero que se dé cuenta de que estoy llorando. Su rostro reposa sobre el mío y permanece unos segundos junto a él. Después me da un beso en la mejilla. El contacto de sus labios me turba de una manera desconocida para mí hasta entonces. Me acaricia la frente y murmura en mi oído que quiere darme las gracias por lo que he hecho, me dice que soy su héroe. Sabe cómo ha debido de dolerme la paliza, porque también ella y su hermano Bernard las recibieron en su día, allí mismo, sobre la tabla de planchar, con la zapatilla, exactamente igual que yo. Pero me dice que ellos las merecían siempre, pero yo no, y que se siente avergonzada de lo que su madre ha hecho conmigo. Y me promete que nunca más volverá a ocurrir, por lo menos nunca más por su culpa. Antes de irse, me besa por segunda vez. No recuerdo nada más. No creo que sean imaginaciones mías. Parece que la oigo decir:

– Mi pequeño héroe…

No vaya a burlarse de mí; todos hemos sido niños alguna vez.

En noviembre se preparó el prensado de las manzanas. Las primeras escarchas habían helado las que estaban amontonadas en la huerta y hubo que cargarlas en carretas para trasladarlas al cobertizo donde se preparaba la sidra. Cuando digo «hubo que cargarlas» me refiero al señor Lockwood, a Bernard y a tres braceros, auxiliados a ratos por mí y por los americanos, ávidos de conocer los detalles de la preparación de la sidra. Por lo menos esto era lo que decían. Con todo, si venían para ver a las chicas, se llevaron un chasco, porque aquél era un trabajo reservado a los hombres.

A los hombres, pero también a los niños. A mí se me encargó una labor especial. El viejo cobertizo donde se preparaba la sidra tenía un desván y, una vez las manzanas en él, había que introducir los sacos por una ventana situada en la parte alta de la pared que daba a la era. Mi tarea consistía en estar en el desván y meter la fruta, ayudándome para ello con la luz de una linterna, en la boca de madera que alimentaba el molino situado debajo. Utilizaba para ello una pala de madera y, cuando el molino se ponía en funcionamiento y el señor Lockwood me daba una voz, yo descargaba una avalancha de manzanas a través de la abertura cuadrada que tenía en el suelo, las cuales bajaban por el embudo de tela de saco hasta el molino que silbaba y escupía y del que a continuación salía la sidra. ¡Algo tremendo! En los momentos de descanso, me dedicaba a patinar sobre la gran mancha negra y jugosa que se formaba en el suelo.

Debajo de mí, las manzanas eran convertidas en pulpa, primero con ayuda de unos rodillos con dientes de hierro, que las trituraban, y después con otros rodillos de piedra que las machacaban. En otro tiempo se había empleado la fuerza de un caballo para hacer girar los rodillos. Ahora, el señor Lockwood se servía simplemente de un motor, que utilizaba para todos los menesteres. La pulpa se recogía en un recipiente de madera colocado en la parte inferior del molino, que después se retiraba con palas de madera. En esta fase del proceso ya no se dejaba que el metal se pusiera en contacto con la fruta.

Junto al molino había una enorme prensa de madera. Sobre la misma se ponían capas alternadas de paja de trigo y de pulpa de manzana para formar lo que el señor Lockwood designaba con el nombre de «queso». Él permanecía de pie junto a la prensa, colocando las capas de forma que su extensión ocupara unos cuatro pies cuadrados y doblando los extremos de la capa de paja a medida que se iban superponiendo. El queso, acabado, era más alto que yo y, según decían, pesaba más de una tonelada.

Terminada la preparación, todo el mundo se reunió alrededor de la prensa. Se llamó a Barbara y a la señora Lockwood, que estaban en casa, se colocó una cuba debajo de la prensa, se dio vuelta al torno y todos nosotros lanzamos un grito de alegría cuando el jugo espeso y dorado salió a borbotones.

Sin embargo, las mujeres no habían acudido simplemente para mirar, como yo había supuesto al principio, sino que, en esta fase de la preparación, se encargaban de trasladar el zumo a unos toneles, sirviéndose para ello de unos cacillos de madera, donde tendría que fermentar. Lo que verdaderamente me sorprendió, al igual que a los americanos, fue ver al señor Lockwood echar una pierna de carnero en cada uno de los toneles.

– La mejor sidra es la que se alimenta de carnero -nos dijo mientras hacía girar los ojos, inyectados de sangre-. En Navidad, los huesos estarán mondos y lirondos.

Un sábado por la mañana, cuando todos estábamos en el cobertizo de la sidra, incluidos los soldados americanos, y tomábamos el té de la mañana, Bernard se dedicó a armar jaleo. Estoy seguro de que lo tenía planeado; era malévolo y se sentía resentido del cariz que tomaba la conversación cuando Harry estaba en vena. De pronto observó:

– Cliff Morton vuelve a rondar por aquí.

El señor Lockwood levantó la cabeza con viveza y preguntó:

– ¿Qué quiere decir eso de que ronda por aquí?

Bernard contestó evasivamente:

– Simplemente lo que digo, padre.

Tenía los ojos clavados en Barbara, que se quedó pálida. Era un sádico. No le habría costado mucho llevar a su padre aparte y hacer el comentario en privado.

El señor Lockwood insistió:

– ¿Ronda por la granja o qué quieres decir?

Sin apartar los ojos de Barbara, Bernard contestó:

– Anoche vi su bici cuando iba para casa. Metida en la cuneta, al otro extremo del campo del norte.

El señor Lockwood lanzó un generoso escupitajo en la paja.

– Como aquel hijo de puta…

Su mujer le interrumpió y yo me figuré que lo hacía porque no toleraba su lenguaje, pero no era así.

– Y encima, desertor -añadió ella-. Le enviaron los papeles en septiembre, según me han dicho. Tenía que haberse presentado el mes pasado.

– Como veáis a ese cerdo por aquí… -decidió el señor Lockwood-, me lo decís enseguida.

Bernard siguió a su padre cuando éste salió, pero no creo que encontraran la bicicleta ni tampoco a su dueño, porque ya no se volvió a hablar del asunto. El señor Lockwood volvió al cabo de veinte minutos para vigilar cómo se retiraba el queso aplastado de la prensa y se disponía la nueva carga. Yo ayudé a Barbara a llenar unas angarillas con pulpa seca para alimentar al ganado.

A la hora de comer, los ánimos estaban más apaciguados. El primer queso había aportado 110 galones de zumo, mientras que el segundo ya estaba cobrando forma gracias a la ayuda extraordinaria de los americanos. Cuando Duke y Harry se ofrecieron a darme unas cuantas lecciones de puntería con la pistola, el señor Lockwood les dijo amigablemente que no había necesidad de apresurarse.

Para satisfacción mía, Barbara dijo que le gustaría acompañarnos. Era evidente que estaba harta de su familia… o cuando menos de su hermano. Bernard, con todo cinismo y crueldad, había escogido el momento más oportuno para hablar del odioso Cliff Morton. Su intención era inquietar y alarmar a Barbara delante de todo el mundo, pero yo creo que provocó en ella más indignación que disgusto. Cuando atravesamos el campo y nos dirigimos a la zona de monte bajo donde Duke había decidido que nos daría la lección, Barbara seguía alicaída.

Nos turnamos para disparar a una vieja lata de gasolina. Aprendí a cargar el arma, a apuntar y a cogerla con fuerza. Me hacían falta las dos manos para contrarrestar el retroceso. Al final quedé más o menos empatado con Barbara en aciertos al blanco, aunque debo decir que ninguno de los dos habría sido de gran utilidad al ejército.

De vuelta a casa, y cuando atravesábamos el campo, Harry trató de animar la situación desatando el pañuelo que Barbara llevaba en la cabeza y pasándoselo a Duke. Barbara quiso recuperarlo, pero no pudo y, por otra parte, tampoco estaba de humor para ponerse a retozar por el campo. Si quiere usted saber mi opinión, creo que seguía contrariada por lo que se había dicho aquella mañana. Duke sostenía el pañuelo muy alto sobre su cabeza, flameando al viento, lo que habría obligado a Barbara a acercarse mucho a él para recuperarlo.

Algunas chicas habrían optado por hacerle cosquillas, pero Barbara era más lista: se apoderó del arma que asomaba en el bolsillo de Duke y lo apuntó con ella. Harry gritó que aquella clase de juegos eran peligrosos, pero Duke le devolvió en seguida el pañuelo y ella, arrojando el arma todo lo lejos que le permitieron sus fuerzas, echó a correr. Yo aquel día ya había vivido bastantes emociones.

Recuerdo que, cuando fui a recoger el arma y se la devolví a Duke, éste comprobó que no estuviera cargada. Ninguno de nosotros estaba plenamente seguro de que estuviera descargada cuando Barbara había apuntado a Duke. Éste todavía guardaba algunos cartuchos sueltos en el bolsillo. De regreso a la granja, los vació en el cajón donde se guardaban las armas, en el que dejó igualmente la pistola. Estoy absolutamente seguro de este detalle y así se lo dije al inspector Judd cuando me interrogó antes de que se celebrara el juicio.

El prensado de la sidra se prolongó a lo largo de toda la semana siguiente y no volvimos a ver a los soldados hasta que estuvo prácticamente terminado. Vinieron a vernos con su jeep la tarde del último jueves de noviembre, que era el día de Acción de Gracias. Dudo que los Lockwood hubieran oído hablar nunca de esa fiesta. Por lo que a mí respecta, la desconocía por completo, pero me sentí muy gratificado al recibir de Duke, como regalo, la figura tallada del policía que yo, con el tiempo, regalaría a mi vez a Alice.

Los americanos habían preparado una sorpresa; en la base iba a celebrarse una fiesta, en la que se serviría pavo asado y pastel de calabaza. Habían recogido a Sally en el bar y Harry la llevaba sentada en las rodillas, en el asiento delantero del jeep, con las primorosas enaguas asomando por debajo de la falda. Todo el mundo estaba contento. Es decir, nosotros estábamos tan contentos como los yanquis, porque habíamos subido al desván la última carga de manzanas y el señor Lockwood había querido demostrar su satisfacción ofreciendo, a la hora de comer, una ración extra de sidra de la cosecha del año anterior. Además, había dado permiso a los braceros para que se fueran temprano y sólo había quedado la familia en la casa.

Para mí, había sido un día de escuela como todos los demás y, desde la hora de salida, había permanecido en el desván ayudando a Bernard y a su padre a moler las últimas manzanas. Aquel armatoste hacía un ruido ensordecedor y no habría podido enterarme de que el jeep estaba en la era de no hacerlo visto llegar a través de la puerta abierta. Salté al remolque que estaba fuera, bajé de él y corrí a saludar a Duke cuando la señora Lockwood ya salía de casa con pastelillos y crema para obsequiar a los americanos.

Lo primero que éstos querían hacer era informar a Barbara de la fiesta del día de Acción de Gracias, a fin de que estuviera preparada. La señora Lockwood, con su voz sosegada, les dijo que, de cuatro a seis, Barbara tenía que encerrar a las vacas y ordeñarlas pero que, como aquella tarde había empezado a trabajar antes que de costumbre, no tardaría en terminar, y que seguramente estaría libre muy pronto y probablemente entusiasmada ante la perspectiva de asistir a una fiesta.

Yo escuché aquella perorata con sensaciones encontradas, sobre todo teniendo en cuenta que hacía poco más de un mes que había sido vapuleado de lo lindo por haberme negado a informar acerca de las relaciones entre Barbara y Duke. A lo que parecía, los Lockwood habían cambiado de opinión. El cartel de Duke había subido mucho de categoría desde que él y Harry se habían prestado a colaborar en las faenas de la granja. Barbara, por su parte, seguía queriendo hacer creer a la gente que sus ocasionales salidas al atardecer las pasaba en compañía de Sally, aunque yo tengo la absoluta seguridad de que, si hubiera dicho que salía con Duke, nadie habría puesto objeciones.

A veces me he preguntado si yo, en un plano subconsciente o secreto, estaba celoso de Duke. Puedo asegurar, en honor a la verdad, que no sentía animosidad alguna contra él y que no la sentí en ningún momento, ni siquiera cuando ocurrió lo que ocurrió. Era imposible que me desagradase, porque gracias a él y a Barbara pude sobrellevar aquellos meses que, de otro modo, habrían sido los más tristes de mi vida. Admito, efectivamente, un cierto resabio de contrariedad cuando los veía juntos y yo me sentía excluido, pero aquel sentimiento no llegaba a la altura de los celos.

Para volver a aquella fatídica tarde diré que Duke y Harry fueron a buscar a Barbara al campo que se extendía más allá de los matorrales. El ordeño de las vacas se hacía al aire libre, en unos cobertizos móviles a los que se daba el nombre de toldos. Las vacas de Gifford Farm estaban al aire libre noche y día, hasta bien entrados los meses de invierno.

Los restantes, entre los que se contaba Sally, comenzamos a dar cuenta de las pastas en la cocina de la granja. La señora Lockwood dijo que mantendría caliente la segunda hornada que destinaba a los demás, si bien nunca llegaron a consumirla. Pasados unos quince minutos, volvieron los americanos e informaron de que no habían podido encontrar a Barbara.

La cosa era de lo más incomprensible, porque antes de irse, había dicho que iba a ordeñar las vacas. Siguieron una serie de comentarios confusos entre Bernard y Harry acerca del campo al que habían ido pero, como indicó Duke, no había más que un rebaño de vacas y Barbara no estaba con ellas. Era, pues, evidente para todos que todavía no habían sido ordeñadas.

El señor Lockwood dijo que daría un vistazo por los alrededores así que hubiera cargado nuevamente el molino. Al poco rato todos estábamos ocupados en su búsqueda. La señora Lockwood aventuró la idea de que la sidra de la comida se le hubiera indigestado y que estuviera descansando en alguna parte.

No pienso hacer del suceso una historia de intriga. Aquello que el destino depara a los que uno ama, cuando es tan angustioso, tan profundamente perturbador, es difícil de expresar con palabras. Yo descubrí a Barbara. El instinto o la intuición me condujeron a uno de los graneros más pequeños, algo apartado del conjunto de elementos que componían la granja.

A primera vista, era un sitio donde su presencia resultaba un tanto inverosímil, porque el granero estaba lleno de paja hasta las tres cuartas partes de su capacidad. Pero oí un ruido, demasiado fuerte para ser producido por una rata. Procedía del desván, que estaba debajo del tejado y que cubría la mitad del granero. En él también se guardaban balas de heno. Como no encontré ninguna escalera, me serví de las balas de heno como de peldaños. Ya en el desván, encontré ante mis ojos un muro de heno de metro y medio de altura, pero algo me decía que, detrás de él, había alguien, puesto que ahora llegaban hasta mí, perfectamente audibles, movimientos muy enérgicos, de hecho tan activos que me hicieron desistir de solicitar ayuda.

No podía creer que fuera Barbara.

Recorrí la barrera de heno hasta un espacio triangular donde la última bala tocaba el ángulo formado por el tejado. Introduciéndome de lado entre las alfardas y el heno, conseguí penetrar lo suficiente para tener una visión reducida del otro lado.

Lo que se ofreció a mis ojos fue mi pobre, mi amable amiga Barbara, violada por Cliff Morton. Y cuando digo violada, estoy empleando un vocablo de adultos para designar un acto que, a la edad en que hube de presenciarlo, no me resultó comprensible como me resulta ahora. Una agresión violenta, indecente y humillante, perpetrada por un hombre fuerte contra una mujer indefensa. La penetraba como un animal en celo mientras ella luchaba y jadeaba, golpeando con los puños el suelo del desván. Tenía la blusa desabrochada hasta la cintura y el mono y las bragas bajados y enrollados alrededor de una pierna por debajo de la rodilla.

No podía hacer otra cosa que saltar a tierra desde el desván y echar a correr frenéticamente hasta encontrar a alguien, a quien fuera… Quiso el destino que fuera Duke.

Salía del cobertizo donde se guardaban los aperos de la granja. Le grité al punto que Barbara estaba en el granero pequeño, que Cliff la había desnudado y que estaba haciéndole daño. Duke no respondió palabra, pero atravesó la era como un rayo en dirección al granero. Yo corrí llorando a la granja, donde estaba la señora Lockwood hablando con Sally y, con palabras entrecortadas, expliqué lo que acababa de ver. Les dije también que Duke había ido al granero. Ya no podía hacer más.

La señora Lockwood echó a correr, dejándonos a Sally y a mí en la cocina. A los cinco minutos volvía con Barbara, a la que rodeaba con el brazo. Barbara sollozaba histéricamente. Las dos juntas fueron directamente al dormitorio de Barbara.

De aquel día sólo recuerdo otra cosa, mucho más tarde, cuando ya estaba en cama: la señora Lockwood inclinada sobre mí, ofreciéndome una bebida. Y que yo le preguntaba cómo estaba Barbara y que ella me decía que todo iba bien, que todo se solucionaría y que yo debía dormir.

El día siguiente me tuvieron todo el día en casa. Así que me levanté, pregunté por Barbara y se me dijo que estaba descansando, pero yo observé que las cortinas de su dormitorio no estaban corridas. Aquella noche había escuchado sus sollozos.

Ya no la volví a ver nunca más. El otro recuerdo que tengo es el martilleo del domingo por la mañana: hubo que echar abajo la puerta de su cuarto. Y recuerdo también los gritos al encontrarla muerta: se había cortado el cuello con la navaja de su padre.

Aquella mañana, algo más tarde, mi tutor, el señor Lillicrap, vino a recogerme. El lunes, uno de los maestros me acompañó en tren a Londres y a casa. Había dejado de ser un refugiado.

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