Julia vio cómo la moto se alejaba calle abajo. Levantó la mano para despedirse y, todavía con la sonrisa colgada de los labios, llamó al timbre exterior de la vivienda de su padrino. Sabía que estaba en casa porque previamente le había telefoneado para no hacer el trayecto en balde. La esperaban.
– ¿Julia?
– Sí.
El zumbido liberó el cierre de la puerta. La empujó, llegó al ascensor y subió al ático. Cuando abandonó el camarín se encontró con su tía Cinta. No es que hubiera el menor parentesco, pero nunca le gustó llamarla madrina. Su padrino era él, Pablo Barrios, uno de los mejores amigos de sus padres, sobre todo en los años en que unos y otros vivían peligrosamente sus respectivas profesiones. De hecho, como policía, su padrino andaba ya medio jubilado. En el trabajo no podían pasar sin él porque tenía una memoria enciclopédica y una experiencia envidiable, así que no era cuestión de desaprovecharlas.
– ¡Hola, cariño! -la abrazó la mujer.
– ¿Qué tal, tía Cinta?
– Hija, nos has dejado sorprendidísimos con tu llamada.
– Ah, para que veas.
Entraron en el piso, y la esposa de su padrino cerró la puerta.
– ¿Te quedarás a comer?
– No puedo, lo siento -lo lamentó ella-. Papá y mamá se van de vacaciones a media semana y hoy toca comida familiar.
– Ya me gustaría a mí irme de vacaciones -refunfuñó tía Cinta-. Y tú, ¿vas a quedarte toda la Semana Santa sola?
– Tengo trabajo.
Su padrino estaba en el estudio, dedicado a su pasión dominical: los sellos. Tenía abiertos una docena de álbumes con las estampillas insertadas en sus huecos, un par de catálogos, más de cincuenta sellos repartidos por encima de la mesa y, además, la pantalla del ordenador mostraba que estaba conectado a Internet. Levantó la cabeza y, al verla, su rostro se iluminó con una gran sonrisa.
– ¡Hola, cielo!
– ¡Hola! -lo abrazó Julia.
Besó al hombre y, mientras él cortaba la conexión a Internet, se llevó una mano a la nariz y fingió que iba a estornudar sobre los sellos. Pablo Barrios se puso pálido y se apresuró a taparlos. Julia se echó a reír.
– ¡No seas mala! -protestó su padrino-. ¡Anda, salgamos de aquí, que me das un miedo…!
De niña le había cogido varios sellos para jugar a los carteros. Los pegó en sobres usados y tuvieron que ponerlos todos al baño María para recuperarlos. Menos mal que no eran excesivamente valiosos. Siempre se lo recordaban.
Se sentaron en la sala, y Julia se dispuso a contarles el motivo de su visita dominical.
– ¿Quieres comer algo, cariño? -se adelantó tía Cinta.
– Me acabo de tomar dos chocolates, gracias -se llevó una mano al estómago para mostrar que estaba llena, y por fin se enfrentó a su padrino-: Estoy siguiendo una noticia del periódico, para un trabajo de la facultad -le informó-. He pensado que tú podrías ayudarme.
– ¿Qué noticia?
– La de la chica que encontraron asesinada, desnuda.
– Sí, lo leí ayer.
– Hoy dicen que ya la han identificado.
– Todavía no he visto…
Julia le tendió el ejemplar del periódico que llevaba encima, doblado por la página de sucesos en la que se hablaba del caso. Pablo Barrios se puso las gafas que llevaba colgando del cuello y pasó los siguientes dos minutos leyendo. Cuando volvió a alzar la vista, dijo:
– Es un caso de asesinato.
– Ya.
– ¿Qué quieres hacer con ello?
– Ya te lo he dicho: un trabajo para la facultad. Nos han pedido que seleccionemos una noticia de hoy y que la ampliemos.
– ¿Solo es eso?
– Pues claro -Julia mostró extrañeza-. ¿Qué iba a ser?
– Eres bastante aficionada a meterte en líos… -dejó caer el hombre.
– ¡Padrino!
No fue una exclamación de enfado, sino de pesar. Puso aquella carita de niña mala que tanto lograba conmover.
– Sea como sea, no sé nada -le devolvió el periódico.
– ¿Nada?
– Hija, ¿te crees que estoy al tanto de todos los delitos de la ciudad?
– Pero puedes averiguarlo, ¿no?
– ¿Para cuándo?
– ¿Para ayer? -arrugó la cara, dando sensación de pena.
– Pareces el jefe -rezongó su padrino-. También lo quiere todo para ayer.
– Es el signo de los tiempos.
– ¡Qué sabrás tú de eso! -se burló él.
Alargó la mano derecha y atrapó el teléfono. Descolgó el auricular y marcó un número de memoria. Mientras esperaba, volvió a dirigirse a ella:
– Y no saques mi nombre en tu trabajo, por si las moscas. Solo faltaría que fuera una tesis o algo así y lo publicases.
– Tranquilo.
– ¡Oh, sí, tranquilo! -al otro lado, alguien se puso al habla, y él cambió el tono para decir-: ¿Germán? Soy yo, Pablo -hubo una primera pausa, breve-. Nada, que me he dicho: ¿a quién puedo molestar un domingo a mediodía? -la segunda pausa hizo que se riera-. Oye, sí, mira, es una consulta. ¿Sabes algo del caso de esa chica que encontraron asesinada? -otra pausa aún más corta-. La que estaba desnuda, sí -miró a Julia y exclamó-: Ah, ¿que lo lleva tu gente?
Ella fingió la mayor de las correcciones, como si acabase de decirle que se había comprado un traje.
– Solo curiosidad -seguía hablando Pablo Barrios-. Claro, claro. Puede que acabe escribiendo un libro… -las pausas se sucedían-. Tomo nota, sí -le hizo un gesto con la mano derecha a su mujer y ella se levantó, aunque no fue muy lejos. Había un bloc y un bolígrafo al otro lado del teléfono. Se lo pasó todo a él-. Dime.
Empezó a escribir con rapidez, concentrado. De vez en cuando murmuraba algo.
– Sí… ¿Cómo? Menudo angelito… ¿En serio…? ¡Qué barbaridad…! ¿Por fax? No, dame solo lo más jugoso, el nombre, dónde vivía… Aja… Bien…
– Pregúntale si la violaron -cuchicheó Julia.
Pablo Barrios apenas si tuvo tiempo de tapar el auricular con la mano. Le lanzó una mirada de reconvención.
– Una verdadera princesa, sí… Robo, drogas, una denuncia por agresión con arma blanca, internada en el tutelar de menores… -de nuevo miró a su ahijada-. ¿Se sabe si la violaron? -otra breve pausa-. No hay indicios. Bien.
Continuó escribiendo casi un minuto más. Luego dejó el bolígrafo e inició la retirada.
– De acuerdo, sí… Claro… Nada, hombre. Y perdona, ¿eh? ¿Por Semana Santa? No, ni hablar. Que se vayan todos los demás. Vale, un abrazo.
Colgó el auricular.
Julia miró la hoja de papel, emocionada.
– Caray, padrino -suspiró-. Eres genial.
– Ya lo sé -admitió él.
Ella alargó la mano para coger aquel tesoro. Pero Pablo Barrios puso la suya encima.
– Prométeme que es solo un trabajo de la facultad.
– Padrino, que sí -abrió los ojos, extrañada.
– Prométemelo.
– Te lo prometo.
– Esto es información policial, ¿sabes?
– Sí.
– ¿Qué habrías hecho de no darte yo estos detalles?
– Pues habría ido mañana al periódico para hablar con los que han publicado la noticia. Siendo hija de quien soy…
El hombre miró a su mujer.
– A eso lo llamo yo tener recursos -sonrió, cansino-. Y pensar que, cuando yo tenía su edad, aún investigábamos con lupa, como Sherlock Holmes…
Tía Cinta había estado callada todo el rato.
– Anda, dale todo eso -dijo-. ¿Es que no la conoces?
– Demasiado -le tendió la hoja de papel-. ¿Entiendes mi letra?
– Sí.
– ¿Has leído o has visto El informe Pelícano?
– No.
– En la película, Julia Roberts hace un trabajo periodístico, descubre un pastel gordo y se le lanzan encima todos los malos, a cañonazos. Denzel Washington le echa una mano.
– Yo también tengo a mi Denzel Washington -contestó ella-. Se llama Gil Parada y es mi compañero en este trabajo. Pero yo no soy Julia Roberts, descuida.
– Lo único que cambia es el apellido, cariño -manifestó su padrino poniéndose en pie-. Por lo demás…, sois un calco.