Lo primero que desprendía el tutelar de menores era sordidez, no por ser una cárcel infecta y deprimente, sino por la clase de personas que pasaban por allí: chicas en la frontera de la legalidad, víctimas sociales o delincuentes puras. Cada una cargaba con su historia humana y personal, como lo hizo la propia Marta, de quien empezaban a averiguarlo todo. Se cruzaron con tres o cuatro adolescentes cuyos ojos se quedaron enganchados a los suyos. Una de las muchachas transmitía con su mirada lo más fuerte, odio; otra, la pérdida de la inocencia, recelo y defensa; una tercera, resignación y derrota, como si le hubiesen arrancado el orgullo a golpes; una cuarta, desafío, animadversión. Para muchas, tal vez la mayoría, la salida representaba una utopía. Para algunas pocas, la reinserción significaba una lucha en la que naufragarían si se encontraban solas. Y casi siempre lo estaban, de una u otra forma. La soledad personal, única y dramática ante la vida.
El hombre se llamaba Salvador Ponsá y tendría unos cuarenta y cinco años, alto y delgado, con una barba corta y ya blanca adornando sus facciones. No tenía aspecto de carcelero, sino de médico paciente o de psiquiatra lúcido. Su mirada era dulce, y sus gestos, medidos y acompasados. Les estrechó la mano, les preguntó para qué periódico trabajaban, y cuando le contaron la verdad, no les cerró la puerta ni les echó a patadas; al contrario, sonrió y les invitó a sentarse.
– Me alegro de que alguien cuente la realidad, aunque seáis aficionados. Algún día, cuando os convirtáis en periodistas, espero que volváis por aquí otra vez.
– Se lo prometemos -dijo Gil.
– ¿Por qué os interesa el caso de Marta Jiménez Campos?
– Primero, porque el asesinato de una chica de quince años nos pareció… monstruoso, y más aún abandonar su cuerpo desnudo… -Julia se estremeció-. Pero, en segundo lugar, el tratamiento de la noticia era de lo más clásico y vulgar. Venía a decir que seguramente sería una delincuente más, que tenía antecedentes y que, por tanto, no merecía mucha más atención. Ni siquiera tuvo un enfoque de noticia importante, sino todo lo contrario.
– Yo pensé lo mismo ayer -reconoció el hombre, ensombreciendo sus facciones-. Había leído el sábado lo del hallazgo del cuerpo, y me quedé con mal sabor de boca, sin saber muy bien por qué. Pero ayer, cuando vi las iniciales y hablaron de esos antecedentes, comprendí que se trataba de ella, que no podía ser una casualidad. Entonces me sentí… impotente. Fue lo primero que le dije a la policía.
– ¿Ya han venido a verle?
– No, les llamé yo.
– ¿Por qué se sintió impotente?
– Porque Marta era un ángel.
Gil y Julia intercambiaron una mirada rápida, aunque no tanto como para que el director del centro no se apercibiera de ella.
– ¿Os sorprende?
– La distancia entre un ángel y un demonio es bastante grande -dijo Gil.
– Veréis -Salvador Ponsá se arrellanó en su asiento-: Por aquí pasan muchas chicas, y yo las veo a todas, hablo con todas. Trato de saber, comprender, entender lo que les pasa, lo que sienten y cómo lo sienten. No es fácil. La mayoría llegan quemadas, recelosas, aisladas y llenas de animadversión hacia el mundo entero. Se sienten engañadas por él y traicionadas por la vida. Aunque sea su primera visita, no representa el primer paso en su camino hacia la degradación y la destrucción. Unas vienen de ambientes marginales; otras, de familias desestructuradas; otras, traumatizadas por sucesos que han alterado su equilibrio. Esto es lo más normal. Sumad a eso el no haber estudiado, no saber apenas leer en muchos casos, carecer de la menor oportunidad… El resultado es descorazonador. Drogas, sexo temprano, embarazos no deseados a los catorce o quince años, delincuencia como supervivencia, prostitución; el rosario es infinito. Y de vez en cuando, solo de vez en cuando, aparece una Marta.
– ¿Ella era diferente?
– Por completo.
– Pero ¿en qué sentido?
– En todos -continuó el hombre-. La primera vez que me la trajeron ya lo noté. Era una cría, pero siempre confió en mí, y yo en ella. Nunca me engañó, lo sé. Supe ganármela. La apoyé. Yo mismo abogué para que pudiera volver a casa, primero con su madre, y después, al faltar ella, con su abuela. No quise que se contaminara al tener que convivir diariamente con las otras, así que aquí permaneció muy poco tiempo cada vez. La última, hasta que se clarificó su situación, quedó pendiente de juicio y pudo irse con su abuela. Se integró rápido, fue muy responsable, tenía ganas de aprender. Me di cuenta de que afuera se sentía muy presionada, pero ella misma supo comprender que esto era una puerta para saltar al futuro, no una cárcel que se lo bloquease. No es fácil luchar contra un pasado, ni contra un ambiente.
– ¿Pudo fingir?
– No. Ni siquiera un poco.
– Una amiga suya nos dijo que quería estudiar.
– ¿Lo veis? -sonrió Salvador Ponsá-. Eso es muy poco frecuente.
– Por lo visto, usted habló mucho con ella -inquirió Gil.
– Lo suficiente. Se hacía querer y tenía cualidades importantes.
– ¿Como cuáles?
– Era muy amiga de sus amigas. Leal, capaz de pelearse por ellas, generosa, nada egoísta. Un bicho raro.
– ¿La última vez que la detuvieron…? -tanteó Julia.
– Robaba piezas de coches y motos.
– ¿Por qué precisamente eso?
– No lo sé. Supongo que podría darles fácilmente una salida. No me lo dijo. Era muy reservada. Jamás hubiera traicionado a nadie, ni por salvarse ella misma. Tenía su propio código ético. Confiaba para todo en mí, excepto para delatar a nadie. Y es raro, porque con todo lo que pasó esa cría…
– ¿Lo dice por su madre?
– Por su madre, su violación y muchas otras cosas. Supongo que eso fue el detonante principal.
– ¿La violaron? -Julia enderezó la espalda.
– Ahora ya da igual -suspiró Salvador Ponsá-. Ha muerto, así que no se trata de protegerla, sino de denunciar la verdad -hizo un gesto de resignada tristeza antes de confesar-: Sí, lo hicieron, pobrecilla.
– ¿Cuándo fue eso?
– A los doce años.
Julia estaba pálida.
– Lo confesó aquí mismo, en este despacho, donde estáis sentados vosotros. Nadie lo sabía. Lo ocultó siempre, y de pronto…, estalló y me lo dijo a mí. ¿Podéis entender lo que es pasar un trago así en soledad, sin ayuda? Nadie es tan fuerte. Una persona puede vivir con una bala o una esquirla de metralla incrustada en su cuerpo, en un hueso o donde sea, pero ello no significa que esté bien, porque eso sigue ahí, y ahí seguirá siempre si no se extirpa. Ella vivió tres años con esa carga, cada día, cada noche. Y aun así, nunca he conocido a nadie con más ganas de seguir y salir adelante.
– ¿Le contó quién la violó?
– Un cliente de su madre.
– Ha dicho que ese hecho fue el detonante principal del resto.
– ¿Por qué creéis que empezó a tomar drogas?
– ¿Para luchar contra eso, para olvidar? -dijo Gil.
– Por supuesto -se lo confirmó el hombre-. Ya os he dicho que es muy difícil llevar una vida normal después de pasar un trago como ese. No pudo soportarlo, así que un día de debilidad, cansada de luchar, debió de tomarse una dosis, un chute, o lo que fuera, y cuando vio que de esa forma se evadía…, cayó. Luego, una cosa le llevó a la otra. ¿Cómo se pagaba esas drogas? La cadena siempre es la misma: primero, consumo; después, venta. Y quedó atrapada en el círculo vicioso.
– Pero ahora ya no se drogaba.
– Eso os demuestra su fuerza de voluntad. Se metió sola y salió sola. En el fondo, siempre lo estuvo. Cuando vino aquí, ya estaba concienciada para limpiar esa parte de su vida. Sin embargo, no pudo evitar que la detuvieran. Fue su primer encuentro con la ley.
– El segundo, la agresión al hombre que pegaba a su madre.
– Le hundió unas tijeras en la espalda, sí -convino Salvador Ponsá-. Puede que fuera por defender a su madre, puede que fuera por el odio que sentía hacia todos sus clientes, porque no en vano uno de ellos la violó. El caso es que el tipo acabó en el hospital y la denunció. Segunda detención y una ficha que va engrosando su historial: consumo y venta de drogas, agresión con arma blanca… Luego, la sentencia por lo del robo de piezas de coches la pilló con su madre ya muerta y con su abuela como única familia.
– ¿Por qué tendría que robar?
– Necesidad tal vez. Desesperación quizá.
– ¿Amor?
– ¿Por qué no? -sonrió-. El amor verdadero la habría salvado.
– Tuvo un novio.
– Sí, lo sé, un tal Paco. Creo que perdió la cabeza por él, pero acabó dejándolo. Una vez más, como cuando lo de las drogas, comprendió que no debía de ser bueno para ella. Era como si tuviera una fuerza interior que le avisase de lo que le convenía y lo que no.
– Después de salir la última vez, ¿no le siguió el rastro?
– No fue necesario. Ella me llamaba a menudo. Era parte de nuestro trato, y de lo que pacté con la policía y el juez. Por lo menos, una llamada al mes. Me contaba cómo le iba. Me gané su confianza, como ya os he dicho -lo proclamó con un deje de orgullo-. Creo que fui lo más parecido al padre que jamás tuvo o, por lo menos, me convertí en uno de los pocos adultos en los que confiaba. La última de sus llamadas tuvo que ser en los mismos días en que desapareció.
– ¿En serio? -dijo Julia.
– Fue otro de los motivos por los que llamé a la policía. Esa llamada puede que fuera importante, y por desgracia…
– ¿Qué? -le alentaron a seguir al ver que se detenía.
– Yo no estaba aquí -lamentó Salvador Ponsá-. Había salido para hacer unas gestiones y cuando regresé me dijeron que me había telefoneado, y que parecía muy tensa y nerviosa. Más aún, asustada. Insistía en saber dónde estaba y cuándo podría hablar conmigo.
– Entonces, ¿ella sabía que iba a sucederle algo, o que se encontraba en peligro? -manifestó Gil.
– Es posible -asintió el hombre-. Desde luego, quería decirme algo importante sobre sí misma. Algo que, tal vez luego…, le costó la vida. No lo sé.
– ¿No le extrañó que no volviera a telefonearle?
– Sí -bajó la cabeza en señal de culpabilidad-. Pero pensé… -no pudo concluir la frase-: ¿Qué más da ya? Aquí viven tantas que necesitan ayuda…
Ni Gil ni Julia le preguntaron si había hecho algo al respecto, buscarla, interesarse por ella. No era necesario. Posiblemente allí vivieran otras Martas, todas reales, con sus propios dramas personales.
El silencio se instaló entre los tres.
Parecía no haber más preguntas ni quedar más respuestas.
Solo restaban los interrogantes finales.
La clave de una muerte no anunciada, pero omnipresente.
– Me temo que debo dejaros -anunció Salvador Ponsá, abriendo las manos como si lo sintiera en el alma-. Se ha hecho bastante tarde y tampoco hay mucho más que decir.