Con el sabor de los chocolates endulzándoles la boca y el peso de los cruasanes en el estómago, el trayecto hasta llegar al barrio de Marta Jiménez Campos fue agradable, aunque luego se convirtió en un primer atisbo de viaje a los infiernos de la gran ciudad. De hecho, Santa Coloma de Gramenet formaba parte del cinturón industrial que envolvía Barcelona. A veces se la calificaba como un municipio más, distinto de la capital, pero con el mismo tratamiento que l'Hospitalet, Sant Adriá de Besos, Esplugues y los demás. El conjunto formaba parte de un todo indivisible separado por invisibles líneas que atravesaban calles con la ironía del absurdo, como si alguien se hubiese puesto a jugar con la geografía. Había calles cuya numeración par correspondía a Barcelona y la impar a l'Hospitalet, por ejemplo. El caso de Santa Coloma no era diferente. La realidad vista desde el aire decía que Barcelona era una ciudad de casi tres millones de almas. A pie de calle, no.
Llevaban un callejero y se orientaron gracias a él, parando tres veces hasta dar con su destino. La zona a la que finalmente llegaron era de las más degradadas y extremas, situada en la falda de la montaña. Casas bajas y ruinosas, suciedad, pintadas por todas partes, ropa tendida en las ventanas, cercanos tendidos eléctricos cruzando las alturas, una sensación de abandono generalizado que se hacía más y más deprimente al ver a los niños jugando en la calle aprovechando las vacaciones, o a los grupos de jóvenes ociosos reunidos en cualquier esquina o descampado.
– Nunca había estado por aquí -fue sincera Julia.
– Solemos conocer más las calles de Nueva York que las nuestras -dijo Gil.
Aparcaron la moto frente a la puerta de la dirección que ella llevaba anotada en una libreta. Todo lo que había conseguido su padrino el día anterior estaba allí, minuciosamente desgranado. También llevaba una grabadora, por si acaso. Gil le puso el candado al vehículo, pero no dejaron los cascos unidos a él. Se los llevaron colgados del brazo. El número de la calle era el 27, un edificio de tres plantas, lleno de desconchados en el estuco exterior; la planta baja, lo que presumiblemente debía de ser una tienda, estaba tapiada, y las ventanas del primer piso tenían rejas. No necesitaron llamar desde abajo, porque la puerta exterior no cerraba bien. Subieron por una escalera que olía a cocido, como si cada hueco tuviera impresa la huella milenaria de todos los sabores dispersos, y alcanzaron la planta intermedia con un primer nudo en el estómago.
Se miraron en el rellano.
Entonces se dieron cuenta de que, fuera lo que fuera lo que estaban haciendo, ya habían dado el pistoletazo de salida.
Sin vuelta atrás.
– ¿Dispuesta? -quiso saber Gil.
Julia asintió. Le dolía el pecho. Los dos recordaban sus sentimientos del día anterior.
Con ellos en los extremos de sus terminaciones nerviosas, el chico llamó al timbre de la puerta.
Al otro lado, un sonido agudo esparció su eco por un continente en apariencia vacío. Se dieron cuenta de que ni respiraban cuando hubieron transcurrido varios segundos, y comprendieron que allí no había nadie.
Gil lo intentó de nuevo.
Y el resultado fue el mismo.
No tuvieron tiempo de dar media vuelta y marcharse. La puerta del piso de enfrente se abrió de golpe y por ella apareció una mujer de edad indefinida que llevaba puesto un delantal sucio y mojado, el pelo revuelto y agitado y que calzaba unas espantosas zapatillas de color rosa. Con la penumbra de la escalera, rota por el resplandor que provenía de su propio piso, su imagen resultaba todavía más espantosa.
– ¿Qué quieren? -les espetó sin mucho cariño.
– Ver a la señora… -empezó Gil.
– ¿Carmela? -le interrumpió-. No está.
– Ya nos hemos dado cuenta -dijo Julia.
– Ayer enterraron a su nieta. La vi muy mal, yo.
– Queríamos hablarle de Marta, precisamente -continuó Julia.
– ¡Pobre señora Carmela! -la mujer se cruzó de brazos-. ¡No sé cómo no la mató a disgustos! ¡Esa niña…!
– ¿Tan mala era?
– ¿Mala? -puso una cara feroz-. ¡El demonio! ¡Y se lo digo yo, que he criado a cinco! No hay derecho a… -frunció el ceño de golpe y los miró de hito en hito antes de agregar-: Oigan, ¿y ustedes quiénes son?
– Periodistas -dijo Gil.
Ella alzó las cejas.
– ¿Voy a salir en los papeles?
– Tal vez -lo dejó en suspenso Julia.
– Háblenos de ella, de Marta -la invitó Gil con aquel tono de voz tan característico, amable pero directo a la vez.
– ¿Qué quieren que les diga? Yo no salgo de mi casa, ¿saben? Lo que pasa es que aquí las paredes son de papel, y quieras que no… Marta era un bicho, una pena de chica, tan guapa, ella. La señora Carmela bien que la defendía, pero es lo que yo digo: dime con quién andas y te diré quién eres. Estaba perdida desde mucho antes.
– ¿Era conflictiva?
– Conflictiva es poco. Un pendón, oigan. Y al morir su madre…
– ¿De qué murió?
– Un cáncer muy malo, de por aquí -se tocó el bajo vientre.
– ¿Y el padre?
– ¿Padre? ¿Qué padre? -soltó un bufido de sarcasmo-. La Lali iba con un montón de hombres. Si hubo un padre, eso ya no lo sé. Al morir la Lali, ¿qué iba a hacer Marta? Pues lo que hizo, venirse a vivir con su abuela. O eso, o la metían en algo de la Generalitat, por ser menor.
– ¿Dónde puede estar la señora Carmela? -preguntó Julia.
– No sé; a lo mejor arreglando papeles. Hoy no la he visto -su cara se tornó amarga-. Le dije que, si quería, yo la acompañaba, pero ella es tozuda y muy orgullosa. Nunca quiere molestar a nadie. ¡Pobre mujer, a sus años! También puede que esté en el cementerio, porque ayer no regía muy bien de aquí -se tocó la cabeza.
– ¿No tenían más familia?
– No, que yo sepa.
– ¿Y la policía, no le hizo preguntas?
– Sí, estuvieron aquí, hablando con ella, pero ya me dirán qué podía decirles.
– Y Marta, ¿tenía amigos por aquí, en el barrio?
– Andaba siempre con la hija del Bartolo. Otra pieza de encargo.
– ¿Dónde podríamos encontrarla?
– En el Bartolo.
– ¿Qué es eso?
– El bar. Ya se lo he dicho, ella es la hija del Bartolo, el dueño.
– ¿Cómo se llama? La chica, quiero decir -puntualizó Gil.
– Úrsula.
– ¿Y ese local?
– Saliendo a la izquierda, todo recto, dos calles más arriba. Hace esquina.
– ¿Algún novio?
– Eso ya no lo sé. Yo solo la veía entrar y salir, y nunca llevó a nadie a su casa -señaló el piso de enfrente-, salvo a Úrsula. Las peleas con su abuela no eran precisamente por chicos.
– ¿Se peleaban mucho?
– A ver -movió la cabeza-. No traía más que problemas. Se pasaba días sin aparecer. Una vez estuvo fuera dos semanas. La señora Carmela ya no sabía qué hacer.
– ¿Por eso no denunció su desaparición a la policía?
– Pues claro, ¡como si hubiera sido la primera vez! No la habrían hecho caso. Pensó que ya volvería, como otras veces.
– ¿Era una chica agresiva?
La vecina miró a Julia.
– No, eso no, ¿por qué?
– Tal como la describe usted…
– He dicho que era mala, por conflictiva, porque siempre se metía en problemas; pero, según su abuela, era un trozo de pan, una buena nieta, y muy cariñosa.
– ¿Y según usted?
– A mí nunca me hizo nada. Incluso era educada. Buenos días por aquí, buenas noches por allá…
– Es una contradicción, ¿no?
– ¿A mí qué me cuentan? No era mi nieta, ni mi problema. Salgan por este barrio y verán. Aquí, todas son iguales, y ellos… -puso cara de rendición-. ¿Qué puede esperarse, tal como están las cosas?
– ¿Marta vivía ya aquí cuando la detuvieron…?
Desde el fondo del piso les alcanzó el llanto de un niño. Gil se quedó a media pregunta. El grito de la mujer debió de retumbar por todo el edificio:
– ¡Carmen, mecagüen tu madre que soy yo! ¿Qué has hecho ahora, maldita sea? ¡Te voy a pegar!, ¿eh?
El interrogatorio podía darse por terminado.
– Gracias, señora -se despidió Julia.
– ¿Volverán?
– Para ver a la señora Carmela, sí.
El llanto del interior del piso arreció y se acompañó esta vez por algún estropicio rabioso y desesperado. Ya no hubo más. Toque de queda. La puerta se cerró de golpe y, mientras bajaban las escaleras, escucharon la trifulca con toda su intensidad, incluidas dos secas bofetadas que hicieron que la niña aumentara todavía más las revoluciones de sus gritos, rivalizando con la regañina de su madre.
En la calle, hasta el sol, que anunciaba la primavera, tenía sombras amarillas en su destello mortecino.