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Usted ya sabe qué impresión me causó Alice Ashenfelter, así que huelga decir que, el sábado al mediodía, no acudí a la cita en la cervecería de Reading. A estas alturas estoy seguro de que no se le habrá escapado que no soy un caballero inglés de los que se dicen educados. Pero la verdad es que me gusta comer como un señor. Al día siguiente fui en coche a Pangbourne e hice las compras propias de un sábado en la tienda de la localidad (todavía nos queda una): jamón cocido, pâté, una docena de huevos frescos y un melón. Acordándome de la noche del sábado, compré una botella de champán en la tienda autorizada y me pasé por el garaje para que echaran una ojeada al neumático averiado. Como ya suponía, no encontraron pinchazo, y apuntaron la posibilidad de que pudiera haber un fallo en la válvula, en cuyo caso lo más prudente sería revisar la rueda al cabo de un par de días. Al salir del garaje, olvidé el asunto al momento.

El partido de rugby internacional, presentado por el programa Grandstand de la BBC, me ocupó agradablemente gran parte de aquella tarde. Y más tarde, junto con mi compañera Val Paxton, enfermera del Hospital General de Reading, fui al Odeon a ver Qué noche la de aquel día. Ni a ella ni a mí nos pareció gran cosa. Lo mejor que podía decirse de aquella película es que, gracias a algunas canciones memorables y a un diálogo ingenioso, se contribuía a hacer soportable la extrema simplicidad de su línea argumental. Val, a la que no le entusiasmaban demasiado los Beatles, hubiera preferido ir a ver King and country, de Losey, en el ABC, pero yo no tenía la más mínima intención de pasarme la noche sometido a un consejo de guerra. Si considera que mi actitud fue deplorable, teniendo en cuenta que soy profesor de historia, al negarme a ver uno de los dramas más impresionantes que se han filmado nunca sobre la primera guerra mundial, admito que está perfectamente en lo cierto. Usted está en lo cierto y yo soy sincero, así que estamos empatados…

A continuación, mientras tomábamos una copa, Val me dijo que había estado pensando en la relación que existía entre nosotros y que consideraba que, dejando aparte nuestras visitas al dormitorio, de hecho el contacto entre los dos era escaso. Hablando en plata, que le había entrado la sospecha de que las enfermeras no servían para otra cosa. Añadió que el tiempo libre de que disponía era demasiado precioso para malgastarlo en cosas que, en realidad, no le gustaban. Que, mientras habíamos estado viendo la película, no había dejado un solo momento de pensar que algo entre nosotros debía de funcionar mal cuando éramos capaces de estar juntos y aburridos, sentados uno al lado del otro, un par de horas seguidas. Le pregunté qué hubiera preferido hacer y me contestó que hubiera preferido bailar, sugerencia realmente llena de promesas para una persona como yo, que necesita un bastón para desplazarse de un lado a otro.

Después de aquello las cosas fueron de mal en peor. La joven echó sobre mí toda la caballería a la que se suele recurrir en estos casos con respecto a los hombres que tienen la costumbre de autocompadecerse, a lo que yo respondí que, en el supuesto de desear ganarme las simpatías de alguna persona, la última sería una enfermera. No fue aquélla precisamente una de esas salidas en las que una discusión termina en reconciliación apasionada, sino que acabó en la manifestación por mi parte del tajante deseo de que mi amiga pasara una noche apacible, manifestado en la puerta de la residencia de enfermeras.

Eran poco más de las once y media de la noche cuando, después de deshacerme del coche, me encontré delante de la puerta de mi casa. Cuando anteriormente dije que mi casa está situada en Pangbourne y que se encuentra junto al río, lo más probable es que usted diera por sentado que el río al que yo hacía referencia era el Támesis. Cualquiera que oiga hablar del río Pang probablemente lo situará en China o en Birmania, pero quisiera que se me prestara crédito cuando digo que dicho río tiene sus fuentes en Wessex Downs y que, antes de verter sus aguas en el Támesis, al sur de Pangbourne, describe una suave curva en forma de «U» a través de una zona rural de Berkshire que cubre alrededor de doce millas. El Pang pasa rozando el borde de mi jardín y, si lo llamo «río», probablemente exagero, porque la verdad es que tiene más de torrente poblado de truchas que de auténtico río. Si entro a hablar de estos detalles es para explicarle que vivo en un sitio más desolado de lo que usted posiblemente había imaginado. En realidad, no estoy aislado -quisiera puntualizar este extremo-, porque tengo tres casas al alcance de la voz, pero es un hecho que la zona es muy poco frecuentada por gente forastera. Y éste es el motivo de que quedase muy sorprendido cuando mi bastón chocó, en el suelo del sendero que atraviesa mi jardín, con un objeto que resultó ser una mochila.

Fácilmente hubiera podido tropezar con el objeto en cuestión, ya que su propietaria la había dejado sobre la estera que tengo ante la puerta para limpiarme de barro los zapatos antes de entrar en casa. Supongo que ya habrá imaginado que no abrigaba demasiadas dudas con respecto a la persona a la que pertenecía aquella mochila. Pese a que contaba como única luz con la de la luna, podía ver la bandera de barras y estrellas cosida sobre la tela. Sin embargo, Alice Ashenfelter no era visible.

Después del fracaso que acababa de apuntarme, lance que había arruinado mi noche del sábado, no puede decirse que me sintiera demasiado bien dispuesto en relación con el sexo opuesto. Aspiré una profunda bocanada de aire, busqué la llave y me metí en casa sin pararme a pensar si la chica podía estar o no en algún lugar del jardín. Ni busqué ni me puse a dar voces, sino que cerré la puerta tras de mí, me metí en la cocina y comencé a prepararme un café.

La verdad es que no esperaba que la chica se hubiera quitado de en medio. Si, por la razón que fuera, no me había visto entrar, era seguro que ahora vería las luces. En cualquier momento podía llamar a la puerta, por lo que yo debía estar mentalmente preparado para resistirme a su llamada. El inconveniente era que mi resistencia presentaba bastantes fallos ante las tácticas que ella solía desplegar y sabía que, si no respondía a su llamada, me pasaría el resto de la noche preguntándome cómo iba a arreglárselas para dormir al raso, perdida en aquel remoto rincón de Berkshire, un sábado por la noche.

Mi imaginación comenzó a recorrer caminos morbosos. Me imaginé declarando ante un tribunal de Reading y esforzándome en explicar por qué motivo me había empecinado en cerrar la puerta de mi casa a una muchacha de visita en Inglaterra, muchacha a la que yo conocía, que me había ayudado a cambiar una rueda del coche nada menos que el día anterior y que no me había pedido otra cosa a cambio que un civilizado intercambio de impresiones. Y, por otra parte, una muchacha que, a consecuencia de mi falta de hospitalidad, había tenido que echarse a la carretera, parar una furgoneta cargada de músicos borrachos que habían abusado sexualmente de ella y que, después, la habían arrojado de nuevo a la cuneta desde el coche en marcha causándole una fractura de cráneo de fatales consecuencias. Incluso veía a sus padres, llegados de Waterbury, Connecticut, que habían acudido para el entierro, los ojos enrojecidos por el llanto y que, de pie al otro lado de la sepultura, clavaban en mí unos ojos incapaces de comprender que un ser humano pudiera tener tan mala entraña como yo.

Para cortar aquella cadena de imágenes que no conducían a nada, puse en marcha el televisor y ante mis ojos apareció la figura de un obispo leyendo el sermón. Aquella imagen me pareció tan oportuna que solté una carcajada. ¡Por el amor de Dios! (como acababa de decir el obispo), ¿de qué podía quejarme si, justo cuando una chica acababa de darme un puntapié, tenía a otra esperando al otro lado de la puerta?

Eliminé al obispo, tomé un sorbo de café y consideré las opciones que se me ofrecían. Era ya medianoche, si Alice Ashenfelter había venido a visitarme, era indudable que había planeado pasar la noche en mi casa. Estoy seguro de que habrán oído hablar de las costumbres avanzadas de los años sesenta, pero créanme si les digo que, para Reading y para el año 1964, la chica se adelantaba mucho a los tiempos.

¿Había venido hasta aquí atraída por mi encanto viril? Cierta vez alguien me había asegurado que había mujeres que se sentían fuertemente atraídas por los lisiados -¿quién era yo para poner objeciones a sus gustos?-. De todos modos, aquél era un extremo que estaba por confirmar, porque hasta aquel momento siempre había considerado la afirmación un desvarío de algún tipo poseedor de una pierna ortopédica.

¡Al cuerno con mis escrúpulos! Si un hombre está solo un sábado por la noche y llama a su puerta una rubia de diecinueve años, no hay que ametrallarla a preguntas y lo único que debe hacer es ir a por el champán. El Perrier Jouet estaba en el frigorífico.

Cogí la linterna que tenía en un estante y, ya me encontraba en el pasillo camino de la puerta de entrada, cuando oí el crujido de una tabla del suelo de mi habitación, situada en el piso de arriba.

¡Mi habitación! Vaya con la niña…

Se había introducido, mediante procedimientos violentos, en mi casa.

Aquello me sacó de mis casillas. Supongo que era la respuesta primitiva del que siente invadido su territorio. De haber tenido dos piernas en buenas condiciones, habría subido las escaleras en dos zancadas y ella las habría bajado en un santiamén. En lugar de eso, mientras me dirigía cojeando a la cocina, mis pensamientos recorrieron toda la escala de reacciones que median entre la indignación y la excitación.

Finalmente, después de reflexionar un momento, decidí que no la echaría. Ni siquiera mascullaría una simple protesta.

La chica había izado sus colores en el mástil.

Así que yo también podía ser práctico; coloqué la botella de champán y dos copas en una bandeja y me dispuse a subir las escaleras. Tengo una especial habilidad para llevar bandejas con un solo brazo, incluso cuando es preciso subir escaleras.

Ni siquiera encendí la luz. Conozco perfectamente el camino hasta mi cuarto para poder llegar a él a oscuras. Me incliné sobre la cómoda situada a la izquierda de la puerta y, antes de depositar la bandeja en ella, pasé la mano por la superficie. Mi previsión no podía haber sido más oportuna, puesto que mis dedos tropezaron con unas gafas. Al mismo momento percibí un ligero olor a almizcle, que me incitó a inspirar más intensamente.

Con todo, para mis adentros seguía repitiéndome que no había que precipitarse. Me libré de la ropa y me acerqué a la cama. Al tocar la almohada, mi mano sintió el contacto de la cabellera de la muchacha, desparramada sobre ella; se había soltado la trenza. Me metí en la cama a su lado; estaba envuelta en mi batín, seguramente para conservar el calor. Nuestros labios se encontraron y en seguida ella guió mi mano hacia su piel, suave y acogedora.

Mientras subía las escaleras, no había podido evitar pensar en la que se habría armado si hubiera traído a Val a mi casa, tal como había planeado. Pero ya había dejado de pensar en Val, salvo para considerar que había quedado derrotada en toda la línea.

Cuando, por fin, salí de la cama para descorchar la botella de champán, Alice Ashenfelter inició la conversación. En lugar de pronunciar una frase trascendental, dijo:

– El pestillo de la ventana del retrete está roto.

– Así que has saltado por la ventana…

La chica se mordió los labios.

– ¿Estás enfadado conmigo?

– ¿Tengo cara de estar enfadado?

– Sin gafas, no te veo bien.

Se las di.

Después de ajustárselas sobre las orejas, dijo:

– Un poco sorprendido, pero no enfadado.

El corcho salió disparado al otro lado de la habitación y yo llené las copas.

Ahora me había llegado el turno de contemplarla. La luz que se proyectaba sobre la cama esbozaba oscuras sombras bajo sus pechos y se derramaba sobre sus cabellos, increíblemente largos y sedosos, partidos en dos mitades. Me gustaba aquella cabellera suelta. Para una chica que, todo lo más, podía tener diecinueve años, aquella trenza constituía un alarde de juvenil afectación. Muchas de mis alumnas llevaban el pelo largo, la más de las veces suelto, en algunos casos recogido en forma de cola de caballo o de moño. Las trenzas, sin embargo, estaban fuera de programa. Posiblemente el peinado de aquella chica respondía a una moda americana que todavía no había cruzado el charco, aunque a mí me daba en la nariz que era un peinado peculiar de Alice Ashenfelter; un peinado que casaba muy bien con aquella manera suya de afrontar las cosas por la vía directa.

Lo que todavía me quedaba por averiguar era si aquellas maneras de colegiala eran pura filfa o constituían un rasgo que formaba parte de su personalidad. Como si su evolución hubiera quedado interrumpida. Pese a todo, no podía decirse -y me congratulaba de haberlo comprobado- que aquella interrupción afectara a todos los aspectos de su personalidad.

Como si hubiera leído en mis pensamientos, se deslizó dentro de la cama y se cubrió los pechos con la sábana. Era como si la modestia ocupara el lugar que le correspondía, así que recogí el batín del suelo y también me cubrí con él.

Ahora, pensé, había llegado el momento de buscar la etiqueta del precio.

Me senté en la butaca colocada frente a la cama y le pregunté:

– ¿Tienes algo que decirme?

Alice levantó la cabeza e hizo como que bebía, pero sin tomar ni un sorbo siquiera. Y a continuación, en un tono de voz que dejaba traslucir una cierta desgana, dijo:

– Va a costarme un poquito. Tienes que ayudarme.

– El champán ayuda mucho en estos casos -dije.

– De acuerdo, pero te ruego que tengas un poco de paciencia. Se trata de algo que cuesta mucho ponerlo en palabras. Si te digo por qué he venido a Inglaterra y he pasado por todas estas cosas para dar contigo, quizá disculpes algunas de las tonterías que he hecho, como por ejemplo desinflarte la rueda del coche.

Aquellas palabras parecían conducir a alguna parte. Hice un gesto de asentimiento con la cabeza.

La chica bajó la voz y empezó a enroscarse un mechón de cabello en los dedos.

– Quiero hablarte de mi padre.

– ¿Cómo?

– De mi padre.

Sentí una especie de escalofrío. ¿Podía pensar algo que no fuera lo que pensé entonces? ¿Que acababa de hacer el amor con una loca? Pese a que dentro de mi cabeza estaba atronando toda una colección de sirenas de alarma, traté de mostrarme impasible.

– La verdad es que yo no llegué a conocerlo -prosiguió en el mismo tono, lleno de tensión contenida-; tú, en cambio, sí lo conociste.

– ¿Ah, sí? -dije con voz hueca, tratando de concentrarme-. Me parece que te equivocas.

– No. Lo conocías muy bien. Lo colgaron por asesinato en 1945.

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