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La muerte le había prestado coloraciones azuladas y blanquecinas: un azul cárdeno con manchas blancas en la parte izquierda de la frente, así como en la mejilla y mandíbula de ese lado. Había permanecido boca abajo sobre una superficie dura durante un cierto tiempo y aquellas manchas indicaban los puntos de contacto con la misma. No era preciso ser patólogo para descubrirlo. Otra observación que podría ser de interés para usted, en el supuesto de que sea médico, era que sus miembros habían quedado pendientes junto a los costados de las balas de paja y el hecho había impedido que el rigor mortis alcanzara un nivel evidente. Tal como describo la escena, me permite ceñirme a sus aspectos clínicos, lo que mitiga su horror.

Lo contemplé desde el desván con más respeto que el que nunca había sentido por él como ser vivo. Había mostrado muy escasa consideración hacia sus dos mujeres mientras éstas habían vivido, pero parecía que algún vestigio de fidelidad o algún resto de sentimiento de deber conyugal con respecto a Sally lo había empujado a tratar de encontrar a su asesino. Por lo que se veía, después de dejarme sin sentido en Pangbourne, debía de haber conducido toda la noche hasta Somerset. Me había prestado crédito al decirle que la clave del misterio estaba en Gifford Farm. Como yo, había decidido investigar por su cuenta.

Ésta había sido la causa de que le atravesaran el corazón de un disparo.

Aquella gente estaba empapada de sangre.

A continuación me tocaba el turno a mí.

Usted, astuto lector, posiblemente habrá deducido de qué modo había proyectado matarme Bernard Lockwood. Yo lo ignoraba. Debo decir que mi apabullado cerebro se negaba a funcionar. Después de contemplar el cadáver de Harry, me era imposible pensar.

Tenía los ojos todavía clavados en él cuando oí el crujido de la puerta del granero. Bernard la había abierto y había entrado.

Parpadeé, concentré mis pensamientos y desplacé mi mirada. Había cogido la escopeta.

«Escapa», murmuró una voz dentro de mí. La voz me instaba a moverme. A salir de allí. Me decía que podía amortiguar la caída dejándome caer sobre las balas de paja. Me decía que sí, que tenía razón, que allí había un cadáver, pero que yo me convertiría en otro si ahora me andaba con remilgos.

Me dispuse a actuar, pero sentí un dolor que me incapacitaba para cualquier cosa al tratar de incorporarme y ponerme en cuclillas. Miré para abajo y contemplé aquellos ojos de Harry que ya nada veían. Y sentí un frío de hielo.

La puerta volvió a crujir por segunda vez y Bernard volvió a entrar en el granero, esta vez sin la escopeta. Ahora llevaba algo igualmente letal: una lata de gasolina.

Sin levantar los ojos siquiera, desenroscó el tapón y roció generosamente con gasolina el cuerpo de Harry y las balas sobre las que descansaba. Hasta mí llegaron los vapores que exhalaba. Lo que yo estaba contemplando no era un catafalco, sino una pira funeraria. Una pira que daría cuenta de Harry así que en ella prendieran las llamas. Por no hablar, además, de mí, atrapado a tres metros de distancia.

– ¡Loco maniático! -le grité.

Totalmente abstraído, Bernard estaba ocupado en cubrir el suelo con paja, que arrojaba a manos llenas, para formar una especie de reguero que se extendía desde el cadáver hasta la puerta. Al verlo alejarse, retrocediendo hacia ésta, le grité otros insultos. Pero tampoco sirvieron de nada.

Su intención no era hacer llegar la paja hasta la misma puerta. Cuando faltaban unos dos metros para llegar a ella, se detuvo. Quería tener espacio para poder girarse con rapidez y salir rápidamente del granero. Abrió la puerta de par en par.

A continuación fue siguiendo aquel camino que había hecho con la paja, rociándola con gasolina, preparando aquella espoleta que él mismo se había fabricado. Después volvió a la puerta, dejó la lata en el suelo y se sacó un mechero del bolsillo.

Con el pulgar hizo chasquear el mechero para encenderlo. Vi saltar una chispa, pero no apareció llama. Al segundo intento, prendió la llama pero una bocanada de aire procedente de la puerta abierta la apagó. Cuando pienso en la escena, me parece arrancada de una película de Hitchcock; todo preparado para la hoguera y el encendedor se niega a funcionar. Lo amparó con su pecho y, con la mano libre, trató de encenderlo una vez más.

Esta vez apareció la llama. Bernard se agachó y se dispuso a acercar el mechero al camino de paja empapada de gasolina.

Pero en ese momento se dibujó de improviso en la puerta la figura de una persona empuñando la escopeta.

¡Por el amor de Dios!, casi me parece oírle decir, ahórrenos ese manido cliché del hombre que aparece de pronto en la puerta con un arma. ¡Está muy visto!

Bueno, pues para empezar, no era ningún hombre, sino una chica. Y además llevaba la escopeta agarrada por el lado opuesto, como si fuera una almádena. Le aseguro que en aquel momento bendije a Alice Ashenfelter. Le perdoné todas las cosas calumniosas y falsas que había dicho contra mí, todas sus desfachateces contra mi vida y mi actuación. Aquella intromisión suya me parecía de perlas.

Con la escopeta agarrada por el cañón, descargó sobre la figura agachada de Bernard un soberano golpe con la culata. Era un golpe atrevido cuyo primer intento no podía fallar.

Desgraciadamente, falló.

Bernard debió atisbar el movimiento con el rabillo del ojo, porque esquivó el golpe súbitamente, bajando la cabeza y hurtando el cuerpo. El arma lo alcanzó en el hombro derecho, consiguiendo únicamente hacer que perdiera el equilibrio. Alice lanzó un grito ahogado y se hizo a un lado, soltando el arma al mismo tiempo, que causó un ruido terrible al caer.

Bernard no había resultado herido. De un movimiento rápido, la derribó como un bolo, pero ella, a puntapiés, se las arregló para esquivar el ataque huyendo a gatas.

Bernard se puso de pie sin prisas y se le acercó cautelosamente. Estaba fuera de mi campo de visión, pero yo sabía que la había acorralado en el interior del granero, debajo del desván. Había caído en la trampa.

– ¡Theo! -la oí gritar.

Me acerqué al borde del desván.

Hasta aquel momento, la vida me había ahorrado la visión de una persona muerta y, por supuesto, su contacto físico. La perspectiva me repelía. La reacción, sin embargo, fue automática y tan instantánea que puede decirse que no me afectó siquiera. Me dejé caer sobre el cuerpo informe de Harry, sentí cómo su carne, bajo la ropa, respondía fláccidamente al peso de mi cuerpo y cómo después me arrastraba hasta el suelo.

Yo tenía los ojos puestos en Bernard. Estaba a unos tres metros de distancia, medio agachado, y Alice estaba tendida a su lado. Iba a decir que estaba boca abajo, pero no habría sido exacto porque la verdad es que el rostro miraba para arriba, y bastante esfuerzo le costaba que así fuese. Bernard la tenía agarrada por el nacimiento de la trenza, con la que tiraba hacia el suelo, mientras que con la rodilla la tenía inmovilizada pecho a tierra. Daba la impresión de que el cuello se le iba a romper de un momento a otro.

La chica profirió un gemido agónico.

Yo había iniciado una operación de salvamento que no estaba preparado para terminar. Con el bastón fuera de mi alcance, tirado al otro extremo del granero, lo máximo que podía hacer era trasladarme a rastras hasta donde ellos estaban para conseguir que Bernard me hiciera pedazos o hiciera de mí lo que le viniera en gana.

Tenía que haber una manera mejor de hacer las cosas.

La noche anterior, Harry me había quitado el Colt 45. Si todavía lo tenía encima…

Palpé el cadáver con la mano y le tenté la chaqueta.

Nada.

Pasé después al otro bolsillo. Estaba fuera de mi alcance.

Alice profirió otro grito de dolor.

Agarré el cadáver con ambas manos y lo atraje hacia mí, lejos de las balas de paja. Cayó pesadamente sobre mí. Inmediatamente después me estaba debatiendo contra un muerto.

Gracias a Dios, tengo brazos fuertes. Lo levanté y lo empujé a un lado y aproveché el mismo movimiento para incorporarme.

Alice lanzó un grito todavía más penetrante.

Busqué en el bolsillo derecho de Harry y esta vez encontré el arma. La saqué, apunté a Bernard y apreté el gatillo.

La bala se alojó en la espalda. Cayó hacia adelante, cara al suelo, y se desplomó sobre una bala de paja. No sabía si estaba muerto, pero no quería disparar un segundo tiro.

Alice se quedó inmóvil un segundo, después se dio la vuelta en el suelo y me miró, los ojos desorbitados por el horror.

– ¡Estás ardiendo!

No lo estaba… bueno, no mucho. Harry sí estaba ardiendo. Su ropa empapada de gasolina ardía como una tea. No sé si había sido el mechero o la escopeta lo que había prendido la gasolina. Me aparté bruscamente del cadáver y tiré de la chaqueta, que había quedado atrapada en él y que ya empezaba a humear.

La rapidez con que arde la gasolina es impresionante. Al mirar hacia la puerta, vi enormes llamaradas blancas y amarillas que impedían la salida. Era imposible salir.

Alice estaba de pie a mi lado, tratando de arrastrarme al otro lado del granero, donde el fuego todavía no había llegado. Gracias a su ayuda, conseguí arrastrarme y deslizarme a través del granero, pero allí tampoco se estaba tranquilo. No había gasolina, ciertamente, pero el humo negrísimo formaba unos remolinos que iban a parar directamente a nuestra cara. Se dice que, antes de que uno se queme, suele morir ahogado.

– La escalera… -grité, arrastrándome muy penosamente.

De conseguir encaramarnos al desván, éste sería para nosotros una pantalla que impediría que nos alcanzasen las llamas y el calor. Yo no pensaba en la supervivencia, sino únicamente en la inmediata necesidad de poner algo entre nosotros y el fuego.

Juntos, levantamos la escalera y la apoyamos en el suelo del desván. El calor era intensísimo. Se oía una especie de rugido semejante al de las cataratas del Niágara, mientras las cosas, a nuestro alrededor, crujían y estallaban.

Alice fue la primera en trepar.

Quizá le parezca una ridiculez, pero antes de seguirla busqué mi bastón. Revolví entre la paja hasta que di con él y conseguí arrojarlo arriba. Después me agarré a la escalera y me encaramé por ella, una mano tras otra, con una técnica que había ido mejorando con la práctica.

Arriba, el principal problema era el humo. Alice había desplegado el cuello de su jersey para cubrirse la boca con él.

Quiero ahora atribuirme el mérito que me corresponde por la buena idea que tuve. Le hice un gesto para que me ayudara a subir la escalera al desván.

Tiramos de ella entre los dos. Por la parte de abajo estaba ennegrecida y humeante. Le indiqué a Alice que podíamos servirnos de ella como ariete para golpear el tejado desde abajo.

Era un gran riesgo. Existía la posibilidad de que las llamas subieran y se colaran por la abertura que consiguiéramos hacer. Yo tenía puestas mis esperanzas en el suelo del desván, y consideraba que serviría de pantalla el tiempo suficiente para que consiguiéramos escapar. A la velocidad que avanzaba el incendio, el suelo no podía resistir muchos minutos más. Era dudoso si se derrumbaría antes de que las llamas dieran cuenta de las balas de paja almacenadas arriba.

Me subí sobre una de las balas y, mientras Alice dirigía la parte delantera de la escalera, nos hicimos atrás y golpeamos con fuerza las tejas por la parte más baja del desván. No conseguimos otra cosa que un soberano golpe en los brazos. No sin un cierto cinismo, pensé en aquella perogrullada que asegura que las viejas construcciones como aquélla estaban hechas para perdurar. ¡Benditas construcciones aquellas de pacotilla que se hacían en el siglo diecinueve o benditas las tejas colocadas por el aprendiz en su primer día de trabajo!

Pegamos otro golpetazo. Con un estimulante crujido, se desprendieron dos tejas y el extremo de la escalera asomó por el agujero. Volvimos a retirarla y seguimos a la carga a ritmo frenético. Cayó otra teja y, a continuación -¡Dios fuera loado!-, otras cuatro. Ya teníamos un agujero más que regular. Soltamos la escalera y sacamos la cabeza al exterior, ávidos de aire. Con mi bastón, desprendí unas cuantas tejas más y acto seguido hice una señal a Alice para que saliera por la abertura.

No se anduvo con chiquitas. Quise introducir la escalera a través del agujero, pensando que podría ayudarnos a bajar desde el tejado, pero Alice me gritó:

– Déjalo, Theo. Es demasiado corta.

Sentía bajo mis pies el calor que iba creciendo en el suelo del desván. Dije a Alice que se hiciera a un lado. Cogí una bala de paja y, metiéndola por el boquete, la arrojé junto al borde exterior del granero: serviría para amortiguar nuestro aterrizaje cuando saltáramos. Arrastré otra hasta el sitio donde yo estaba y la arrojé junto a la primera.

Alice se echó a gritar:

– ¡Theo, por el amor de Dios!

Salí al exterior y trepé por el tejado.

Sería una caída que no debía de superar los cuatro metros y medio; por otra parte, el humo que nos empujaba hacia afuera constituía un incentivo suficiente para inducirnos a saltar. Tras mirar las balas de paja que había arrojado al exterior, pronuncié una frase que era familiar para los dos:

-«All right, then?» [6]

Alice tenía el rostro tiznado y las gafas salpicadas de carbonilla. Con una sonrisa, sacó la mano y, tras darle la mía, saltamos los dos.

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