Volvían a estar en la moto, todavía atenazados por lo que acababan de ver y oír, con sus cabezas dándoles vueltas y más vueltas, girando sobre el mismo punto: Marta. En un solo día, que aún no había terminado, empezaba a obsesionarles.
– No es el monstruo que decían los periódicos, ¿vale? -aseguró Julia.
– Estoy bastante alucinado, la verdad -confesó Gil.
– Vamos por Úrsula. Si no nos cuenta algo, te juro…
– ¿Vas a obligarla?
– ¡Ella sabe algo!
– ¿Y nos lo dirá a nosotros, por nuestra cara bonita? Eso ya es cosa de la policía.
– ¿Y la otra, Patri? ¿Dónde puede estar?
– Julia…
– ¿Qué? -se mostró irritada.
– No hagas de detective.
– Sí, ya, de acuerdo, somos periodistas.
– Ni eso.
La irritación se hizo furia.
– ¿Tú de qué lado estás? -se enfadó.
– Aquí no hay lados, ¿recuerdas?
Se puso el casco y esperó a que él hiciera lo mismo. Gil arrancó la moto y recorrieron la escasa distancia que les separaba del bar Bartolo y de la casa de Úrsula a velocidad muy reducida y sin hacer ruido, como si no quisieran alarmar al barrio a aquella primera hora de la tarde. Vieron a niños jugando en la calle, a media docena de chicas maquilladas y con ropas muy ajustadas yendo a alguna parte, a hombres y mujeres que trabajaban o se movían al compás de sus problemas, y de alguna forma se sintieron perdidos, fuera de aquello, en un mundo que, por primera vez, les golpeaba la razón enseñándoles una de sus múltiples caras.
Gil no detuvo la moto frente al callejón en el que habían hablado con Úrsula por la mañana, ni tampoco en las inmediaciones del bar. Bajó un poco más y paró a unos veinte metros de la siguiente esquina. Echaron a andar y entraron en la calle en la que nacía el patio de viviendas, con el bar a su izquierda, al que ni siquiera miraron, por si las moscas. Justo en el acceso al callejón vieron un coche impresionante, un Audi de color negro metalizado. Primero no le dieron importancia al detalle, pero al entrar en el lugar para dirigirse a la puerta de la casa de Úrsula, se detuvieron en seco.
– Cuidado…
No era necesario que la advirtiera, pero lo hizo y tiró de ella. Los dos se parapetaron en la propia pared de la calle.
La puerta de la vivienda estaba abierta, y también la ventana más próxima, aunque una cortina la cubría parcialmente. Úrsula estaba de pie, con los brazos cruzados y la cabeza caída sobre el pecho. Su cara apenas si era visible, pero no mostraba precisamente felicidad, sino más bien todo lo contrario: ira sazonada con miedo. La negritud con la que se vestía y maquillaba le confería un aspecto desolado. Frente a ella vieron a un hombre joven, de camiseta blanca muy ajustada, todo musculitos, porque le abultaban los pectorales, los hombros y los brazos. Tenía aspecto de duro, cabello negro mojado, mandíbula cuadrada.
– ¿De acuerdo? -le decía a Úrsula.
– Sí.
– ¿De acuerdo? -le pegó en la cara, no muy fuerte, con la mano abierta.
– ¡Sí!
– Úrsula… -volvió a darle, un poco más fuerte.
– ¡Que sí, joder!
El musculitos levantó la mano por tercera vez, y Úrsula se encogió sobre sí misma a la espera del golpe que no llegó, aunque no se protegió con las manos o los brazos. La espera se hizo crispada, ella temerosa y él dejando que la idea del dolor la penetrara. Lentamente, la mano fue bajando de nuevo.
– Sé inteligente, ¿vale?
La chica no contestó.
– Úrsula, no me hagas repetírtelo.
– Lo seré -prometió ella.
– Júralo.
– Te lo juro.
– Di «te lo juro, Lenox», por lo que más quieras.
– Te lo juro, Lenox.
– Por lo que más quieras.
– Por mi gata.
El musculitos sonrió. Pareció creerla. Todo el diálogo no había sido más que una forma de dominio, una cresta en la ola de la crispación. Ahora, la mano derecha, la de las bofetadas, llegó hasta la cabeza de la chica y se la acarició. Cada segundo se convirtió en un minuto. Luego bajó por la mejilla hasta llegar a la barbilla, y la obligó a levantarla y mirarle.
– ¿Por qué te pintas de esta forma? -le preguntó.
– Me gusta.
– Veamos a qué sabe…
El llamado Lenox se le acercó despacio y la besó. Úrsula continuó inmóvil. Luego, él le pasó la lengua por los labios. La mano descendió hasta el pecho. Se lo presionó.
Al separarse, nada había cambiado. Úrsula continuaba con la misma expresión de ira y miedo, y él sonreía.
– Buenas tetas -le dijo él-. Pero eso no sabe a nada.
Se apartó de su lado.
Era el fin de la conversación.
Gil tiró de Julia. Retrocedieron hasta salir de aquel espacio en el que serían descubiertos nada más aparecer el musculitos. Rebasaron el Audi y corrieron hacia la moto, sin detenerse ni para volver la cabeza. Al llegar a ella, intercambiaron una rápida mirada de complicidad.
No hizo falta decir ni una sola palabra.
Se pusieron los cascos y se montaron en la moto. Lenox ya estaba en el coche. Despacio, enfiló la calle, y ellos hicieron lo propio a unos veinte o veinticinco metros de distancia. No se acercaron más hasta que otro coche, una camioneta blanca, se interpuso entre ellos y su objetivo.
Afortunadamente, el Audi no aceleró en ningún momento.
A los dos minutos, por la dirección tomada, ellos ya sabían casi con toda seguridad hacia dónde se dirigía. A no ser que fuera una de aquellas casualidades en las que no creían.