El futuro
EL ELEVADO cráter de Bek Ba'al era como de un kilómetro de ancho, circundado por una gruesa franja de tierra y rocas. Lo pudo haber creado un meteoro de los cielos, el puño de un gigante, o un eructo de Teeleh, en opinión de Thomas.
Lo que él sí sabía a ciencia cierta era que toda la meseta apestaba a carne podrida de encostrado.
Los cuatro albinos habían cruzado los cañones y ahora se hallaban sobre sus caballos, mirando hacia el lugar alto tras del cual se ocultaba un sol rojo en el occidente. Detrás de ellos, los desfiladeros les proveían protección de cualquier ataque.
Hacia el frente, el terreno yermo subía hasta una hilera sencilla de altas rocas que circundaban el famoso altar de piedra de Bek Ba'al. Esta era la primera vez que Thomas veía el altar. El círculo había penetrado a las profundidades del desierto casi seis años después de que Qurong volcara toda su ira sobre ellos.
– Tenemos compañía -comunicó Mikil.
Thomas levantó la mirada hacia el borde opuesto y vio el estandarte púrpura sobre la cima. Luego más estandartes, y después cabezas y caballos.
– Qurong ha aceptado el desafío -anunció Mikil-. No me gusta nada, Thomas. Esto no puede ser bueno.
Las hordas marchaban en dos columnas, cada una dirigida por un contingente de dos docenas de guturales, luego los sacerdotes. Docenas de sacerdotes. Seguía11 llegando, doscientos sacerdotes o más, según cálculos de Thomas.
Oh, Elyon, ¿qué he hecho?
Ba'al estaba en una litera, meciéndose en los hombros de ocho criados. Ataviados con uniforme completo de batalla, Qurong cabalgaba erguido sobre un corcel negro frente al siniestro sacerdote. Su propia guardia, treinta o cuarenta de la caballería encostrada, cabalgaban a cada lado de él. Usaban espadas, hachas de batalla, hoces y quizás el arma más aterradora de su arsenal: Una cadena que tenía dos bolas con púas, quese podían lanzar Para derribar presas desde cincuenta metros. Una maza.
El tintineo de mil campanillas en los bordes de las túnicas de los sacerdotes sonaba como un desierto lleno de cigarras a inicios de la tarde.
– Somos ratones entre leones -comentó Jamous-. ¿Estás seguro de esto, Thomas?
– Creí que dijiste sacerdotes solamente -advirtió Mikil, que ya había enfrenta- do su parte de grandes obstáculos, pero nunca este, y ya hacía mucho tiempo-. ¡Han traído medio batallón!
– Para defenderse, no para eliminarnos -tranquilizó Thomas.
El caballo de Samuel golpeó el suelo con los cascos. Una sonrisa le retorció la cara al muchacho.
– Todavía nos temen. ¿Qué te dije? Podemos eliminarlos.
– ¿Cuatro contra centenares? -Se burló Mikil-. Aun en nuestra «gloria plena», como te gusta llamarla, estas habrían sido probabilidades irrealizables.
– Posiblemente -musitó Jamous.
Samuel cobró nueva vida en presencia de sus enemigos.
– Los sacerdotes están desarmados. Al menos podemos agarrar a Qurong y a ese brujo. Eso haría retroceder a las hordas. Sin cabeza, las serpientes se arrastran hacia sus cuevas.
Thomas casi hace la observación de que fue la necedad de Samuel lo que los había traído aquí en primera instancia. O de que un sumo sacerdote muerto simplemente será reemplazado por otro vivo. O de que estos no eran los verdaderos enemigos; el verdadero enemigo los estaba vigilando desde lo alto de alguna cima escondida en algún lugar. Teeleh y sus huestes infernales, los shataikis.
Pero el caso es que Samuel dudaba de Teeleh y los shataikis, y hasta de Elyon.
Thomas dirigió el caballo cuesta abajo.
– ¿Estás seguro, Thomas? -inquirió Mikil espoleando el caballo para seguirlo.
Thomas mantuvo la mirada en el séquito que serpenteaba sobre la cima. Unos bueyes transportaban seis enormes cofres que reposaban sobre carros. Luego las cabras al trote. Él no estaba seguro de qué sorpresa estaría preparando Ba'al, pero dudaba que a Teeleh le gustaran las cabras. Todo esto era para ostentar.
– Thomas -rogó Mikil poniendo su caballo al lado del de él-. Dime por favor que has pensado detenidamente las cosas.
– ¿Y me lo preguntas ahora? ¿No es un poco tarde?
– No creí que llegaríamos a esto. Has estado introspectivo.
– Mi estado de ánimo se acaba de iluminar, Mikil. Por primera vez en mucho tiempo me siento como si no tuviera nada que perder.
– Solo tu fe -objetó Samuel, colocándose al lado.
– Si Elyon no se muestra esta noche, solo significa que me quiere muerto -aseveró Thomas.
– Y también a las hordas. Thomas le concedió esto a su hijo.
– Si pierdo este desafío, entonces supondré que el método de la paz ha pasado, y derribaré tantas hordas como pueda antes de que se me cambie la piel.
– ¿Volverá Thomas Hunter a matar? -se burló Samuel-. ¿He oído bien?
– Thomas Hunter morirá. Otra vez.
– ¿Les dirás dónde están nuestros campamentos?
– Como prometí.
Se dirigieron a Bek Ba'al, en fila de a cuatro, enfrentando un séquito que los hacía parecer diminutos.
– Y si triunfas en este desafío -preguntó Mikil-, si Elyon se aparece, ¿esperas de verdad que Qurong acepte venir con nosotros y ahogarse?
– Ya estuvo de acuerdo.
– Te traicionará -objetó Samuel-. Pero no creo que tengas mucho de que preocuparte allí; él no va a perder este desafío.
– Quizás no -contestó Thomas mirándolo-. Pero si pierde habré ganado de nuevo a mi propio hijo, y eso para mí vale la traición de Qurong.
Samuel intentó sonreír. Los labios retorcidos se veían ridículos en el sonrojado rostro del joven.
Las altas rocas que circundaban el altar se elevaban ahora sobre ellos, rojas en medio de la puesta del sol. Ya no habría luz dentro de una hora. Thomas hubiera preferido enfrentarse a Ba'al a plena luz del día, pero así resultaban las cosas.
Qurong y su siniestro sacerdote habían llegado al lugar elevado y esperaban que la hueste de sacerdotes tomara su posición a la izquierda del altar. Los guturales se estaban desplegando a cada lado como si esperaran un ataque desde el terreno alto.
– Imagina lo que podríamos hacer con una docena de arqueros -indicó Samuel, examinando el borde del cráter-. En cuestión de minutos los convertiríamos en alfileteros.
Él tenía razón. Una docena de años antes, este plan habría provisto la perfecta emboscada para los guardianes del bosque. Thomas comprendía los deseos de Samuel de destruir a sus enemigos. Era el instinto más natural que poseía el ser humano.
Amar al enemigo. Esta era la escandalosa enseñanza de Elyon. Iba totalmente contra la naturaleza humana.
A Thomas se le ocurrió entonces que Eram, el mestizo del norte, podría fácilmente entrar a toda velocidad con su ejército, rodear el cráter y destruir a todos sus enemigos, tanto a los albinos como al líder de las hordas, en un solo ataque.
– Dinos qué hacer -expuso Mikil rápidamente, intranquila.
– Lo haré. Tan pronto lo sepa.
– Elyon ayúdanos a todos.
– ¿No es esa la idea? ¿Ver si esas palabras tienen algún significado? Como una flecha hacia el centro de la oscuridad, Thomas guió a los cuatro más allá del anillo de rocas. Había pasado bastante desde que estuviera tan cerca de carne encostrada. Había olvidado lo rancia que era. Solo al acercarse más vio la razón: Ninguno de los sacerdotes se había aplicado pasta de morst.
Se detuvo entonces frente a Ba'al, que aún se hallaba en su acolchado trono bajo el toldo de seda. Sus criados lo habían bajado. Qurong miró hacia la derecha, negándose a honrarlos con una mirada directa. Su general, el llamado Cassak, si Thomas no se equivocaba, se hallaba en estoico silencio al lado, con los ojos fijos en Ba'al.
¿Quién dirigía a las hordas en estos días, de todos modos? ¿Ba'al o Qurong? Ambos, supuso. La escuálida serpiente esgrimía el poder de Teeleh sobre el pueblo, y el musculoso guerrero esgrimía la espada.
Baal se puso de pie y dio un paso al frente. Un atuendo negro de seda se le adhería al cuerpo desde las axilas hasta los talones. Una banda púrpura envuelta alrededor del cuello le colgaba hasta el estómago. Pero los hombros estaban desnudos, blancos, huesudos.
Tres cicatrices le marcaban la frente. Todos los demás usaban las mismas marcas, algo que los exploradores de Thomas habían informado por primera vez un año atrás.
– He venido a hablar con Qurong -declaró Thomas-. No con su criado.
Ba'al no mostró señal de molestia por este solapado insulto, pero Qurong |0 tomaría en cuenta.
– Bienvenido, anémico -contestó el siniestro sacerdote-. El comandante supremo, soberano de los humanos, siervo de Teeleh nuestro amo, ha aceptado tu desafío.
– Entonces deja que el amo hable por sí mismo. ¿O es tu marioneta? Esta vez el párpado izquierdo del brujo se contrajo.
– No supongas que todos los hombres se rebajarían a hablar contigo, albino.
– Pero tú sí. Llevo más de diez años esquivando la sentencia de muerte dictada sobre mí y mi esposa… Creo que eso me da el derecho de ser reconocido por el soberano de esta tierra -expuso Thomas mirando a Qurong.
– Entonces quizás te sobreestimas tanto como sobrevaloras a tu Dios.
– Para averiguar eso hemos venido aquí -replicó Thomas-. No dejes que se te suba aún todo el vestido de seda para la danza. Insisto en hablar con tu líder.
Ba'al se quedó con la mirada fija. Sus ojos grises no mostraban emoción, resentimiento ni señal de que Thomas lo ofendiera. Este era un individuo malvado, más shataiki que humano, pensó Thomas. La noche parecía haberse vuelto excesivamente fría.
– ¿Podríamos prescindir por favor de todo ese rebuscado jueguecito? -habló Qurong, mirando a Thomas por primera vez-. Has lanzado un desafío, lo he aceptado. Mi sacerdote invocará el poder de Teeleh y tú podrás clamar a tu Dios. Nos hemos incomodado mucho para ajustamos a este juego tuyo. Sugiero que empecemos. ¿Qué tienes exactamente en la cabeza?
– Cualquier cosa que tu siniestro sacerdote disponga.
Ninguno de los tres detrás de Thomas pronunció una palabra ni se movió. Baal mantenía la embrujadora y fija mirada puesta en él. Con un poco de imaginación. Thomas pudo ver el traicionero cerebro detrás de esos ojos que giraban como un escarabajo atado a una cuerda. Por interminables momentos, el único sonido provenía ocasional bufido o cambio de posición del caballo de un gutural.
– ¿Es ese tu hijo? -preguntó Ba'al, mirando a Samuel.
– Veo que ustedes han aceptado mutilarse la frente -comentó Thomas- esa la marca de tu bestia?
El fantasma blanco en forma humana llamado Ba'al, que era el más malvad0 de todos en las hordas, levantó la mano y señaló hacia el horizonte con un huesudo dedo.
– Desde el oriente el pálido traerá paz y comandará el cielo. Purgará la tierra con un río de sangre en el valle de Miggdon. Nosotros nos ofreceremos a él en ese día de ajuste de cuentas. La pregunta es: ¿Lo harán ustedes?
– No. No lo haremos. Nos sometemos a Elyon y a nadie más.
El sacerdote lo miró. Tenía la boca delgada como papel, apenas más que pliegues de carne blanca para protegerse de los bichos la dentadura. El religioso se llevó una mano a la cabeza y chasqueó dedos tan frágiles que Thomas se preguntó cómo el chasquido no los rompió.
– Lo veremos, albino.
Dos de los sacerdotes se apresuraron hacia uno de los carros tirados por bueyes. Mientras uno desenganchaba la bestia, el otro extraía del cofre una larga manta blanca de seda. Luego un cáliz plateado.
Los demás observaban inexpresivos mientras los dos sacerdotes aguijoneaban al toro hacia adelante, lo ataban a uno de los cuatro anillos de bronce sobre el altar y colocaban la manta blanca sobre el lomo de la bestia. Uno de ellos ató en lo alto un almohadón de color rubí. Una silla. Los sacerdotes volvieron a toda prisa a sus puestos, haciendo tintinear campanillas al arrastrar los pies. Toda la operación no tardó más de dos docenas de segundos.
Thomas no comprendía lo que Ba'al deseaba demostrar al ensillar un buey, pero no le sentaba bien la mirada continua y firme del sujeto.
– ¿Te gusta el espectáculo de sangre, Thomas? -preguntó Ba'al.
– No en particular.
Querido Elyon, no mantengas ahora oculto el rostro, no ahora. Todo el mundo está observando, y estoy imposibilitado. Entonces, como una reflexión tardía: Da la señal y yo cercenare por ti la cabeza de los hombros de este hombre.
Sugiero que te acostumbres a esto, albino. Porque nuestro dios demanda sangre. Pozos de sangre. Ríos de sangre. Sangre del cuello de los tuyos.
– Tu dios, Teeleh -replico Thomas y escupió a un lado-, quizás sea un inguinario…
Baal se movió mientras Thomas hablaba, sacando una espada que llevaba oculta por detrás, y acuchilló al toro con deslumbrante velocidad. La hoja se asentó en el 1110 del animal, justo por encima de las paletillas, y le atravesó limpiamente por la mitad del cuello.
La espada de Samuel raspó la vaina mientras la desenfundaba.
La cabeza del buey se deprendió del tronco y fue a parar en tierra con un sonido sordo. Por un prolongado momento el animal se quedó inmóvil, inconsciente de la sangre que le salía a borbotones desde las arterias hacia el suelo. Entonces dio medio paso y se desplomó.
Un suave lamento surgió de los doscientos sacerdotes, que ahora se bamboleaban en sus túnicas negras. La matanza había sido tan fulminante que Thomas ni siquiera pensó en reaccionar.
– Acepta mi ofrenda, Teeleh, el único y verdadero dios de todo lo que vive y respira, dragón del cielo -exclamó Ba'al hacia el aire nocturno, extendiendo los brazos a lado y lado-. Que tu venganza se cumpla por medio de mis manos.
El religioso bajó la cabeza y miró a Thomas.
– Diles a tus amigos que dejen caer las armas.
Los lamentos cesaron.
– Te digo que no. A ti y a todo encostrado -vociferó Samuel.
– Díselo -repitió Ba'al dejando caer su propia espada.
– Suéltala, Samuel.
– Padre…
– Todos ustedes, ¡dejen caer sus armas!
Ellos no estaban aquí para luchar o para defenderse por sí mismos. Tardaron unos segundos, pero Thomas oyó caer las espadas. Qurong seguía sobre el caballo, mirando al toro muerto mientras dos sacerdotes entraban corriendo y recogían las armas del suelo. Los guturales habían cerrado cualquier vía de escape, dejándoles desprotegida solamente la retaguardia.
– Esto solo es un buey, y no basta para saciar al dios verdadero -expresó Ba'al-. Los riesgos aquí son demasiado grandes para una muestra común de lealtad.
Luego señaló hacia sus fieles reunidos.
– Pondré la vida de los fíeles súbditos de Teeleh contra la de un solo albino-Veremos a cuál libera el verdadero dios.
Las implicaciones atravesaron el pecho de Thomas como una espada. Su propia vida contra la de estos bamboleantes brujos. La mente se le atascó ante la idea. ¿Qué estaba sugiriendo el sacerdote, que Thomas se pusiera sobre el altar y aguantara Ia espada como había pasado con el buey?
Pero él había venido aquí a morir o ser salvado. Cualquier titubeo más solo provocaría burlas hacia todo lo que él representaba.
– Contra tus brujos, y tú -exclamó Thomas-. Acepto.
Entonces la mirada de Ba'al subió por encima del hombro derecho de Thomas.
– Todos nosotros desangraremos y confiaremos en que nuestro amo muestre su poder como lo ha hecho en el pasado. Todos ellos. Y luego tu hijo. Y después yo.
– ¡Nunca! -exclamó Thomas horrorizado-. Yo personalmente, no mi hijo.
– ¿No confías en que tu dios libere incluso a este único albino? ¿Está tu hijo fuera del alcance de Elyon?
– Yo decido por mí, no por mi hijo -determinó Thomas, pero la mente ya le estaba clamando a Elyon.
Lo habían engañado. Lo habían acorralado. La mente le gritó que veía la trampa, pero no la manera de liberarse.
– Elyon… -pronunciaron entonces sus labios, en un susurro apenas audible-. Elyon, te ruego…
– No le he preguntado a tu hijo por su fe en este Dios a quien sirves -declaró Ba'al-. Te estoy preguntando si tú tienes la fe para poner la vida de él en manos de tu Dios.
Thomas sintió que se le deslizaba el salvavidas. Había esperado cualquier situación posible menos esta. ¿Cómo podía ofrecer a su propio hijo? Crees que Elyon salvará a tu hijo? El frío aire nocturno se había vuelto glacial.
– Elyon no tiene límites.
– Padre…
– ¿Y si tu hijo no está de acuerdo? -interrumpió Ba'al-. ¿Debilitaría eso tu fe? ¿Te aterraría que Teeleh robara a tu hijo del mismo modo que tú robaste a la hija de Qurong?
Chelise. Qurong seguía sentado, con la mandíbula apretada.
– Escúchame, insignificante y escuálido brujo -replicó Thomas-. Mi hijo, igual que Chelise, decide por sí mismo si vive o muere. Él no es un buey al que tú matas.
Creí que Elyon y Teeleh eran los que decidían quién vive o muere. Solo estoy Peguntando si tú, no tu hijo, dará a Elyon la oportunidad de decidir.
El rostro de Thomas se llenó de irritación. Pero en realidad estaba atrapado por C' desafío de este miserable patético. Si demoraba en dar su consentimiento, solo mostraría su duda. Había venido aquí a probar su fe en Elyon, y ya estaba aleteando por ahí como gallina herida.
Pero no lograba animarse a decirlo. No podía quedarse aquí y…
¿Quieres nadar conmigo?
El pulso de Thomas se aceleró.
Nada en mis aguas, Thomas.
La lejana voz susurró. La misma voz que había oído una ocasión en la parte más profunda de las aguas de Elyon. Una voz de niño, muy tierna, llena de vida y picardía Elyon…
– ¿Qué te diré, mi señor? -le dijo Ba'al a Qurong-. Te he dado una victoria matando solamente un toro. El gran Thomas de Hunter no tiene…
– Acepto tu desafío -interrumpió bruscamente Thomas-. Ofreceré a mi hijo, Pero no puedo hablar por él.
– No. Pero yo sí puedo -afirmó Ba'al asintiendo.
Thomas giró en su caballo y sintió que la sangre se le iba del rostro. Los guturales habían cerrado las brechas entre las rocas cincuenta metros detrás de Mikil, Jamous y Samuel. Ninguno de estos tenía armas.
No había escape, ni siquiera para un combatiente del calibre de Samuel.
Ba'al iba a desangrar a su hijo.
– Ven, mi amo -susurró Ba'al con voz temblorosa-. Entra en tu siervo.
Seis guturales caminaron desde la izquierda, espada en mano. No vacilaron como lo harían si enfrentaran un guerrero armado de los guardianes, sino que se abalanzaron hacia Samuel, embistiéndole el caballo. Uno de ellos colocó una larga cadena alrededor del cuello del muchacho y tiró fuertemente.
– Padre…
– ¡Déjenlo ir! ¡Suéltenlo! -gritó Thomas, e hizo girar el caballo hacia la refriega, pero la empuñadura de una espada le golpeó el mentón, y lanzó a ciegas el puño.
Sintió que los nudillos se le hundían en esponjosa carne encostrada. El guerrero al que había herido gimió y osciló la lanza como un garrote que rebotó en el hombro de Thomas.
A su desesperación se le unió pánico. Aunque tuviera una oportunidad de vencer a los guturales, traicionaría su propio desafío intentando algo tan ridículo.
Thomas volvió a girar hacia Ba'al, tragándose el pavor que le surgía en e' estómago.
– ¡Este no fue mi desafío!
El siniestro sacerdote miraba el sombrío cielo, con las manos levantadas 1 temblando.
– Es el mío -replicó bajando la cabeza.
Lamentos y susurros se extendieron entre los sacerdotes de Ba'al, que miraban el ennegrecido cielo. Thomas levantó la mirada.
A primera vista pareció como si una gigantesca nube negra hubiera flotado sobre el lugar alto y estuviera girando lentamente… un huracán de varios kilómetros sobre [as cabezas de ellos.
Pero Thomas vio que no se trataba de una nube. Por primera vez en muchos años estaban apareciendo los shataikis. Cientos de miles de las negras bestias miraban hacia abajo con ojos rojos, reunidos para observar la matanza…
Elyon… Querido Elyon, ayúdanos…