El cajero automático expulsó los 120 euros por la ranura. Seis billetes de 20. Julia los recogió y se los entregó a Gil. Luego recuperó la tarjeta de crédito.
– Siento que tengas que… -lamentó él.
– No seas tonto.
– Vale -se resignó y los guardó en su cartera.
– Espera -dijo ella-. Puede que sea poco dinero.
– No saques más, mujer.
– Haz que abulten, que parezca que hay la tira -cogió algunos de los impresos para ingresos depositados junto al cajero y los dobló con cuidado antes de dárselos a él.
Gil los introdujo junto a los billetes de 20 euros.
– Así está bien. Tampoco hará falta que los saques todos.
– No está mal.
Julia lo miró con renovada aprensión.
– La pregunta es: ¿seguro que quieres hacerlo? -insistió.
– Sí.
– Puede ser peligroso.
– Para mi integridad anímica, tal vez -sonrió Gil-. Voy a tener que actuar de una forma que no sé yo si…
– Eh, eso te saldrá bien, hombre -le dio un golpe en el brazo-. Deja suelta la bestia que llevas dentro.
– ¿Bestia? ¿Qué bestia?
– Todos llevamos una bestia aquí -se tocó el pecho.
– Pues sí que… -sonrió él.
– Dormida, pero bestia al fin y al cabo. De todas formas, no creo que en esos lugares nadie mire mucho a nadie. Cada cual debe de ir a lo suyo, y ellas, a sacarles el dinero a los clientes. Ya sé que nunca has estado en un sitio así, pero imagino que hay que actuar a las bravas. Tú pagas. Tú mandas.
– No sé -Gil se mostró inseguro-. Yo más bien creo que hay que ir de pardillo, de primerizo. ¿Quién va a pensar que tengo experiencia? Y con esta cara…
– Tendrás que improvisar -Julia no supo qué más decirle.
– Bueno, ¿vamos? -se impacientó él.
Ella fue la primera en ponerse el casco. Montaron en la moto y enfilaron el camino del club Aurora. Cuando llegaron allí, las manecillas del reloj se acercaban a las dos menos cuarto de la madrugada, así que el local brillaba como un ascua en la noche. Bajo la luna, casi llena, las luces de neón rosa ponían un acento extravagante en la oscuridad. La recta de la carretera no tenía tráfico, pero en el aparcamiento del local ahora había casi dos docenas de coches discretamente distribuidos. Gil no metió la moto allí, sino que la detuvo al otro lado, entre los árboles, para que quedara fuera de cualquier mirada.
– ¿Estarás bien? -le preguntó a Julia.
– Yo sí, tranquilo.
La noche era agradable, no hacía frío. Se miraron por última vez.
– Deja el móvil encendido, por si acaso.
– Y tú ten el tuyo a mano.
– Vale.
Fue ella la que le abrazó, la que le dio un beso en la mejilla, la que se apartó luego para dejarle libre. Gil asintió con la cabeza, curvó las comisuras de los labios hacia arriba y después…
Se dio la vuelta y cruzó la carretera.
Cuando entró en el Aurora, el silencio del exterior quedó borrado de un plumazo por la música que sonaba en el interior, no muy alta, pero contundente. Bajo una coloración rojiza, enardecida, vio una barra que ocupaba la mitad izquierda del local, y un puñado de mesas y sillas repartidas por la parte de la derecha. En medio quedaba una pequeña pista de baile en la que no había nadie bailando. Las chicas de detrás de la barra iban con los pechos al aire, pero las que hablaban con los clientes no; ellas llevaban mínimas prendas de ropa interior. A primera vista, todas eran de diferentes colores y razas.
Dominando sus nervios, su inquietud, Gil se acercó a la barra. Una de las mujeres con los pechos al aire se dirigió hacia él ofreciéndole una sonrisa de confianza. Tendría unos treinta años, quizá más, y seguramente en algún momento de su vida había sido atractiva. Intentó no mirar más abajo de la barbilla, y cuando ella le preguntó qué iba a tomar, le contestó:
– Una coca-cola.
La mujer enarcó una ceja y proclamó con socarronería:
– Cuidado, tigre.
No le dio tiempo a más, porque otra ya estaba a su lado. También rondaba la treintena, con mirada de mujer fatal, pechos grandes, labios muy rojos y manos con venas muy marcadas. Fumaba y olía a perfume barato mezclado con nicotina.
– Vaya -le dijo-, no todos los chicos guapos se han ido de vacaciones esta semana.
– Soy agnóstico -respondió Gil.
– Ay, amigo, no sé lo que es eso, pero espero que no tenga nada que ver con esto otro, salvo que sea bueno.
Le puso la otra mano en la entrepierna.
Gil no pudo evitar un intento de retroceso.
Y la mujer no ocultó su dulce ironía.
– Pero bueno… -musitó, coqueta.
– Espera -la detuvo-. Es que a mí me gustaría algo… especial.
– Yo puedo hacerte lo que quieras -volvió a acercarse.
– No se trata de eso, sino de… -buscó algo que desatascara su mente y no lo echara todo a perder-. Es que tengo mis manías, ¿sabes?
– ¡Huy, míralo! Y parecías tímido. ¿Qué clase de manías tienes tú, muñeco?
– Me gustan más jóvenes -logró decir sin ponerse del todo rojo.
– ¿Y la experiencia?
Gil se encogió de hombros.
– ¿Qué edad tienes, campeón? -quiso saber ella.
– Diecinueve.
– Así que quieres una de dieciocho.
– No, más… -hizo un gesto con la mano plana, hacia abajo.
La mujer se le quedó mirando un par de segundos. Ya no sonreía, ya no le provocaba. Solo calculaba. Se mordió la comisura del labio y, tras dar una larga chupada a su cigarrillo, le dijo:
– Espera.
Gil la vio alejarse. Por primera vez se preguntó qué demonios estaba haciendo, y por qué no habían llamado a la policía, al padrino de Julia. Sin pruebas, no era más que un disparo al azar, claro, pero él… La mujer desapareció tras una cortina de pedrería y él paseó su mirada por el local. Los hombres que hablaban con las mujeres sonreían, las tocaban o se dejaban tocar; eran mayores, el que menos andaría en la treintena. Eso lo descolocó aún más.
Se bebió prácticamente toda la coca-cola que le había dejado en la barra la otra mujer.
Su contacto reapareció con un hombre de cincuenta y muchos años, calvo pero con melena por la nuca, bajo, desagradable, cara porcina y ojos siniestros, lo mismo que su boca, caída a ambos lados. Lucía un buen traje, pero con la camisa abierta y mucho oro colgándole por encima del vello pectoral. La chica de alterne le señaló y guió a su compañero hasta él. El hombre se le quedó mirando con el ojo derecho empequeñecido, como si le estuviese valorando.
– ¿Algo especial? -se limitó a decir.
Era el momento de la verdad.
– Catorce o quince años -dijo Gil.
– Eso es ilegal -repuso el hombre.
– Me han dicho…
– ¿Quién te ha dicho…?
– Un amigo.
– ¿Lo conozco?
– No sé. Pepe.
Siempre había algún Pepe. O eso creía.
Otra mirada. Otra valoración. Gil intentó no temblar, ni sudar, mantener sus ojos fijos en los del hombre, parecer lo que no era, o por lo menos parecer lo suficientemente vicioso como para que sus nervios tuvieran una explicación.
– ¿Traes dinero? -quiso saber el hombre.
Sacó su cartera, le mostró el bulto que formaban los billetes de 20 euros con los impresos del banco doblados dentro. Volvió a guardársela. El hombre tardó todavía cinco segundos largos en asentir con la cabeza.
– Llévale al nueve -le dijo a la mujer.
Dio media vuelta y se marchó por donde había venido.
– Ven, cariño -la mujer le tomó del brazo.
También ellos pasaron por la cortina de pedrería. Tras ella había un pasillo largo, con luz muy tenue, también rojiza, y con puertas a ambos lados. El hombre se metió en la más alejada, al fondo. Delante nacía una escalera que conducía al piso superior.
El nueve también estaba casi al final, y era un cuartito de proporciones armónicas, cuadrado, con una cama grande, una mesita, dos sillas y una puerta entreabierta tras la cual se veía un pequeño servicio. La mujer lo dejó allí y, sin decirle nada más, cerró al marcharse. Gil no se sentó en la cama, fue a la ventana, pero resultó que tenía cristales opacos y una reja de protección. No estuvo solo demasiado tiempo. La puerta volvió a abrirse.
Ahora era una mulata de generosas proporciones, alta, labios muy gruesos, ojos intensos, cabello muy largo y piel brillante. Vestía una simple combinación de seda blanca. Desde luego, no tenía catorce o quince años; ni siquiera era menor de veinte, aunque tampoco alcanzaba la treintena.
Gil tragó saliva.
– Hola, mi amó -lo saludó con un marcado acento caribeño.
– Tú no eres…
Ya estaba frente a él, mostrando su más cautivadora sonrisa.
– Reía 'ate, mi amó. Va a vé tú lo que é gosá -trató de echarle los brazos alrededor del cuello.
– Espera, espera… -Gil retrocedió un paso, pero tropezó con la cama.
– ¿No te gut'to? -puso carita de pena la mujer.
– ¿Conoces a una chica llamada Patri? -preguntó a la desesperada.
– ¡Ay, yo no sé de qué cosa tú et'tá hablando!
Aquello era un callejón sin salida. El hombre le había endilgado a una de sus chicas y nada más. Ya no tenía sentido seguir, pero tampoco delatarse hasta el punto de que…
– ¿Te importa esperar un momento?
– ¿A'onde va, mi amó?
Se zafó de ella y alcanzó la puerta en dos saltos. Se volvió para tranquilizarla.
– Voy un momento al coche y vuelvo enseguida. Tú desnúdate y ponte cómoda, ¿vale? Es que… me he dejado algo. Los… ya sabes… Son especiales…
Salió de la habitación.
Tenía dos caminos: uno, de vuelta al exterior; otro, por los recovecos del Aurora. Salir era ahorrarse problemas. Quedarse era tentar la suerte, pero luchar tal vez por lo mismo que lo había hecho Marta. Si encontraba a Patri…
Contuvo la respiración y abrió la puerta de enfrente. Una habitación vacía. Abrió otra puerta con el corazón encogido, y se encontró con una pareja en plena labor. Cerró sin hacer ruido, antes de que lo notaran.
Delante nacía la escalera que conducía al piso superior. A la derecha, el lugar por el que se había metido aquel hombre. La puerta estaba ahora entornada. Miró dentro y no vio a nadie. Era un despacho nada cómodo, impersonal, con un sofá y la mesa llena de papeles.
Entró sin pensárselo dos veces y cerró tras de sí.
No sabía qué estaba buscando, pero lo buscó. Revolvió los papeles, buscó datos, pruebas, indicios… En la pared lateral había un mapa de España con más de dos docenas de chinchetas de colores repartidas por su superficie, preferentemente sobre la costa mediterránea.
Podía pasarse allí una hora y no encontrar nada.
Así que le entró el pánico.
Pero le dominó mucho más cuando, antes de que pudiera salir por la puerta, el tirador se movió y al otro lado escuchó la voz del hombre anunciando su entrada, hablando con alguien.
Gil se tumbó detrás del sofá.
Su única alternativa.