Capítulo 2

El bar Bartolo era un antro absolutamente integrado en el perfil del barrio, a un paso de la montaña, alejado de un mundo que no por cercano parecía más civilizado. Muy al contrario, era como si ese mundo les diera la espalda a sabiendas, buscando el olvido y la ignorancia. Ello no impedía que, en la misma calle, hubiera un par de coches considerados caros para aquel ambiente.

El local era angosto, pequeño, y estaba densamente cargado de humo, atiborrado de mesas y sillas, con las tapas sobre el mostrador, frente a los cigarrillos de los que fumaban, que eran casi todos; las estanterías, llenas de botellas de cualquier tipo de bebidas alcohólicas; una cafetera decimonónica, una plancha grasienta en la que debía de cocinarse cuanto allí fuera cocinable, y poco más. Las paredes, amarillentas y pringosas a primera vista, estaban cubiertas con motivos futbolísticos, cuadros, banderas, pósters, retratos, pero no de los habituales, del Barca o del Madrid, del Sevilla o del Betis, del Athletic o de cualquiera de los considerados mucho más masivos. Allí eran de la UD Salamanca. En un hueco imposible, justo en la entrada, había una máquina expendedora de tabaco, y al otro lado, con más espacio, una tragaperras apenas visible por la cantidad de personal atrapado en sus inmediaciones. Alguien echaba monedas y los demás miraban. La cantinela característica de sus combinaciones danzantes era tan monótona como odiosa.

Lo primero que destacaba de ese ambiente y de su decoración era que allí solo había hombres y que, pese a la hora matutina, estaba lleno.

– Mucho paro -susurró Gil.

– Y ellas, haciendo labores de hogar -se sintió súbitamente furiosa Julia.

– Con suerte -agregó él.

No siguieron murmurando. Su presencia podía ser tan insólita como cuando en las películas del Oeste aparecía el clásico forastero en la cantina del pueblo. Allí no había sheriff, pero sí miradas que los siluetearon de arriba abajo, en especial a ella, aunque vestía con la mayor de las discreciones. Luego, cada cual volvió a lo que estuviera haciendo antes de su llegada: beber, fumar, hablar, jugar al dominó o a las cartas -en las mesas, o limitarse a mirar su distancia más inmediata, casi siempre interior.

Y había muchos ojos perdidos.

– Allá vamos -dijo Gil.

Buscaron un hueco en la barra y lo encontraron al fondo, junto a la puerta de los servicios. Bastaba con verla para no atreverse a entrar. Otra puerta comunicaba con la cocina. Viendo la comida y las condiciones higiénicas, se preguntaron en qué andaría trabajando la Conselleria de Sanitat. El único camarero era un hombre de unos cuarenta y algunos años, cabello revuelto y nariz de patata, picada de viruela. Se acercó a ellos después de discutir con uno de sus parroquianos sobre las posibilidades de que le tocara la primitiva.

– ¿Qué van a tomar? -les preguntó.

Gil iba a pedir dos refrescos, para no precipitarse, pero, por lo visto, Julia tenía ganas de marcharse de allí cuanto antes, así que, sin darle tiempo a decir nada, preguntó:

– ¿Está Úrsula?

El hombre frunció el ceño. Con eso, su cara adquirió un aspecto de lo más feroz.

– ¿Qué ha hecho?

– Nada, solo queríamos hablar con ella -quiso tranquilizarlo Julia.

Demasiado tarde.

– ¿De qué?

– Bueno… -vaciló la muchacha.

– De Marta Jiménez -fue directo Gil.

– ¿Sois de la policía? -lo dijo como si dudara, a causa de su juventud.

– No, periodistas.

– ¿Vais a pagarle algo?

– No, tan solo…

– Largaos -se echó hacia atrás y se cruzó de brazos.

– Oiga, lo único que…

– Lo único que vais a conseguir es nada, ¿de acuerdo? -le cortó en seco-. Ahora salid por donde habéis entrado y adiós.

– Sí, dejadla en paz -masculló el hombre que estaba sentado más cerca de ellos, en la barra.

– Usted no puede…

Fue la última insistencia. Gil tiró del brazo de Julia, cortándola casi al mismo tiempo que lo hacía la reacción del hombre:

– ¿Queréis daros el piro de una vez, so mierdas? ¡Andando! ¡Ya!

Sus gritos hicieron que todo el personal del bar callara de golpe y le mirara. El único sonido que permaneció en el aire fue el de la máquina tragaperras, con su cantinela estúpida. Solo le faltaba una letra en la que se mofara de los ludópatas que vertían monedas en su ciega ranura con la esperanza imposible de vencerla, porque ella, a la larga, siempre ganaba.

El ambiente era todo menos favorable.

Y, además, no eran periodistas de verdad. Solo aprendices.

La salida fue un poco vergonzante, al pasar entre las miradas y los rostros de indiferencia, entre algún resentimiento y entre el humo que, de pronto, parecía haberse espesado más. Julia volvió a sentir varios ojos hundidos en su cuerpo juvenil.

La libertad que les dio el mundo al otro lado de la puerta del bar fue reconfortante, aunque la imagen de aquel barrio extremo, duro y singular tuviera poco de ello.

– Ven -dijo Gil.

Fue el primero en caminar de nuevo por la calle perpendicular. El bar Bartolo hacía esquina con ella, así que lo dejaron atrás a los pocos pasos. Gil miraba el muro de ladrillos medio roto de ese lado.

– ¿Qué buscas? -preguntó Julia.

– Esto.

A unos quince metros de la esquina, al terminar la pared de ladrillos, había un patio vecinal, más bien una callecita interior, sin salida por el otro lado, con puertas a ambos lados y pequeños porches que daban una sensación distinta, como de pueblo escondido. El bar debía de tener la vivienda por aquel lado, presumiblemente la primera de la izquierda.

– ¿Probamos? -volvió a animarse Julia.

– Sí.

Entraron. Cada porche era distinto en su variopinta decoración, a pesar de la igualdad arquitectónica. Unos tenían infinidad de macetas con flores; otros, cachivaches amontonados; un par de ellos guardaban motos. En total había diez. Dos niños sucios jugaban al fondo, y la única persona adulta visible, una mujer mayor, limpiaba judías verdes sentada en una silla, en la segunda casa de la derecha. Se dirigieron hacia ella.

– Perdone, señora -dijo Julia con exquisita corrección-. Estamos buscando a Úrsula, la del bar Bartolo.

Los miró con fijeza, primero a ella, luego a él. Era Semana Santa, no había escuelas, así que las probabilidades de que una adolescente estuviera en su casa a media mañana del lunes eran bastante altas. La mujer debió de decidir que eran de fiar, o que no se trataba de algo que le importase.

– ¡Úrsula! -gritó-. ¡Aquí te buscan!

Julia y Gil volvieron la cabeza. Por la puerta de la primera casa de la izquierda, tal como habían deducido, vieron aparecer a una chica de quince o dieciséis años. La edad era indeterminada porque ella también lo era. Vestía de negro absoluto, en plan moda siniestra: cabello, maquillaje de ojos, labios, uñas, vestido, calcetines y zapatos, con el ombligo al aire, tal vez para poder lucir allí el tatuaje del que hacía gala, una figura esotérica que se lo envolvía y desaparecía hacia la pelvis. El pelo estaba cortado más o menos a lo punki, todo de punta. Llevaba una oreja, la derecha, repleta de piercings, así como otros en la nariz, la ceja izquierda, el hueco entre la barbilla y el labio inferior y el propio ombligo. Diez anillos en los diez dedos de las manos. Lo que más destacaba en ella, aparte de su imagen, eran sus pechos, abundantes en exceso para su edad, y la oscura belleza que se empeñaba en disimular con su aspecto.

Se encontraron en mitad de la callejuela interior, ella desafiante, mostrando incertidumbre con la mirada, ellos sin saber muy bien cómo atacarla.

– ¿Qué queréis? -les preguntó.

– Me llamo Julia -volvió a tomar la iniciativa por aquello de ser del mismo género-. Él es Gil.

– Vale, ¿y qué? -Úrsula no varió su gesto.

– Queríamos hablar de Marta.

Percibieron algo más que el tono hosco de su reacción. Vieron irritabilidad, cansancio, frustración…, miedo.

– Marta está muerta -les dijo-. Ya no vale la pena hablar de ella.

– Pensamos que sí vale la pena, porque…

Dejó a Gil con la palabra en la boca. Se dio media vuelta y regresó a su casa, caminando despacio, destilando rencor. Antes de desaparecer, percibieron dos detalles: su puño izquierdo cerrado con furia y su mano derecha volando hacia su cara, tal vez para apartar de allí una lágrima inquieta.

– ¿Qué hacemos?

– Ahora, nada.

Regresaron a la calle, abandonando aquel microcosmos. Al salir, vieron a la mujer limpiando sus judías, a los niños jugando, y también un movimiento en una de las ventanas de la casa en la que vivía la amiga de Marta Jiménez Campos.

– ¿Me equivoco, o esa cara expresaba miedo? -dijo Julia.

– No, no te equivocas -se lo confirmó Gil.

Sintieron el primer peso de su derrota.

– Siempre estamos a tiempo de ir a ese asilo y ver a los que se casaron.

Gil la miró y supo que ella no se rendiría. -¿Y ahora? -preguntó Julia. -Vamos por la moto -dijo él.


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