Lunes, diez de la mañana.
Veintiséis alumnos de primer curso me contemplaban expectantes. En su programa figuraba, para esta hora, una conferencia sobre el Venerable Beda. Pero les aguardaba un desengaño.
Fiel al convencimiento de que la sinceridad es la mejor política que se puede adoptar, no dudé en anunciar:
– Debo confesar que no he preparado la lección y que, en lugar de pasar el fin de semana con Beda, lo he pasado con una rubia.
Mis palabras fueron acogidas con muestras de incredulidad y con la sonora manifestación de que debía avergonzarme de decir tal cosa.
– La verdad es que estoy muy avergonzado -les dije-. Y para salvar mi buen nombre y mi buena fama les he traído unas cuantas diapositivas de las grandes catedrales y abadías de Europa. ¿Quiere hacerme el favor de apagar las luces, señorita Hooper?
Gracias sean dadas a Dios por las grandes catedrales y abadías de Europa. Mi primera reacción al levantarme por la mañana a las ocho y media había sido localizar la sal de frutas y el proyector de diapositivas, simplemente como elementos sustitutorios de una disertación de una hora sobre el Venerable Beda.
Terminado este paréntesis, procedí a hacer una llamada telefónica desde la sala de profesores, a la que respondió Sally Ashenfelter, la cual me recitó su número de teléfono con una sobriedad edificante en extremo.
– Soy Theo Sinclair -le dije-. Estuve ayer en tu casa, ¿me recuerdas?
La verdad es que yo estaba muy lejos de pensar que me recordara.
– Por supuesto que sí. Eres el refugiado, ¿verdad? Lamento mucho que mi marido no esté en casa, amigo Sinclair.
– Bueno, la verdad es que con quien quiero hablar es contigo.
– ¿Conmigo?
– El domingo no tuvimos ocasión de hablar demasiado y hay un par de cosas que me gustaría enormemente preguntarte.
– ¿De veras?
– Te hablo desde la universidad, Sally Ashenfelter, es decir, un lugar público. ¿Qué te parece si nos encontráramos en algún sitio?
Ya iba a decir «para tomar una copa» cuando el sonido de botellas de vodka vacías tintineó en mi cabeza poniéndome en guardia.
– ¿Quieres decir en Bath? -preguntó Sally.
– Sí, en The Pump Room -dije, movido por un impulso-. Simplemente para tomar un café.
Titubeó un momento.
– ¿En qué día estás pensando?
– ¿Qué te parece mañana?
– Veamos… Como Harry estará fuera de casa todo el día, es perfecto. Por la mañana tiene que venir alguien a casa, pero puedo arreglarlo y posponer la visita.
Se quedó reflexionando un momento y dijo como si fuera la cosa más natural de este mundo:
– ¿Qué te parece si tomamos una copa en Francis a la hora de comer?
Los alcohólicos son de lo más astuto.
– Difícil -respondí-. Mejor un té en The Pump Room.
Se echó a reír.
– ¿Bocadillos de pepino, orquesta y todo lo demás? De acuerdo. Pues que sea a las tres, antes de que el local esté atestado.
– Reservaré mesa -le prometí.
Pasé la hora siguiente en la pequeña biblioteca del departamento de historia guiado por el único propósito de matar el tiempo.
A la hora de comer recogí todos mis libros, formé con ellos un montón ordenado, bajé la escalera y, después de atravesar dos puertas giratorias, me introduje en un exiguo despacho donde Pippa, una secretaria que nada tenía de exigua, recibía a los visitantes antes de que se dirigiesen al departamento de psicología. Pippa era capaz de dejarte clavado en la pared de un resoplido.
– ¿Quién está de turno? -le pregunté-. ¿El cátedro?
Pippa movió negativamente la cabeza, pero al hacerlo, movió todavía más otras partes de su cuerpo.
– Una conferencia en Liverpool.
– ¿Y el doctor Ott?
– Acaba de terminar un seminario en el aula diecinueve.
Simón Ott levantó sorprendido la cabeza al entrar yo y encontrarlo rebobinando una cinta. Le pregunté si podía dedicarme unos minutos. No nos conocíamos demasiado, pero esto, para mí, era más bien un aliciente.
– Estoy tratando de aclarar ciertos hechos discutibles -le expliqué.
– ¿Referentes a mí?
Sobre su rostro, como una máscara, apareció una expresión llena de cautela. Era un hombre bajo, pulcro, que rondaba los treinta años, con una cierta debilidad por los trajes oscuros, las camisas color crema y las corbatas de un solo color, generalmente de la gama del marrón.
– No, referentes a mí. Necesito consejo.
– ¡Ah, bien! -dijo, un poco más asequible-, lo que pasa es que no tengo mucho tiempo. A las dos tengo reunión.
– ¿No podríamos comer juntos?
Echando una mirada a mi bastón dijo:
– Generalmente doy un paseo a esa hora.
– ¿Piensa que no le podría seguir?
Vaciló un momento.
– Si no me atañe personalmente a mí…
– Su especialidad es la memoria y su funcionamiento, ¿no es verdad?
Su rostro tuvo una reacción doble, la mención de la memoria provocaba una respuesta interesada por su parte, mientras que la revelación de que pensaba hacerle algunas preguntas lo llenaba de inquietud. Afortunadamente para mí, prevaleció la curiosidad. Quedamos en un lento paseo por Whiteknights Park.
Sin detenerme en preámbulos, le referí la escena que recordaba haber visto en el granero de Gifford Farm el Día de Acción de Gracias del año 1943. Le hablé del suicidio de Barbara y me dejé en el tintero todo lo relativo al asesinato y al juicio. No había ninguna necesidad de meterse en todos aquellos berenjenales sensacionalistas.
– El caso es que tuve que hacer una declaración -expliqué, dejando que supusiera que era para las investigaciones propias del hecho-. Lo que entonces dije está archivado, así es que puedo comparar mis recuerdos con lo que manifesté en aquella ocasión. No se han modificado. Lo recuerdo todo tal como lo describí entonces. Lo que presencié fue, sin lugar a dudas, una agresión sexual de extraordinaria violencia. Pese a todo, hace muy poco tiempo, cierta persona alega que la descripción que hice en aquel entonces no corresponde a lo que ocurrió realmente y que, en realidad, aquello era un acto sexual apasionado. Esta teoría está respaldada por ciertas pruebas secundarias. No pretendo decir que esto haya hecho tambalear mis recuerdos, porque la verdad es que no es así…
– ¿Por qué acude a mí entonces? -preguntó Ott, cargado de razón.
Moví vagamente la mano.
– Ya sabe, hay quien dice que la memoria juega a veces malas pasadas.
Su mirada se perdió a lo lejos, hacia unos estorninos que volaban en dirección a una extensión de hierba segada, cerca del Museo de la Vida Rural.
– Dígame una cosa, ¿conocía a las personas involucradas en el acto?
– A la chica más que al hombre. Para mí él era prácticamente un extraño.
– Pero la conocía a ella. ¿Quiere decir que le gustaba aquella chica hasta el punto de identificarse emocionalmente con ella?
– Sí, posiblemente.
– En consecuencia, aquella imagen, prescindiendo de lo que pudiera representar, tuvo que ser forzosamente traumática para usted.
– No cace ninguna duda. Al contemplarla, mis ojos se llenaron de lágrimas.
Seguimos caminando un trecho en silencio, mientras él parecía sumido en profunda reflexión. Después siguió:
– El cerebro tiene diversos mecanismos de defensa para hacer frente a la angustia. Por ejemplo, puede reprimir recuerdos inquietantes o perturbadores empujándolos hacia el inconsciente.
– Como una forma de olvido, ¿verdad? -dije-. En mi caso particular estamos hablando de recordar algo que resulta desagradable.
– Así es.
– Quiero decir que cabe dentro de lo posible que yo distorsionara el recuerdo.
– Es posible -dijo Ott-. El ejemplo clásico es el citado por Piaget, el psicólogo suizo, el cual recordaba a un hombre que había querido robarlo del cochecillo donde él se encontraba metido mientras la niñera lo paseaba por los Campos Elíseos. Ésta había conseguido librarse del raptor, quien le había cubierto el rostro de arañazos. El hombre consiguió escapar poco antes de que llegara al lugar del suceso un gendarme con su capita y su porra blanca. Piaget conservó hasta bien entrada la adolescencia un recuerdo sumamente nítido de aquella escena. Cumplidos ya los quince años, su padre recibió una carta de la niñera, que desde hacía mucho tiempo había dejado el servicio de la familia. Se disponía a ingresar en el Ejército de Salvación y quería, antes, hacer una confesión y, de manera especial, devolver el reloj que había recibido como recompensa por haber salvado al niño. La historia había sido inventada y ella misma se había hecho los arañazos en la cara.
– ¿Piaget lo había imaginado todo?
– La explicación que él daba es que debió de escuchar la historia de boca de sus padres y que la proyectó en el pasado como recuerdo.
– Lo que yo vi fue un hecho real.
Ott no desmintió mi afirmación. Con la habilidad propia de un psicoanalista, encontró manera de justificarla al tiempo que suscitaba serias dudas al respecto.
– Es posible que usted escuchara otras versiones del hecho presentadas por otras personas. No es imposible que modificara sus recuerdos al objeto de adaptarlos a la versión del hecho dada por alguna otra persona. Las investigaciones realizadas en este sentido señalan que los recuerdos no son totalmente dignos de confianza y que están influidos por lo que pensamos más tarde acerca del hecho que reviven, lo que hace que si un recuerdo desencadena angustia, lo modifiquemos al tratar de rememorar el hecho al que corresponde. ¿Ha recordado a menudo esa escena de violación a la que hace referencia?
Mientras iba pensando que estábamos metiéndonos en la teoría freudiana y que me tomaba por un maníaco sexual, contesté:
– No, es un hecho que prefiero olvidar.
– Lo que quiere decir tratar de suprimirlo.
– Escuche -dije tratando de parecer razonable-. ¿No está fallando el tiro? La escena que no consigo representarme es la de un acto amoroso sin connotaciones de violencia.
– De acuerdo, pero ¿hay alguna prueba que demuestre que ésta es la que corresponde a la realidad?
– La chica estaba embarazada de dos meses y los hechos indican que quien la había llevado a esta situación era el mismo hombre que estaba con ella en el granero cuando yo los sorprendí.
Se quedó reflexionando en silencio. Habíamos dado media vuelta e íbamos aproximándonos al edificio de la Facultad de Letras. Yo empezaba a desear que ojalá no le hubiera dicho nada.
Por fin se detuvo y dijo:
– Hay una explicación posible. Usted se sentía unido emocionalmente a la chica. Hasta cierto punto, la había idealizado. Es muy posible que la imagen de aquella chica entregándose a otro hombre le resultara insoportable y que, puesto que no la aceptaba, se inventara toda una serie de circunstancias que la eximían de toda culpa a los ojos suyos. La violación le resultaba más aceptable que su complicidad en un acto amoroso.
Sus pálidos ojos se fijaron en mí y me estudiaron un momento.
– ¿Le parece verosímil la interpretación?
La evalué unos instantes.
– Dice usted que me inventé lo de la violación para destruir la realidad de un hecho que me resultaba intolerable, ¿no es así?
– No es más que una hipótesis.
– ¿Hay alguna forma de comprobarla?
– Para ello sería precisa la colaboración de un psicoanalista, puesto que cae dentro de lo posible que intervengan otros factores.
– ¿Como cuáles?
– Sentimientos de culpabilidad por parte de usted.
Sentí una especie de escalofrío que me recorría el cuero cabelludo.
– ¿Sabía acaso que le estaba hablando del caso Donovan?
– Creo que ha hecho sonar la alarma al hablar de cuando sorprendió a la pareja. Más tarde la chica se suicidó. A lo mejor usted se atribuyó la culpa del hecho.
Le di las gracias y le aseguré que aquella conversación había sido para mí francamente reveladora.
A la una y media salí para meterme en mi coche y, tras atravesar Whiteknights Park y enfilar Redlands Road, me dirigí al campus donde se levantaba el edificio de ladrillo rojo de la administración y los laboratorios de ciencias.
Después de aparcar en London Road, abrí el portaequipajes y saqué de él una cartera de cuero donde había guardado el Colt 45 utilizado para asesinar a Cliff Morton. Atravesé con el arma los claustros y entré en el laboratorio de física. Dentro no había nadie. En el extremo opuesto estaban las dos salas preparatorias, donde tuve la suerte de encontrar al hombre que andaba buscando, Danny Leftwich, que en aquel momento estaba solo.
Dejando a un lado el café que estaba tomando, me saludó:
– ¿Qué hay, doctor Sinclair? ¿Qué es esta incursión en territorio ajeno?
– Nada, que he venido a correrme una juerga en los suburbios, Danny.
Seguían vigentes las polémicas en torno a lo anticuado de aquellas instalaciones, especialmente si se comparaban con el palacio, todo vidrio y cemento, levantado en Whiteknights. Personalmente, siempre que las visitaba anhelaba volver a London Road, con sus techos altos y su ventilación, pero sabía que no era diplomático decirlo.
Danny me ofreció un café. Solíamos vernos para jugar partidas de bridge. Era el jefe técnico de laboratorio del departamento de física, un hombre inteligente de unos treinta y pico de años, versado en todos los aspectos de la ciencia matemática y en absoluto dispuesto a ganarse la vida desasnando estudiantes. En aquellos momentos estaba terminando aprisa y corriendo los crucigramas de The Times y The Telegraph antes de ir a comer, al tiempo que resolvía las necesidades técnicas de profesores, catedráticos y estudiantes. Además de atender inmejorablemente los laboratorios de física, Danny todavía tenía tiempo de encargarse de las apuestas de todos los que cultivábamos la afición a las carreras de caballos.
En esta ocasión, sin embargo, mi visita a Danny estaba motivaba por otro de sus campos de interés: el club de armas de fuego de la universidad. Gracias a un prometedor y misterioso acuerdo con el departamento de horticultura, que databa de 1961, se había hecho con una extensión de terreno en Sonning, así como con los fondos suficientes del sindicato estudiantil para construir uno de los mejores campos de tiro universitarios del país. Pese a que yo no pertenecía a dicho club, un domingo por la mañana había asistido a una competición de tiro, que había sido para mí una revelación tanto en el aspecto de las instalaciones como en la manera como Danny dirigía el club.
Abrí la cartera y saqué de ella la pistola de Duke.
– ¿Había visto alguna vez una cosa como ésta? -le pregunté.
– ¿Un Colt automático? Si me permite, doctor Sinclair -dijo, mientras avanzaba hacia mí la mano izquierda y yo depositaba en ella la pistola-. Siempre hay que coger un arma con la mano que no dispara.
Sacó el cargador vacío y deslizó la tapa corrediza para hacer una inspección visual de la recámara.
– Lleva años sin que nadie dispare con ella. Ahí dentro hay de todo. ¿Quiere que se la limpie?
– Se lo agradecería.
– No estaba enterado de que fuera aficionado a las armas, querido doctor.
– Por el estado del arma, está claro que no lo soy. Es una reliquia, un recuerdo del pasado. Y por favor no me pregunte si tengo licencia.
– ¿Qué más ha traído? -me preguntó al ver que yo seguía hurgando dentro de la cartera-. ¡Vaya, municiones y todo!
Y mientras apuntaba a un cubo de arena que había junto a la puerta dijo:
– ¡Allí, pero mucho cuidado! ¡Madre mía!, ¿esto qué es? ¿Material de la segunda guerra mundial?
– Supongo que ya está caducado…
– No creo que sirva.
– ¿Quiere encargarse de tirarlo?
– Por supuesto que sí.
– ¿Cree que el arma estaría en condiciones de disparar con balas nuevas?
– Una vez limpia y engrasada, creo que sí. Si quiere, la probaré. La mayoría de nuestras pistolas son de pequeño calibre, pero me quedan unas cuantas cajas del 45. ¿Ha disparado alguna vez con ella?
– Hace muchísimo tiempo, cuando todavía llevaba pantalones cortos. Necesitaba las dos manos para contrarrestar el retroceso.
Y tras un momento de vacilación, añadí:
– ¿Puedo estar presente cuando la pruebe?
– Si le apetece madrugar…
– ¿A qué hora?
– Tendrá que estar en el campo de tiro a las ocho de la mañana, el miércoles.