Julia abrió la puerta de su casa sin hacer ruido, todavía excitada por el trabajo que les había propuesto Benigno Massagué y con la cabeza llena de ideas y anhelos. Lo de entrar sigilosamente venía a ser algo más que una costumbre. Cuando era niña, el silencio formaba parte de su hogar por razones tan diversas como que su madre estuviese trabajando o leyendo, o que su padre anduviese trasteando material en su cuartito de revelado y archivo. Claro que de eso hacía mucho tiempo. Su madre tenía ya sesenta y dos años y, salvo artículos esporádicos que le pedían algunos medios, como experta en tal o cual tema o por su prestigio, no escribía otra cosa que una novela interminable con la que llevaba desde hacía tres años. Su padre también estaba retirado, a sus sesenta y nueve años, aunque nunca perdía de vista la cámara. Dos años antes había inaugurado una exposición con sus mejores trabajos, y se había editado un libro maravilloso con ellos. Ahora, lo que intentaba era poner un poco de orden en sus fabulosos archivos, con miles y miles de negativos. Toda su vida estaba en ellos.
Por la puerta de la sala vio a su padre dormido en la butaca, con un libro caído sobre el regazo. El silencio seguía siendo una bendición en su hogar.
Julia sonrió con ternura. Los adoraba, a los dos. Y no solo era por su trabajo, sus antecedentes, la fiebre que le habían transmitido hasta convertirse en pasión. También era por haberle inculcado muchas otras cosas como la libertad, la independencia, el placer por la lectura, los viajes, la honradez. Quería y admiraba a sus padres, a pesar de que cada vez los viese más como a unos abuelos. Unos abuelos entrañables, justos, pero ya un poco alejados de su mundo y de su tiempo.
Todo era muy distinto ahora.
Incluso los medios de trabajo, las normas de comportamiento, el respeto…
Fue a su habitación y dejó la mochila con los apuntes. Después extrajo de ella el periódico del día, el mismo que antes habían estado desmenuzando con Massagué. Si fuera domingo, ¿qué noticia escogería para trabajar en ella? ¿Tal vez la del chico al que ETA había cortado media vida segándole las dos piernas? ¿O quizá la de los inmigrantes encerrados en aquella iglesia, en demanda de una solución para su problema? ¿O la de las eternas pateras cargadas de magrebíes y subsaharianos que morían en el estrecho de Gibraltar tratando de alcanzar la parte rica del mundo?
Ojalá el domingo sucedieran muchas cosas.
Dejó el periódico y salió de su habitación. Oyó a su madre teclear algo en el estudio y miró por el hueco de la puerta entornada. La vio sentada delante del ordenador, con sus gafas en la punta de la nariz, leyendo algo conectada a Internet.
Julia volvió a sonreír con ternura.
Se preguntó por qué dos personas tan valiosas y fuertes como sus padres tenían que hacerse viejas.
No podía imaginarse su vida sin hacer nada, retirada o jubilada a causa de algo tan incierto como la edad.
Ella lo tenía todo por delante, pero ellos le recordaban lo efímero del tiempo. Algo en lo que, sin duda, debía pensar.
Fue al baño y, justo al salir, después de tirar de la cadena y que las tuberías hicieran el consabido ruido característico de una casa vieja a la que le crujían las entrañas, escuchó la voz de su padre:
– ¿Julia?
– ¿Sí, papá?
Entró en la sala, se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.
– No te he dicho nada al llegar porque dormías.
– Yo no dormía -refunfuñó él-. Que una persona tenga los ojos cerrados no significa que duerma.
– Ya, tú meditabas -dijo Julia.
– ¡Pues mira, sí!
Le revolvió su todavía espléndida mata de pelo, ahora gris. Su última herida de batalla no había sido precisamente en una guerra, sino en un triste y anodino accidente de coche, diez años antes. Un loco borracho le había embestido tras saltarse una señal de stop. Todavía se le notaba la rigidez en determinados movimientos de su brazo izquierdo, el más dañado.
– ¿Sabes qué nos han propuesto hoy en clase de Redacción Periodística?
– ¿Quién, ese Massagué del que tanto hablas?
– Sí.
– Vaya -su madre también entró en la sala-. Volvemos a hablar de él.
– Qué queréis que os diga, es un tío genial.
– ¿No te habrás enamorado del profe? -bromeó Valeria Rius.
– ¡Mamá, que tiene cuarenta años!
– Y tú diecinueve, ya ves. Hoy en día, estas cosas…
– Bueno, ¿os lo cuento o no os lo cuento? -se cruzó de brazos Julia.
– ¿Me va a gustar? -preguntó su madre, con aquel característico tono ácido tan suyo.
– A ti, no sé. A mí, mucho.
A su padre le encantaba oírlas discutir. Decía que era mejor que un programa de televisión. Julia también había aprendido a manejar la lengua con rapidez.
Su madre se sentó en el respaldo de la butaca, al lado de su marido.
– Nos ha pedido que el domingo leamos el periódico y escojamos una noticia, la que queramos, que la investiguemos y desarrollemos durante las vacaciones de Semana Santa.
– ¿Una noticia internacional, nacional o local?
– Si escojo una internacional, ¿me pagaríais el viaje a donde sea para hacer el trabajo?
– Local -respondió Juan Montornés.
– Yo creo que sí -Julia volvió a hablar en serio-. Todo está más a mano y puedes hablar con la gente. Podremos desarrollar el tema a fondo.
– ¿Podremos?
– Massagué nos ha dicho que si queremos trabajar en equipos de dos le parecerá bien, y yo voy a hacerlo con Gil Parada. También os he hablado a veces de él, ¿recordáis?
– No está mal -consideró su padre-. Pero ten cuidado.
– ¿Cuidado? -Julia alzó las dos cejas con extrañeza-. ¿Por qué?
– Porque aún eres un tanto desmedida en todo, y esta actitud, cuando seas periodista, puede ser mala, pero lo que es ahora… A ti te proponen un trabajo y eres capaz de meterte de cabeza en él, y dejar de comer y de dormir.
– Caray, no sabía que eso fuera malo.
– A veces, sí -dijo su padre.
– Casi siempre, sí -agregó su madre.
– O sea, que, como es un trabajo de clase, tengo que hacerlo a medio gas -se picó Julia.
– No te estamos diciendo eso -la corrigió Valeria Rius.
– Pero te conocemos -la pinchó Juan Montornés.
– Pues sí que… -se cruzó de brazos-. ¡Menudos ánimos! -y se puso a imitarlos, pero en plan muy diferente al que se encontraban-: ¡Oh, hija, qué bien! ¿Vas a hacer un trabajo de campo? ¡Qué excitante! ¿Quieres algún consejo de dos veteranos? ¿No? ¡Claro, Julia, con lo que tú vales! ¿Ayuda? ¿Ese chico? ¡Qué tonta, pero si podrías hacerlo sola! ¡Después de todo, eres nuestra hija, cariño!
– Julia -la detuvo él-. Seguro que escoges la noticia más complicada y comprometida.
– Y si es así, ¿qué?
– Deberías fundar una ONG -propuso su madre.
– Pero ¡será posible! -empezó a enfadarse de veras-. ¿Vosotros erais periodistas, o es que lo he soñado?
– Tu padre era capaz de estar tres horas quieto en una trinchera para hacer una foto -dijo Valeria Rius.
– Y tu madre, de recorrer mil kilómetros por un desierto para realizar una entrevista -continuó Juan Montornés.
– ¡Bueno, pues yo puedo moverme perfectamente por Barcelona para ampliar una noticia que aparezca el domingo en el periódico!, ¿vale? ¡No le veo el problema por ninguna parte!
– El problema no es la noticia: eres tú.
– ¿Qué me pasa a mí? -acabó de estallar.
– Te falta pragmatismo.
– Y paciencia.
– Y objetividad.
– Y distancia para…
Hablaban de uno en uno, y los ojos de Julia saltaban de él a ella, y viceversa. Era como si, de pronto, recordaran que eran sus padres antes que sus maestros, aunque lo que le decían tuviera sentido. Demasiado sentido.
– ¡Ya vale!, ¿no?
Se callaron.
– ¡Y yo que estaba tan contenta! -exclamó Julia.
– Cariño, nos conocemos.
– Hace diecinueve años y ocho meses, papá.
– Eso implica que, definitivamente, no vas a venirte de vacaciones con nosotros al Pirineo -suspiró su madre.
– Mamá, si ya no pensaba ir -puso cara de fastidio.
– Qué manía con quedarte aquí, sola.
– ¿Barcelona en Semana Santa? ¡Una maravilla! A mí, esas huidas masivas del personal…
Sus padres se miraron.
– Hemos creado un monstruo -exageró Juan Montornés.
– Dímelo a mí -convino Valeria Rius.
– ¡Anda, que lo vuestro…! -Julia unió los dedos de su mano derecha hacia arriba y los agitó, en un gesto muy a la italiana.
– Recuerda que, antes de ser frailes, fuimos monaguillos -dijo su madre.
– ¡Vosotros nacisteis frailes, directamente!
– Venga, ayúdame a levantarme -le pidió su padre-. Voy a prepararos una cena de primera.
– ¿Te ayudo a abrir latas?
La fulminó con una mirada total. Si de algo estaba orgulloso, era de sus dotes culinarias. Y con razón. Julia le tendió las dos manos y tiró de él. Ya en pie, el hombre no la soltó y la atrajo hacia sí.
– Es broma -la besó en la frente-. Bueno, casi.
– Ya -se dejó querer ella.
– Lo del pragmatismo, y la paciencia, y la objetividad, y la distancia…
– Mamá, dile a tu marido que se calle -le pidió a ella.
– Marido, cállate -le ordenó su mujer.
Juan Montornés echó a andar hacia la puerta.
– A lo mejor aún podría trabajar para National Geographic -suspiró, siguiendo con su tono crepuscularmente irónico-. Les diré que mi propia hija me ha echado de casa.
Desapareció de su vista.
– Mamá, no digas nada -la previno.
Valeria Rius levantó ambas manos, con las palmas por delante, en un gesto de inocencia.
– Ya eres mayorcita.
– Exacto.
– Pues, hala, tienes permiso para vivir -ella también emprendió el camino de la puerta de la sala, aunque siguió hablando de espaldas-. Pero recuerda que, si la noticia tiene que ver con la mafia, mejor pasa. Son mala gente. Y rencorosos.
Julia se quedó sola.
Siempre estaban de broma, de buen humor, jugueteando con la vida, pero no hablaban por hablar. Y la conocían bien. Por lo general, todo lo que decían riendo era verdad, y lo que decían serios había que tomárselo a broma. Eran felices. Habían vivido felices. Podían sentirse orgullosos.
Tenían un pasado.
Y ella, un futuro.
Los quería, y lo que más deseaba, aparte de salir adelante, era ofrecerles la felicidad que merecían en los últimos años de su vida. Hacer que se sintieran orgullosos de ella. Aún más de lo que ya lo estaban.
Era viernes por la noche, pero de lo único que tenía ganas era de que llegara la mañana del domingo.