El cuarto intento dio resultado. A la llamada al timbre de la puerta siguió un inmediato ruido parecido al de una silla desplazándose por el suelo y una voz quejumbrosa anunciando:
– ¡Voy!
La abuela de Marta Jiménez Campos, Carmela, era una mujer enjuta, bajita y discreta. Vestía una bata que conoció tiempos mejores, algo deshilachada ya, y calzaba unas zapatillas tan viejas como grandes. Con el cabello blanquecino firmemente sujeto en un moño, su rostro daba la sensación de estar igualmente estirado a causa de él. Completaba sus rasgos más destacados con unas mejillas sonrosadas, el inmenso pecho, una buena circunferencia presidiendo su ecuador y unos ojos castigados pero limpios, orlados por una tristeza que, más que fluir de ellos, daba la sensación de estar pegada desde hacía tiempo a su retina. Se les quedó mirando con sensación de desconcierto.
– ¿Señora Carmela? -habló en primer lugar Julia.
– ¿En qué puedo servirles?
– Somos periodistas. Querríamos hablar con usted…
Creían que les pondría objeciones, que les diría que estaba cansada, que acababa de enterrar a su nieta hacía 24 horas, que…
Y en lugar de eso, como si fuera lo más normal y natural del mundo, lo que hizo fue apartarse y decir:
– Ah, bueno, sí. Pasen.
Julia y Gil se quedaron de una pieza.
Les precedió por el piso, pequeño, paredes llenas de marcas y raspaduras en la pintura, algunos cuadros baratos, un pasillo angosto con dos puertas a la derecha y una a la izquierda. La salita, con la cocina visible a través de otra puerta sin cerrar, tenía dos butaquitas de piel marrón, una mesa redonda con tres sillas y un televisor lleno de imágenes en la parte superior. Un aparador con fotografías encima de su repisa completaba la decoración. La ventana daba a un patio de luces en el que otras ventanas se abrían como ojos mirando la intimidad de cada cual.
La mujer se sentó en una de las sillas y volvió a mirarles con seriedad, incluso algo cohibida. Julia y Gil hicieron lo mismo en las otras dos. Se daban cuenta de la sencillez no ya del ambiente, sino de su interlocutora. Ella no dudaba de que tenía que responder sus preguntas, así de fácil. Eran periodistas. Su reparto social, tal vez incluso su escala de valores, no incluía el derecho al respeto por la memoria de su nieta o a la preservación de su intimidad. La señora Carmela no entendía de esas cosas. Era como cuando en televisión le enchufaban el micrófono a una testigo con rulos y bata en la puerta de su casa, y ella hablaba sin rodeos y sin tapujos, soltando lo que tenía en la cabeza. La dictadura de la información.
– No querríamos molestarla, señora -se excusó Julia.
– No, si tampoco es que pueda contarles mucho, ¿saben? -se excusó aún más la mujer.
– Imaginamos que le habrán hecho tantas preguntas…
– La policía -asintió-. Pero ustedes son los primeros periodistas.
Temieron que les preguntara de qué medio informativo eran. No fue así. Julia sacó su bloc para dar impresión de profesionalidad. Hasta ese momento no habían tomado una sola nota. Fue como si se dieran cuenta de ello los dos al alimón.
– ¿Le importa que la grabe?
– No, no, hija. Lo que haga falta.
Julia sacó la grabadora, la puso en marcha y miró a Gil.
La paciencia y serenidad de la señora Carmela eran increíbles.
– Háblenos de Marta -inició el interrogatorio él.
– ¿Qué quieren que les diga? -puso cara de no saber por dónde empezar-. Lo que hablen los demás, o lo que oigan por ahí… Era una buena chica, ¿saben? Nada que ver con su madre -desplazó una mirada hacia las fotografías y pareció detenerse en una en la que se veía a una mujer joven y guapa, sonriente-. Mi pobre hija nunca fue… -se santiguó con gestos medidos y volvió a centrar su atención en ellos dos-. No tuvo ninguna oportunidad, y era tan guapa… Marta también era preciosa, ¿saben?
– ¿Quién era el padre de Marta?
– Un mal nacido que engañó a mi hija. El diablo lo confunda.
– ¿La engañó? -dijo Julia.
– Estaba casado -cerró y abrió los ojos con parsimonia-. Yo se lo dije, la advertí, pero ella no me hizo caso. Era joven, y decía que yo no tenía ni idea. Pero yo sí tenía idea, ¿saben? -por lo visto, era su cantinela-. Ese hombre la engatusó: que si le iba a poner un piso y viviría como una reina, que si la tendría en un pedestal, que si era maravillosa, que si iba a dejar a su mujer en un par de años, cuando sus hijos fueran un poco mayores, y luego…
– ¿La dejó en estado?
– Sí, y mi Lali tuvo a Marta. Creía que él recapacitaría y se iría con ella.
– Así que él pasó.
– Todo mentira, ¿saben? Le dio un dinero y si te he visto no me acuerdo. La dejó con la niña y eso fue todo. Una completa cochinada.
– ¿No les pasó nada en los años siguientes?
– ¿Dinero? No. Lali tuvo que espabilarse sola.
– ¿Y su hija no reaccionó?
– ¿Qué querían que hiciera? Nunca me lo contó, pero creo que acabó teniéndole miedo, no sé. Tal vez la amenazara. Tal vez… Para mí que era un hombre importante, o lo fue después.
– Así que Lali se hundió.
– Creyó que podría con todo ella sola. Tenía mucho carácter. Ni siquiera se quedó aquí, conmigo, aunque me dejaba a Marta constantemente para…, bueno -bajó los ojos a la mesa, donde tenía las manos unidas e inmóviles-. Yo una vez le dije que se guardara de su belleza, ¿saben? Se lo dije. Le dije: «Mira, Lali, la belleza mal empleada no es un don, sino una perdición». Ella se me reía. Decía que, siendo guapa, un día lo tendría todo. Pero no fue así. Nunca tuvo nada. Y fue de mal en peor, de mal en peor, de mal en peor hasta el fin. Señor…
Apareció en sus ojos un primer destello de humedad. Fue breve. Julia estuvo al quite para no dejarla sumirse en su dolor.
– ¿Sabe quién es, o dónde podemos encontrar a ese hombre?
– Nunca supe su nombre. Lali se guardó de contarme nada. Era muy suya, ¿saben? Mucho -volvió a mirar las fotografías y agregó-: Y tan guapa. Tanto. Como mi Marta.
– ¿Marta se vino a vivir definitivamente con usted al morir su madre?
– En las últimas semanas, cuando el cáncer se estaba comiendo a Lali, ya vivía aquí. Tenía una habitación preciosa.
– ¿Sabe en qué andaba metida su nieta?
– ¿Cómo quieren que lo sepa? -se puso seria y circunspecta-. Ella tenía su vida, hablaba mucho conmigo, pero de sus cosas no, nunca. Y yo no me metía. Me bastaba con ver que era distinta de su madre.
– Pero tuvo problemas con la ley.
– Por el barrio, el ambiente… -la defendió con un primer punto de vehemencia-. Si robó es porque la obligaron.
– ¿Quién?
– No lo sé.
– ¿Paco? -preguntó Julia.
– No lo sé -repitió la señora Carmela-. Aquí solo subía esa amiga suya, Úrsula.
– ¿Y Patri?
– A veces, pero menos. Patri también estaba sola.
– Hemos ido a ver a Úrsula y no quiere hablar con nosotros -dijo Gil.
– ¿Sabe usted el motivo? -preguntó Julia.
– No -lo acompañó con un gesto de cabeza-. Aquí, la gente es muy suya, ¿saben? Y más con los extraños.
– ¿Ha visto a Úrsula hoy?
– No. Ayer, en el entierro.
– ¿Le pareció extraña?
– No sé. Lloraba. Bueno, llorábamos todos…
– ¿Había mucha gente?
– Del barrio, de la escalera, de su instituto… -empezaba a hundirse por segunda vez en el océano de su recobrada tristeza-. En el fondo, Marta tenía poco en común con todos ellos.
– ¿Qué quiere decir?
– Pues que ella formaba parte de todo esto, sí, pero… -clavó en Julia y en Gil sus ojos cansados-. Mi nieta era muy lista -lo pronunció con admiración y orgullo-. Tenía de aquí -se tocó la frente-, y de aquí -se llevó el dedo al pecho, sobre el corazón-. Yo creo que hubiera hecho grandes cosas, y que no la han dejado.
– ¿Quién?
– ¡Ay, no lo sé! -gimió-. Pero el que le hizo esto a mi pequeña…
Ya no pudieron evitar las lágrimas. Fue como si se desintegrara, desmenuzándose delante de ellos. Una roca convertida en arenisca suave. Julia desplazó su mano hasta el encuentro de las suyas; primero se las acarició, para después apretárselas con ternura. La mujer lo agradeció forzando una sonrisa en sus labios.
– ¿Por qué ha dicho que Patri también estaba sola? -preguntó Gil.
– Pobrecilla -suspiró la señora Carmela.
– ¿Tuvo problemas esa chica?
– Cuando era niña, su madre la abandonó, a ella y a su padre. Estaba loca. Entonces él se juntó con otra que tampoco es que fuera trigo limpio, y cuando fue a parar a la cárcel por un asunto muy feo, la mujer echó de casa a Patri porque no se aguantaban. La chica lo pasó muy mal, vivió aquí y allá, en la calle y en casa de amigas, todo con tal de no tener que ir a un centro de acogida. Mi Marta y Úrsula cuidaron de ella muchas veces y la ayudaban en lo que podían.
– ¿Así que no sabe dónde puede estar?
– Hace mucho que no la veo.
– ¿Lo sabrá Úrsula?
– Es lo lógico. Ayer tampoco la vi en el entierro de Marta, y eso sí me extrañó.
– Señora Carmela -cada vez que preguntaba Julia después de algún silencio, su voz sonaba dulce-: Los últimos días, antes de que Marta desapareciera, ¿notó algo raro?
– No, nada. Ya les he dicho que era muy reservada. Yo la veía normal.
– ¿Por qué no denunció su ausencia a la policía?
– Porque no era la primera vez que estaba fuera unos días, aunque siempre solía avisarme, llamar… -volvieron las lágrimas-. ¿Cómo podía yo saber que…?
– Las otras veces que lo hizo, ¿por qué era?
– Se iba a la playa, o a hacer algún trabajo durante dos o tres días, o se quedaba en casa de Úrsula a pasar la noche, o el fin de semana… Por lo menos, es lo que me decía. Sin su madre… Aunque no es que antes, en vida de Lali, las cosas fuesen mejor o Marta estuviese más controlada. Mi hija acabó como loca, rabiosa.
– ¿Por algo en particular?
– Contra el mundo en general -manifestó la señora Carmela-. Quería a Marta, pero una vez me dijo que la odiaba, que era la culpable de lo mal que le había ido en la vida. De pronto, creyó estar segura de que, de no haberse quedado preñada, seguiría con ese hombre. Le dio por ahí.
– ¿Así que aún le quería?
– Estaba obsesionada con él.
– ¿Pudo decirle en alguna ocasión a Marta dónde estaba su padre?
– Pudo. No lo sé -se encogió de hombros-. ¿Desde cuándo las abuelas contamos para algo? Yo no era más que la tonta, la pobre que…
Gil capturó el fugaz brillo en la mirada de su compañera. Sintió de nuevo lo mismo: que la estaban perdiendo, que ahora ya, más que responder preguntas, se estaba metiendo en su caparazón de dolor, cubriéndose con él, justificando sus propias preguntas y su impotencia. Quizá todavía estuviera bajo la catarsis de la noticia, sin acabar de creérselo, sin digerirlo del todo. Su edad, aunque no era muy vieja, y su soledad pronto actuarían como una cuña hundida en su razón.
– Señora -dijo Julia-, ¿podemos ver la habitación de Marta?
– ¡Ay, no sé! -su cara se descompuso-. Miren, es que yo…, todavía no he entrado, ¿saben? Ni con la policía, cuando la registraron. Y antes tampoco, aunque pasara días fuera, porque mi nieta me tenía prohibido que…
– No tocaremos nada, se lo prometo -insistió Julia-. Solo miraremos. Por favor.
Era persuasiva. Su voz, sus ojos, la caricia de aquella mano presionando las de la señora Carmela. La mujer acabó rindiéndose sin mucho más esfuerzo.
– Es esa puerta -señaló el pasillo-. La primera de la izquierda.
Cuando los dos se levantaron, la dueña de la casa continuó sentada.
Sabían que no les molestaría.