Lenox y su Audi aparcaron en la misma entrada del Aurora. Seguía siendo de día, y temprano, pero ahora, en lugar de los coches de la mañana, había otra media docena. Gil y Julia pasaron de largo, por si las moscas, y en la misma curva que la primera vez retrocedieron para dar media vuelta. Pasaron por delante del club hasta la siguiente curva, y entonces él detuvo la moto y apagó el motor.
– ¿Qué piensas? -fue el primero en hablar.
– No lo sé -fue sincera Julia.
– ¿Alguna idea?
– ¿De periodista, de policía, de detective, de haber visto muchas películas?
– Vamos, Julia, aquí está pasando algo.
– ¿Te crees que no lo veo? Debieron de matarla por algo.
– ¿Y si su madre les dejó a deber dinero al morir? -señaló hacia el Aurora-. Debieron de ir por Marta.
– No me parece muy probable.
– Pues Úrsula, desde luego, está en el ajo.
Dejaron que sus pensamientos se atemperaran, pero lo único que consiguieron fue llenarse la cabeza de ideas, desde peregrinas hasta otras más lógicas, pero igualmente complicadas. Benigno Massagué solía decirles que «la verdad es siempre lo más simple».
¿Dónde estaba allí la sencillez de la verdad?
– ¿Qué hacemos?, ¿entramos? -propuso Julia.
– ¿A estas horas?, ¿los dos? -Gil arrugó la cara-. A un puticlub no creo que vayan parejas.
– Sí, si son dos viciosos o algo así, digo yo.
– ¿Tenemos tú y yo pinta de viciosos? -ahora Gil sonrió.
– Pues entra tú.
– ¿Y qué digo? «Hola, busco a Lenox. ¿Sabes algo de la muerte de Marta, tío?».
– Vale, yo solo digo que ahí dentro hay algo.
– Siempre estamos a tiempo de volver, cuando tengamos más pruebas.
– ¿Crees que las tendremos?
Gil no le respondió. No era necesario. Tampoco hacía falta decir qué iban a hacer a continuación, pero Julia lo expresó con palabras:
– Volvamos a casa de Úrsula.
– No hablará, y menos después de esto -Gil hizo de abogado del diablo-. El tal Lenox la estaba amenazando.
– Sabe algo, y Marta era su amiga.
Julia ya estaba sentada en la parte de atrás de la moto. No se habían quitado el casco, así que su cara tenía una expresión de chiste, con las mejillas apretadas y los labios algo salidos, en plan besucón. Gil la miró con aquella ternura que en las últimas horas parecía haber olvidado, o mejor dicho, aparcado. En los ojos de su compañera brillaba aquella férrea determinación que tanto le gustaba pero que, al mismo tiempo, le asustaba también.
Se lo dijo:
– ¿Crees que nos estamos metiendo en un lío?
– ¿Lo dices por Lenox, el puticlub…?
– Sí.
– ¡No! -movió una mano en plan pijo, de arriba abajo.
– Ah, vale -suspiró Gil, cargado de ironía.
Se hizo con el control de la moto e iniciaron el camino de regreso al barrio de Marta y Úrsula, a más velocidad. Volvieron a aparcar en el mismo lugar que unos minutos antes y recorrieron a pie el camino hasta el callejón. La puerta de la casa estaba cerrada, y también la ventana. Llamaron dos veces, sin éxito, y se enfrentaron a su desaliento.
– ¿El bar?
– Habrá que ver -se resignó él-. Tú espera aquí.
Gil caminó hasta el Bartolo, visible perfectamente desde su posición. Salvo que existiera una puerta posterior que comunicase con la vivienda, que debía de haberla, la del bar era el único acceso lógico. Al ver alejarse a su compañero, Julia se preguntó cómo se habían metido tan a fondo en todo aquello en solo unas horas, más aún después de prometer a sus padres y a su padrino que se trataba de un trabajo para la facultad y que no…
Gil no llegó a entrar en el bar. Se acercó a la cristalera y rápidamente dio media vuelta, como si hubiese visto un fantasma. Julia ya conocía la respuesta antes de formularle la pregunta.
– Está ahí -la informó-, detrás de la barra, ayudando.
– ¿Qué hacemos?
– Volvemos mañana, o esperamos.
– ¿Tienes algo que hacer?
– No.
– Entonces esperamos -fue determinante.
– A la orden, jefa.
– Oh…, lo siento, es que…
– Tranquila, no seas tonta. Yo también iba a proponértelo.
– ¿Dónde nos metemos? Aquí cantamos mucho.
– Lo ideal sería en un bar, pero el único que hay es este -Gil esbozó una sonrisa de resignación.
– Entonces nos quedamos aquí.
– Y si vienen los malos, ¿nos besamos para despistar?
Julia le devolvió la sonrisa. No fue perversa, solo picara.
– Aquí no hay malos -dijo, abarcando la calle.
– Ya me parecía -se encogió de hombros él.
Se sentaron en el castigado bordillo. Julia le observaba de reojo. Gil fingía mirar la rueda trasera de su moto. La calle tenía baches impresentables. De algún lado a su izquierda fluía una música crispada, hiriente, sin melodía alguna, más propia de una discoteca a altas horas de la madrugada que de allí; y de algún otro lado, a su derecha, un cantaor flamenco rasgaba el aire con su quebranto emocional. El resultado era un caos acústico ininteligible e inarmónico, pero demostraba que, allí, la vida ofrecía sus contrastes. Por la acera de enfrente pasaron dos subsaharianos cargados con fardos de ropa, y otro con lo que parecían ser discos compactos con destino a la venta callejera ilegal. Dos mujeres obesas hablaban por sus respectivas ventanas. De una tienda de verduras llegaban de vez en cuando sus aromas hasta ellos.
Una hora.
Hablaron de la facultad, del caso, de Marta, de todos los personajes vistos hasta ese momento.
Dos horas.
Hablaron de Gil y de Vic, de Julia y de la historia de sus padres, de sí mismos, aunque sin abordar algunos de los sentimientos que le dominaban a él o la hacían sentirse hipersensible a ella. Y de nuevo de Marta y su mundo, de aquellas fotos, de aquellos poemas. Cada vez que Julia abría el cuaderno y deslizaba la vista por uno, las lágrimas aparecían en sus ojos y el nudo de su garganta se clonaba con otro en la boca del estómago. Casi tres horas.
Ya no hablaban, solo esperaban, sintiéndose ridículos, perdidos.
Quedaban los poemas, y no bastaban. -Escucha -dijo Julia-: Tantas películas que no veré. Tantos libros que no leeré. Tantas noches que serán eternas cuando muera.
Tantos hombres que no amaré. Tantos rostros que olvidaré. Tantos días que pasarán cuando muera. Tantos amores que perderé. Tantas pasiones que dejaré. Tantos misterios por descubrir cuando muera.
– ¿Cuándo escribió eso? -preguntó Gil.
– La fecha es de hace seis meses -se enfrentó a sus ojos y agregó-: Más o menos cuando murió su madre.
– ¿No te sientes como si estuvieras leyendo su diario privado?
– Intento… -Julia no encontró las palabras, vencida por la emoción.
– Intentas meterte en su alma, en su corazón, en su mente, pero eso no te ayudará a escribir el trabajo; al contrario, te confundirá. Ya sabemos que no es lo que decía el periódico o creía la policía, de acuerdo, pero sigue pesando la causa de su muerte: la mataron por algo que hizo o que sabía. Puede que no fuera un demonio, pero hay que demostrar que era ese ángel del que nos habló Salvador Ponsá. Olvídate de sus fotos, su belleza o esa sonrisa. Incluso de esos poemas -señaló el cuaderno.
– Ya no puedo -confesó Julia.
Tampoco pudieron seguir hablando. Anochecía, -y la calle estaba mal iluminada, pero cada vez que alguien entraba o salía del bar Bartolo, ellos miraban hacia allá. Le tocó el turno a Úrsula.
Finalmente.
Se pusieron en pie los dos.
La chica seguía vestida de negro, pero iba un poco más arreglada, como si se dispusiera a ir a dar una vuelta o a verse con alguien. Sujetaba dos enormes bolsas de basura y se dirigía al contenedor ubicado en la otra esquina, un poco más abajo, cerca de donde ellos habían estado esperando. La alcanzaron justo cuando introducía las dos bolsas en su interior.
Úrsula los vio al volverse. Los reconoció de inmediato. Su rostro expresó el fastidio y la rabia que sentía. Pero también miró a derecha e izquierda con temor, como si buscase algo.
– ¡Joder! -exclamó agotada, sin énfasis.
– Úrsula, escucha… -empezó a hablar Julia.
– ¿Qué cono queréis? ¿Eh? ¡Dejadme en paz! ¡Piraos! -gritó.
– Hemos hablado con la abuela de Marta, con Paco, con el señor Ponsá…
– Y a mí, ¿qué? -se les enfrentó-. Ella está muerta, ¡muerta! Eso es todo, ¿entendéis?
– Por favor -suplicó Julia.
– ¡Que os den, joder!
Trató de pasar por en medio de los dos. Gil fue más rápido e intuitivo. Le mostró las tres fotografías robadas de la habitación de Marta: la de su dueña, la del hombre que salía de una casa y que tenía escrito «Papá» por detrás, y la de ellas tres sonriendo felices.
– ¿De dónde habéis sacado eso? -los fulminó Úrsula, aún más rabiosa.
– Nos las ha dado su abuela.
– ¡No tenía derecho a…! -quiso atrapar la suya, y Gil lo evitó guardándosela en el bolsillo junto con la de Marta sola.
– Erais amigas, las tres.
Úrsula apretó las mandíbulas por toda respuesta.
Gil seguía con la tercera fotografía en la mano.
– Es el padre de Marta, ¿verdad?
– ¡Y yo qué sé!
– ¿Lo es? -el chico endureció también su voz.
Julia estaba sorprendida.
– ¡Sí, es su jodido padre! -gritó Úrsula-. ¡El puto cabrón!, ¿vale? ¡Se la hizo un día saliendo de su casa! ¡Dijo que quería tener un recuerdo suyo! ¡Mierda! -apretó los puños-. ¡El tío pasa de ella cuando le apetece y ella va y…! ¡Joder, joder, joder! -se desesperó.
– ¿Cómo se llama?
– ¡José María no sé qué más!
– ¿Cómo supo dónde encontrarlo?
– ¡Se lo dijo su madre antes de morir!
Seguían hablando a gritos, así que la gente los miraba cada vez más. Ahora, Julia no intervenía en la refriega verbal. Por lo menos, las fotos habían conseguido que Úrsula se detuviera.
De ahí a que hablara más…
– ¿Qué le pasó a Marta?
La chica vestida y maquillada de negro cerró la boca de golpe. En sus ojos aleteó aquel miedo atroz que ella dominaba y vencía a base de desesperación.
– ¿Dónde está Patri?
El miedo acabó por estallar en sus pupilas. Reaccionó violentamente. Le empujó con todas sus fuerzas, y si Gil se hubiera resistido, le habría golpeado, con los puños o con las botas. Echó a andar pisando fuerte, dominada por aquella furia incontenible.
– ¿Quién es Lenox, Úrsula? ¿Qué tiene que ver el Aurora con todo esto?
Pareció a punto de detenerse. Lo notaron. Perdió el ritmo, se descompuso, intuyeron un estremecimiento bajo la leve iluminación callejera, que ya rivalizaba con la primera oscuridad de la noche. Luego siguió caminando, sin volver la vista atrás.
– ¡No puedes esconderte siempre, Úrsula! ¡Tienes que confiar en alguien!
Su cuerpo joven y agresivo se perdió calle abajo.
Era una mancha negra, como un funeral andante, que se desvaneció en la distancia.