8

Mis pensamientos estaban demasiado revueltos para que me permitieran conciliar el sueño. Estuve como mínimo un par de horas dando inútiles vueltas alrededor de cosas que ya nunca podrían modificarse. Y cuando, por fin, quedé adormilado, el sueño fue cualquier cosa menos reparador. Volvía a ser un niño perseguido por sus demonios familiares; el señor Lillicrap, con su casco de acero negro y su pito, la señora Lockwood, empuñando la zapatilla y mascullando amenazas que yo no podía entender, mientras que, en un Wolseley negro, el inspector Judd, con un megáfono, hacía un sermón acerca del precio del pecado. Cualquiera que fuese el camino que emprendiese, cualquiera que fuese la esquina que doblase, siempre iba a parar al Old Bailey y siempre encontraba aquel personaje que no podía faltar en ninguna de mis pesadillas: el juez, inclinado sobre mí como una gárgola.

Debí de sumirme en un profundo sueño, porque a eso de las nueve y veinte me despertó el zumbido de mi Kenwood Chef, procedente de abajo. Mi invitada estaba preparando el desayuno. Aunque había decidido que la despediría a las nueve, al percibir el aroma del tocino frito, decidí condescender y admitir un buen desayuno, aplazando el hecho para las diez y media.

Al asomar la cabeza por la puerta de la cocina, encontré a Alice preparando una torta. Vestía téjanos y un jersey e iba peinada con su trenza.

– ¡Hola! ¿Te apetecería un poco de jarabe de arce? -me espetó.

– ¿Con el tocino? -pregunté con cara de asco.

– Sí, y con las tortas. Encaja perfectamente.

– Creo que está en la puerta del frigorífico. ¿Tengo tiempo de afeitarme?

– Todo el tiempo del mundo, siempre que accedas a comer mis tortas con tocino.

En menos que canta un gallo pasé a convertirme en entusiasta del desayuno americano. Entre los dos nos despachamos un paquete de tocino ahumado, cinco tortas, lo que quedaba de jarabe de arce y cuatro tazones de café. Alice tenía un aspecto pimpante. Le comenté que era evidente que había descansado como una reina y me contestó que había tomado una pastilla para dormir. Se había levantado a las siete de la mañana. No podía imaginar qué había estado haciendo. Habían llegado los periódicos del domingo, pero no los había abierto; allí estaban, todavía doblados, junto a su plato.

– ¿Cómo has pasado el tiempo? -pregunté ingenuamente.

– Revolviendo cosas.

Vacilé un momento, desorientado por la naturalidad con que lo había dicho. Nuevamente sentía bullir en mí la indignación.

– ¿Hablas en serio?

– ¡Y tan en serio!

– ¿Así es cómo te comportas cuando alguien te invita a quedarte en su casa?

– No, pero éste es un caso especial.

Su peculiar manera de hablar por un lado me indignaba, pero por el otro me ponía en guardia. Me sentía a punto de estallar, pero necesitaba conocer más detalles. Con toda la naturalidad de la que fui capaz, dije:

– ¿Y has encontrado alguna cosa de interés?

Ella hacía como que estaba leyendo los titulares del periódico y, sin levantar la cabeza, dijo:

– Dos libros sobre el asesinato de Gifford Farm, escondidos en el cajón de tu escritorio.

– ¿Y no se te ha ocurrido pensar que podía haberlos puesto allí para ahorrarte sufrimientos?

Levantó la cabeza y me miró con viveza:

– Valórame un poco, ¿quieres? ¿Por quién me tomas? ¿Por una de esas mujeres hipocondríacas que aparecen en las novelas de Jane Austen, que siempre están temiendo verse atacadas por fuerzas quiméricas?

– No, pero tampoco te había tomado por una fisgona -le contesté con frialdad.

Ella hizo como si no me hubiera oído.

– También he encontrado otra cosa -dijo.

Y levantó el periódico; debajo había una pistola. Una pistola automática.

Me quedé helado.

Empuñándola, me apuntó con ella, al tiempo que la sostenía firmemente con ambas manos.

– ¿Qué significa esto, por el amor de Dios? -dije.

– Mejor dímelo tú, Theo -respondió ella con sarcástica lentitud-. Me parece que se trata de una pistola de las usadas por el ejército, fabricada en los Estados Unidos. Tengo el extraño presentimiento de que se trata de la pistola de mi padre, el arma del crimen.

Aspiré profundamente. Había estado hurgando por toda la casa, igual que un perro policía, puesto que yo tenía guardada aquel arma en una caja metálica en la parte inferior de un archivador.

Hablando con el mismo tono de voz empleado para opinar sobre tortas y jarabe de arce, le dije:

– Estás en lo cierto en lo que a la pistola se refiere. ¿Quieres volverla a dejar en la caja?

Pero ella seguía apuntándome con decisión y sin articular palabra.

– Alice -dije entonces con más decisión-, lo que estás haciendo no sólo es una memez sino que, además, es peligroso.

Pero su mirada pareció no afectarse en absoluto.

Quizá habría debido recoger su baladronada e invitarla a disparar. Existía la posibilidad de que el arma no estuviera cargada, porque yo la había guardado junto con el cargador y las balas, pero había que introducirlas en la culata hueca. Aparte de que, si me mataba, se vería envuelta en líos, lo cual no era precisamente lo más prudente para ella.

¿Habría usted corrido ese riesgo?

Pues ya somos dos.

En lugar de eso, le hice una proposición:

– Baja el arma y te lo explicaré todo.

Pero ella apretó el gatillo.

Basándose en lo cual, el lector, dotado de mente lógica, llegará a dos conclusiones: el arma no estaba cargada y a Alice le tenía sin cuidado que yo me mease en el pijama.

No lo estaba ni yo hice tal cosa. Pero no fue gracias a ella. No me siento particularmente orgulloso del vocabulario de que me serví en aquella ocasión.

Alice bajó lentamente el arma y la dejó sobre la mesa. Volvió a recuperar su voz. Sus palabras, pronunciadas en tono amenazador, recordaban las que suelen oírse en las películas de gángsters:

– Métetelo en la cabeza, Theo, ha llegado la hora de quitarse la careta. Desembucha la historia completa.

Aquél era un momento significativo de nuestra asociación. La amenaza del arma había desaparecido, sustituida ahora por la fuerza de la personalidad. Yo estaba en mi perfecto derecho de sentirme ofendido por la manera en que había abusado de mi hospitalidad, y lo lógico habría sido echarla a cajas destempladas. Pero no lo hice. No podía decir que me sintiera intimidado. Aquella agresión a lo duro era absolutamente risible. El hecho de que yo me dominase obedecía a que, ahora que había encontrado el arma, yo tenía interés en que conociera la verdad acerca de ella. Me importaba sobremanera que conociese toda la historia.

Pero, antes quise advertirla:

– Para entenderlo, es preciso que pienses como un niño de nueve años. Anoche te conté lo de la violación de Barbara por parte de Cliff Morton, cómo la vi y cómo salí corriendo del granero para precipitarme sobre Duke. Recordarás que dije que Duke se fue como un rayo al granero. Entretanto, yo entré corriendo en la casa y, entre sollozos, conté lo que estaba sucediendo a la señora Lockwood y a Sally Shoesmith. Esta fue toda mi parte activa en lo ocurrido.

– ¿Te quedaste en la casa?

– Sí, con Sally. Estaba traumatizado y asustado.

– ¿Oíste algún disparo?

– Habría sido imposible. El molino de la sidra seguía funcionando con enorme estrépito. Pasados unos momentos, la puerta se abrió de golpe y por ella entraron en la cocina la señora Lockwood y Barbara, ésta deshecha en llanto, según ya te he dicho. Al poco rato, Sally salió a la era y yo subí a mi cuarto, donde permanecí todo el resto del día. A través de la pared pude oír llorar a Barbara, cosa para mí sumamente penosa. Recuerdo que deseaba que apareciera Duke para que la consolara y que, cuando quise contemplar la era a través de la ventana, vi que el jeep había desaparecido.

– ¿Se había ido? ¿Qué hora era? -preguntó Alice.

– No sabría decirte. En cualquier caso, todavía no había anochecido. Yo estaba desolado. La señora Lockwood me trajo, más tarde, la cena en una bandeja. Me costó mucho dormirme con aquella escena de violencia grabada en mi mente y oyendo llorar a Barbara. No sabría decir cuánto tiempo permanecí despierto. Por fin debí de dormirme, porque recuerdo haberme despertado muy temprano, presa del pánico. Me había acordado de una cosa muy importante: del regalo que Duke me había hecho.

– ¿El muñeco de madera?

– Sabía dónde lo había dejado. Lo tenía en las manos cuando había entrado en el granero. Lo había dejado sobre una de las balas de heno al encaramarme al desván. Era tal el sobresalto que había tenido que, al salir, lo había dejado olvidado. La sensación de desposeimiento que me invadió era intensísima. Duke lo había hecho especialmente para mí.

– No hace falta que me des más detalles -dijo Alice en un hilo de voz-. Sé perfectamente cómo te sentías.

Acababa de tocar una de sus fibras sensibles.

– Tenía que recuperar aquel objeto… y, además, en seguida -proseguí-. La imaginación de un niño prevé toda suerte de calamidades. Tenía miedo de la oscuridad, pero sabía que los Lockwood se despertaban siempre a las cinco y media, así es que debía hacer acopio de todo mi valor. Me deslicé fuera de la cama y me lancé escaleras abajo. Detrás de la puerta de la casa encontré una linterna, cosa que me quitó un peso de encima. Aún así, el trayecto hasta el granero era de lo más tétrico, sobre todo después del sobresalto del día anterior. Ya dentro, oí crujidos y carrerillas furtivas. Supongo que se trataba de ratones. No era para irse de allí sin lo que había ido a buscar, así que empecé a revolverlo todo y acabé encontrándolo. Pero, antes, mi mano se posó sobre otra cosa.

Los ojos de Alice se dirigieron al arma.

Asentí con la cabeza.

– Estaba entre dos gavillas, lugar donde había caído, desapareciendo de la vista. Como era lógico, llegué a la conclusión de que alguien la había llevado allí y se le había perdido. Debes tener presente que yo no sabía nada acerca de que Morton hubiera sido asesinado. Aquí es donde es imprescindible que te pongas en el sitio de un niño de nueve años. Aquel arma pertenecía a Duke. Yo la había encontrado y quería devolvérsela personalmente, para que aquel hombre, que yo idolatraba, tuviera algo que agradecerme. ¿Comprendes? Por consiguiente, la deslicé dentro de mi camisa y, a los pocos minutos, localicé mi precioso muñeco. Estaba de suerte. Volví a mi cuarto sin ser visto.

– ¿Y te quedaste con la pistola?

– No era ésa mi intención. Durante todo el resto del tiempo la tuve escondida en el cajón inferior de la cómoda de mi habitación. A la hora de desayunar, pregunté si aquel día vendría Duke. La respuesta de la señora Lockwood fue como una bomba: dijo que no era probable que lo volviéramos a ver. Lo dijo con tal seguridad, que yo la creí.

– ¿Te dio alguna razón? -preguntó Alice.

– No recuerdo que la diera. En aquellos tiempos la gente no se preocupaba demasiado de explicar las cosas a los niños. El hecho era que yo tenía el arma en mi cuarto y que no volvería a ver nunca más a Duke. En secreto, concebí la descabellada idea de llegar como fuera a la base americana de Shepton Mallet y de devolvérsela personalmente.

La chica suavizó el rictus de su boca con la sombra de una sonrisa.

– Dudo que hubiera apreciado el gesto.

– No se me había ocurrido que podía haberla robado de la armería -dije, encogiéndome de hombros.

– Hubieras podido volver a dejarla en el cajón del mueble de la entrada -apuntó Alice, y añadió, como pensando en voz alta-, pero supongo que el gesto no te habría reportado aquel agradecimiento que andabas buscando.

– Cierto. Y por otra parte no quería que los Lockwood se quedaran con ella, en caso de que no pudiera llegar a su destino. Pero los acontecimientos me cogieron desprevenido. La tragedia que supuso el suicidio de Barbara tuvo, para mí, consecuencias inesperadas. El señor Lillicrap vino de Frome en un taxi para recogerme y tuve que coger tan precipitadamente mis cosas que por poco me dejo olvidada el arma. En el último minuto la cogí de la cómoda, la envolví en una camisa y la sepulté en el fondo de mi maleta.

Después le mostré mis manos extendidas, como invitando a Alice a imaginar el resto. Creía haber disipado algunas de sus sospechas más tenaces.

Pese a todo, la chica seguía con el rostro enfurruñado.

– ¿Qué ocurrió cuando, pasado un año, se presentó la policía en tu casa de Londres para interrogarte? ¿No les hablaste del arma?

– No me preguntaron nada al respecto.

– Seguro que llegó un momento en que te percataste de la importancia que tenía.

– Sí.

– ¿Tenías miedo de hablar?

– Por supuesto que sí -admití-. Pero no era ésta la razón. Quería que Duke resultara absuelto, pese a considerarlo culpable. No iba a presentar el arma del crimen al tribunal…

– Así que te quedaste con ella…

– En mi cuarto había una tabla del maderamen del pavimento que estaba suelta. Allí la metí, junto con No hay orquídeas para Miss Blandish y unos cuantos secretos más de mi etapa preadolescente.

Alice, clavando los ojos en el arma, me preguntó con aire pensativo:

– ¿Estás seguro de que ésta es el arma del crimen?

– Fue la única pistola automática militar calibre 45, perteneciente al ejército de los Estados Unidos, encontrada en el lugar del crimen.

El sarcasmo pasó rozándole, pero sin afectarla.

– ¿Estaba cargada cuando la encontraste?

– Permaneció cargada hasta que me la llevé a casa y supe qué había que hacer para descargarla. En la recámara había cinco balas, del mismo tipo de la disparada en el granero.

– Las he visto en la caja -dijo ella.

– No hay nada más que decir -dije con aire terminante, levantándome de la mesa-. No puedo añadir nada más.

Estaba plenamente decidido a enseñarle dónde estaba la puerta. Aquella incursión en mis recuerdos, prácticamente dormidos, había constituido una penosa actividad. Lo que yo ahora deseaba era que mi mente volviese al presente, que se trasladase al escenario de un domingo tranquilo; los periódicos, un paseo hasta el bar para tomar un par de cervezas a la hora de comer, tal vez más tarde una lectura más seria. Había que preparar las clases de la próxima semana y era muy probable que, a última hora, acabase telefoneando a Val, cuando hubiese terminado su jornada de trabajo, para tratar de apaciguar aquellos malos vientos que se habían desatado entre nosotros.

Pero Alice permaneció en su puesto, al tiempo que, con el dedo, trazaba un círculo alrededor del arma. No sé por qué me había figurado que iba a ser fácil sacármela de encima.

Anduve cojeando de un lado a otro de la cocina, ordenando las cosas, reflexionando acerca de la mejor forma de indicarle la puerta de salida. Me daba en la nariz que, aun arrancándola de la silla y sacándola de la cocina a rastras, agarrada por la trenza, no habría captado la indirecta.

– ¿Quieres que te lleve a la estación? -le pregunté.

No recuerdo qué respondió, si es que respondió alguna cosa, porque me distrajo algo que acababa de ver a través de la ventana: un Ford Anglia rojo que iba avanzando lentamente prado arriba y que se detuvo delante mismo de la puerta de mi casa. Dentro de él había dos hombres que asomaban la cabeza por la ventana con un cierto titubeo, como si estuviesen comprobando la dirección. Después se abrió la puerta del conductor y salió por ella la figura de un hombre corpulento vestido con un impermeable azul y un sombrero de fieltro de los que se adornan con una pluma a un lado. El hombre observó la casa y, como obedeciendo a una decisión, se dirigió resueltamente a la puerta de entrada.

La idea de pasar un domingo tranquilo había hecho aguas definitivamente.

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