Julia y Gil se reunieron a la salida de la clase. A ella le brillaban los ojos. Él parecía más tranquilo. Ambas actitudes se correspondían perfectamente con sus temperamentos.
– Interesante, ¿no? -dijo la chica.
– Sí -reconoció su compañero-. Por fin algo que rompe un poco la monotonía, aunque en las vacaciones de Pascua… Vaya palo.
– Son diez días.
– Ya, pero… ¿tú te vas fuera?
– ¿Yo? No.
– Yo tampoco.
– ¿Lo ves? -Julia se lanzó a fondo sin poder esperar más-. ¿Quieres que lo hagamos juntos, o prefieres trabajar solo?
– Iba a proponerte lo mismo.
– ¡Genial!
– Lo que no sé es por qué no ha puesto una noticia de mañana mismo.
– Los domingos siempre hay más para elegir -dijo ella-. El periódico, los suplementos, la revista… ¿Qué crees que será mejor, algo internacional, nacional o local?
– Ni idea.
– Yo preferiría local.
– ¿Por qué?
– Porque así puedes moverte un poco, entrevistar a personas y todo eso. Si es internacional, acabaremos sacando la información de Internet o de alguna hemeroteca. Y terminará siendo un trabajo más, como los que hacíamos a final de curso.
– ¿Y si es nacional? En Semana Santa también podemos desplazarnos por España, si fuera necesario.
– No estaría mal -Julia le guiñó un ojo cargado de ironía.
– ¡Oh!-dijo Gil.
Los dos eran mayores de edad, tenían diecinueve años, ella nueve días más que él, pero viajar solos, aunque fuese para llevar a cabo un trabajo, siempre habría motivado preguntas, especialmente en las familias. Como decía el profesor Massagué, la verdad a veces no era creíble, o resultaba lo menos jugoso. Julia pensó que su madre, aunque era liberal, no dejaría de preguntarle si eran novios o algo parecido, «si había algo más».
Gajes de ser hija única.
Miró de refilón a su compañero mientras caminaban por los pasillos de la Universidad Pompeu Fabra, en dirección a la puerta exterior. Era el camarada perfecto, honesto, minucioso, inteligente, capaz, rápido e incluso divertido. Como ella, estudiaba periodismo porque creía que era lo mejor: tener una vocación y sentir un compromiso con la libertad. No se había matriculado «por hacer algo», ni tampoco por conseguir «un trabajo más» o «una forma como otra cualquiera de ganarse la vida». Gil Parada era su mejor amigo desde que había empezado a estudiar en la facultad. Un amigo de verdad, sincero, con el que poder hablar de todo, sin manías ni malos rollos. Pero no se lo había imaginado más allá de eso, aunque alguna de las otras chicas lo creía porque siempre iban juntos.
Y no estaba mal.
Metro setenta y cinco, rostro noble, cabello negro y enmarañado, que a veces le confería aire de científico despistado; gafas, un pequeño pendiente en la oreja izquierda, ojos marrones, nariz prominente y con carácter, labios firmes, manos fuertes. Los nueve días de diferencia que se llevaban les hacían casi iguales en todo salvo en el signo. Ella era Leo. Él, Virgo. Solían bromear sobre eso.
También compartían algunos sueños: llegar a ser periodistas de calle, corresponsales internacionales, dirigir su propia revista…
Sueños.
Y estaban seguros de que lo conseguirían. Esa era su fuerza.
Si algo sabían, si de algo estaban seguros, era de que tenían tiempo para soñar.
– Entonces, ¿cómo nos lo montamos? -se detuvo un instante Julia.
– El domingo nos leemos el periódico y decidimos.
– ¿Juntos?
– Yo lo haría por separado, libremente. Cada uno escoge tres noticias, y si coincidimos en alguna…, esa será la buena, ¿qué me dices?
– Perfecto, socio -asintió ella.
– ¿Dónde quedamos?
– ¿Nos llamamos? -propuso Julia-. No sea que le dé por llover o algo así.
– De acuerdo, pues -concluyó-. ¡Hasta el domingo!
– Chao, Gil.
Gil la vio alejarse con su cautivadora belleza juvenil envolviéndola como si se tratara de una capa invisible. En la misma clase había tres o cuatro chicas mucho más guapas con respecto al físico, seductoras y arrebatadoras, pero, para él, Julia poseía esa belleza pura, genuina, inocente, que era la que realmente le gustaba e interesaba. Además, ninguna tenía lo que a ella más le sobraba: corazón.
A unos diez metros de distancia, su compañera se volvió de pronto y le gritó:
– ¿Qué tal tu padre?
– Mejor.
– ¡Vale!
La vio sonreír, con aquellos labios dibujados por una mano maestra en su rostro abierto y limpio, de mirada siempre risueña y clara. Julia tenía los ojos grises, la nariz recta y los labios perfectos. El óvalo de su rostro se afilaba en la barbilla. Medía casi un metro setenta, dependiendo del calzado, y su cuerpo apenas si tenía mayores atributos que los normales: pecho pequeño, esbeltez, caderas anchas… Nunca le había visto las piernas porque siempre vestía vaqueros. Llevaba el cabello relativamente corto, una media melena azabache, y ningún colgante en el pecho o en las manos. Ni siquiera un anillo. Y tenía las manos más bonitas que pudiera recordar, con los dedos largos y afilados.
Se alegraba de poder hacer aquel trabajo con ella.
Julia tenía instinto, era una periodista de pura raza, por vocación y por efecto de la genética. Su padre había sido fotógrafo, un gran fotógrafo, premiado internacionalmente por sus trabajos. Su madre, periodista. Por lo que sabía después de algunas conversaciones mantenidas con ella, se habían casado ya mayores y la tuvieron casi cuando ya no lo esperaban, a los cuarenta y tres años su madre y casi los cincuenta su padre. Gil tenía muchas ganas de conocerlos.
Julia desapareció de su vista.
– ¡Vaya marrón, tío! -oyó rezongar a alguien a su lado.
Era Mateo Prats, uno de los elementos menos activos de la clase.
– Puedes elegir alguna noticia de fútbol, que es lo tuyo.
– ¿Cómo lo sabes? -puso cara de malo-. Y tú ¿qué?
– A mí me apetece.
– ¿Te lo harás con ella? -el chico señaló hacia el lugar por el que había desaparecido Julia.
– ¡Qué bestia eres!
– Digo el trabajo, que si lo harás con ella.
– ¡Ah, sí!
– Pensando en lo otro, ¿eh? -le dio un codazo cómplice.
– En lugar de una noticia de fútbol, podrías investigar en las páginas de anuncios, los de contactos y todo eso -propuso Gil con fastidio.
– Vale -su compañero le palmeó el hombro e inició la retirada-. Que te lo pases bien, y no trabajes mucho. ¡Hasta dentro de diez días!
Gil se quedó solo.
Despacio, echó a andar hacia el lugar en el que tenía aparcada la moto.
A veces se preguntaba si realmente estaba interesado en Julia, o más bien deslumbrado por todo lo que valía como persona y por lo que representaba al ser la hija de Juan Montornés Mata y Valeria Rius Sala.