Capítulo 8

A salvo en su habitación, en su hogar, rodeada por el mundo en el cual se sentía segura y protegida, Julia pasó la película del día por su mente y se detuvo en algunos momentos singulares, algunas escenas puntuales, en los ecos de determinadas expresiones y en los rostros de cuantos habían conocido a Marta y ahora hablaban de ella desde la distancia impuesta por su muerte. Dejó que el bombardeo de sensaciones la azotara y la inundara hasta calarla, se impregnó de la triste soledad de la señora Carmela, del miedo de Úrsula, de la sinceridad de Salvador Ponsá, incluso de la fría sequedad de Paco o el desasosiego visceral emanado de la presencia del musculoso llamado Lenox. Hizo con todo una masa que trató de masticar despacio y digerir sin más prisa que la de su inquietud. El resultado le creó aún más incertidumbre, más recelo, más misterio añadido al que estaban empezando a vislumbrar.

Marta robaba recambios y Paco trabajaba en un taller.

Úrsula era amenazada por el hombre del Aurora.

Marta había llamado al señor Ponsá antes de desaparecer y ser asesinada.

¿Por qué?

¿Qué había sucedido en su vida para llegar al extremo de que alguien se la arrebatara?

Extendió una mano y cogió una vez más dos de aquellas fotografías, la de Marta sola y la de las tres chicas felices y sonrientes en la playa. En la primera, Marta estaba de medio cuerpo, sentada en una tumbona espantosa, de color verde, que realzaba la luminosidad de su rostro por el contraste. Tenía una media sonrisa cabalgando en su rostro diáfano, los ojos medio abiertos, un mucho de ingenuidad y un poco de malicia para compensarla. Alucinó por esa extraña combinación: ingenuidad y malicia. El yin y el yang de un carácter, como la parte masculina y femenina de todo ser humano. La ingenuidad le daba un tono de afectuoso cariño, de dulzura a flor de piel. La malicia la hacía intensa, mujer pese a su adolescencia. Una combinación explosiva, con un ligero toque sensual, con una parte de morbo añadido. Una fotografía con muchas facetas, como las caras de un diamante. En la segunda, Marta destacaba por ser la más guapa de las tres, pero la desconocida, Patri, no le iba mucho a la zaga. Más alta, un poco más mujer, luciendo un tipo perfecto, su desafío en la sonrisa era mayor. En este sentido, Úrsula era el patito feo, generosa de cuerpo, blanca de piel, menos risueña que las otras dos, aunque las tres parecieran igual de felices.

El último verano. Nunca mejor dicho.

¿Quién querría matar a una niña de quince años, ex drogadicta, ex convicta, ex ladrona, cuando para la mayoría era un simple desperdicio social?

Solo un ser humano cuando se escarbaba un poco en toda aquella falsedad que la envolvía.

Un poco, porque en el fondo, nadie quería escarbar nunca.

Dejó las fotografías a un lado y tomó por enésima vez el cuaderno de los poemas. Había leído un montón, dominando emociones y conteniendo amargos sentidos de culpabilidad. Tenía incluso sus favoritos. Como, por ejemplo, el último, escrito el día de su decimoquinto cumpleaños. Se llamaba así, «15».

15, y aún espero

ese sol que tanto quiero.

Y ese canto

que me libere del espanto.

15, y aún sueño

que el amor me da el empeño.

Corazón rojo

que de cárdeno parece roto.

15, y aún sé

que la vida no te da un porqué.

Solo grita

lo que despacio te quita.

15, y aún no entiendo

lo que el futuro acaba siendo.

Extraña danza

que arde y quema la esperanza.

15, y aún sonrío

queriendo alargar el desafío.

Que ni la muerte

pueda darme mejor suerte.

La mayoría de las chicas escribían poemas en la adolescencia, pero estaba segura de que pocos dejaban entrever aquella honesta profundidad, ni poseían tanta brevedad en los conceptos, ni tanta fuerza en las ideas, atrapando así los sentimientos para verterlos con sencillez sobre el papel. La frase final le hacía estremecer…

«Que ni la muerte pueda darme mejor suerte».

Hablaba del «espanto», de su «corazón roto», de «esperanza», de lo efímera que era la vida. ¡Con quince años!

Marta había madurado a golpes.

Pasó las hojas del cuaderno hacia atrás. La letra era menuda pero nerviosa, legible pero voraz, con detalles con los que cualquier grafólogo hubiera disfrutado, como los palos de las tes y las bes por arriba o los de las pes y las cus por abajo, los finales de las aes o las sinuosas curvas de las eses.

Iba a leer otro de sus poemas favoritos cuando llamaron a la puerta de su habitación. Tuvo tiempo de cerrar el cuaderno, pero no de guardar las fotografías. Su padre apareció por el quicio.

– Pensaba que ya dormías -dijo-. Iba a apagar la luz.

– Ven, pasa -le invitó.

Juan Montornés obedeció a su hija. Llegó hasta la cama, donde estaba sentada en cuclillas y descalza, y se colocó a su lado. Julia le enseñó las dos fotografías en las que aparecía Marta. La de su padre quedó a un lado, junto al cuaderno.

– ¿Qué te dice esta cara? -le preguntó.

– Que es una chica preciosa -reconoció él.

– Eres fotógrafo. Sabes reconocer el alma de una persona a través del objetivo. Dime qué ves en ella.

– ¿Quién es?

– Aquí tenía catorce años.

– ¿Tenía?

– Es la chica de mi trabajo -le costaba llamarla así, pero supuso que era necesario para tranquilizar a su padre.

– ¿De dónde las has sacado?

– Me las ha dado su abuela -mintió.

Juan Montornés ladeó la cabeza. Hizo un silencioso gesto de reconocimiento, y continuó pendiente de aquellas sonrisas, la que compartía con sus dos amigas y la de la imagen en solitario.

– ¿Cómo se llamaba?

– Marta.

– ¿Qué has averiguado?

– No, primero tú.

Su padre tardó unos segundos en responder. Cuando lo hizo, su voz era pausada, analítica, dominada por una calma surgida de la experiencia. Había vivido media vida a través del ojo de sus cámaras. Había visto medio mundo a través de sus objetivos.

– Veo a una chica despierta, muy bella, consciente, inconsciente, mujer, niña, enérgica, llena de fuerza, pero también de desesperación, con unas ganas tremendas de vivir y un enorme lago seco en su corazón.

– ¿De veras ves todo eso? -alucinó Julia.

– Sí.

– Y has dicho… ¿desesperación?

– Mira esas manos -indicó su padre-. Cómo sujeta a sus dos amigas. No se apoya, las une, las atrae hacia sí misma, en una especie de equilibrio formal. No se limita a estar, las posee. Y en esa posesión reside la síntesis de su desesperación. Hay mucha soledad en la forma, mucha intensidad en el fondo. ¿Ves los dedos crispados? No existe relajamiento en ellos.

– Puede ser porque se están riendo.

– Puede, pero mira la otra -le mostró la individual-. Esa mirada mitad cansina, mitad salvaje; esa dejadez corporal que la hace incluso sexy pese a su adolescencia. Hay mucho fuego en sus ojos, y ella misma se encarga de canalizarlo entrecerrándolos, tal vez inconscientemente. No está sentada, ni caída en esa tumbona. Está en un trono, aunque es posible que ni supiera tampoco eso.

– Qué fuerte -reconoció Julia.

– ¿Quiénes son estas dos?

– Una se llama Patri, y la otra, Úrsula. A la primera no la hemos encontrado. A Úrsula, sí. Va de siniestra.

– ¿De qué?

– Toda de negro, ritual satánico, calaveras y ese rollo.

– ¿Está tu amigo Gil contigo en esto?

– Sí.

– Mejor.

– ¿Por qué?

– Acabas de empezar y ya te estás comiendo el coco.

– ¡Papá!

Fue a levantarse, y entonces Valeria Rius apareció por la puerta. Eso le detuvo.

– ¿Qué hacéis? -se interesó la recién llegada.

– Jugábamos a colegas -respondió su marido.

– ¿Puedo jugar yo también?

Juan Montornés le pasó las dos fotografías.

– ¿Qué te sugiere esa cara?

– Tristeza -la madre de Julia fue rápida.

– ¿Qué? -ella no pudo creerlo-. ¡Pero si está riéndose!

– A mí no me parece una risa, sino un grito.

– ¿Por qué?

– Porque le está diciendo a la cámara que quiere vivir, ser feliz, y lo hace con rabia, con… -buscó la palabra.

Julia supo justo cuál iba a pronunciar. La conocía. Acababa de decírsela su padre. Se estremeció al oírla.

– … desesperación.

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