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Bajé a la sala de profesores para hacerme un café. El lugar estaba desierto, dejando aparte la presencia de un par de mujeres de la limpieza que tenían puesto el último disco de Frank Sinatra a todo volumen, en abierta competición con los aspiradores. En realidad, no habrían debido iniciar la limpieza hasta las cinco, pero era evidente que estaban acostumbradas a que los viernes podían disponer del lugar después de las cuatro. Al igual que todo el mundo, no les importaba moverse por allí como por su casa, dado que se trataba del fin de semana. Todo el mundo salvo yo, a lo que se veía. Se quedaron mirándome como si yo fuera un enviado del celador general, pero yo les hice ademán de que siguieran con su trabajo.

Carol Dangerfield debía de encontrarse en la ventana de su despacho, esperando la escena que se desarrollaría en el aparcamiento para coches del personal docente. ¿Invitaría yo a mi rubia perseguidora a montar en mi coche y me perdería en la noche con ella o la apartaría de mi camino ahuyentándola con el bastón? Pese a mis suposiciones, me llevé el chasco de que Carol no estuviera a la vista, tal vez ocupada haciendo horas extras. Me hice el café, lo tomé despacio y me dediqué a practicar unas cuantas jugadas de snooker hasta pasadas las cinco.

Cuando, por fin, opté por dirigirme al aparcamiento, no había en él más que tres coches y una chica, apoyada en el mío. El viento estaba impregnado de humedad, como empapado por la ligera llovizna que estaba cayendo y se notaba en el aire el frío propio de una noche de octubre. El parque de Whiteknights está un tanto desprotegido. Alice Ashenfelter llevaba abrigo, pero había que ser tenaz, tener un gran interés en mi persona o estar loco de atar para permanecer aguardándome tanto tiempo.

La posibilidad de que estuviera loca no se me había ocurrido hasta aquel momento. Sé de una chica, que vivía cerca de mi casa, que en cierta ocasión se enamoró de un parlamentario del partido conservador. Me estoy refiriendo a un caso de auténtica chaladura. De nada le servía recordar que tenía un buen marido y que era madre de tres hijos, porque esta circunstancia no le impedía escribirle apasionadas cartas de amor, que le enviaba directamente a la Cámara de los Comunes. El político persistió en hacerse el sueco hasta que la mujer comenzó a enviarle las misivas metidas en sobres más grandes y acompañadas de panties de Marks and Spencer. Parece ser que los funcionarios públicos están más expuestos a este tipo de cosas de lo que nosotros creemos. En cualquier caso, la muchacha en cuestión era una esquizoide. La cosa terminó cuando una noche se presentó por las buenas en el parlamento y hubo que retirarla de la circulación por espacio de unos cuantos meses. Lo último que he sabido de ella es que sigue sometida a grandes dosis de tranquilizantes.

Saludé con una inclinación de cabeza a Alice Ashenfelter como si fuera la última rubia que se apoyaba en la capota de mi coche aquel viernes por la noche.

La muchacha se apartó de él, juntó las manos en actitud suplicante y dijo:

– Dr. Sinclair, le pido perdón por haberme presentado en su despacho y haberle puesto en un aprieto.

– No me ha puesto en ningún aprieto -dije-. No tiene importancia.

– No quisiera importunarle.

– No me importuna en absoluto -respondí, en realidad más por educación que por convicción-. Pero, de todos modos, acepto sus excusas. Buenas noches, señorita…

– Y ahora, ¿adónde va?

– Pues al sitio donde suelo ir al final del día: a casa.

Ya tenía las llaves en la mano y había empezado a hurgar torpemente en la cerradura, actividad que nunca acostumbro a realizar con demasiado acierto.

– ¿Podría hablar con usted?

– ¿Aquí? -dije con un tono de voz que equivalía a una clara negativa.

Por fin abrí la puerta y la dejé de par en par.

– En otro sitio cualquiera. Donde a usted le plazca.

– Pues no lo creo oportuno…

Arrojé la cartera y el bastón dentro del coche y me dispuse a tomar asiento. En cuanto hube descargado el peso de mi cuerpo dentro de él, me di cuenta de que algo fallaba.

Alice Ashenfelter, con aire inocente, observó:

– Parece como si tuviera un neumático bajo…

Sé salir al paso de la mayoría de las funciones necesarias para el mantenimiento de un coche, entre ellas cambiar una rueda. Lo único que sucede es que ésta presupone más esfuerzos que las otras y exige andar más a rastras por el suelo que en el caso de tener dos piernas en buenas condiciones. En aquel momento, con el suelo mojado y vistiendo mi traje gris de estambre, la veía como una perspectiva que justificaba con creces el liviano taco que dejé escapar.

Pero la chica intervino:

– Yo la cambiaré. ¿Dónde tiene las herramientas?

Consideré la propuesta. Tenía la bien fundada sospecha de que la chica era la causa de la situación en que se encontraba el neumático. Si aceptaba su ayuda, la concesión comportaría unos ciertos derechos por su parte. Sin embargo, encontrar un garaje y abrigar la pretensión de que me enviasen un mecánico en viernes, a la hora de la desbandada general, era pedir peras al olmo.

Me levanté trabajosamente del asiento y abrí el maletero, dispuesto a realizar yo mismo el trabajo, pero sus manos fueron más rápidas que las mías en el momento de sacar el gato. Tampoco necesitó de mi ayuda para colocarlo en la posición adecuada.

– No hace falta que me ayude -le dije.

– Hace demasiado frío para baladronadas -dijo ella-. Páseme la llave, ¿quiere?

Sin que yo supiera cómo, se me escapó una sonrisa, cosa en realidad fatal, y sucumbí a la lógica de lo que acababa de decir. Con gran rapidez y competencia puso manos a la obra. Mientras empezaba a levantar el coche con el gato, comencé a preparar la rueda de recambio e, inmediatamente después, a colocar en el sitio de ésta la averiada, con lo que tuve ocasión de no sentirme totalmente inútil.

Antes de que la chica hubiera terminado con su trabajo, me había dado tiempo de pensar que ahora me veía obligado a acompañarla. Sabía que era la autora del desaguisado pero, puesto que se había portado como la buena samaritana, ahora no podía largarme dejándola sola en el aparcamiento y afrontando la lluvia.

Le dije que, si quería, podía llevarla hasta un bar para que pudiera lavarse las manos. Se metió en el coche y me dirigí a una cervecería de London Road, en la que yo tenía la plena seguridad de que no iba a tropezarme con nadie de la universidad. Así que salió del lavabo, la invité a cerveza y zumo de lima.

– ¿Y ahora va a decirme a qué viene todo esto? -le pregunté.

– ¿Y si dedicáramos un rato a conocernos un poco?

– ¿Usted cree?

La chica me miró fijamente a través de sus lentes con montura de oro.

– ¿No lo encuentra normal?

– De acuerdo, pues. ¿Qué hace usted en Inglaterra?

– Estoy de vacaciones.

– ¿En octubre?

– Unas vacaciones tardías.

– ¿Yendo tras la historia o simplemente tras los profesores de historia?

La muchacha se ruborizó, desvió la mirada y la clavó en el vaso.

– Eso no está nada bien y me siento muy ofendida.

– ¿Va decirme, entonces, que yo soy un ser fuera de lo común?

No respondió y se limitó a enroscarse en el dedo el extremo de la trenza, como habría hecho una niña pequeña y enfurruñada. Tenía la cabeza baja y llevaba el pelo partido en dos mitades con raya en medio. Vi que era una rubia sin trampa.

– A lo mejor es que he imaginado que se dedicaba a perseguirme -le apunté-. Las paranoias empiezan así, ¿no lo sabía?

Entonces habló en un tono de voz muy bajo.

– Me lo está poniendo de lo más difícil…

– Si, por lo menos, supiera de qué se trata, quizás podría hacer algo por usted. Si tiene algún problema, quizá pueda ponerla en contacto con alguien que pueda ayudarla.

La muchacha dejó vagar la mirada a lo lejos y dijo, no sin cierta petulancia:

– Concédame un momento, ¿quiere?

Durante un breve instante nos quedamos en silencio.

Hice ademán de levantarme y le pregunté:

– ¿Dónde vive? ¿Quiere que la lleve?

La chica movió la cabeza negativamente.

– No es necesario. Sé dónde me encuentro. Vivo cerca de aquí.

– Entonces, la dejo. Gracias por lo del neumático.

Avanzó su mano sobre la mesa como si quisiera detenerme pero, al momento, como pensándolo mejor, volvió a coger el vaso.

– Mañana vendré a comer aquí. ¿Podríamos intentarlo otra vez?

La observé, desorientado.

– ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué es lo que tenemos que intentar?

Y mordiéndose el labio, me dijo:

– Usted me intimida.

No sabía qué respuesta darle. Era evidente que no se trataba de ningún chiste, así que moví la cabeza con aire dubitativo y me levanté.

– Mañana a la hora de comer -repitió-. Por favor, Theo.

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