La moto seguía aparcada delante de la casa de la abuela de Marta. Un niño la observaba con detalle. La prueba de que su inspección llevaba unos minutos en danza era visible por las marcas de sus dedos pringosos dejadas en todas partes. No se marchó precisamente asustado por su aparición, sino molesto por tener que abandonar el examen. Julia y Gil miraron el edificio.
– ¿Crees que habrá vuelto?
– Subo en un momento y lo compruebo -se ofreció Julia.
La esperó sentado en la moto, paseando de nuevo sus ojos por aquel submundo real del que muchos solo tenían noticia cuando lo veían en las películas de ambientes marginales, o en programas televisivos si alguien decidía retratar con su cámara «la cara oculta de la ciudad». Claro que en todas las grandes urbes había barrios o zonas marginales, a veces una simple calle diferente. A eso también debían de llamarlo globalización.
Julia salió al minuto.
– Nada -le informó.
– Sube, vamos a dar una vuelta por ahí.
Gil arrancó la moto y, sin rumbo aparente, enfiló de nuevo la misma calle por la que se acababan de mover. Pasaron por delante del bar Bartolo, el callejón, y luego llegaron a los límites de la montaña. Entre unas ruinas vieron preservativos por el suelo y también jeringuillas. Territorio de yonquis.
– Esto me pone enferma -dijo Julia.
– ¿Te refieres al ambiente?
– No, existen barrios humildes y ya está; yo me refiero a que la gente se drogue y les hagan el juego a los que se enriquecen a su costa.
La inspección del barrio, o mejor dicho, el «enclave» urbano, porque no parecía muy grande y tenía como frontera una avenida de nuevo cuño con casas más dignas, se prolongó durante cinco minutos. Hasta que Gil frenó y apagó el motor.
– ¿Qué? -Julia se inclinó sobre su hombro.
– Eso -señaló él.
Era un centro escolar bastante degradado, con el muro lleno de pintadas a medio camino entre la originalidad de los graffitis y la suciedad del simple emborronamiento de una pared. Su nombre les llamó la atención: El Fortín. Nada de bautizarlo con el nombre de un escritor o un santo. El Fortín. Y tal vez lo fuera.
Estaba cerrado por las vacaciones de Semana Santa.
Julia entendió el razonamiento de su compañero.
– ¿Crees que iba a ese instituto? -pregunto él.
– No parece que fuese a ninguno -reflexionó ella-, pero si iba, desde luego este tiene todos los números, por proximidad.
En la otra acera, a unos quince metros, vieron a dos chicas más o menos de la misma edad que Marta y Úrsula, hablando animadamente. Estaban apoyadas en la pared de una casa. Fumaban de forma mecánica, repitiendo el ritual del que probablemente ya no sacaban placer alguno pese a su temprana edad. Una llevaba unas impresionantes alzas, pantalones anchos en los que cabían dos como ella y una camisa por encima. La otra era todo lo contrario, muy ceñida por arriba y por abajo, con el ombligo adornado por un piercing. La primera era de facciones gruesas y ampulosas; la segunda, de una delgadez peligrosa.
Gil fue el primero en moverse.
Las dos amigas no dejaron de hablar hasta que los tuvieron casi encima. Entonces repararon en su presencia. El tema de su conversación era el más eterno: chicos.
Lo último que escucharon fue:
– … Y le dije que no fuera burra, que se pirara, porque lo único que haría sería pringarla, como su hermana.
– Es un cerdo. Yo le cortaba los huevos.
Se hizo el silencio.
– Hola -las saludó Gil.
Las dos le miraron a él, pasando de ella.
– ¿Podemos hablar con vosotras un minuto?
– Depende -dijo la de la ropa holgada.
– ¿Vais a ese instituto?
– Sí -manifestó sin ningún entusiasmo-. ¿Por qué?
– ¿Conocíais a Marta Jiménez Campos?
Eso las hizo reaccionar, tomar un nuevo interés por su presencia. Intercambiaron una rápida mirada, y aún apoyadas en la pared, se pusieron de cara a ellos.
– Sí -dijo una.
– Ella también venía aquí -la otra señaló el instituto-. Por lo menos de vez en cuando.
– ¿Erais amigas?
La primera se encogió de hombros. La segunda respondió con vaguedad.
– Bueno, nos conocíamos del barrio y todo eso.
– ¿Nos podríais contar algo de ella?
– ¿Por qué?
– Tenemos interés.
– ¿Quiénes sois?
– Periodistas.
Eso las hizo volver a reflexionar un par de segundos, con nuevo intercambio de miradas incluido. No fue tanto la sorpresa como la emoción que se perfiló en sus semblantes. Ahora sí observaron a Julia con atención, aunque volvieron a él de inmediato.
– ¿Le estáis haciendo un reportaje? -preguntó la de los pantalones anchos.
– Puede, aún no está claro.
– ¿Será famosa? -inquirió la más delgada.
– Ya lo es -intervino Julia por primera vez-. La mataron.
Eso las impactó. Fue el recordatorio justo en el momento preciso. Duró otros dos o tres segundos, no más. A la primera caída de ojos, ensombrecida por la tristeza de aquella realidad, siguió una reacción opuesta, casi rabiosa, de supervivientes natas.
Toda la dureza de su universo se concentró en aquella pregunta formulada por la primera, la de los pantalones.
– ¿Vais a pagarnos algo?
– No, lo siento -dijo Gil.
– Creíamos que os interesaría ayudar -manifestó Julia-. Tratar de saber por qué y quién la mató.
– Y nos interesa -musitó la otra, la delgada.
– Tampoco es que podamos contar mucho -se rindió su compañera.
– Cualquier cosa puede ser útil. Solo queremos hacer un perfil de Marta, saber cómo era, cómo llegó hasta donde llegó.
– No llegó muy lejos -mantuvo su tristeza la chica delgada.
– Hemos estado con Úrsula -dijo Julia.
– Sí, andaban juntas casi siempre, ya sabéis -asintió la primera.
– Aunque cuando Marta se lió con Paco… -no terminó el comentario la segunda.
– ¿Quién es Paco? -preguntó Gil.
– Su ex.
– Marta tuvo un novio y luego rompió -quiso aclararlo Julia.
– Sí.
– ¿Cuándo fue eso?
– No hace mucho, no sé.
– ¿Sabéis dónde vive el tal Paco?
– Claro -la delgada giró el cuerpo y señaló hacia un grupo de edificios bajos-. Ahí detrás, en la calle que corta, una casa con las cortinas verdes.
– Pero a esta hora debe de estar trabajando -intervino su amiga-. Es mecánico. ¿Conocéis la plaza?
– Acabamos de pasar por ella.
– Pues el taller está en la calle que baja.
Julia temió que Gil diera por terminado el interrogatorio. Su comentario sembró de silencio el espacio abierto entre los cuatro:
– Dicen que era una chica conflictiva.
La de los pantalones anchos apretó las mandíbulas. La delgada puso cara de fastidio. Fue la que habló primero.
– Era una tía legal.
– Sí, fijo -asintió la otra-. Seguro que por eso la mataron.
– ¿Por ser legal? -insistió Gil.
– Mirad -la delgada seguía expresando fastidio-, con todos los marrones que le cayeron encima…
– ¿Como cuáles?
– Muchos, no sé.
– Su madre era puta -dejó ir la de los pantalones.
– ¿Eso la marcó?
– Un día, uno de los tíos con los que se enrollaba le dio una paliza, y Marta le hundió unas tijeras en la espalda. Casi lo mata. Pero, ¿sabéis?, encima, su madre se cabreó con ella.
– Hubo mucho lío, por eso conocemos la historia -corroboró su amiga.
– ¿Así que por eso la denunciaron por agresión con arma blanca? -Julia miró a Gil.
Quedaba lo de las drogas, el robo…
– ¿Tenéis idea de qué hacía?
– No.
– ¿En qué andaba metida, con quién…?
– No -repitió la delgada.
– La conocíamos del barrio, y del insti, pero nada más. Todo lo que no os cuente Úrsula…
– Aquí, cada cual va a su rollo. Bastante trabajo da eso.
Buscaron más preguntas, pero la mayoría eran redundantes, así que sintieron una impotencia de la que no sabían cómo salir. El instituto, cerrado; la tal Úrsula, también cerrada en banda. Aunque disponían de otro eslabón. Paco.
– Habéis sido muy amables, gracias -inició la retirada Gil.
– Ella se llama Elena -dijo la de los pantalones-. Yo soy Leti.
– Lo tendremos en cuenta -sonrió Julia por primera vez.
Se alejaron y regresaron hasta la moto. La distancia volvía a ser corta. Gil arrancó y, a velocidad reducida, para orientarse, se apartaron de las inmediaciones del centro escolar, el ÍES El Fortín. Elena y Leti no dejaron de observarlos.
Julia levantó una mano para despedirse de ellas. Empezaba a tener un nudo en la boca del estómago.