No estaban del mejor de los humores, ni se sentían con el mejor de los ánimos, pero comprendieron que detenerse era como ceder al mismo impulso que acababa de destrozar a David, y recrearse en un dolor que, no por ajeno, les resultaba ya menos impactante. En cuarenta y ocho horas, Marta y su mundo habían pasado a formar parte de ellos. Eso ya no podía cambiarse.
Necesitaban seguir.
Y allí estaban, en la puerta de una misteriosa organización llamada Fundación ASH, por delante de la cual Julia había pasado decenas de veces, yendo y viniendo por Barcelona, sin haber reparado jamás en su existencia.
Preguntaron por la persona responsable de las solicitudes de becas o de la junta que las concedía. La mujer que les abrió la puerta les observó sin alterársele el rostro y les preguntó si era para solicitar una beca, una ayuda o si era por cualquier otra causa. Entonces se identificaron como periodistas. De tanto repetirlo empezaban a creérselo. Y le aclararon que investigaban un caso policial.
Eso hizo que, cuando menos, la recepcionista arqueara una circunspecta ceja. Solo una. Debía de estar curada de espantos. Su aspecto difería del de las recepcionistas-escaparate de la empresa en la que prestaba sus servicios José María Ponce. Se trataba de una mujer de unos cincuenta años, rostro grave y talante muy profesional y entregado. Estaba acorde con la fundación para la que trabajaba, puesto que toda ella, la entrada, la recepción, los muebles, los cuadros, las paredes forradas de noble madera y los restantes objetos decorativos, destilaban un añejo regusto, un sabor pretérito, casi arcaico, aunque no exento de calor y paz.
Era como si un pedazo de bien, suponiendo que el bien tuviera forma y aspecto más o menos sólidos, estuviese allí en medio, colgado de las lámparas, o flotando en su apariencia gaseosa.
Aguardaron en una sala-biblioteca repleta de libros más o menos antiguos. La espera no fue excesiva: tres minutos. Seguían de pie, inspeccionando los lomos de aquellos libros, cuando se abrió de nuevo la puerta y la recepcionista les condujo hasta un despacho. Al otro lado de una mesa tan hermosa como el resto del mobiliario les esperaba, ya puesta en pie, una mujer más joven que la primera, como de cuarenta años. Vestía con esa nobleza característica de la gente adinerada y con clase, aquella que ha nacido en el seno de una familia con historia y tradición. Nada en ella era superfluo, la ropa elegante, el peinado minuciosamente esculpido sobre su cabeza, el discreto collar de perlas que ceñía su cuello, la hermosura de sus facciones, la bondad de su mirada no exenta de firmeza…
– Me han dicho que son ustedes… ¿periodistas? -preguntó tras estrecharles la mano y serles presentada como «señora Álvarez».
– Sí -Julia sonrió con el mayor de sus encantos, cruzando los dedos para parecer sincera y que ella no les pidiera una credencial.
La señora Álvarez no lo hizo.
– ¿Es para algo relativo a nuestra fundación? ¿Una entrevista? ¿Una encuesta?
– Trabajamos en un reportaje sobre una muchacha: Marta Jiménez Campos.
– Oh, sí -afirmó con medido énfasis, sin un destello situado por encima de su normalidad.
– ¿La recuerda?
– Ayudamos a muchas personas, especialmente a jóvenes -asintió la señora Álvarez-. Pero el caso de Marta por supuesto que lo recuerdo, por ella misma, ya que no pasa inadvertida, y porque ha sido una de nuestras aprobaciones más recientes. El viernes le enviamos la feliz noticia de que había sido aceptada en uno de nuestros programas y le había sido concedida una beca. ¿Por qué le están haciendo un reportaje?
No querían mostrar sus cartas tan pronto, pero era absurdo andarse por las ramas.
– Marta fue asesinada recientemente -dijo Julia.
Una sombra helada pasó por sus facciones.
– ¿Cómo… dicen?
– Desapareció hace unos diez días. Fue encontrada el viernes pasado. La noticia no se hizo pública hasta el sábado, y en el periódico del domingo se informó de su identificación, aunque solo aparecieron sus iniciales, claro.
– Dios… -permaneció inmóvil, aplastada en su butaca, con los ojos súbitamente descentrados y la mirada perdida-. Ella.
– ¿Llegó a conocerla bien?
– ¿Perdón…?
– Preguntaba si llegó a conocerla bien -se lo repitió Gil.
– Tuvimos… -le costó centrarse de nuevo, pero lo consiguió, aunque a duras penas. Se pasó la mano por los ojos y trató de mantener la compostura-. Tuvimos algunas charlas, sí, aquí mismo -señaló la butaca en la que estaba sentada Julia-. Disculpen…
La vieron levantarse, afectada. Caminó hacia una puerta y, al abrirla, descubrieron que había un pequeño servicio. Escucharon el ruido de un grifo y luego el de un vaso al colocarlo en una repisa. La señora Álvarez reapareció, blanca como la cera, y regresó a su butaca. No les ofreció tomar nada. Probablemente no estaba para formalidades. Se sentó y tragó saliva antes de proseguir con la conversación.
– Lo siento -se excusó.
– Un golpe, ¿verdad?
– Mucho -miró a Julia y llegó a esbozar una tímida sonrisa-. Esa muchacha me causó una impresión maravillosa… -movió la cabeza horizontalmente un par de veces.
– ¿Cómo llegó hasta aquí?
– Alguien le habló de nuestros programas de ayuda.
– Exactamente, ¿qué hacen ustedes? -siguió preguntando Gil.
– Hay muchas personas como Marta Jiménez -dijo la señora Álvarez, recuperando la entereza-. Crecen y viven en ambientes marginales, parecen condenadas a mantener unas existencias duras, en muchos casos a terminar irremisiblemente en la cárcel o a sufrir tales humillaciones que socavan su voluntad, su naturaleza humana. Entre la población adolescente nos encontramos con embarazos no deseados, drogadicción, malos tratos, prostitución, ausencia de una cultura porque en la escuela no hallan el menor arraigo ni interés… Nuestra fundación intenta paliar algunas lacras en esos segmentos de la población. Ayudamos a personas mayores y a jóvenes. Nuestros programas principales van encaminados precisamente a ellos, a los ancianos y los adolescentes. En el caso de los ancianos, les procuramos compañía, un servicio de limpieza, una ayuda que les haga sentirse mejor, que les recuerde que todavía forman parte de la sociedad. En el caso de los jóvenes que solicitan nuestra ayuda, depende de sus circunstancias. Unos quieren salir de la droga, otras están embarazadas, unos están enfermos, otros quieren estudiar, como fue el caso de Marta.
– ¿Vino para eso?
– Sí -asintió un poco más entera pasados unos segundos-. Nunca les damos dinero, es obvio, pero conseguimos trabajos para quienes quieren uno, o una adopción para aquella niña que no puede o no quiere hacerse cargo de su hijo. A veces son adopciones compartidas, es decir, la adolescente no pierde del todo a su bebé, y los padres entienden que se harán cargo de él sin apartar a la madre biológica de su lado. Marta quería estudiar en un buen colegio, así que nos pidió exactamente eso: una beca de estudios. Analizamos su solicitud, le hicimos unos exámenes, pasó unas pruebas y se la concedimos.
– ¿Conocían sus antecedentes?
– Por supuesto. Exigimos transparencia plena. Si nos hubiera mentido, en lo que fuera, ya no hubiéramos seguido hablando. En algunos casos, nosotros también investigamos el entorno o hacemos preguntas. Marta nos contó su historia. Terrible, por cierto.
– ¿Le dijo que su madre no la quería, que ejerció la prostitución después de tenerla, que la violaron, que tomó y vendió drogas, que apuñaló a un hombre y que recientemente estuvo detenida por robo?
– Sí.
– ¿Se lo justificó?
– No era necesario. Nosotros no juzgamos el pasado, sino que ponemos un punto de inflexión en el presente y formamos un futuro. Sin embargo, ella se sinceró conmigo y me explicó el porqué de cada uno de esos hechos. Su último novio la hizo robar para él, por ejemplo. Y cuando la cogieron, no lo denunció, prefirió cargar con las culpas; pero entonces abrió los ojos y le abandonó. Eso denota mucho carácter, se lo aseguro.
– ¿Qué sensación le dio?
– Marta era inteligente, muy válida, lúcida, capaz. Sus quince años físicos no tenían nada que ver con su edad mental. Tenía unas enormes ganas de aprender, de valer para algo, de poder tener una vida decente… Pedía a gritos una oportunidad -unió sus manos en un gesto que casi pareció un rezo y agregó-: Recuerdo que me dijo algo que me pareció muy hermoso. Cuando le pregunté qué era lo que más deseaba ahora mismo, me dijo que quería tiempo para soñar.
Julia tragó la bola de su garganta.
– Ni siquiera le han dejado ese tiempo -suspiró la señora Álvarez. Sus ojos se empequeñecieron al preguntar-: ¿Se sabe quién…?
– Ni quién, ni por qué -dijo Gil.
– Tenía una abuela.
– Estuvimos ayer con ella -manifestó Julia.
– ¿Le habló de su gente, David, Úrsula, Patri…?
– No, nunca mencionó un solo nombre, ni el de ese novio suyo que la obligó a robar.
Otra puerta cerrada. Otro camino que les devolvía al punto de partida. Otra persona a la que acababan de dar la peor de las noticias: la muerte de alguien que se hacía más y más especial a medida que transcurrían las horas.
– Lamentamos mucho esto, se lo aseguramos -se puso en pie Gil.
– Sean justos con ella -la señora Álvarez secundó su gesto.
Julia fue la última en levantarse. Buscaba preguntas que hacer, interrogantes donde solo había dudas. Se rindió al comprender que era inútil.
El resto fue rápido. Apretones de manos, el regreso hasta la puerta y el aterrizaje en la calle, en plena realidad, enfrentados a sí mismos.
– Estas últimas dos horas han sido… -Julia se dejó arrastrar por la tensión.
– Antes no me has dicho qué opinabas de David.
– ¿Qué quieres que te diga? Marta fue a encontrar al chico perfecto un mes antes de su muerte. Parece una broma pesada.
– ¿Y de esos? -Gil señaló el edificio del que habían salido.
– Marta buscaba una oportunidad.
– Se la acababan de dar.
– El cabrón hijo de puta que la mató… -Julia apretó los puños.
– Quería tiempo para soñar -suspiró él.
Volvían a estar al lado de la moto, aún más desconcertados.
– Estaba limpia -Julia miró a su compañero con los ojos vidriosos-. Justo ahora estaba limpia, no tenía nada, ninguna carga del pasado. Iba a estudiar, tenía a David… ¿Te das cuenta de que su muerte carece de sentido?
– Porque nos falta algo.
– ¿Qué puede faltarnos?
– Tal vez no la dejaran salirse.
– ¿Salirse de qué, de dónde? Estaba preocupada por Patri, eso fue lo último que le dijo a David.
– Y que sabía dónde estaba.
– ¿Sabes qué pienso? -Julia se estremeció-. Creo que Marta era otra señorita ONG.
– No te entiendo.
– Tú me dijiste que me hiciera de una, que no estudiara periodismo, y mi madre, que fundara otra.
Gil hizo algo que ella agradeció, sobre todo por lo inesperado. De la misma forma que Julia había abrazado a David cuando el chico se echó a llorar al enterarse de la muerte de Marta, levantó los brazos, la atrapó, la atrajo hacia sí y la estrechó con tierna consistencia. La muchacha se convirtió en un tallo flexible, maleable, pura gelatina amparada por el cuerpo de su amigo.
Los dos, bajo el súbito silencio que los envolvió de pronto, pudieron escuchar los latidos del corazón que aplastaban.
No se movieron.
Continuaron abrazados un tiempo que jamás fue eterno, porque a los dos se les antojó de lo más efímero al separarse, pero que los alimentó y nutrió más que ninguna otra cosa en sus actuales circunstancias.
Había un amor puro y sencillo en la mirada de Gil.
Y Julia lo devoró con la suya.
– Anda, vamos a buscar a Úrsula. Es la clave de todo este marrón -logró reaccionar él primero.