Voy a exponerle todo lo que le conté a Alice. Por razones de brevedad, he decidido prescindir de su apellido. No sé exactamente en qué momento adopté la costumbre de usar lo que ella llamaba «nombre de pila». Sin embargo, aquel sábado por la noche en que mi decidida intención era mostrarle la puerta por la mañana, no me referí a ella dándole ningún nombre. Cuando dirijo la vista hacia atrás, me siento más cortés. Tal vez usted considera poco importante la forma en que yo me dirigiera a ella en aquella ocasión, pero hay un motivo para que yo me muestre tan escrupulosamente sincero con toda persona que lea estas palabras, como podrá comprobar más adelante.
Por descontado que lo que voy a contar no será una reproducción exacta de lo que dije en aquella ocasión, incluidas las interrupciones y preguntas de Alice, porque esto le dificultaría seguir el hilo de la narración, pero le aseguro que no va a perderse ni un solo detalle de todo lo que necesita saber.
Empecé por hablarle de mi evacuación, ocurrida en septiembre de 1943, resultado directo de una incursión aérea alemana, realizada en pleno día. Una bomba, catalogada en aquellos tiempos como altamente explosiva, fue a dar en el edificio de calderas de nuestra escuela, situada en los suburbios de Middlesex, cuando nos encontrábamos cantando la canción conocida como Diez botellas verdes en el refugio subterráneo, y el señor Lillicrap, nuestro azorado director, con su casco de acero y el rostro más blanco que el papel, esperaba a que dieran la señal de que había pasado el peligro. Aquella misma tarde se puso en contacto telefónico con su hermana, que vivía en el campo, y todos los niños de la escuela volvimos a nuestras casas con una carta que debíamos entregar a nuestras familias. Uno de los chicos, que tenía fama de díscolo, abrió la suya y la echó a un canal, pero yo, obediente, se la entregué a mi madre. En la carta se proponía a las familias evacuar a todos los niños a Somerset el lunes siguiente.
Todavía recuerdo la mitad de los niños, entre los que figuraban aproximadamente ochenta compañeros míos, congregados en la estación de Paddington, adecuadamente etiquetados y cargados con máscaras antigás, nuestros juguetes favoritos, paquetes de bocadillos y, en el caso de algunos despistados, cubos y palas. Al volver la vista atrás, se me ocurre que habría podido utilizar alguno de aquellos cubos cuando, después de esperar durante un tiempo desesperadamente largo, con terribles angustias provocadas por una vejiga a punto de estallar y metido en un tren sin pasillo, enfrentado a la perspectiva de un viaje de duración incierta hacia un lugar situado al oeste de Reading, observé furtivamente que mis pantalones de franela adquirían una tonalidad gris más oscura. Al cabo de un par de horas, cuando yo no era el único niño con un secreto (puesto que seguramente la mayoría estaban en mis mismas condiciones), llegamos a Bath Spa, donde nos trasladamos a otro tren más pequeño. Finalmente, mucho después de haber bajado las cortinillas para encubrir la iluminación del tren, se nos dijo que debíamos apearnos en una pequeña estación rural de Somerset.
Yo iba mirando los letreros de las estaciones -tenía edad suficiente para saber leer y me sentía orgulloso de ello- y me encargué de informar a mis compañeros de nuestro destino: Frome. Hice rimar la palabra con home, [3] porque, pese a que la pronunciación no era la correcta, me parecía más reconfortable: Frome, en realidad, rima con dom. [4]
Marchamos en fila india hasta el interior de una iglesia, donde, dispuestos sobre unas mesas montadas sobre caballetes, había bocadillos de queso y zumo de naranja, mientras las personas cívicas del lugar, que se habían ofrecido voluntariamente a acoger un refugiado, hacían una evaluación de nuestras personas. No es de extrañar que la selección procediera a ritmo lento. Incluso yo me daba cuenta de que, después de aquel viaje, tanto nuestro aspecto como el olor que despedíamos eran de lo más deplorable. Sospecho que algunas de las personas que se habían prestado a acogernos se deslizaron furtivamente a la calle, amparadas en la noche, puesto que, al final de la sesión, quedamos sin lugar donde acomodarnos cinco niños (todos varones), junto al funcionario encargado de procurarnos alojamiento. El servicio de voluntarios nos procuró unas literas de campaña y pasamos la noche en ellas, dispuestas en semicírculo, con los pies orientados hacia una estufa de carbón de coque.
A la mañana siguiente fuimos conducidos en coche a los pueblos vecinos con la intención de encontrarnos alojamiento en casa de gente que no tenía noticias de nuestra llegada. Desde la camioneta, conducida por el funcionario, en la que viajábamos, íbamos observando con recelo las puertas de las casas, que iban abriéndose sucesivamente y junto a las cuales se iniciaba una viva conversación. Uno o dos debieron de quedar a buen recaudo, porque cuando nos pusimos en marcha no llevábamos a nadie a nuestras espaldas. Empezaba a tener hambre.
A última hora de la mañana habíamos agotado todas las posibilidades de Frome y todavía quedábamos dos sin alojamiento: un niño gordinflón que se llamaba Belcher Hughes, con unas gafas reparadas con esparadrapo, y yo. Paramos en correos para llamar por teléfono y a continuación se nos comunicó que nos alojaríamos en Shepton Mallet. Por la forma como nos lo dijeron, tuve la impresión de que Belcher y yo habíamos tenido suerte. Imaginé para mis adentros que el señor Mallet debía de vivir en una de aquellas grandes mansiones de piedra que habíamos visto durante el recorrido.
Nos apeamos en un cruce, donde fuimos depositados en manos de otro funcionario, encargado de alojar refugiados. Las esperanzas que me había hecho se vinieron abajo al leer los nombres en el poste indicador. Belcher fue adjudicado a una anciana que vivía en una pequeña casita con terraza y a mí me llevaron a unas cuantas millas de distancia, a la granja Gifford, en la aldea de Christian Gifford, entre Shepton Mallet y Glastonbury.
Una vez allí, perdí todo contacto con la gente que conocía, descontando un par de visitas del señor Lillicrap quien, al parecer, quedó satisfecho de la educación que se me dispensaba en la escuela, situada en la parte alta del pueblo, que frecuentaba junto a los demás niños de la localidad.
Para hacer justicia a la familia Lockwood, debo decir que no se habían ofrecido voluntariamente a alojar refugiados, sino que tuvo que intervenir el gobierno, con una Orden de Evacuación, para recordarles su deber. La gente de la localidad sabía que tenían un dormitorio vacante, debido a que su hijo Bernard se había ido de la casa, por lo que se vieron obligados a aceptarme.
El primer contacto que tuve con la familia fue a través de la señora Lockwood, la cual me dio la impresión de una persona atormentada. La conocí moviendo la cabeza y mascullando palabras en un dialecto que yo no entendía. Cuando, años después, he pensado en aquella situación, he deducido que estaba preocupada por la reacción que podía tener su marido, al enterarse de que me habían introducido en su casa medio de tapadillo. Con todo, en honor a la verdad, debo decir que, por lo que a mí respecta, lo primero que hizo fue llevarme a la cocina de la granja y darme de comer: un par de rebanadas de pan, generosamente untadas con salsa de carne. Debo reconocer también que el pan era más tierno y menos terroso que las hogazas del pan de racionamiento que comía en mi casa.
Mientras observaba a la señora Lockwood, que cortaba unas ciruelas y les extraía los huesos para hacer un pastel con ellas, sentada al otro lado de la mesa de madera, decidí que aquella mujer no iba a hacerme ningún daño. Era robusta y tenía los cabellos negros y relucientes, sujetos a la cabeza con horquillas y, aunque su rostro ancho era casi tan oscuro como la piel de las ciruelas y era evidente que era más vieja que mi madre, aparentaba gozar de mejor salud. Por lo menos, debajo de sus ojos no tenía aquellas medias lunas oscuras como mi madre, testimonio de horas robadas al sueño.
El inconveniente de la señora Lockwood era su voz, tan queda que me obligaba a pedirle que me repitiera prácticamente todo lo que decía. Y cuando accedía a hacerlo, apenas si aumentaba el volumen en un semitono. Por otra parte, como yo debía repetirme en silencio todas sus frases para descifrar las complejidades del dialecto que hablaba, la comunicación procedía de forma muy lenta. Me llevó el resto de la mañana averiguar qué personas componían la familia y qué hacían.
Hube de enterarme de que el señor Lockwood hacía poco tiempo que había adquirido otra granja más pequeña, situada a poca distancia, llamada Lower Gifford, para su hijo Bernard de veintiún años, el cual se había trasladado a vivir allí, y que dicha granja estaba situada a una milla de distancia en dirección hacia abajo. Parece que el plan era que Bernard acabase ocupándose de las dos granjas en cuanto el trabajo de la grande excediese las posibilidades de su padre. Los padres acabarían sus días en la granja grande, de la que también se ocupaba su hija Barbara.
Yo había detectado una o dos prendas femeninas secándose sobre la hierba que, incluso para mi inexperta mirada, me habían parecido insuficientes, por no decir ridículas, para la señora Lockwood. Gradualmente me fui enterando de que Barbara tenía diecinueve años y que trabajaba en la granja.
Compareció a la hora de comer y, pese a que ni siquiera advirtió mi presencia, me cautivó al momento. Aunque la afirmación suene al más puro estilo Mills & Boon, la verdad es que es exacta. Ésta fue la impresión que aquella muchacha causó en un niño de nueve años que, la noche antes, había derramado en silencio lágrimas sobre su almohada. Morena de piel como su madre, aunque más fina y con rasgos más delicados, Barbara se quedó junto a la puerta mientras desataba el pañuelo verde con el que llevaba cubiertos sus cabellos. Sobre sus espaldas se derramó una cascada de cabello negro y sedoso. La chica movió la cabeza para soltarlo al tiempo que hablaba de algo que había sucedido en una de las granjas próximas a la nuestra. Quedé sorprendido al descubrir que entendía prácticamente todo lo que ella decía.
A continuación observó mi presencia y en seguida pasó a ocuparse de mi persona. Unas cuantas preguntas rápidas, dirigidas a su madre, la informaron de los hechos esenciales que me atañían y, cogiendo mi maleta y la máscara antigás, me condujo escaleras arriba, a la habitación que Bernard había dejado vacante hacía muy poco tiempo. Me llevó junto a la ventana y, poniendo su mano en mi hombro, me indicó las gallinas, los patos y su yegua preferida, un animal de color castaño que pacía junto a la era. Después nos sentamos en la cama y yo le dije que mi padre había muerto en Dunquerque, que mi madre se ocupaba de labores asistenciales y que mi tía Kit nos invitaba a comer a su casa los domingos. Como Barbara no había estado nunca en Londres, le hablé de Trafalgar Square y de Buckingham Palace. Nadie, hasta aquel día, me había escuchado con tanta atención como ella.
Aquella noche no lloré. Recuerdo que estuve mucho rato despierto en la cama, con la mirada perdida en el techo de mi nueva habitación, preguntándome qué diría el granjero Lockwood cuando se enterase de que tenía un refugiado en su casa. Era época de cosecha y, a lo que parece, el nombre no volvería a casa hasta después de que yo me hubiera metido en cama. En un momento dado, oí la voz de un hombre que hablaba lentamente y con gran solemnidad, pero después advertí que se trataba de las noticias de las nueve, retransmitidas por radio. Al poco rato, me sumí en un profundo sueño.
No sé con certeza cuándo hablaron a George Lockwood de mi existencia. Tengo fundadas sospechas para creer que las mujeres de la casa mantuvieron en secreto mi presencia por lo menos un día entero. Mi presentación al dueño estuvo muy orquestada. A las cuatro de la tarde del día siguiente la señora Lockwood cogió una gran cesta en la que puso unos panecillos acabados de sacar del horno y un cuenco de crema de leche y nos dirigimos con ella al campo donde trabajaban los hombres. Yo llevaba la jarra de sidra con la que debía llenar sus vasijas hasta el tope. Cada hombre tenía su pichel o su vasija de madera, en forma de barril, con su corcho y su tapón de aire. No paraban un momento de requerirme, superándose unos a otros en la articulación de mi nombre, pronunciado en lo que se me antojaba acentos típicos de la clase campesina. Había como mínimo nueve hombres y Barbara, todos sentados alrededor de la cesta. La sonrisa de Barbara me turbaba de tal modo que, al servir la sidra al hombre que tenía a su izquierda, derramé una parte. Éste se levantó al momento y, agarrándome por el brazo, me dio un susto soberano.
Parte de la sidra se había derramado en su plato y él era el único que lo usaba para comer. Era un plato de color de rosa, con un ribete dorado en el borde. Resultaba un refinamiento muy curioso, porque aquel hombre era el más alto de todos, alrededor de un metro ochenta y cinco, y tenía los brazos cubiertos de vello y una serie de huecos entre los dientes. Además, tenía un ojo entrecerrado e inyectado de sangre.
Otro detalle de él me llamó la atención: llevaba corbata. No una corbata especial, a rayas, como la del señor Lillicrap, ni tampoco anudada con afectación, sino una corbata negra y llena de manchas, pero cuyo uso era un signo de clase, puesto que no tardé en descubrir que aquel hombre no era otro que el granjero, mi benefactor, el señor Lockwood.
Sin soltarme el brazo, me preguntó algo acerca de la sidra, que provocó la hilaridad de los demás, pero que yo no entendí. Probablemente hizo algún comentario sobre mi mala puntería, dando a entender que había empinado el codo porque, al contestarle cortésmente de manera afirmativa, los demás soltaron el trapo.
Entonces el señor Lockwood, dejándome el brazo y ofreciéndome su barrilete, creo que me dijo:
– Anda, toma otro sorbo, muchacho. Acábala por mí.
La sidra de Somerset es famosa por sus efectos estimulantes, por lo que Barbara trató de protestar, acto temerario teniendo en cuenta que desafiaba la autoridad del granjero no sólo delante de sus hombres sino también de los que había contratado especialmente para la cosecha. Su padre la hizo callar con un gruñido sin dejar de ofrecerme la jarra, con el asa vuelta hacia mí.
No quiero afirmar que derribé a mi Goliat de la primera pedrada, pero sí que, para ser un niño de nueve años, salí bastante bien librado de la prueba. Le dije primeramente que no tenía mucha sed y, tras tomar un sorbo y notar el sabor de la sidra en la lengua, le devolví la jarra y le pregunté educadamente si podía quedarme para ayudarles y dije que después ya me tomaría el resto.
Mi salida fue acogida con el consiguiente regocijo general y, lo que para mí era más importante, con un gesto de aprobación del señor Lockwood. Al reanudarse el trabajo, me levantaron en el aire y me subieron a uno de los remolques para que ayudara a cargar las gavillas a medida que me las iban ofreciendo, hincadas en la horca.
Mis recuerdos son intermitentes. Poca cosa más ha quedado en mi memoria de lo que ocurrió aquella tarde. Supongo que Barbara me devolvería a la granja cuando se hizo evidente que no podía con mi alma. No hay duda de que ella estaba en casa al final de aquel día, porque recuerdo que vino a mi cuarto y que me dijo que su padre me había autorizado a quedarme. Después, me acarició el cabello con la mano, como si me lo alisara. Recuerdo con toda claridad el contacto de sus dedos.
Después los días se desdibujan, borrados por la rutina de la vida en la granja y en la escuela. Paso por alto mis impresiones acerca del sistema educativo imperante en Somerset, porque a buen seguro que usted está deseando saber cómo conocí a Duke Donovan, que es precisamente lo que voy a exponerle a continuación.
Para compensar mi ignorancia en relación con las costumbres rurales, conté a mis compañeros de clase una serie de historias exageradas acerca de la vida en Londres durante aquellos tiempos de guerra: la bomba que había caído en nuestro jardín y que no había explotado, el Messerschmitt que se estrelló contra un globo de barrera y el caso del empresario de pompas fúnebres que tenía un ojo de vidrio, de quien se sabía que era un espía alemán. Todos estaban pendientes de mis palabras. Los únicos hechos que habían vivido en relación con la acción del enemigo eran el ruido sordo y distante de las bombas que habían caído en Bath el año anterior, en el curso de las incursiones Baedeker. De lo único que podían presumir era, como máximo, de haber atisbado ocasionalmente las fuerzas americanas cuando atravesaban el pueblo con sus carros, camino de su base en Shepton Mallet.
Haber visto pasar a unos soldados americanos no era cosa que a mí me impresionase demasiado. Yo conocía a los soldados del ejército americano, porque había asistido a una de sus fiestas -esto era verdad- en la base que tenían en Richmond Park. Como hijo de viuda de guerra, la última Navidad había sido invitado a una fiesta en la que un San Nicolás con acento yanqui me había obsequiado con regalos, había visto una película, había cantado canciones y me había ido con todo el chicle y todos los caramelos que cupieron en mis bolsillos.
Acicateado por la respuesta que obtuvieron estas revelaciones por parte de mis nuevos compañeros, lancé la baladronada de que tenía tantos amigos en el ejército americano que podía conseguir todo el chicle que me viniera en gana.
El destino tiene sus sistemas propios de tratar a los fanfarrones. Mis bravuconadas fueron desmentidas más pronto de lo que ninguno de nosotros habría podido predecir. El día siguiente, a la hora de comer, cuando salíamos de la escuela, vimos algo que hizo temblar mis piernas. Al otro lado de la calle, enfrente de la tienda de la señorita Mumford, había un jeep de color caqui claro de los usados por el ejército americano. Me metí las manos en los bolsillos, me puse a silbar una tonadilla y eché a andar como si tal cosa. Sin embargo, sabía que había sonado mi hora. Efectivamente, los chicos me retaron a que consiguiera chicle.
Como el sheriff de una película del oeste, a quien le acaban de comunicar que Jesse James está asaltando el banco del pueblo, atravesé la calle polvorienta, vigilado a prudente distancia por todos mis compañeros. Uno de ellos me gritó:
– ¡Al loro, Teodoro!
En el interior de la tienda de la señorita Mumford había dos soldados comprando bebidas. El más alto, que era Duke, estaba pagando una botella de Tizer, mientras su camarada, Harry, echaba un vistazo a todo el surtido de botellas, como si tanto le diera una como otra. Por fin pidió leche, a lo que se le dijo cortésmente que estaba racionada, tanto si la quería fresca, como evaporada, condensada o en polvo. Nadie podía confundir a la señorita Mumford. Sin embargo, les ofreció manzanas. Por poca vista que tuviera uno se daba cuenta en seguida de que los invitados se dejaban convencer fácilmente. Pero Harry dijo que le daba igual.
Aquélla era la ocasión que yo estaba esperando. La señorita Mumford me observaba con aire de desconfianza. De haber estado en Londres, les hubiera dicho, sin pensarlo dos veces:
– ¿Me dais chicle?
Pero aquí no sabía qué hacer, por lo que me quedé pintiparado como un estúpido mientras pasaban por mi lado, y después los seguí hasta el coche sin saber encontrar mi voz. De pronto se me ocurrió una idea genial; tocando a Harry ligeramente en la manga, le dije en tono confidencial que sabía de una granja donde había leche fresca y que, si él quería, podía acompañarlo. Harry echó una mirada a Duke y éste se encogió de hombros y me indicó con el pulgar el jeep, dándome a entender que montara. Podría afirmarse que, con aquel gesto tan simple, Duke firmó su destino.
Para mí aquél fue el momento culminante de mi etapa de refugiado. De pie en la parte trasera del jeep, hice con la mano el mismo saludo de Monty cuando, estando en el desierto, pasaba junto a sus soldados. El jeep hizo un viraje en redondo y salió a toda velocidad mientras yo movía ostensiblemente las mandíbulas mascando chicle.
El destino estaba ante nosotros. El viento en nuestros oídos era ensordecedor, por lo que no me era posible dar ninguna explicación y lo único que pude hacer fue señalar la granja con el dedo cuando la puerta de entrada de la misma apareció ante nuestros ojos. Nos metimos en la era con un chirrido de frenos y un revuelo de gallinas asustadas.
Yo entretanto iba haciendo cálculos. Sabía que el señor Lockwood tenía unas cuantas vacas frisonas, pero sabía igualmente que la leche estaba racionada y que, aunque existía algo llamado mercado negro, se trataba de una actividad contraria a los esfuerzos que imponía la guerra y dudaba de que el granjero Lockwood se aviniese a practicarla, puesto que sobre la chimenea tenía una fotografía de Winston Churchill.
Seguía disfrutando de una racha de buena suerte, porque fue Barbara la que asomó a la puerta, alertada por el ruido. Iba vestida para montar a caballo, con pantalones color tierra ajustados a la pantorrilla y jersey blanco. Duke y Harry cruzaron una mirada tan expresiva que Barbara, de haber querido, habría podido saltar por encima de ella con caballo y todo. Saltaron del jeep, se presentaron y, antes de que yo tuviera tiempo de apearme, ya estaban atravesando la era al lado de Barbara.
Ella se tomó la cosa a broma, como si el hecho de pedir leche no fuera sino una estratagema para presentarse en la casa y hablar con ella, cosa que por supuesto ellos no negaron. Barbara, amablemente, les ofreció una pinta de leche de su neurótica cabra particular, Dinah, pero ellos declinaron prudentemente el ofrecimiento; Duke, tras descubrir un tonel de sidra, dijo que no le importaría tomar alguna cosa más fuerte que leche, a lo que Barbara respondió que los únicos que tenían derecho a sidra eran los trabajadores.
– ¡De acuerdo, encanto! -exclamó Harry, desabotonándose la chaqueta-. ¿Qué tengo que hacer?
Barbara se echó a reír y dijo que, si eran buenos chicos, podían volver el sábado, día en que comenzaba la recolección de manzanas. Como acudirían unas cuantas chicas del pueblo para echar una mano, suponía que a su padre no le importaría disponer de un par de trabajadores extra. Los soldados se miraron y dijeron que, en caso de conseguir permiso, no faltarían a la cita. Hicieron unos cuantos chistes en relación con los permisos, y después volvieron a montar en el jeep y se marcharon, aunque sin la leche que habían venido a buscar.
Cuando cruzamos de nuevo la era Barbara y yo, ésta me dijo que yo había tenido una gran frescura al acompañar a los yanquis hasta la granja y que había tenido suerte de que su padre no estuviera en casa y que, si el sábado volvían, ya me encargaría yo de dar las explicaciones correspondientes. Me sentí apabullado, por lo que Barbara, dándose cuenta de mi estado, me dio un codazo y añadió:
– ¡Será divertido si vuelven!
Según pude enterarme, la recolección de manzanas era una empresa de mayor envergadura que la siega del heno. El señor Lockwood cultivaba muchas de las variedades antiguas, con nombres tan evocadores como Captain Liberty, Royal Somerset y Kingston Black. Había otras más modestas, como las conocidas con el nombre de Nurdletop. Las llamadas Scarlet, verdes y doradas, iban directas al molino, ya que eran la materia prima de una sidra de alta calidad de la que se abastecían varias posadas de Frome y Shepton Mallet. Las diferentes fases del proceso de fabricación exigían la contratación de manos extra, lo que hizo que, aquella noche cuando me fui a la cama, pensara que seguramente el granjero Lockwood no pondría objeciones a la presencia de los americanos. Pese a todo, era prudente que, antes del sábado, se explorara aquella posibilidad.
Durante la tarde del siguiente día aproveché la oportunidad que se me ofrecía. Terminado el trabajo de la jornada, aquel día más temprano que de costumbre, el señor Lockwood se sentó en su sillón Windsor para fumarse una pipa junto a la cocina. El olor a Saint Julián está más grabado en mi memoria que la conversación que sostuvimos. Inicié una titubeante explicación, temiendo que el Somerset rural no estuviera preparado para mis actividades como capataz, cuando me cortó diciendo que en aquella casa era bien recibido todo aquél que estuviera dispuesto a trabajar. Al salir de la cocina, Barbara me dedicó un elocuente guiño de complicidad.
La recolección de manzanas se inició con las primeras luces del sábado. De acuerdo con la tradición, las mujeres eran contratadas con carácter eventual, pero participaban lo mismo que los hombres. Fue en esta tarea donde conocí a la mejor amiga de Barbara, Sally Shoesmith, la hija del tabernero. Sally era una muchacha rechoncha, pelirroja y con pecas, con una sonrisa desagradable, absolutamente ambigua. Sin embargo, a los nueve años, yo no estaba todavía en condiciones de emitir juicios sobre nadie.
Fue también en aquella ocasión cuando conocí a Bernard, el hijo de los Lockwood, que trabajaba en la granja de Lower Gifford. No podría decir con certeza si lo que lo atrajo al campo fue un sentimiento de deber filial o la extraordinaria abundancia de chicas del pueblo. Desde mi punto de vista, el chico era totalmente inabordable. La visión más habitual que tenía de él eran sus botas claveteadas con tachuelas, puesto que su trabajo consistía en recoger, subido a una escalera de mano, las manzanas que había que conservar, como las Rom Putts y las Blenheim Oranges, que debían ser recogidas a mano en lugar de ser desprendidas de las ramas sacudiéndolas con ayuda de unas varas. Debajo de él, se apretujaban las chicas con los recogedores, cestas en forma de cubo hechas con juncos entretejidos. Supongo que a Bernard le producía una sensación de placer decidir a cuál de las chicas del hermoso abanico que tenía a sus pies se dignaría favorecer, dicho lo cual seguramente no le costará imaginar que era un tipo que a mí me desagradaba profundamente. Tenía una belleza rústica y su piel estaba atezada por el sol, como los modelos que aparecen en las revistas de jerseys. Yo prefería ir detrás de los que desprendían las manzanas con ayuda de las varas.
Al cabo de una hora de iniciado el trabajo, mis oídos captaron un zumbido distante que procedía de la pradera adyacente a la huerta. El zumbido no tardó en convertirse en ronroneo y éste en el rugido del motor de un jeep, que despertó la consiguiente excitación. ¡Llegaban los yanquis! Dejé al punto la cesta en el suelo y me precipité a la puerta de la huerta, que abrí justo en el momento en que llegaban y, atravesándola, se metían entre los árboles. Todos abandonaron el trabajo y, en un coro de voces admiradas, rodearon el jeep. Todos salvo Bernard, que siguió encaramado en lo alto de la escalera con una brazada de manzanas Tom Putts.
Duke y Harry apaciguaron prudentemente a la excitada concurrencia y les hicieron entender que habían venido para trabajar. Por otra parte, llegaban con más de una hora de retraso. Se incorporaron al grupo de los que colocaban las manzanas en montones piramidales para que perdieran el frío de la noche antes de ser trasladadas a la prensa. Habían venido con lo que ellos llamaban el «traje de fatiga», expresión que hacía las delicias de las chicas, atentas a la jerga de los soldados y ávidas de conocer americanismos. Para nosotros, la gente de 1943, los soldados americanos eran seres exóticos que hablaban como los artistas de cine.
Y hablando de cine, ¿ha visto usted Las uvas de la ira, interpretada por Henry Fonda u otra película antigua de este actor? Si se lo digo es porque, a mi modo de ver, existía un notable parecido entre Duke Donovan y Henry Fonda. No se trataba únicamente de rasgos de la fisonomía, sino de la estructura física general, de la altura, de aquella cabeza asentada sobre unos hombros más bien estrechos; ambos producían la impresión de tratarse de hombres valientes a la vez que vulnerables. Los movimientos de Duke eran pausados y escasos, pero dejaba traslucir una especie de inquietud que se revelaba sobre todo en sus ojos. Se me figura que sentía añoranza de los suyos. Aquel día, en la huerta de los manzanos, se rió como todo el mundo, con una sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes tan resplandecientes como los de Henry Fonda, si bien parecía que sus ojos no participaban de la alegría de la boca. Como si sus pensamientos estuvieran escindidos en dos mitades.
Presa de las ilusiones románticas propias de un niño, emparejaba en mi cabeza de manera ideal a Duke y a Barbara y abrigaba la esperanza de que se sintiesen mutuamente atraídos. No me pasaba por las mientes que pudiese estar casado y mucho menos que fuera padre de una niña, y estoy seguro de que Barbara tampoco lo imaginaba.
Pero las cosas aquel día ocurrieron menos apaciblemente de lo que yo había esperado. Cuando, a media mañana, apareció la señora Lockwood, cargada con dos teteras humeantes, abandonamos el trabajo para tomarnos un momento de descanso. Duke se sentó a cierta distancia de Barbara. La mayoría de los hombres tomaban sidra fresca de los cacharros y barriletes que habían llenado a primera hora de la mañana, pero las muchachas preferían té. Pude observar que uno de los trabajadores eventuales, contratados para la recolección, iba a buscar una jarra para Barbara, después de lo cual se tumbó a su lado, casi rozándola. Me enteré de que se llamaba Cliff y de que no tenía trabajo fijo. A veces ayudaba a despachar en el bar del pueblo y entonces se le veía tras el mostrador. Era alto, moreno y feo; a mí no me parecía nada atractivo. Ya sé qué piensa. ¿Por qué no lo dice, hombre? Eran celos.
El otro americano, Harry, inició muy pronto sus avances con la amiga de Barbara, Sally, y empezó por invitarla a fumar un Lucky Strike y a sacarle del pelo las ramitas que se le habían quedado prendidas y que él tardaba años en retirar.
Harry, como tipo físico, se parecía más bien a James Cagney, y era tan belicoso y dado a salidas inesperadas como este actor. Nos explicó que se había ganado tres galones, pero que los había perdido por algún error que había cometido. Harry me causaba inquietud, porque yo quería que no ocurriera ningún percance.
Cuando volvimos a ponernos a trabajar, Duke se subió a una de las escaleras y pude observar que Barbara se unía al grupo de chicas que esperaban al pie de la misma. Al cabo de un momento, dijo a Duke que dejara algunas manzanas vivarachas en la rama que estaba descargando. Duke, agarrándose a ésta, miró para abajo y le preguntó:
– ¿Qué son manzanas vivarachas, si tienes la amabilidad de decírmelo?
Barbara entonces le contó aquella leyenda que decía que había que dejar en el árbol las manzanas pequeñas para que pudieran comerlas los duendes. Algunas de las chicas empezaron a reír a grandes carcajadas, esperando que los americanos se sumarían a las risas, pero Duke permaneció serio, escuchando atentamente. Las palabras dialectales y las costumbres del país le fascinaban. El granjero Lockwood, que estaba de un humor de perros, les gritó al pasar:
– ¡Venga, gandules! ¿Está Lawrence con vosotros?
Y entonces hubo que explicar a Duke que Lawrence, el holgazán, guardián de los huertos, dejaba encantados a todos cuantos trataban de burlarse de las leyendas.
Aquella tarde de septiembre ocurrieron cosas memorables en la huerta. Si, como yo, no cree usted en las fuerzas del mal, posiblemente pensará que la sidra de la comida tuvo buena parte en el asunto. O que quizá no era otra cosa que la gran excitación despertada por la presencia de los soldados americanos entre las muchachas del pueblo.
Nos congregamos alrededor de una antigua furgoneta cargada de manzanas caídas de todo tipo, utilizadas para el queso que acompañaría la primera sidra. Los hombres estaban sentados en las pértigas, las muchachas en las cestas puestas boca abajo en el suelo, comiendo pan y queso con rodajas de cebolla, que habían traído en cestas de junco y en hatos con pañuelos colorados. Los rayos de sol se colaban a través de las hojas sobre nuestras cabezas.
Después de comer, las chicas enseñaron a los americanos la manera de averiguar el nombre de la persona amada utilizando una mondadura de manzana; había que mondarla sin que la piel se cortara, es decir, de una sola vez, y echarla después al aire por encima de la cabeza de la persona interesada y ver qué letra había formado al caer al suelo. La de Harry dibujó una S y Sally le dio un beso, en medio de chillidos de excitación, pero Duke se negó a hacer el experimento. Lo convencieron, en cambio, de que arrojase una manzana al aire sin explicarle el propósito del juego. Varias chicas, como jugadores de rugby, se precipitaron sobre la manzana para cogerla, aunque ninguna lo logró, porque rebotó sobre la hierba y fue a parar directamente al sitio donde estaba Barbara, la cual, pese a que no se había sumado a sus compañeras, la recogió.
Alguien le dio un cuchillo. Mientras todo el grupo se arremolinaba a su alrededor, la cortó limpiamente en dos mitades y nos mostró dos pepitas. Las muchachas, en coro, gritaron:
– ¡Hojalatero, sastre!
Barbara entonces cogió una de las mitades y la dividió en dos partes. No aparecieron pepitas. Tomó la otra mitad y también la partió. Alguien (creo que fue Sally), con un grito de triunfo, exclamó:
– ¡Soldado! [5]
Pero la palabra se quedó colgada de sus labios, porque el cuchillo había partido la pepita. Barbara arrojó lejos de sí los trozos de manzana y dijo: -¡No son más que estupideces! Después de comer, casi no vi a Barbara. Recogía manzanas en otro sector de la huerta, creo que en compañía de su hermano Bernard. Oí que una de las chicas decía:
– ¡No hay para tanto! ¡Mira que llorar por eso!
A lo cual su compañera le respondió encogiéndose de hombros y apartándose de su lado.
Alrededor de las cuatro, la señora Lockwood trajo té y pasteles y nos congregamos junto a la pared construida con piedras sin argamasa, que era donde el sol más calentaba. Sally estaba sentada junto a Harry, en el jeep. Duke estaba apoyado en un árbol, ocupado en cortar con un cuchillo una pieza de madera que había encontrado. No vi a Barbara pero no me extrañó, porque me había dado cuenta de que, cada vez que se hacía un descanso, alguna chica desaparecía para ir al retrete de la granja.
Cuando el señor Lockwood dio orden de reanudar el trabajo, Barbara todavía no había vuelto. Observé que la señora Lockwood la buscaba, intranquila, antes de recoger la bandeja y volver a casa. Al cabo de un momento, estaba de vuelta y hablaba con su marido, quien pasó a Harry la vara de fresno que tenía en la mano y se internó hacia la zona más frondosa de la huerta.
Sentí una cierta preocupación por Barbara. De pronto, del sitio al que se había dirigido el señor Lockwood salió una figura; era Cliff, cuyo interés por Barbara yo había detectado. Se dirigió con paso rápido hacia nosotros y, haciendo oídos sordos a ciertas cuchufletas sobre los que se evaden del trabajo, sin dirigir la palabra a nadie, avanzó recto hacia la pared junto a la cual estaban alineadas las bicicletas, tomó la suya y desapareció pedaleando pradera arriba.
Al cabo de un momento apareció Barbara, procedente de la misma dirección, seguida de cerca por su padre. Llevaba la cabellera suelta y tenía en la mano el pañuelo con el que unos momentos antes se la cubría. Cuando la tuve más cerca, me di cuenta de que lloraba. Después echó a correr, ignorante de la presencia de todos, incluso de su madre, que iba tras ella preguntándole:
– Barbara, cariño, ¿qué te pasa?
Tras atravesar la puerta del huerto, echó a correr hacia su casa.
El señor Lockwood cruzó unas palabras con su mujer y los dos siguieron a Barbara.
Sé que, llegados a este punto, querrá usted saber qué había ocurrido exactamente, puesto que Alice interrumpió mi relato y me preguntó si se trataba de una agresión sexual.
Yo le recordé que, cuando ocurrieron los hechos, yo no era más que un niño y que, si hubo habladurías al respecto, puesto que estoy seguro de que las hubo, quedé excluido de ellas. Lo que sí sé es que Cliff Morton no volvió a comparecer en el campo para recolectar manzanas y que nadie hizo mención del hecho en mi presencia al llegar a casa. Observé igualmente que en el cuello de Barbara había unas marcas que ahora identifico como huellas de expansiones amorosas y oí, a través de la pared de mi cuarto, cómo su madre le hablaba en voz baja, en su dormitorio, hasta altas horas de la noche. Pero las palabras eran inaudibles.
Alice no se dio por satisfecha de mi relato. Parecía no estar dispuesta a aceptar que yo, a los nueve años, no supiera nada de cuestiones sexuales y siguió insistiendo en que yo había tenido que enterarme de algo más, si no directamente por la familia, por lo menos en boca de las chicas del pueblo. En caso de que así hubiera sido, como entonces no tuvo sentido para mí, lo había olvidado. Había expuesto los hechos tal como los recordaba.
Alice se cruzó de brazos y dijo:
– ¡No me lo creo!
– ¡De acuerdo! -le contesté con toda tranquilidad-. Entonces me ahorraré palabras…