No se alejaron demasiado del ÍES El Fortín, ni de la casa de Elena, ni de la zona. Gil detuvo la moto a unos doscientos metros y los dos pusieron pie en tierra para hacer una valoración de los últimos acontecimientos. Escogieron un lugar sombreado porque el día estaba siendo caluroso. Les bastó una mirada de inteligencia para darse cuenta de que ambos se encontraban en la misma sintonía. Aun así, Julia lo expresó con palabras:
– ¿Piensas lo mismo que yo?
– Tres chicas desaparecidas y Marta muerta.
– ¿Casualidad?
No hubo respuesta. Julia siguió hablando.
– Ninguna de ellas tenía familia.
– Marta sí.
La muchacha rebuscó en el interior de su bolso hasta dar con el móvil. Lo tenía desconectado, así que lo primero que hizo fue insertar su código personal y abrir la línea.
– ¿A quién llamas? -quiso saber Gil.
– A mi padrino.
El chico asintió con la cabeza y esperó. Julia acabó de marcar el número y se enfrentó a sus ojos. Por extraordinario que pareciera, empezaban a sentirse como verdaderos profesionales, como si aquello no fuese un trabajo escolar, sino un auténtico reportaje. La determinación de sus gestos, sus miradas, todo confluía en un vértice muy agudo que actuaba igual que una cuña: el rompehielos de su destino.
– ¿Tía Cinta? Soy yo, ¿está el padrino?
– Se ha pasado por la Central, hija.
– Le llamo allí. Si cuando llegue no hemos hablado, dile que me llame, ¿de acuerdo?
– A saber en qué lío te estarás metiendo.
– Que no, mujer. ¿Tienes su número?
– Apunta.
Julia sacó su bloc con la otra mano y se lo tendió a Gil. Su compañero tomó nota y luego ella cortó la comunicación. Marcó de nuevo los nueve dígitos facilitados por la mujer de su padrino y esperó. La voz del otro lado fue ahora mucho más aséptica.
– ¿Pablo Barrios, por favor?
– Ahora mismo está ocupado, ¿quién le llama?
– Su ahijada, Julia Montornés. ¿Podrían decirle que me telefonee, que es… urgente? Le dejo el número de mi móvil.
El dueño de la voz apuntó las nueve cifras y, tras ello, Julia volvió a guardar el teléfono en su bolso. La mirada de Gil y la suya convergieron en un profundo y críptico silencio.
– Aquí está pasando algo -suspiró ella.
– Y la dichosa Úrsula no quiere hablar.
– ¿La secuestramos y la torturamos? -se enfadó Julia.
– Serías capaz.
Había animación por la calle, así que se sintieron islas en mitad del bullicio que los envolvía. Dos pedazos de nada, cargados de preguntas sin respuestas, buscando la forma de encontrar un paso en el laberinto, o la forma de apartar las brumas que se cerraban en torno a la vida de Marta Jiménez Campos.
Al menos su vida inmediata, de la que nadie les había hablado.
– Esto ya no es un trabajo escolar, ¿verdad? -preguntó de pronto Gil.
– No, ya no -se rindió Julia.
– ¿Crees que conseguiremos algo?
– No lo sé, pero no voy a rendirme así como así.
– ¿Alguna idea brillante?
– ¿Y si seguimos a Úrsula? -propuso ella.
– ¿Con qué objeto?
– Tal vez nos lleve a alguna parte, hasta Patri o…, no sé.
– Por mí, de acuerdo. Lo malo es saber cuándo va a salir. O trabaja en el bar, como ayer por la tarde, o está en su casa del callejón.
– Anoche daba la impresión de ir a alguna parte. Puede ser cuestión de paciencia. No tiene clases; estamos en vacaciones de Pascua… Seguro que sale a tomar algo, o a ver a un chico.
– ¿Qué hacemos hasta la noche?
– ¿Insistir con Paco?
– No -fue categórico Gil-. Era su ex y no dirá nada si es que sabe algo o andaba metido en lo del robo de recambios.
– La obligó, seguro -dijo Julia-. Ella se enamoró, se aferró a él, él la hizo robar y reaccionó de la misma manera que cuando le pasó lo de las drogas. Al ver el lío en el que estaba metida después de que la detuvieran, le dejó.
– Tiene sentido.
– Fijo -bromeó sin ganas Julia-, como decían esas dos.
– Podemos probar otra vez con la abuela. Tenemos que devolver esas fotos y el cuaderno de los poemas.
– Pobre mujer… -Julia endulzó su rostro-. Seguro que no entiende nada, ni lo entenderá nunca. Una hija prostituta, una nieta asesinada… ¿De veras quieres devolverle ya los poemas?
– ¿Por qué?
– Me gustaría copiarlos. Las fotos quizá nos hagan falta si damos todo el material que consigamos a mi madre o a algún periodista que ella nos aconseje. Anoche se las enseñé, a los dos.
– ¿En serio?
– Sí.
– ¿Y qué dijeron?
– Que Marta refleja desesperación.
Le contó su diálogo, con palabras exactas. Gil la escuchó con algo más que atención. Por espacio de unos segundos, ella llegó incluso a percibir una cálida andanada de sentimientos procedente de él. Una declaración de amor silenciosa y dulce. Lo vio en sus ojos, lo percibió en su sonrisa, lo capturó con su energía mientras hablaba.
No se sintió extraña, ni incómoda.
Se sintió en paz, bien.
Feliz.
– Y te diré más -concluyó sus palabras manteniendo su equidad-: Si de algo entienden mis padres, es de eso.
– Debe de ser genial tener unos padres así -confesó Gil.
– Todos los padres tienen su parte positiva si uno se lleva bien con ellos.
– Ya, pero los tuyos hablan tu mismo lenguaje, han sido periodistas. Los míos, en cambio…
– Según tú, son buena gente.
– Claro que lo son -sonrió-. Normales, tranquilos, pero desde que él está enfermo… Antes ya no entendían mi vocación, así que ahora, menos. Me ven en Barcelona, solo, viviendo en un minúsculo cubículo… Piensan que me voy a echar a perder, que me monto unas orgías tremendas.
– ¿Las montas?
– ¿Yo?
– Es que, si es así, me gustaría que me invitaras. Nunca he ido a una orgía.
– No te veo yo en un desmadre así.
– Porque no me conoces, pequeño -se puso chula Julia.
– Eso es cierto -dijo él, y en su voz hubo una soterrada carga de tristeza-. No te conozco.
La posible respuesta murió sin llegar a nacer. El móvil sonó dentro del bolso con su musiquilla incordiante, y Julia lo tomó para ver quién la llamaba.
– Es mi padrino -anunció. Abrió la línea y gritó-: ¡Hola, superpoli!
– A ver, ¿qué es eso tan urgente que no puede esperar? -le endilgó la voz de Pablo Barrios.
– ¿Puedes preguntar si están en algún centro de acogida, en menores, en un orfanato, correccional o lo que sea, unas chicas en concreto?
– Puedo, si me dices para qué.
– Tienen que ver con Marta Jiménez Campos.
– Lo sabía -el suspiro al otro lado del aparato sonó largo y cargado-. ¿Qué estás haciendo, Julia?
– ¿Yo? Nada. Preguntar aquí y allá, por lo del trabajo.
– ¿Dónde estás preguntando, en el barrio de la chica?
– Pues…
– ¿Crees que si quien la mató os ve u oye hablar de vosotros, y tiene miedo o se siente acorralado, va a quedarse tal cual?
– Venga, padrino.
– No, Julia: venga tú. ¿Te has vuelto loca?
– ¿Finjo quedarme sin batería, o sin cobertura, y cuelgo? ¿O te digo los nombres? -se mordió el labio inferior y cerró los ojos, asustada por su descaro.
– ¡Igual que tu madre, por Dios! -se enfadó su padrino-. ¿Qué nombres son?
– Analía García, aunque la llaman Neli; Carolina Santaclara y Petra González, aunque la llaman Patri.
– ¿Y qué les pasa a esas chicas?
– Han desaparecido.
– ¿Las tres?
– Es lo que intento averiguar. La última era amiga de Marta y nadie la ha visto desde hace poco más o menos un mes. Otra amiga de Marta, Úrsula, cuyo padre tiene un bar llamado Bartolo, no quiere hablar con nosotros, y la ha visitado un matón llamado Lenox que trabaja en un club de alterne que se llama Aurora.
– ¡Julia!
Era demasiado, hasta ella se daba cuenta.
– ¡Me quedo sin batería, en serio! ¡Adiós, padrino!
– ¡Julia!
Apagó el móvil y se quedó mirando a Gil, absolutamente flipada.
– ¡Genial! -exclamó sin apenas voz.