El bar era distinto al Bartolo, más alegre, con menos humo, otra clase de clientela, parejas que reían o se miraban a los ojos sin casi hablar, grupos de amigos y amigas esperando la hora de cenar o pasando el rato, ejecutivos tardíos tomándose una cerveza o una tapa en la barra, después de acabar su larga jornada laboral. La televisión emitía para nadie.
Julia y Gil, sentados en una mesa, ordenaban ideas y anotaban cuanto recordaban de lo ocurrido a lo largo del día. La libreta con los poemas de Marta y aquellas tres fotografías sustraídas de su habitación descansaban a un lado de la mesa. De sus dos cervezas apenas si quedaba el último sorbo. Algo les impedía separarse, irse cada cual a su casa.
– Voy a probar una cosa -dijo ella, y sacó el móvil.
Marcó un número que extrajo de su agenda personal y esperó. Reaccionó al escuchar la voz de tía Cinta.
– Hola, soy yo, Julia -le anunció-. ¿Está el padrino?
– Dicho así, parece que llames a alguien de la mafia -bromeó Gil.
Le dio un golpe en el brazo con la mano.
– ¿Padrino?
– ¿Qué hay, cariño?
– Oye, es sobre lo que hablamos ayer, ya sabes, el caso de esa chica asesinada.
– Sabía que llamabas por eso. ¿En qué andas?
– En nada, escribiendo un poco el trabajo con mi compañero -le quitó importancia al asunto-. Solo quería saber si había algo más. Ya sabes, extraoficialmente.
– Ni extraoficial, ni oficial -manifestó el hombre-. Ya te dije que no sé nada de eso. El caso es del inspector Germán Rocamora.
– Marta tenía una amiga íntima, una tal Úrsula.
– Pues supongo que la habrán interrogado.
Julia puso cara de resignación. Aun así lo intentó una segunda vez.
– ¿Te suena un puticlub llamado Aurora? Lo digo porque, como eres poli, a lo mejor…
– ¿Un putiqué? ¿Desde cuándo hablas así?
– Venga, padrino.
– ¿Qué tiene que ver ese lugar con esa chica muerta?
– Su madre trabajaba en él.
– ¿Y?
– No, nada -arrugó la cara, como si hubiera metido la pata, y se mordió el labio inferior.
– Julia, te lo advertí -la voz de su padrino sonó más que seria-. Espero que no te dé por meterte en un lío.
– Que no, hombre, que no -se defendió ella-. Pero es que, hablando con la abuela de Marta y con una vecina… En fin, que han salido nombres, y era por si sabías algo.
– Una cosa es hacer un trabajo escolar, y otra muy distinta, jugar a policías y ladrones.
– ¡Padrino…!
– Mira que te conozco, te lo dije. ¡Eres hija de tus padres, por Dios!
– ¡Estamos reconstruyendo la vida de Marta, solo eso!
– ¿Estamos?
– Somos dos, un compañero de la facultad y yo.
– Pues menos mal -y preguntó con toda intención-: ¿Sois algo más?
– No -se puso roja.
Gil no reparó en ese detalle. Volvía a mirar las fotografías, especialmente la del padre de Marta.
Era el momento de iniciar la retirada. Se arrepintió de haber llamado.
– Te dejo, que nos traen ya la cena.
– ¡Hala, diviértete y no te vuelvas loca con tu trabajo! -suspiró Pablo Barrios-. ¡Seguro que, si te fijas bien en tu amigo, hasta lo encuentras guapo y con posibilidades!
– ¡Te odio! -se despidió riendo.
Cortó la comunicación, se guardó el móvil y miró a Gil, absorto en la imagen de su padre tomada subrepticiamente por Marta.
¿Guapo? No se había dado mucha cuenta de ello, y desde luego lo era. Bueno, guapo, lo que se dice guapo… Gil era interesante, resultón, con un atractivo que trascendía la simple belleza masculina.
De lo que estaba segura era de que él sí estaba interesado en ella.
Más que interesado.
Se lo notaba.
Siendo tan dulcemente tímido en ese sentido…
– ¿Quieres que vayamos a hablar con el padre de Marta? -su compañero le interrumpió los pensamientos.
– No sabemos dónde vive -se olvidó de ellos para concentrarse de nuevo en el caso-; solo que se llama José María.
– Yo sí sé dónde vive. Mira… -le puso la fotografía delante del rostro, sosteniéndola con sus dos manos-. Fíjate en esa hamburguesería que hay al lado.
Úrsula les había dicho que Marta le hizo esa foto cuando él salía de su casa. La hamburguesería de al lado se llamaba Mallorca Dosochosiete.
– ¡Genial! -exclamó Julia.
– No está mal para un detective aficionado, ¿eh?
– Periodista -le rectificó ella.
Gil arrugó la cara.
– Mierda -musitó.
– Venga, vámonos -se puso en pie Julia, sin tomárselo en cuenta.
– ¿Ahora?
– Pasamos y vemos qué tal, nada más.
Se resignó. Comprobaron la nota y dejaron las monedas sobre la mesa. Julia se guardó la libreta de los poemas, y esta vez también las fotografías. Salieron a la calle poniéndose los cascos y subieron a la moto sin decir nada más. La distancia volvía a ser breve, así que en menos de diez minutos se detuvieron frente a la hamburguesería de la foto, que seguía tal cual, como si la imagen hubiera sido tomada el día anterior. La puerta del edificio por la que salía el hombre estaba cerrada.
– ¿Llamamos a algún piso para que nos abran? -vaciló Julia.
– Espera -Gil pulsó un timbre y aguardó unos segundos, hasta que se oyó una voz. Entonces dijo-: Oiga, traigo un sobre para el señor José María.
– ¿José María? ¿Qué José María?
– No lo sé, es el nombre que pone en el sobre.
– Pues aquí no es.
Lo intentó de nuevo, y en esta ocasión, al menos tuvo más suerte.
– ¿El señor José María? Será José María Ponce, ¿no?
– Sí, sí.
– Pues el cuarto segunda.
Le dio las gracias y eso fue todo, porque la vecina no le abrió la puerta.
Ya no insistieron más.
Tres o cuatro minutos después salió un hombre con un perro. Aprovecharon para colarse dentro del vestíbulo y acercarse a los buzones. En el del cuarto segunda leyeron cinco nombres: José María Ponce, Ágata Grabulosa, Pilar Ponce, Ignacio Ponce y Gisela Ponce. No había ningún José María más en los restantes buzones.
– Familia numerosa -dijo Julia.
– La oficial, sí -convino Gil.
– Es inútil subir -admitió ella-, y a esta hora, menos. Además, no podemos preguntarle por su hija ilegítima así, a lo bestia. No en su casa.
– ¿A qué hora debe de salir para ir a trabajar?
– Tendremos que madrugar, por si acaso.
Volvieron a la calle, a la moto, y comprendieron que allí terminaba su primera jornada de investigación periodística en torno al caso de Marta Jiménez Campos. Los dos se resistieron a aceptarlo, atrapados por el vértigo de lo que ya les dominaba la mente de arriba abajo. Gil trató de retenerla.
– ¿Quieres que vayamos a cenar?
A Julia le gustó que lo intentara.
– Esta noche no, pero cuando mis padres se hayan ido y esté sola, encantada, ¿hace?
– Bien -aceptó él.
– ¿Me llevas a casa?
– Claro, mujer.
Le abanicó varias veces con las pestañas, de cerca, sonriendo y mostrando una coquetería ficticia que, sin embargo, resultó muy convincente.
– ¿Puedo… -la inflexión fue definitiva-… conducir yo?
Gil le tendió las llaves, sujetándolas en lo alto por el llavero.
– Comediante -rezongó.
Julia las atrapó y se sentó delante.
– ¡Agárrate al casco, chico! -gritó, feliz.