15

Queríamos comer. Parece una cosa sencilla, ¿verdad? Pues no lo fue en absoluto en Bath, un domingo por la tarde, en el mes de octubre de 1964. Los restaurantes estaban todos completos y los hoteles se negaban a admitirnos. Habría que traducir al latín la frase «abierto sólo para residentes» e incorporarla al escudo de armas de la ciudad. Pudimos conseguir, finalmente, que nos admitieran a regañadientes en un sótano infecto de Great Pulteney Street, que hacía las veces de comedor y de sala de estar de un pequeño hotel particular llamado La Cura Anual. Si las circunstancias descritas favorecían el color local, no creo que contribuyeran a atraer clientes, puesto que éramos los únicos comensales.

Mientras Alice seguía pensativa, seguramente abstraída en la visita que acabábamos de hacer a los Ashenfelter, cogí el menú manchado de salsa y escrito con escasísimo respeto a la ortografía.

– Si te apetece algo fuera de lo común, veo que aquí sirven «hasado de la casa» con hache -comenté con voz demasiado alta, porque, invisible detrás de mí, estaba el dueño.

– Si no les gusta, pueden ir a otro lado -dijo el hombre, que parecía oriundo del centro de Europa.

Le señalé el error, lamentando para mis adentros la observación. Me arrebató la carta de las manos, corrigió la falta a lápiz, me la devolvió y, en tono ácido, preguntó:

– ¿Maestro de escuela?

– Algo así.

– Escogimos lenguado con patatas fritas a la francesa, sin meternos en los berenjenales de la ortografía, y Alice preguntó dónde estaba el lavabo antes de dirigirse escaleras arriba.

Al retirar la silla para levantarse, le comenté algo sobre nuestra partida de caza, que no pareció divertirla demasiado. Todavía no se había recuperado mentalmente y me parece que tampoco había hecho mella en ella el zarrapastroso ambiente que nos rodeaba.

Solo en la mesa, pasé revista a los descubrimientos del día. Era indudable que Alice saldría muy pronto del estado de introspección en que se había sumido y que no tardaría en lanzarse a un análisis a fondo de la cuestión que nos ocupaba. Mejor sería, pues, que pusiera mis pensamientos en orden.

Había hecho dos descubrimientos con respecto a Alice.

En primer lugar, era peligroso estar con ella. Al revelar su identidad a Bernard Lockwood, corrimos el riesgo de que éste nos pegara un tiro, aparte de que había tratado a Harry, otro carácter violento, con una absoluta falta de respeto.

En segundo lugar, en la columna del haber, había que consignar unos cuantos buenos resultados. Gracias a su manera abierta de enfocar las cosas, habíamos localizado a Harry identificándolo como su padrastro, aparte de que también nos habíamos enterado de que se había casado con Sally Shoesmith. Además, habíamos tenido una visión diferente de la relación existente entre Duke y Barbara. Según Harry, no existía una relación amorosa entre ellos, y el hecho de que yo supiera que aquello no era verdad, no restaba nada a su importancia. O Harry estaba engañado o era el malo de la película.

Pero había que hacer una estimación de Alice. Veía claras sus motivaciones. Una mujer capaz de pasar tan rápidamente del papel de muchachita abandonada al de compañera de cama distaba mucho de ser una ingenua. Se había servido de mí, me había manipulado, había explotado mis reacciones. A decir verdad, a mí todo esto no me importaba demasiado porque, más allá de los recovecos de su carácter, percibía una personalidad que me gustaba: era inteligente, adaptable, pese a que algunas veces fuera cabezona y, por otra parte, poseía una cualidad importante. En efecto, era valiente, muy valiente. Una chica diferente.

Ya he hablado de aquel momento en que, mientras secaba con la toalla su cabello ante la chimenea de la taberna, advertí que la deseaba. Para ser totalmente honrado con respecto a este punto -¿acaso no lo he sido hasta ahora?-, debo decir que aquel deseo existía solamente por mi parte, puesto que yo no había captado ninguna señal procedente de ella.

Bueno, prácticamente ninguna. De haber existido un momento de acercamiento mutuo, había sido antes. Sí, sonría si quiere, pero no me estoy refiriendo al momento en que estábamos los dos en cama, porque aquello no había sido más que una experiencia, un placer, algo tan excitante como mi cuerpo no había tenido nunca el privilegio de sentir, pero algo exclusivamente sensual.

Me refiero a otro momento. ¿Se acuerda de cuando fuimos a Gifford Farm y ella me cogió de la mano? ¿Y de cuando me deslizó el brazo alrededor de la cintura mientras estábamos en el desván del granero?, pues el hecho es que en aquellos momentos sentí que asomaban otras posibilidades, como la comprensión, el respeto y, quizá, el afecto.

¿Qué había ocurrido, sin embargo, en el viaje hasta Bath, cuando había tratado de besarla? ¿Qué había puesto aquel témpano entre los dos?

Recordé la conversación que habíamos sostenido en el desván del granero. Yo había eludido algunas de las preguntas íntimas que ella me había dirigido en relación con Cliff Morton y su agresión a Barbara. No es que me evadiera, sino simplemente que aquellos comentarios me hacían sentir incómodo y no podía evitar demostrarlo, lo que me hacía parecer evasivo.

En consecuencia, si quería llegar a Alice, tenía que construir algunos puentes y debía colaborar en relación con todo lo que había visto y oído.

Para empezar, debía centrarme en la visita a Gifford Farm. Bernard no habría podido demostrar más a las claras que le molestaba nuestra presencia en la granja. Su actitud nos decía que lo pasado había pasado y, hasta cierto punto, yo estaba de acuerdo con esta actitud, puesto que también yo la había adoptado hasta que Alice me había obligado a abandonarla. Aun así, ella no me había encañonado con una escopeta.

No podía entender que Bernard y sus padres quisieran olvidar el pasado. Desde la violación y el suicidio de Barbara habían tenido que pasar por toda una serie de incomodidades. Las pesquisas, el descubrimiento del cráneo en el barril y la ruina del negocio de la sidra, por no hablar además de la constante presencia de la policía en la granja, buscando incesantemente restos humanos. Por otra parte, también se había sospechado de George Lockwood como posible asesino de Cliff Morton, y la cosa no había terminado con la detención de Duke, ya que toda la familia había tenido que comparecer a juicio para prestar declaración.

En este punto se introdujo en mis pensamientos una idea un tanto mezquina. En su comprensible deseo de conseguir un veredicto positivo y hacer que toda aquella historia quedara sumida en el olvido cuanto antes mejor, ¿no habrían hecho los Lockwood excesivo hincapié en las pruebas contra Duke? El proceso se había centrado principalmente en el testimonio del forense, respaldado por las pruebas circunstanciales tanto de los Lockwood como mías. Entre todos habíamos presentado un cuadro de Duke convertido en amante vengador. No quería decir con esto que los Lockwood fueran culpables ni perjuros ni que yo comulgara con todo lo que Harry nos había contado pero, ¿no podía ser que hubiéramos interpretado erróneamente algunas de las cosas que había hecho Barbara?

Aquellos pensamientos volvieron a conducirme a Harry.

Su versión de los hechos había sido sensacional. O quizá fantástica sería la palabra más adecuada. Según él, Duke no sentía interés ninguno por Barbara y, para conseguir que la acompañase, había que convencerlo, por no decir obligarlo. Al decir de Harry, aquellos románticos paseos al atardecer por los prados de Somerset no incluían a Duke y, la tarde en la que se produjo la violación y el asesinato, éste se había mostrado deprimido, aunque no a la manera de quien acaba de volar los sesos de un semejante.

La pregunta que ahora me hacía era la siguiente: ¿por qué Harry había de contar todas estas cosas si no eran verdad?

Existía una explicación: la revelación que había hecho de que él y Duke, siendo muy jóvenes, habían rivalizado para conseguir los favores de Elly, la madre de Alice. Harry lo había dicho sin concederle mayor importancia, porque ahora no costaba mucho despacharlo como si sólo se tratase de una cita para ir a tomar un helado. Pero, ¿qué habría sentido él en aquel entonces, cuando Duke, tras barrerlo del horizonte, se había casado con Elly? ¿Acaso no se habría sentido amargado, resentido ante aquella herida que con el tiempo se habría ido emponzoñando?

¿De no ser así, de no abrigar estos sentimientos, se habría casado con Elly así que tuvo oportunidad de hacerlo?

Quizá Harry, que se decía compañero de Duke, de una manera cínica y deliberada aprovechaba el alejamiento de casa para promover y alentar una relación entre Duke y la primera chica que se presentase. Quizá había planeado desde el primer momento revelar a Elly que su joven esposo le era infiel. Es cosa fácil sacar partido de la soledad de un hombre. «Ven con nosotros y así seremos cuatro, Duke, y así yo podré estar con Sally.» Y a Sally: «Chica, mi amigo es un tío muy tímido, pero la verdad es que le gusta tu amiguita Barbara». Sólo faltaban unas cuantas señales alentadoras por parte de Barbara y la cosa estaba en el saco.

Supongamos que todo el plan se viniese abajo a consecuencia del ataque de Cliff Morton a Barbara. Duke mató a Morton arrastrado por un sentimiento del honor en el que no se había detenido a reflexionar, en tanto que Barbara se suicidó por vergüenza y desesperación. No hay duda de que aquellos hechos impresionaron profundamente a Harry pero, puesto que era un oportunista, optó por esperar a que las aguas se aquietaran, para aprovechar después la oportunidad que se le brindaba. En efecto, así que la ley hubo cumplido su sentencia, fue a visitar a Elly, la pobre y desconsolada viuda, como el amigo atento que pretendía ser.

Como explicación, aquella versión cuadraba tanto con los personajes como con los hechos conocidos, aparte de que explicaba la frialdad de Harry con Alice y conmigo cuando llamamos a su puerta para hablar sobre el asesinato. Su primer impulso había sido despedirnos a cajas destempladas, el segundo, negar que en ningún momento hubiera existido nada serio entre Duke y Barbara.

Si habíamos conseguido entrar, había sido gracias a Sally.

En cuanto a ésta, ¿qué se podía decir de ella?

Si en mi teoría había algo de verdad, a buen seguro que ella tenía también su parte de culpa. Sin embargo, había acudido en nuestra ayuda y nos había invitado a entrar cuando Harry ya nos había cerrado la puerta. Era evidente que existía tensión entre Harry y ella y que ésta se hizo más evidente cuando él salió de la habitación para ir a buscar bebidas y ella estuvo en un tris de revelarnos quién sabe qué cosa acerca de la relación entre Duke y Barbara. ¿Qué había dicho Sally cuando hablamos del juego de predicción del futuro, practicado con la manzana, y Barbara partió la última pepita, la del soldado? «Aquello la impresionó muchísimo. Como estaba embarazada y después de todo lo que había pasado… Entre nosotras dos no había secretos. Iban a casarse.» Y cuando yo, con todos los miramientos posibles, le había dicho que Duke tenía ya mujer y una hija en América, había dado la impresión de que no estaba enterada del hecho y había dicho: «No entiendes nada». ¡Pobre Sally! ¿Quería decir aquello que Harry no le había contado nunca la verdad?

Me hubiera gustado volver a hablar con ella.

No seguí en mis cavilaciones porque volvió Alice. Para contrariedad mía, se había vuelto a hacer la trenza, y tenía un aire más solemne que nunca. Y como un caso único en la experiencia que yo tenía de las mujeres, no había aprovechado la oportunidad de pasar por el lavabo para retocarse la pintura de los labios, lo cual no era nada alentador. De hecho, me indujo a prepararme para lo peor que, efectivamente, no tardó en llegar.

La chica se quedó estudiándome un momento, como si hubiera decidido de pronto que había que resolver algo entre nosotros y, finalmente, dijo:

– Esta noche me quedo aquí. Acabo de reservar una habitación individual arriba.

Con aire necio, conseguí articular:

– ¿Qué?

Esperó un momento a que me sosegase, mientras yo miraba las botellas de catchup, alineadas en el estante, todas con su depósito de sustancia roja y petrificada alrededor del tapón. Había que estar desesperado para decidir quedarse una noche en un lugar como aquél.

– ¡No me digas! ¿En este tugurio?

– En efecto.

– ¿Lo haces por mí? ¿He dicho algo que te ha molestado?

– Nada en particular.

– ¿Qué ocurre entonces?

En ese momento llegó la comida. Pescado reseco y patatas fritas medio crudas sin verdura ni acompañamiento de ningún género, todo ello dejado con brusquedad sobre la mesa y seguido de una de las botellas de catchup a las que antes hacía referencia.

Con todo la consideración de que fui capaz, dije:

– Alice, me gustaría saber de qué se trata.

Con los labios apretados, se quedó mirándome sin decir nada.

– No pienso dejarte en una pocilga como ésta si no me das una explicación coherente -añadí.

Apartó de sí el plato, cuya comida ni siquiera había tocado.

Desde el otro lado del abismo que se había abierto entre los dos, le dije:

– ¿No crees que tengo derecho a una explicación?

Algo que era alarmantemente afín al menosprecio cruzó por su rostro.

Sin embargo, yo no estaba dispuesto a arriar velas.

– Tiene relación con algo que me preguntaste antes, ¿no es verdad?

Por fin hubo una respuesta. Movió la cabeza afirmativamente.

– Con algo que ocurrió cuando subimos al desván del granero, ¿no?

Y ahora articuló la palabra:

– Sí.

Esto quería decir que volvíamos a trasladarnos a la violación.

Alice debió de ver la tensión de los músculos del rostro y, frunciendo los párpados, me lanzó una mirada de amonestación.

– ¿Ha habido algo que te hiciera pensar en esto? -le pregunté.

– Claro que sí, lo que Harry acaba de decirnos.

– ¿Harry? Ése miente más que habla.

Tras una pausa, como para dar más fuerza al sarcasmo, me preguntó:

– ¿Cómo has aprendido a ser un juez tan infalible, Theo? ¿Es intuición, un sexto sentido o se trata simplemente de que no confías en los yanquis?

– ¿En Harry? -pregunté con una sonrisa irónica.

– No, no sólo en Harry. Tampoco en mi padre.

– Yo confiaba en él.

– Pero no cuando decía cosas que tú no querías creer.

– ¿Como por ejemplo…?

– Como por ejemplo cuando hablaba de lo que sentía por Barbara. Entre ellos dos no hubo nunca nada serio.

– ¿Y cuándo lo dijo? -dije frunciendo el ceño.

– Ante el tribunal. Bajo juramento.

– Entonces yo estaba confundido.

– Theo, consta en las declaraciones. Lo he leído en uno de tus libros. Entre los dos no había nada serio. Lo dijo él.

– Depende de lo que tú consideres serio. Yo diría que el estado de la chica indicaba que allí había algo serio -comenté sin pensar dos veces lo que decía.

Se pasó la mano por el cabello y dijo con voz fría:

– ¿Ésa es la basura que tratabas de venderle a Harry? ¿Crees de verdad que mi padre dejó embarazada a Barbara?

Estaba en su pleno derecho a mostrarse a la defensiva en relación con Duke. Yo también quería a Duke y sabía que la verdad es dolorosa.

– Alguien fue el autor, Alice. Barbara no era una muchacha promiscua.

– No lo pongo en duda. Lo que sí discuto es que mi padre fuera el responsable.

Me recliné en el asiento.

– ¿Quién crees que era el responsable, entonces?

– Cliff Morton. Tú mismo me has dicho que Barbara estuvo con él.

– Yo sólo te he comentado los rumores que corrían en 1943.

Me incliné hacia adelante:

– Estaba embarazada de dos meses cuando murió a finales de noviembre. Salía con Duke desde septiembre.

Alice hizo chasquear la lengua, como si escucharme fuera una banalidad.

Yo, entretanto, mientras me llevaba a la boca unas patatas fritas blanquísimas y me dedicaba a masticarlas, dejé que reflexionara sobre lo que acababa de decir y, pasado un momento, añadí:

– Supongo que estás pensando en lo que te dije sobre el incidente de la huerta de manzanas, cuando despidieron a Morton. ¿Crees que la dejó embarazada en aquella ocasión? Es verdad que la chica estaba muy trastornada y lo mismo sus padres, que tenía señales de mordiscos en el cuello y en los hombros, pero de aquí a pensar que hubo unas relaciones sexuales completas hay una gran distancia. Todos habrían reaccionado de una manera mucho más seria. Y no sólo ellos, sino cualquiera. Pienso que hubo algunos escarceos en la hierba, unos cuantos besos robados al azar, pero no mucho más.

– ¿Con el consentimiento de Barbara?

Sentí que se me helaba la sangre.

– Por supuesto que no.

Las cejas de Alice asomaron por encima de sus gafas.

– ¿Y por qué no?

Estaba increíblemente lejos del blanco o es que simplemente trataba de pincharme. Tras decidir tomarme las cosas a la ligera, solté una risita, prácticamente inaudible.

– Porque lo despreciaba. Porque tenía mala fama. Porque no tenía un trabajo fijo. Porque se escabullía de sus deberes militares. Porque no era del gusto de la familia…

– Pero lo contrataron para que recogiera manzanas.

– Forzados por las circunstancias. Había escasez de hombres.

Alice buscó con la mano la trenza y se acarició el cabello.

– No querrás hacerme creer que Cliff Morton fue con Barbara porque ésta se dejó… -le dije.

– Ni te atreves siquiera a decirlo -dijo Alice con voz en la que se mezclaban a partes iguales la conmiseración y el desprecio-. Theo, tú habías idealizado a la chica. Era amable contigo y la convertiste en una santa. No lo critico. Cuando yo era niña también había sentido pasiones como ésta por ciertas personas. Pero hay una cosa, tú ya no eres un niño de nueve años. Por el amor de Dios, hablemos de todo esto como personas adultas, porque tengo la impresión de que estás perdiendo de vista a la verdadera Barbara. Yo creo que amaba a Cliff Morton.

– ¡Imposible!

– ¿Me dejas terminar? Empecemos por algunos hechos de la vida. Simples matemáticas. Cuando Barbara murió estaba embarazada de dos meses, ¿no es así? ¿Cuándo se suicidó exactamente?

– El domingo. El 30 de noviembre.

– Lo que quiere decir que quedó embarazada a finales de septiembre o a primeros del mes siguiente.

– Posiblemente.

– Mi padre llegó a la granja a finales de septiembre.

– Así es.

Hasta allí, por lo menos, estaban expuestos los hechos en los que ambos podíamos estar de acuerdo. Me saqué de la boca una espina de pescado y la aparté a un lado del plato. Tenía un atisbo del punto al que ella quería ir a parar, pero no era más que un atisbo. Los hombres no están tan acostumbrados como las mujeres a contar semanas y meses.

– Si tus palabras son exactas, no estuvieron nunca juntos hasta el día del concierto del Día de Colón.

Aquel atisbo, aquella chispa acababa de convertirse en una llamita.

– El Día de Colón es el 12 de octubre, pero nosotros solemos celebrarlo el segundo lunes del mes.

Después de dejarme tiempo para que asumiera aquella afirmación, añadió:

– Theo, el concierto no pudo tener lugar antes del 8 de octubre.

La contemplé con aire estupefacto. ¿Por qué no lo había deducido sin su ayuda? Aspirando una profunda bocanada de aire, hube de admitir con toda la dignidad de que fui capaz:

– Duke no pudo dejarla embarazada.

– Gracias -dijo y, mirando por encima de las gafas, comentó-: Pero fue otro.

Con la voz teñida de desprecio, no pude por menos de decir:

– ¡Morton, hijo de puta! ¡Fue él, en el huerto!

Pero ella, sarcásticamente, comentó:

– Acabas de decirme que no encaja con los hechos.

– Tiene que encajar -proferí-. Estaba equivocado.

– ¡No! -dijo Alice-. No estabas equivocado. No va a gustarte lo que voy a decirte, Theo, pero Barbara y Cliff eran novios.

Y avanzando la mano como para calmarme, dijo:

– Antes de que pongas el grito en el cielo, ¿vas a contestarme lo que voy a decirte? ¿Cuándo viste por primera vez a Cliff?

– Supongo que aquella mañana, en el huerto.

– ¿Quieres tratar de recordar con toda exactitud?

Lancé un suspiro de impaciencia. Aquella manera suya de hablarme se parecía demasiado al interrogatorio exhaustivo al que había sometido, hacía poco, a Harry Ashenfelter. Muy bien, si lo que buscaba era llevarme al estrado de los testigos, se enteraría de la escasa consideración que sentía por la última de sus teorías. Fríamente, le recordé:

– Me parece que ya te lo he contado. Fue durante el descanso, cuando la señora Lockwood nos trajo el té. Había unas cuantas personas que me eran desconocidas, pero advertí a Morton porque vi que recogía una taza de té para Barbara y después se sentaba a su lado. Esto no demuestra nada.

– Aquello te desconcertó un poco, porque burlaba tus planes de casamentero. Fue por esto por lo que te diste cuenta de su presencia, ¿no es verdad?

No estaba dispuesto a dejar aquella observación sin respuesta:

– Nada de casamentero. Nunca hice nada para fomentar la relación entre Duke y Barbara.

Alice volvió a formular la frase:

– Para ti eran personas que se apartaban de lo común y por esta razón esperabas que entre los dos surgiera algo.

Lo acepté.

– Vayamos a lo ocurrido aquella tarde -dijo Alice-. Si entendí bien tus palabras, parece ser que Barbara desapareció a la chita callando en un lugar oculto de la huerta.

– ¿Cómo a la chita callando? -objeté-. Esta expresión da un sesgo diferente a lo ocurrido, como si se tratara de algo furtivo.

– Está bien, fue llevada a rastras y gritando hasta lo más profundo del bosque, ¿fue así?

– Bueno, no exactamente…

– Después tampoco se escucharon gritos. ¿No es posible que se escabullera discretamente y por propia voluntad para encontrarse con Cliff?

– Es posible -admití, aunque dando a entender que se trataba de una posibilidad extremadamente remota.

Pero ella no se dejó arredrar.

– ¿Estás completamente seguro de que a los Lockwood no les gustaba Cliff?

– En las dos ocasiones que lo mencionaron, lo hicieron en tono de desprecio.

– Lo que quiere decir que si Barbara se hubiera encaprichado con él, la cosa no les habría encantado.

– ¿Adónde quieres ir a parar? -le dije, frunciendo el ceño.

– A una explicación plausible de lo ocurrido aquella tarde. Corrígeme si me equivoco pero, ¿no es así como tú lo describiste? La señora Lockwood se dio cuenta de que, a la hora de tomar el té, Barbara había desaparecido, por lo que encomendó a su marido que la buscara. Al poco rato apareció Cliff, que tuvo que marcharse compungido, con el rabo entre piernas y, sin hablar con nadie, se encaminó al lugar donde tenía la bicicleta, en dirección a poniente. Al poco rato apareció Barbara, arrasada en lágrimas y con el cabello suelto, desde la misma dirección, seguida de su padre. Se marchó, al lado de su madre, en dirección a la granja.

Alice, después de una pausa, dijo:

– ¿No te parece que el comportamiento de Barbara es más propio de alguien cogido en falta que el de una persona víctima de una agresión?

No sabía qué responder. Como Alice había señalado, yo ya me había dicho que la violación no encajaba con los hechos, mientras que su explicación los hacía cuadrar perfectamente, siempre que uno fuese capaz de aceptar aquella grotesca suposición que convertía a Morton en amante de Barbara.

El dueño volvió para recoger los platos y para enterarse de si queríamos melocotón en almíbar. Optamos por un café. Necesitaba aquel momento de distracción.

– Acompañado de una copa, sin duda alguna -observé de paso a Alice.

Ella asintió automáticamente, llevada por la impaciencia de seguir preguntando. Tenía los ojos dilatados, supongo que como reacción ante la excitación provocada por la defensa de su padre.

– Hablemos ahora de la observación de Sally, me refiero a lo que ha dicho de que no habías entendido nada con respecto a Barbara y a las pepitas de manzana. Sally era la mejor amiga de Barbara, ¿verdad?

– Sí.

– Así pues, si hay alguien que sabe algo de la vida amorosa de Barbara, esa persona es Sally. Ahora bien, cuando Barbara partió la manzana por la mitad, le salieron dos pepitas: hojalatero, sastre. Al partir una de las mitades, no le salió ninguna pepita, así es que cortó la otra mitad y entonces apareció otra: soldado. ¿Te das cuenta, Theo? Partió la pepita del soldado, lo que dejó a Barbara muy preocupada, porque aquello era de mal agüero. Me parece que me dijiste que después, por la tarde, descubriste que estaba llorando.

– Es lógico -dije-. En Somerset se toman las supersticiones muy en serio. Y lo que es más extraño es que quizá fue una premonición de la tragedia, teniendo en cuenta que Duke era un hombre condenado.

– Duke, no -dijo Alice.

La miré fijamente sin comprender.

– Cliff Morton -dijo.

Me quedé boquiabierto.

– El que estaba condenado era Cliff -dijo Alice.

– Duke era el soldado -dije yo moviendo la cabeza.

– No el soldado en el que Barbara estaba pensando. Cliff acababa de recibir los papeles que lo llamaban a filas. Barbara pensaba en él. Iba a perderlo, porque ingresaba en el ejército. Iba a perder a su amor. Y, al cortar la pepita, lo tomó como aviso de que moriría en el combate. ¿No lo ves, Theo? ¿Cómo iba a ponerse a llorar por mi padre, si apenas lo conocía?

Aquella lógica no tenía fallo. Si se aceptaba que entre Cliff y Barbara existía una relación, la explicación era convincente. Al bajar los ojos, advertí que yo había hecho un corte en el mantel de plástico.

– ¿Te das cuenta ahora de por qué Sally nos dijo que no habías entendido nada? -dijo Alice, para rematar su tesis.

– De acuerdo -dije, pasando a la ofensiva-, pero si Barbara estaba tan unida a Morton, ¿cómo te explicas que fuera al concierto con Duke?

– ¡Aquello era una comedia! Se servía de Duke como de un medio para tranquilizar a sus padres, porque no les gustaba Cliff. Incluso es muy posible que le prohibieran continuar viéndolo después del incidente del huerto. En consecuencia, ella hacía como que salía con uno de los soldados americanos.

En esto la había cogido. La chica tenía un buen cerebro y hasta este punto había fraguado una versión plausible de los hechos, pero advertí que en este punto se había equivocado.

– ¿Hacía como que salía? -dije con suave ironía.

– Así es, Theo. Como decía Harry, entre los dos no hubo nunca nada serio.

– Barbara no hacía sus confidencias a Harry, sino a mí. Aquella noche a la que hacías referencia, la primera en la que salió con Duke, vino después a mi habitación y estuvimos hablando de lo ocurrido.

Barbara suspiró y se miró las uñas.

– Ya me lo has contado.

No estaba dispuesto a que despachara la observación tan bonitamente.

– Estaba radiante con la excitación.

– Sí, claro, lo había pasado muy bien en el concierto. Supongo que, en tiempos de guerra, las chicas, no tenían muchas ocasiones de divertirse.

Con el tono levemente amenazador que usaba a veces con los estudiantes difíciles, dije:

– Alice, te he concedido la cortesía de escucharte. Haz lo mismo conmigo. Barbara no se limitó a hablarme del concierto, sino que me confió sus sentimientos sobre Duke y me dijo que se había sentido rebosante de orgullo cuando lo vio subir al escenario y ponerse a cantar. Le gustaba Duke. Su manera de tratarla, su carácter tranquilo, tan diferente de la idea que se había hecho de un soldado americano. Era tímido, pero tenía un gran sentido del humor. Me dijo que volvería a salir con él.

– Se servía de ti para sus planes secretos -dijo Alice, tajante.

– Venga, no me salgas con estas paparruchadas…

– Barbara quería que sus padres creyeran que había trasladado su interés a mi padre y por esto te metía todas estas cosas en la cabeza.

Moví negativamente la cabeza.

– Te equivocas. Salía todas las noches y se encontraba con él.

– ¿Estás seguro? ¿Los viste juntos alguna vez? ¿Cuándo? Con quien de verdad se encontraba era con Cliff.

Se agarró la trenza y se la echó a la espalda.

– Antes de que vuelvas a contarme que la señora Lockwood te pegó una paliza, quiero decirte algo más: ¿no te has parado a pensar que lo que estaba deseando aquella señora era que le dijeran que Barbara salía con un soldado americano y no que se veía con el haragán del pueblo? Piénsalo un momento, Theo.

Así lo hice. Como gran parte de lo que había dicho, lo que me molestaba era que ponía en entredicho una versión de los hechos que yo había aceptado toda mi vida, una versión que me daba seguridad, aunque me veía obligado a admitir que ésta tenía una turbadora plausibilidad. Aquello me hacía recordar la oleada de palabrotas que escuché aquella mañana en la casa de la sidra, cuando Bernard Lockwood dijo a sus padres que había visto la bicicleta de Morton en la granja, reacción cuya violencia me había impresionado profundamente.

Delante de nosotros acababan de colocar dos tazas desportilladas llenas de agua tibia y clara, amén de una cucharilla anclada en una materia oscura y viscosa. El hecho de agitarla no provocó en el líquido una diferencia apreciable. Estábamos excesivamente abstraídos en nuestros asuntos para quejarnos.

Teníamos ideas dispares con respecto a lo que quedaba por decir. Hasta aquí Alice se había encargado de todo el montaje. Aquella teoría, que al principio resultaba totalmente extraña, había acabado por derribar todas las barreras y se erguía con toda su fuerza, aunque yo estaba seguro de que existía un obstáculo que no podría abatir.

Después de un momento de silencio, dije con toda la cautela que me fue posible:

– ¿Sabes una cosa? Si una persona tuviera que escoger entre tu interpretación y la mía, es posible que se viera metida en un atolladero, pero hay una cosa ante cuya evidencia debería rendirse: no hay forma de desvirtuar el hecho de que Morton violó a Barbara.

Los ojos de Alice, tras los cristales, eran como puntas de pedernal. Sin embargo, no articuló una sola sílaba.

Y con muy escasa cautela, añadí:

– Hace añicos todo cuanto has dicho hasta aquí.

Alice, sin embargo, recobró su voz para decir en tono bajo, teñido de un matiz de desprecio:

– ¿Quién dice que hubo tal violación? Tú y nadie más que tú.

¿Aquélla era su respuesta? Era un golpe directo.

– Mi testimonio fue aceptado por un juez y su jurado. ¿Quieres colocarte por encima de ellos? -dije.

– El juez y el jurado juzgaron un caso de asesinato, no una violación -contestó ella, envarada-. La cuestión de la violación no fue nunca cuestionada seriamente. No hubo comprobaciones de tipo médico. Lo único que se hizo fue aceptar el testimonio de un niño de nueve años.

– Entonces tenía nueve años, pero ahora tengo veintinueve, y aquello fue una violación -dije.

Alice sonrió levemente, pero la suya no era una sonrisa cordial.

– Esta tarde me has descrito minuciosamente la escena que viste en aquella ocasión en el desván del granero. Cómo estaban tumbados, el tipo de ruido que hacían, sus movimientos. No es que sea extremadamente experta en materias sexuales, pero estoy convencida de que sé mejor que tú qué siente una mujer en este momento y puedo decirte que, en tu descripción, no hay nada que se aparte de un acto sexual acompañado de connotaciones pasionales. Has dicho que tenía arremangada la ropa, que Barbara jadeaba. ¿Sabes qué es para una mujer un orgasmo, o todavía no te has enterado?

– ¡Por favor! Barbara golpeaba el suelo con los puños… -dije.

Alice lanzó un suspiro nervioso e impaciente:

– Theo, si él la hubiera estado violando, ella lo habría empujado con las manos para sacárselo de encima.

Me miraba a través de las gafas, como instándome a hacer alguna concesión a su teoría, pero yo me mostré insobornable.

– Es comprensible que, para un niño, la imagen de unas personas adultas en el momento de practicar el acto sexual siembre alarma en él -persistió-. Supongo, sin embargo, que ahora, como persona adulta, estarás en situación de analizar la escena que presenciaste en aquella ocasión.

Sin embargo, yo no me sentía en vena de analizar nada. No quería aceptar sus interpretaciones, puesto que había presenciado lo sucedido.

Indignada ante mi falta de reacción, acercó el rostro al mío y, con aire insolente, preguntó:

– Dime una cosa, entonces: ¿por qué estaba Cliff en la granja si Barbara no lo había invitado?

No respondí.

Y continuó su sarta de preguntas:

– ¿Por qué subió Barbara al desván? Y cuando mi padre se metió en el granero, ¿por qué no se apresuró a separarlos?

– La agresión había terminado -no pude abstenerme de señalar-. Además, él fue a buscar el arma.

Su rostro se tensó en una expresión que no le había visto hasta entonces. La mirada era dura, acusadora.

– Esto no puede ser verdad. ¿No lo entiendes? ¿Qué motivos tenía? Harry nos ha dicho que era inocente. Sally nos ha dicho que no habías entendido nada.

– ¿Qué dices?

– Theo, digo que tú los viste haciendo el amor, viste a tu preciosa e inmaculada Barbara en brazos de Cliff Morton, y la escena te impresionó todo lo que puede impresionar una escena de tal naturaleza a un niño que todavía no ha alcanzado la adolescencia. Lo que viste te resultaba insoportable, por lo que fuiste corriendo a casa y cogiste el arma. Un arma que sabías usar. Después te encaramaste al desván del granero y disparaste contra Cliff Morton.

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