Vio dos pares de zapatos, dos hombres. La voz del que le había atendido en el bar era una. La otra tardó en reconocerla.
Lenox.
El musculitos.
Gil tragó saliva y se quedó muy quieto, porque el ruido que hizo su garganta estaba seguro de que había sido lo bastante fuerte como para dar la alarma en cien metros a la redonda.
No pasó nada.
Los dos hombres hablaban de algo.
Intentó no perder la calma, concentrarse.
– Siento algo, no sé -decía en ese instante el que parecía ser el encargado o el dueño del Aurora.
– Está nervioso, señor Palacios.
– Cuando algo se complica… ¿Por qué te crees que me ha ido bien en la vida, eh, Lenox? Porque tengo instinto. Huelo las cosas.
– En unos días…
– En unos días puede que sea tarde, ¿vale? Esa cría casi lo jodió todo, y aún no estoy seguro de que no lo hiciera -hubo una pausa y luego ordenó-: Llámame a Eloy.
– Sí, jefe.
Gil escuchó cómo Lenox descolgaba un teléfono y marcaba un número. Él mismo preguntó por el tal Eloy. Luego le pasó el auricular al otro.
– Soy Froilán -tras una leve pausa, continuó-: Oye, mira, tengo malas vibraciones, veo fantasmas por todas partes y…, no me gusta, ¿entiendes? No me gusta nada -la siguiente pausa fue igual de corta-. Me da lo mismo. Vamos a terminar con esto por la vía rápida, así que será mejor que te cargues a la chica -otra pausa más larga-. ¡Cono, vale, pero como la relacionen con la muerte de esa imbécil…! -hubo una cuarta pausa, más breve que la anterior-. ¡Sí, nos descuidamos, se metió aquí y descubrió el pastel, de acuerdo! -gritó el llamado Froilán-. ¡Y también sé que Lenox metió la pata, porque ese cadáver no tenía que haber aparecido nunca!
– Yo no metí la pata -intervino Lenox-. Fue mala suerte…
– ¡Cállate! -gritó Froilán Palacios. Y volvió a hablar con Eloy-: Escucha, no pasa nada, ¡será por crías! ¡El mundo está lleno de crías más perdidas y solas que la una! Tú ocúpate de esa, yo llamaré a los demás. Vamos a esperar a que pase la tormenta y ya está -otra pausa más dramática-. ¡Que se jodan esos babosos! ¡Hazlo, Eloy! ¡Yo me ocuparé de limpiar esto, pero no quiero cabos sueltos! ¡Si la tienes comprometida esta noche, hazlo mañana, pero hazlo y que no encuentren más cadáveres!
Colgó el auricular.
Gil seguía inmóvil, detrás del sofá.
– ¿Y qué hacemos con la otra, Úrsula? -preguntó Lenox.
– ¿Sabe algo?
– No, pero no es tonta.
– Me dijiste que no era como la Martita esa de los cojones.
– Y no lo es. Además, la tengo contenta.
– Podrías darle algo fuerte y…
– Podría.
– O que escriba una carta diciendo que se larga a ver mundo.
– No sé.
Froilán Palacios debió de dar un puñetazo sobre la mesa. Gil tuvo una sacudida.
– Dime una cosa, y no la cagues, ¿vale? ¿Es de fiar?
– Está asustada.
– Pero no es más que una cría, y ya sabes el dicho: quien con niños se acuesta…
– Si la matamos, será peor. Ella tiene familia, y era amiga de la otra. Puede que sumen dos y dos.
– ¿Y qué quieres que haga? -volvió a gritar el hombre.
Su voz murió al nacer otra muy cerca, en el pasillo. Alguien llamó a la puerta. Gil ya había reconocido a su amiga, la caribeña.
– ¿Y ahora qué coño pasa? -rezongó Froilán Palacios.
Fue Lenox el que abrió la puerta. Desde su escondite, Gil vio la parte inferior de las piernas de la mujer.
– ¡S'ha ío!
– ¿Qué?
– ¡Mi chico! ¡No et'tá! ¡S'ha ío!
Gil apretó los puños.
– ¡Maldita sea! ¡La madre que me…! -empezó a gruñir el dueño del Aurora-. ¿Es que aquí nadie puede hacer bien su trabajo? ¿Dónde coño…?
Fue el primero en salir por la puerta, empujando a la caribeña. Lenox le siguió. Ella iba repitiendo las mismas frases, y que no tenía la culpa. Por un momento, Gil apenas pudo creerse su suerte.
No se lo pensó dos veces.
Se puso en pie, se acercó a la ventana, solo para comprobar que también tenía barrotes al otro lado, y luego echó a correr hacia la puerta. No tenía más que decir que había ido al coche a buscar…
Ni siquiera llegó a meterse del todo en el pasillo.
La mano de Lenox le cayó encima desde la parte de la derecha. Le empujó hacia el interior del despacho y, antes de que Gil pudiera abrir la boca, el musculitos se la cerró de un puñetazo.
Froilán Palacios apareció entre las estrellitas que de pronto empezaron a danzar por el interior de su cabeza.
– ¿Y este quién coño es? -se preguntó, alucinado.
– Estaba aquí, jefe -fue explícito Lenox-, así que lo habrá oído todo.
El dueño del Aurora se arrodilló a su lado. Le cogió por el pelo.
– ¿Tú de qué vas? -le escupió a la cara.
Gil le mostró todo su miedo.
Intentó hablar, mentir, decir la verdad, lo que fuera… Pero no pudo.
– ¡Joder! ¿Qué está pasando aquí? -volvió a levantarse Froilán Palacios-. ¿De dónde mierda están saliendo tantos críos?
Le tocó el turno a Lenox.
– Habla.
Gil tenía la garganta seca y los ojos vidriosos.
– ¡Habla!
Fue un golpe tonto. Un puñetazo fuerte, pero no destinado a dejarle inconsciente. Lo malo fue que la cabeza le salió rebotada contra el canto más duro del sofá.
Gil se alegró de marcharse de allí, aunque fuera para adentrarse en aquella fría y oscura noche interior.