31

EL VIAJE de regreso al valle Paradose, donde el círculo esperaba, estaba tardando demasiado. No más de lo común, pero sí demasiado para aliviar la creciente desesperación de Chelise.

Thomas había desaparecido, por amor de Elyon, ¡se esfumó así sin más! Ella no se podía quitar la imagen de la súbita desaparición de su esposo y de su padre. Y no sabía nada de Samuel, excepto la súplica de Thomas resonándole en la mente: ¡Salva al círculo, Chelise!¡Sálvalos de Samuel!

Pero se sentía impotente para salvarse a sí misma, mucho más para salvar al círculo.

Decir que estaba abatida era subestimar la angustia que ahora le corroía el alma.

Las lágrimas no la aliviaban.

Espoleó el caballo y lo llevó por el oscuro bosque, esquivando ramas que le dificultaban el paso. Elyon, por favor, si estás ahí… Ya casi no sabía qué más decir. El círculo llevaba muchos años clamando a los cielos, ¿y qué había conseguido? Más muertes. Más huidas. Y ahora esto, traición de la clase más enervante.

Tal vez Samuel tenía razón.

Se contuvo y renegó de su propia debilidad. ¿Cómo podía ella, que se había ahogado y hallado nueva vida, cuestionar ahora la realidad de Elyon solo porque el mundo estaba en tinieblas?

Porque hay tinieblas -pensó ella-. ¡Toda esperanza parece perdida! Mi amado Thomas ha desaparecido. Y mi amado Elyon está en silencio.

¿Dónde estaba ahora la luz? ¿Dónde había aunque fuera un indicio de esperanza? ¿Cómo podía permitir Elyon que entraran en tal desierto? Se hallaba sola en este corcel, ciega en este mundo que se hundía en la desesperación.

Chelise entró en un claro e instó al caballo a correr más rápido por el césped. Adelante se levantaban amenazadores y gigantescos árboles negros, extendiéndose hacia un negro…

Se sobresaltó. Había un haz blanco posado en lo alto de uno de los árboles. Un vivo de piel peluda. Con alas.

En su impacto, Chelise no hizo detener el caballo. Se trataba de un roush, una de las criaturas legendarias. Habían pasado diez años desde que ella viera uno, tanto tiempo que había renunciado a la esperanza de volver a ver un roush en carne y hueso. ¡Pero allí estaba uno!

Tiró bruscamente de las riendas, haciendo que el garañón se pusiera a dos patas, y observó. La criatura volvió la mirada hacia atrás, de manera natural. Los ojos verdes eran brillantes a pesar de la oscuridad. Resueltos. Sin reservas.

Es verdad. Han estado aquí todo el tiempo, pensó ella, y una profunda esperanza le ardió en el pecho.

Intentó hablar, decir algo, cualquier cosa, pero la emoción no se lo permitió, y debió tragar saliva para no soltar lágrimas de alivio.

El roush bajó de la rama, extendió las alas, y pasó rápidamente alrededor, volando hacia el oeste por encima de las copas de los árboles. Hacia el desierto. Hacia la Concurrencia.

– ¡Espera! -gritó Chelise, temerosa de que se fuera, y azuzó el caballo tras la peluda criatura. Pero esta no se estaba marchando, sino que hizo un círculo hacia atrás. Luego volvió a dirigirse al occidente, satisfecha de que ella lo siguiera. Chelise no estaba sola. La luz estaba allí, rogándole que la siguiera.


***

JANAE PARÓ en seco el corcel al lado del de Billy y miró el enorme desfiladero. El sol era abrasador y el sudor irritaba la erupción que ahora le cubría la piel alrededor de las articulaciones: La parte interior de los codos, el cuello, las axilas y las ingles. El progreso se había hecho lento después de un brote inicial y en las últimas veinticuatro horas no había avanzado en absoluto.

– No veo nada más que rocas y arena -comentó después de aplastar una mosca que le zumbaba en el oído-. No es por aquí.

Billy estaba examinando el diario otra vez. Siempre el diario, como si este fuera su nuevo amor.

– Sí… -contestó él levantando la mirada hacia las estrellas, luego volvió a consultar la página-. Sí, sí lo es.

– ¿Dónde?

– Allí -señaló él indicando el cañón que había debajo de ellos.

– Fantástico -expresó ella ásperamente-. He atravesado el desierto con un pelirrojo de Colorado tan enredado que ve murciélagos negros en las sombras. Si están allí, ¿por qué no logro olerlos?

El la ignoró con un giro de cabeza y azuzó el caballo hacia adelante. Ese era Billy:

Adelante, siempre adelante, a lo profundo del desierto, como si siguiera una estrella brillante hacia el lugar de nacimiento de un nuevo rey. No obstante, era un libro el que lo guiaba, y peor aún, algún dispositivo electrónico interior que lo mantenía andando hacia delante. Siempre adelante.

Él también tenía sarpullido. Concluyeron que se debía al aire. La atmósfera estaba llena de diminutos shataikis, y ambos experimentaban consecuencias. Era evidente que su piel no reaccionaba a la enfermedad como la piel de las hordas, o ya estarían cubiertos de llagas. O tal vez la sangre de Thomas aún estaba en ellos, batallando contra el virus.

Habían escapado de la ciudad, tomando cuatro caballos de los establos del templo para el duro viaje hacia el norte. Billy había soltado a las dos bestias, que se habían agotado después de un día, y Janae estaba segura de que las dos en que ahora cabalgaban estarían exhaustas antes de finalizar la noche.

– ¡Billy! -gritó ella, haciendo mover otra vez su montura y bajando la colina tras él.

Él no se volvió. Ni siquiera era consciente de su presencia. La joven estaba siguiendo su propia guía interior, olfateando el aroma de algo que la empujaba inexorablemente hacia su destino, sin importar cuál podría ser. Pero Billy…

Billy era un piloto automático. Estaba tan perdido, tan totalmente absorbido por su misión que ya no podía articular con exactitud lo que tenía en mente.


– ¡Billy! -volvió a gritar ella, espoleando el caballo, que aumentó la velocidad lanzando un bufido de protesta-. Dime por qué no puedo oler su sangre. Para. Detén esta estupidez.

Janae puso al garañón frente al de él para obligarlo a entrar en razón.

– ¡No me ignores!

– ¿Qué? -objetó él analizándola con ojos vidriosos.

– ¿Qué? ¿Cuál es tu problema? Llevamos dos días seguidos corriendo sin haber visto un solo indicio de shataikis. Tampoco de hordas ni de albinos, en realidad.

– Sé adónde me dirijo.

– Tal vez tú. ¡Pero yo ya no puedo hacer esto!

– ¿ Crees que tenemos opciones? -cuestionó él con los músculos de la mandíbula apretados por la impaciencia.

Así era: No tenían opciones. La recapitulación de la complicada situación se acrecentaba en la mente de Janae, y el mundo le daba vueltas. Menos de una semana antes, había estado en una posición de mando en Farmacéutica Raison, soportando un arraigado conocimiento de que ese no era su lugar, en oposición a su madre y a los demás, pero al menos estable. Había aprendido a sobrellevar su terrible deseo de destruir todo lo que la rodeaba.

Entonces Billy le había puesto al revés su mundo. Mirando atrás, la muchacha siempre había sabido que finalmente encontraría a otro como ella, una alma gemela con las mismas ansias de más, de ir mucho más allá de las limitaciones de carne y sangre. Ella no comprendía su sensación de vacío, pero sabía que esta no iba a durar para siempre.

En el instante en que despertó en el cuerpo de la sacerdotisa de Ba’al, Jezreal, Janae supo que se había encontrado consigo misma. Casi. Su identidad estaba entrelazada con la sangre que Ba’al adoraba. Con los sacrificios a su amo.

Con Teeleh.

Era la sangre de la bestia más que su nombre lo que la atraía.

Y Billy tenía razón. No tenían más opción que hallar a Teeleh. Una abrumadora desesperación se posó en Janae al mirar al interior de los ausentes ojos de Billy. Se tragó la tirantez en la garganta, pero la emoción surgió como un puño y sintió que la desesperación le tensaba el rostro.

– ¡La necesito, Billy! -susurró; el deseo de sangre la consumía por completo, y le brotaron lágrimas en los ojos-. No puedo esperar.

– ¿Necesitas qué? -contestó él manteniendo la distancia claramente delineada.

Ella miró a lo lejos y se enjugó las mejillas con el dorso de la mano.

– No… no lo sé -balbuceó; un largo silencio se hizo entre ellos-. Estoy asustada.

– Sí, bueno, es un poco tarde para ti -objetó él lanzando una discordante risotada-.

¿Me sigues al infierno a través del universo y ahora concluyes que estás asustada?

– No -refutó Janae enfrentándolo, furiosa por la insolencia de él.

Pero ahora ella dependía de él más que antes. Por tanto, cerró los ojos e intento dominarse. Directo al grano, ella lo amaba… del modo en que un drogadicto podría amar a la aguja. Ella necesitaba a Billy.

Janae abrió los ojos y lo observó a la luz de la luna. En esta realidad, él no podía leer mentes, un pequeño consuelo que de alguna manera nivelaba la situación. Pero Billy no era menos extraordinario. No debido a lo que hacía, aunque el hecho de haber sido el primero en escribir en los mágicos libros de historias no era un pequeño logro. Sin embargo, ella creía que era la identidad de Billy lo que lo hacía extraordinario. Él era el responsable del ingreso de Thomas Hunter en este mundo. Él fue quien diera a luz a la maldad en esos libros.

En cierto sentido, Billy era toda la humanidad metida de manera apretujada en un muchacho que había sido asediado por la maldad; al no poder sacar esa maldad de la mente, se había embarcado en una búsqueda para enfrentarla. Solo entonces podría abrazarla por entero, o rechazarla, para que nunca volviera. Él le había repetido mucho eso, pero, al mirarlo ahora, ella lo entendió.

Janae aligeró su caballo al lado del de él, mirando en direcciones opuestas. Reposó ia mano en el muslo masculino y se inclinó lentamente hasta que tuvo los labios a un par de centímetros de los de él.

– Te amo, Billy -le susurró.

Él no se movió. Ella lo besó suavemente en la boca.

– No sé qué me está sucediendo -declaró; el sabor de la saliva de Billy hizo que la cabeza le diera vueltas-. No puedo… no sé por qué estoy sintiendo esto. Billy devolvió el beso, y ella debió suprimir el impulso de morderle el labio como hiciera antes. Quitó la mano del muslo, la puso en la espalda de él, y lo acercó.

– No estoy asustada de estar aquí contigo, sino de este sentimiento -confesó, volviendo a llorar-. No sé qué va mal conmigo, Billy. La necesito. El aliento de él estaba caliente entre sus fosas nasales, y el pelirrojo se echó hacia atrás para que las bocas se separaran solo por la humedad entre ellas.

– ¿Necesitas qué?

– La sangre -reveló ella sin pensar.

Era la primera vez que lo admitía de modo tan explícito, incluso ante sí misma, pero hacerlo le produjo un aluvión de adrenalina. Le aumentaron los latidos del corazón y entonces oprimió los labios de él contra los suyos.

Billy no dijo nada, no con palabras. Respiraba con dificultad, y devolvió el beso con igual pasión. Se quedaron trabados en un abrazo, con los ojos cerrados y perdidos Para el mundo. Imágenes de árboles negros y enormes murciélagos negros se deslizaron a la mente de Janae. Pero en vez de repulsión o susto sentía ahora una plenitud que solamente le alimentaba el deseo.

Billy era su Adán, y ella era la Eva de él, abrazando el mundo prohibido. Los labios de él eran fruto para ella, el dulce néctar de una manzana. Janae gimió y mordió profundamente, entonces sintió la sangre cálida fluyéndole en la boca. Como una droga, la sangre la inundó con deseo y paz. Bienestar total y seguridad. Billy no era un simple hombre; era un dios. Para bebérselo ella sola. La joven supo que había regresado a una forma de sí misma que solo conocía tinieblas. Pero allí, en la tenebrosidad de ese vientre, se sintió plena consigo misma. Ella…

La cabalgadura resopló y cambió de posición debajo de ella. La mano de Billy le apretaba el hombro como una prensa de banco. Empujándola para alejarla. Ella abrió los ojos, confusa y dolida, pero antes de que pudiera hablar la detuvo la oscuridad.

No solamente la oscuridad. La negrura, como tinta. Tan negra que pudo sentir la noche como si fuera un organismo vivo que quería asfixiarla.

Janae apartó bruscamente la cabeza y vio el círculo de ojos rojos que los miraban desde el borde de un oscuro bosque a siete metros de distancia. ¿De dónde habían salido los árboles? Rodeaban a Billy y Janae. Ella jadeó y giró sobre sí misma. Los ojos rojos estaban adheridos a sarnosas criaturas negras, paradas a varios metros de altura, rememorando aproximadamente las imágenes que ella había visto en el templo.

Shataikis.

El corazón le palpitó a toda prisa, y se volvió para mirar hacia donde Billy veía extasiado. Una bestia del doble de tamaño de las otras estaba posada en una rama angular por encima y detrás del círculo de shataikis. Los observaba con penetrantes ojos rojos.

Ni un solo sonido. Ni un movimiento. El corazón de Janae le repicaba en los oídos. La luna había sido cortada por una gruesa maraña de ramas sin hojas, oculta entre largas tiras de musgo negro. Donde solo momentos antes arena y rocas cubrían el suelo del cañón, ahora se extendía por el suelo lodo y roca sedimentaria. Un sencillo sendero socavado se extendía hacia un denso ramaje.

Los ojos de ellos habían sido abiertos al bosque negro. El duodécimo de doce bosques, había dicho Billy. El dominio de la reina Marsuuv. Y Janae tuvo pocas dudas de que la bestia que los miraba desde la percha más alta era nada menos que la misma Marsuuv.

Billy cayó a tierra y se postró en una rodilla, con la cabeza inclinada hacia la reina. Antes de que Janae pudiera decidir cómo reaccionar, la gran bestia saltó al aire con asombrosa agilidad, salió disparada por encima del ramaje y desapareció de la vista en dirección al sendero.

Al unísono, el círculo de shataikis partió aleteando ruidosamente de las ramas, chillando y zumbando. La mitad voló tras la reina, y los demás salieron volando con rapidez, chasqueando las quijadas. Janae se inclinó mientras unos colmillos se cerraban tan cerca que sintió en el cuello el aliento cálido y sulfuroso de la criatura. Billy se levantó lentamente, mirando el sendero, haciendo caso omiso de la cruel cacofonía de las bestias. Tranquilamente, montó y enfiló el caballo hacia la senda. Satisfechos, los shataikis arrancaron y revolotearon por el follaje. El aire olía como una herida abierta pudriéndose con gangrena, pero rociada con otro olor que le llegó a Janae como la dulce fragancia del agua atrae a las manadas después de una estación larga y reseca.

– Billy…

El encaminaba al jadeante corcel hacia el sendero, y luego al interior del bosque.

– ¿Billy?

El pelirrojo dio una manotada en la grupa del caballo y aumentó la velocidad. Janae se agachó rápidamente y corrió tras él. La oscuridad hacía casi invisible el camino, pero los jamelgos seguían su propia guía, introduciendo en la selva a gran velocidad tanto a Billy como a ella.

Dos pensamientos le resonaban a Janae en la mente. El primero era que se apresuraban hacia la muerte. El segundo, que eso no le importaba, porque podía oler vida en el aire, y esta era la vida que ella necesitaba tanto como la misma respiración. El olor se hizo más fuerte, y con ello la certeza de que ella debía alcanzar el final de esta senda, por ningún otro motivo que hallar el origen del hedor. Más tarde, en un momento de temor inesperado, la muchacha llamó a Billy a gritos.

– ¡Billy!

Pero su voz era débil, y aunque el muchacho estuviera escuchando, su silencio parecía apropiado. El temor se calmó, y ella se abrazó al cuello del caballo mientras cabalgaba en medio de la noche.

Al interior de este infierno.

No supo ni le importó cuánto tiempo cabalgaron o a dónde conducía el camino lleno de recodos. Janae siguió diciéndose que iba a casa. Todos los secretos yacerían Él desnudo con su reina.

Mi reina.

– Mi reina -susurró en voz alta-. Mi reina.

El corcel se detuvo de repente y Janae se sacudió en la silla, con los ojos abiertos de par en par. Habían llegado a la orilla de una gran laguna negra rodeada por un espeso bosque. Los shataikis cubrían el follaje, sus millones de ojos rojos miraban en silencio, irradiando un tenue brillo sobre las aguas.

Janae se detuvo al lado de Billy y le siguió la mirada. Había una sencilla plataforma de madera sobre postes encima del agua, como un muelle. Y en la plataforma, tres gruesas cruces invertidas, negras en la noche.

Cruces. ¿Por qué cruces?

Janae vio que cinco o seis cuerpos de shataikis habían sido clavados a las cruces y que colgaban como enormes ratas muertas.

– Crucifixiones bocabajo.

Billy mantenía la mirada en los antiguos símbolos de ejecución.

– ¿Dónde está Marsuuv? -quiso saber Janae.

– En el sepulcro.

Los shataikis susurraban, y entonces Janae se preguntó qué ofendería o qué no lo haría. Sintió que se le estremecía la piel, como la carne del corcel debajo de ella. Algo iba mal aquí. Todo iba mal, terriblemente mal. Todo menos el olor. Y ahora el cuerpo le temblaba de deseo.

– ¿Dónde está el sepulcro?

– En el infierno -contestó él-. Debajo de las cruces.

– ¿Debajo del lago?

Billy dirigió el caballo hacia una puerta podrida de madera que llevaba a un elevado montículo contiguo al lago. Como un fortín o una cueva. Durante largos segundos permaneció sentado sobre el caballo mirando en silencio. Los murciélagos observaban por encima como un jurado, en perfecto sigilo, como si hubieran esperado por mucho tiempo lo que estaban a punto de presenciar.

La historia se estaba escribiendo ante los ojos de ellos. Pero Janae se dio cuenta de que no era a ella a quien miraban, sino a Billy.

La muchacha se volvió para mirarlo y vio que lloraba. Chorros de lágrimas le humedecían las mejillas, y tenía el rostro contraído en angustia.

– Mi amor… -balbuceó él con voz ronca, apenas más fuerte que un susurro-. Lo he logrado. He vuelto a ti.

A Janae se le formó un nudo en la garganta. En ese momento sintió tal solidaridad con él que no pudo contener su propio sentimiento.

– Te amo, Billy.

Pero en el momento en que lo expresó, ella supo que quería decir Marsuuv. Al igual que Billy, Janae había encontrado a su amante. Sin duda no en la manera en que los humanos hallan amantes. No, esto era más fundamental, como hallar agua en un desierto. O sangre después de ser desangrado.

Vida.

Billy recobró la compostura, luego se volvió hacia ella.

– ¿Tienes la fortaleza?

– Sí.

– El lo tomará todo.

Y me dará su poder, pensó ella.

– Tomará tu alma.

– Ya lo ha hecho -confesó ella mirando hacia la entrada, una puerta rudimentaria atada con enredaderas en un diseño cuadriculado.

Billy inclinó la cabeza, luego alargó la mano hacia la de ella. El hombre tenía los dedos helados, pero el gesto la llenó con una nueva calidez.

– Gracias, Janae. Gracias por compartir esto conmigo.

– Desde luego.

– ¿Sabes? Una vez creí haber derrotado la maldad en mi corazón -declaró él, levantando la mirada hacia las tres cruces a la derecha de ellos-. Aprendí algo. Podemos enfrentar nuestros demonios, quemarlos, arrojarlos al suelo. Yo convertí los míos en cenizas. Pero, aunque destruyas la evidencia del mal, no puedes curar el corazón. No por uno mismo. Solo Marsuuv puede hacer eso.

Billy estaba mirando las cruces mientras lo decía, y por un instante Janae creyó que él estaba rindiéndose.

– Llámame Judas, Janae -confesó él sonriendo, mirándola de nuevo-. Todos tenemos nuestros papeles que representar. Amo muchísimo a Judas. Aunque ella quisiera, no había manera de volver ahora. El olor la atraía como un intoxicante aéreo que la invitaba a ir y probar.

– Yo también quiero amarla.

– Nos espera -expresó Billy-. Marsuuv está esperando.

Entonces Billy y Janae descendieron de sus monturas, se dirigieron a la puerta y descendieron al infierno.

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