Capítulo 4

Era muy posible que la habitación de Marta Jiménez Campos estuviese desordenada, como la de la mayoría de los adolescentes en este mundo occidental excesivo y abundante, pero el paso de la policía, lo mismo que el de un elefante en una cristalería, era evidente en muchos detalles. Había desorden por encima del desorden, objetos caídos sobre la ropa que Marta debió de tirar al suelo antes de salir por última vez.

El lugar no era muy grande, pero estaba bien aprovechado. Una cama elevada con cajones por debajo, una mesa de trabajo, un armarito con las puertas abiertas y sensación de apreturas, y estantes hasta el techo repletos a rebosar de libros, cajas y discos compactos. En lo poco que quedaba de paredes había pósters y fotografías de algunos grupos y cantantes, pero también de animales: focas, ballenas y tigres. Gil recordó lo que le dijo Julia al hablar de su habitación y se lo señaló. La muchacha esbozó una sonrisa breve. Nada más.

Primero examinaron el armario. Solo había ropa mal colocada. Luego abrieron los cajones de debajo de la cama y, además de algún que otro cachivache, encontraron zapatos y más ropa, aunque esta ya pareciese fuera de uso, vieja o pasada de moda.

Se concentraron en dos aspectos de aquel universo con nombre propio: los estantes y la mesa. En los primeros se apretaban decenas de libros, usados, viejos, de segunda o tercera mano. Libros diversos, novelas antiguas y recientes, buenas y malas. Todo un tesoro cultural que se correspondía con la imagen que les habían dado ya de Marta: la chica que hubiera querido estudiar; la chica que esperaba algo más de la vida que verla pasar sin tener una sola oportunidad. Los compactos no eran distintos de los libros, ya que, aunque había de todo, el noventa y cinco por ciento eran piratas.

Julia abrió el primer cajón de la mesa.

– Espera -cuchicheó Gil.

Fue a la puerta, la abrió un poco y atisbo fuera. La señora Carmela seguía en el mismo sitio, sentada a la mesa, con las manos unidas y la mirada extraviada. Gil le hizo una seña a Julia para que siguiera y luego se acercó hasta su lado.

Lo primero que extrajo su compañera fueron unas fotografías.

En la mayoría de aquel par de docenas de imágenes diversas se veía a una chica intensa, siempre sonriente, de enormes ojos ávidos de vida y labios dotados de una exuberancia poco común. Fuera invierno o verano, fuera vestida o luciendo un biquini, era una Marta feliz, de cabello negro y fuerte, cuerpo esbelto, manos firmes y piernas hermosas. Ni en las fotos más recientes parecía tener quince años.

– Dios mío, fíjate -suspiró Julia-. ¿Verdad que era guapa?

– Mucho -reconoció Gil.

Era la primera vez que la veían. De hecho, unos minutos antes, al hablar con su abuela, cuando ella miraba de cuando en cuando al aparador, ya habían intuido que la más joven de las protagonistas de aquellas instantáneas no era Lali, su madre, sino ella misma. Pero ahora lo constataban.

Conocían por fin a la protagonista de su pequeña odisea. Marta ya no sería una noticia, ni siquiera alguien real.

Ahora era algo más.

Demasiado.

La mano de Julia tembló. Parecía incapaz de dejar de mirarla. Era como si estuviese penetrando en su alma. Fue Gil el que cogió ahora las fotografías y las examinó con mayor celeridad. Se quedó con otras dos además de la que aún sostenía ella. En una, torcida, tomada de lejos y muy mal encuadrada, algo desenfocada incluso, se veía a un hombre que salía por la puerta de una casa. En otra, tomada en la playa, había tres chicas de las cuales ya conocían a dos: Marta y Úrsula. Les dio la vuelta.

En el reverso de la fotografía del hombre había escrita una sola palabra: «Papá».

En la de las tres chicas, la frase: «Úrsula, Patri y yo, último verano».

– ¿Qué hacemos? -le hizo reaccionar la voz de Julia.

– ¿Nos las llevamos?

– Le hemos prometido…

– Se las devolveremos, ¿verdad?

– Sí.

Gil se las metió en el bolsillo, las dos suyas más la que sostenía Julia. Dejaron el resto y continuaron con su inspección. En el primer cajón encontraron unas postales; en otro, recuerdos de adolescente: un posavasos, un anillo de plástico, la entrada de un concierto, unas figuritas de plástico, unos dados, un par de llaveros de propaganda, una llave, varios pins y poco más. En el último cajón vieron unos cuadernos.

Julia sacó uno y lo abrió.

– ¡Poemas! -exclamó, boquiabierta.

– ¿Suyos?

– ¿De quién, si no?

– Más sorpresas.

– Escucha esto -leyó Julia-: «Alguien puso las calles mientras tú y yo mirábamos la luna. Y la noche, que había salido de alguna parte, nos envolvió en el silencio. Alguien pintó las primeras luces en esas calles llenas de sombras. Y la gente, que esperaba el momento, salió cargando sus sonrisas de paz. Alguien».

– Es bonito.

– Lo escribió hace dos años, a los trece.

– Entonces es más que bonito.

– Todos estos cuadernos… -Julia los pasó uno a uno, venciendo el nudo que acababa de albergarse en su garganta-. Este debe de ser el último.

– ¿Qué haces? -se asustó al ver que lo metía en su bolso.

– Lo devolveremos con las fotos -le ignoró ella-. Quiero leerlo.

– Estás loca.

– Vale.

Se enfrentó a su mirada de censura ya con el cuaderno oculto en su bolso y el resto en el cajón de la mesa.

– ¿Qué hacemos ahora? -quiso saber él.

– Irnos -Julia se sintió agotada.

Gil regresó a la puerta. La abrió y esperó a que su amiga cruzara el umbral. Los dos echaron una última ojeada a aquel pequeño espacio que hasta hacía unos días había sido cuanto tenía su dueña. Un universo unipersonal, único y propio. Se quedaron con el amargo sabor de boca de sus pensamientos, y con la culpa de su pequeño «préstamo». Luego, él cerró la puerta.

La señora Carmela seguía tal cual.

– Era solo su habitación -dijo, en un intento de justificar algo.

– Ha sido muy amable, señora -comenzó la retirada Gil.

– Volveremos -prometió Julia.

– Cuando quieran -la mujer se levantó-. No les he ofrecido nada, ni siquiera un vaso de agua.

– No importa, en serio.

– Por favor -les cogió a ambos de las manos de pronto-, escriban algo bonito de Marta. La gente dirá tantas cosas malas de ella…

– La gente no sabe nada.

– No, ¿verdad? Hasta mi vecina, que es una buena mujer, siempre anda empeñada en que… Bueno, qué se le va a hacer -se encogió de hombros, víctima de sus propias limitaciones, y siguieron andando-. Ustedes parecen buenas personas, y tan jóvenes.

– Gracias.

Habían llegado ya al pequeño recibidor. Un paso más y saldrían de aquella opresión. Julia se sintió ladrona, como si el cuaderno estuviese gritando por su cuenta desde su bolso. Gil, culpable, por la huida y los fantasmas que le empujaban.

Ella se inclinó sobre la señora Carmela y la besó en la mejilla. Le bastó con mirarla a los ojos para darse cuenta de cómo se lo agradecía.

Y cuánto.

– Vayan con Dios -les deseó la abuela de Marta.


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