CUATRO DÍAS de asesorar al ejército eramita demostraron a Samuel que no solo había hecho una buena elección al acudir a Eram, sino que fue una decisión que rediseñaría la historia. Una decisión que pronto sería proclamada como el tajante momento decisivo en la era de supremacía de las hordas. Thomas de Hunter se había convertido en una leyenda debido a una decisión como esta, y ahora su hijo, Samuel de Hunter, seguiría sus pasos y sería honrado entre el círculo como aquel que liberó a los albinos del flagelo llamado las hordas.
Los niños grabarían el nombre de Samuel en brazaletes, y los hombres se sentarían alrededor de hogueras exagerando sus hechos hasta convertirlo en poco menos que un dios ante sus ojos. Y las mujeres… hasta ahora él no se había casado, porque muy en su interior sabía que estaba destinado a la grandeza. Aunque otros de su edad pasaban días y noches tratando de impresionar a exigentes mujeres, Samuel había pasado los días refinando sus habilidades de guerra. Ahora las jóvenes doncellas pondrían sus esperanzadas miradas en él dondequiera que fuera.
Pero no había contado con esta mujer en particular, que se las había arreglado para ingresar al círculo íntimo de Eram doce horas antes. Ella afirmaba llamarse Janae. Era albina, perturbadoramente inteligente, y más hermosa que cualquier mujer que Samuel conociera. Lo cual le hizo hacer un alto, puesto que había visto a todos los albinos y sin duda habría notado a esta joven entre el resto.
– No, mi señor -manifestó él, mirando hacia atrás a la mujer que los analizaba desde el caballo, veinte metros detrás-. No creo que deberías seguir el consejo de ella. Creo que deberías seguir el mío.
Él y Eram iban a caballo rodeados por cuatro hombres de la guardia personal de Eram, mirando desde lo alto el valle oriental donde los hombres de Samuel trabajaban con guardianes del bosque convertidos en hordas. Habían acordado poner cuatro mil hombres bajo el mando de Samuel, una fuerza de élite de los mejores luchadores que Eram podía ofrecer. Serían dirigidos por cuatrocientos combatientes albinos, suponiendo que Samuel pudiera llevar la negociación hasta el final. Pronto lo sabrían.
Mañana Samuel llevaría su pequeño ejército hacia el occidente, anunciaría sus intenciones a la Concurrencia, y desafiaría a todo aquel que fuese en busca de justicia a unírsele en liderar una campaña de guerra de guerrillas contra Qurong. Samuel tomaría su ejército, lo dividiría en diez unidades de élite muy compactas, y las apostaría en todos los costados de Ciudad Qurongi. Su primer ataque sería certero y brutal, dejando al ejército de Qurong con profundas heridas que lamer. Los ataques segundo, tercero y cuarto se desarrollarían inmediatamente desde tres flancos antes de que las hordas pudieran reorganizarse de manera apropiada. Aunque lograran recuperarse, se confundirían sin una clara maniobra para ejecutar o sin un ejército al cual atacar. En cuestión de meses, Samuel ablandaría a las fabulosas tropas de Qurong, y entonces Eram descargaría todo el peso de sus ciento cincuenta mil guerreros para aplastar a las hordas.
Era un plan razonable, casi sin posibilidad de fracasar, suponiendo que Samuel lograra convencer de que se le unieran a bastantes del círculo. Suponiendo también que Eram no cambiara de parecer por miedo o traición.
Suponiendo además que esta mujer llamada Janae no echara a perder todo el proyecto con su ridícula cháchara de una guerra inmediata a gran escala contando con la autoridad de una reina shataiki llamada Marsuuv.
– Por favor, solo mírala. ¿Has visto alguna vez una bruja al servicio de una reina shataiki? No hasta ahora.
– ¿Una bruja albina? -manifestó Eram siguiendo la mirada de Samuel y curvando los labios en una débil sonrisa-. Eso es algo nuevo. ¿Dónde habéis estado escondiendo a estas asombrosas criaturas?
Algo era seguro: A Eram le encantaban las hembras. Samuel nunca había conocido a un hombre con un apetito tan voraz por las mujeres. El dirigente eramita no disimulaba sus muestras de afecto cuandoquiera o dondequiera que lo atacara el impulso, pero lo hacía con tacto, como un caballero, a pesar de que sus intenciones eran muy bien conocidas. Su pueblo parecía amarlo por eso. Tenían un líder apasionado y viril que poseía el carácter para guiarlos al interior del desierto. ¿Quién castraría a un hombre así?
– Perdóname por señalarlo, pero esto no es asunto para una mujer, por seductora que sea -discutió Samuel.
– ¿Estás buscando que te tajen la garganta? -objetó Eram suavizando la sonrisa, y en el instante en que el líder miró hacia otro lado Samuel supo que su comentario había estado fuera de lugar.
– No, mi señor. Perdóname. Pero sin duda no puedes inclinarte ante la tontería que ella expone.
– ¿Inclinarme? ¿Pides perdón por un comentario sarcástico y sigues con una cuchillada a mi cabeza?
– Perdóname…
– Eres un tipo peligroso, Samuel de Hunter. Yo serví bajo las órdenes de tu padre cuando eras un cachorro, y veo que has heredado su audacia.
– De tal palo, tal astilla, dicen.
– No muchachito. No cometas la equivocación de suponer que alguna vez serás siquiera la mitad del hombre que es tu padre. Yo habría dado mi vida por él en el peor de los días, y sin duda alguna haría lo mismo ahora. Él es una leyenda sin par, y siempre lo será.
– Y sin embargo no lo seguiste.
– No sigo sus ideas. Pero me inclino ante el hombre. Y solo ante él -declaró el líder, respiró hondo y chasqueó el cuello con un súbito movimiento de cabeza-. Respecto al asunto en cuestión…
Una mirada desequilibrada le iluminó los ojos.
– Creo que la mujer tiene más que seducción para brindarnos.
– Sí, peligro. ¿Llevar todo el ejército a la Concurrencia? ¿Ahora? Es un riesgo enorme.
– No veo peligro para mí. Si ella se equivoca, lo único que pierdo es un poco de tiempo y esfuerzo. Por otra parte, si tiene razón, reemplazará tu noble posición como el héroe, ¿no es así?
El líder eramita era un brillante estratega en asuntos políticos; había captado el temor de Samuel incluso antes de que este lo comprendiera por completo.
– Pero no soy de los que cambian con el viento. Te he dado mi palabra, por tanto dejo ahora este asunto en tus manos. Tú decides. Ven -ordenó Eram alejando al caballo del valle y dirigiéndose hacia Janae, que aún los observaba desde la sombra de un árbol.
La muchacha usaba una capa roja con una corta túnica negra que le cubría protectores de cuero. Extraño, esta capa roja. La brisa le levantaba de los hombros mechones negros de cabello y los envolvía alrededor de un cuello blanco como la porcelana. Samuel le había visto una ligera erupción de la piel en la base del cuello y de las muñecas, similar al sarpullido que él había notado ayer en su propia piel.
Con erupción o sin ella, esta mujer que había acudido a ellos con un desafío de los shataikis era realmente despampanante. Eran sus ojos, pensó Samuel, pues observaban por encima de labios siempre sonrientes, clavándose profundamente en la mente del joven. Con toda franqueza, ella lo amedrentaba, no solo por amenazarle potencialmente la categoría que Samuel tenía entre sus nuevos amigos, sino por la influencia que tenía sobre él personalmente. A diferencia de Eram, a Samuel le molestaba ahora la idea de seducción.
El guardia retrocedió cuando Eram y Samuel se acercaron a la joven que estaba bajo el árbol.
– De modo que la concubina de una reina shataiki ha traído salvación a los eramitas, ¿no es así? -comentó Eram sonriendo como ella.
Janae fijó los ojos en Samuel. Las anhelantes miradas de ella lo habían preferido por encima de Eram desde la primera vez que la patrulla la trajera a la corte de Eram. Por ahora parecía satisfecha con solo mirarlo a los ojos.
– ¿Cómo es que una albina se aparea con un shataiki? -preguntó Eram-.
¿Eh?
– ¿Cómo es que un albino se convierte en mestizo? -contestó ella, mirando aún a Samuel.
– Ciertamente, el mundo ha cambiado. Ahora lo más hermoso proviene del bosque negro.
– Tus lisonjas no significan nada para mí, Eram, amigo. Estoy fascinada con este semental. El hombre rió, auténticamente divertido, pensó Samuel.
– Y para que conste -añadió la mujer, intercambiando ahora una mirada con el líder-, no soy concubina de ninguna reina. Marsuuv, la reina que me envía, tiene a otro por amante. Billy. Tal vez lo conozcas como Billos. Por mi parte, no vengo del bosque negro. Soy de otro mundo, donde a los de mi clase se les conoce mejor como vampiros. Pero tú me puedes llamar el mesías. Y no soy concubina sino de Teeleh, mi señor y salvador.
Hablaba como recitando poesía, una trovadora del lado oscuro que con cada palabra cautivaba hasta a tipos cínicos como Eram. Una mujer malvada que derretía corazones. Con seguridad el hombre había visto eso.
– Una bruja de otro mundo, viniendo a decirnos que puede liberar a los albinos si simplemente la seguimos -expresó Eram-. A decirnos que si llevamos al círculo todo nuestro ejército, ellos se nos unirán para guerrear. En no menos de tres días.
– Estoy aquí para servirte, mi señor. No para dirigir. Y a menos que mi objetivo fuera seducir al más valiente líder del mundo, sería una tonta en venir solo con palabras.
Janae se metió la mano en la túnica y extrajo una botellita de vidrio, perfectamente elaborada, quizás de diez centímetros de alto. La sostuvo entre el dedo pulgar y el índice, y la hizo girar.
– Esta, preciosos míos, es la respuesta a todas vuestras oraciones.
– ¿Nos salvará una botella llena con orina de Teeleh? -objetó Samuel después de aclarar la garganta-. ¿Dime por qué un mestizo que aún sigue a Elyon en los caminos de antaño, y un albino que rechaza a Teeleh, deberían complacer a la concubina del mismísimo Teeleh?
– Te sorprendería saber lo que puede lograr una sola gota de la sangre de Teeleh -replicó ella haciendo caso omiso a la segunda pregunta, como si fuera demasiado ridícula para tomarla en serio-. Pero por ahora nos quedaremos con la vacuna Raison, un virus brutal e incurable que en cuestión de horas destruye el cuerpo desde el interior.
– Tenemos nuestros venenos -declaró Eram-. Así que tienes otro. ¿Y?
– Oh, es verdad, se me olvidaba que ninguno de ustedes tiene un doctorado eri bioquímica.
Samuel no supo qué quería decir ella, pero captó burla en el tono.
– Permitidme plantearlo de este modo: Si yo lograra transmitir al ejército horda lo que tengo en la mano, la condición que ya los aqueja empeoraría. Sería mucho peor. Los inmovilizaría en minutos. Un ejército fuerte podría exterminarlos.
– ¿Y cómo propones lograr que tan pequeña cantidad obre en todo el ejército de las hordas sin infectarnos también a nosotros? -inquirió Eram, intrigado.
– Toda bruja tiene sus secretos -replicó ella, y miró a Samuel-. Hagan lo que sugiero y probaré mi poder frente a toda la Concurrencia.
Así que ella poseía más que palabras y belleza. O así lo afirmaba. Eram rió entre dientes y encaró a Samuel.
– Como dije, joven Hunter, la decisión es tuya -manifestó, haciendo girar el corcel y guiñando un ojo-. Les daré un poco de tiempo para… considerar esto a solas.
Eram se alejó al galope, indicándole a su guardia que lo siguiera, y cabalgó sobr la colina, dejando a Samuel a solas con Janae. Probablemente el bribón creyó a Samuel demasiado débil para resistir los planteamientos de esta bruja, pero él no conocía la fortaleza del hijo de Thomas Hunter, ahora, ¿verdad?
Cuando se volvió, la mujer miraba fijamente a la derecha, hacia el horizonte, por lo que pudo darse cuenta. Había desaparecido la sagaz sonrisa femenina, y ahora la apasionada mirada era maliciosa. Por fin era la verdadera mujer despojada de su oculta intención.
– Podrás agarrar al valiente líder por el hocico, bruja, pero yo no tengo intenciones de entregarte el control del ejército eramita.
– Qué gracioso. Ella dijo que tú serías el más difícil.
– ¿Quién ha dicho eso?
– Marsuuv -respondió la joven mirándolo-. El hijo del poderoso Thomas Hunter tiene fibra de acero como su padre. Terco como una muía.
– Entonces el viejo murciélago sabe más de lo que yo le habría atribuido.
– Déjame mostrarte algo -expuso Janae desmontándose y yendo hacia los árboles.
Samuel titubeó, luego la siguió al interior de la pequeña arboleda. Ella dejó que la alcanzara y le agarró la mano sin que él se la ofreciera.
– Para ser perfectamente sincera, me ha disgustado la enfermedad que tienen estas apestosas bestias-confesó ella, y le sobó el dorso de la mano con el pulgar mientras lo guiaba entre los árboles-. Qué bueno tocar la carne de un ser humano normal. Lo que dije acerca de que vengo de otra realidad no fue para que me hagas parecer tonta, Samuel. Es la verdad. Vengo del mismo lugar del que una vez vino tu padre. Este mismo planeta, en realidad. Hace dos mil años. El mundo era mucho más avanzado entonces. La maldad no era tan evidente. El bien tampoco era menos obvio. Creo que todo terminó en mala forma, a juzgar por lo que veo aquí. Todas las ciudades y los autos, las carreteras, las selvas de cemento… desaparecieron. Ambos jóvenes salieron de los árboles en el extremo opuesto, y contemplaron los terrenos que se extendían hasta donde podía ver la vista.
– ¿Ves este mundo? Es un lugar sencillo comparado con lo que una vez fue. Gobernable.
Y te guste o no, querido Samuel, tú y yo hemos sido elegidos para gobernarlo -anunció ella, soltándole la mano y deslizándole el brazo alrededor de la cintura, mirando aún hacia abajo-. Por lo menos la gobernaremos los pocos días que siguen. El no estaba seguro de qué decir a eso.
– Quizás no te gusten los shataikis, pero tienen algo en común contigo -aseguró ella cambiando de tono.
Estaba claro que él debía preguntar qué, y lo hubiera hecho, pero tenía la mente en la mano de la joven, que ahora le masajeaba suavemente la espalda en una tierna demostración de disculpa. ¿Creía ella que él era un niño fácilmente manipulable?
– Los shataiki, igual que tú, desprecian a las hordas.
– Junto con el resto de la humanidad -completó él.
– De acuerdo. Pero también igual que tú, ellos desean destruir a las hordas, y me han dado poder para ayudarte a hacerlo. Él no supo qué hacer con esta afirmación.
– No tengo interés en ocupar tu lugar, Samuel. Te ayudaré, solo si eso es lo que quieres -declaró ella volviéndose hacia él, acercándosele y mirándolo a los ojos-. Y no mentiré, no me importaría un poco de compañía en el proceso. La proximidad de la mujer era tan directa y tan transparente que él perdió la noción de la motivación de ella por traicionarlo. ¡Debía hacer que le quitara las manos de encima, y pedirle que se fuera! Pero no lo hacía, no todavía. ¿Y si era cierto lo que había dicho?
– Nuestros objetivos son los mismos, Samuel -continuó ella, escudriñándole los ojos de esa manera-. En el fondo somos iguales. Ambos albinos, ambos con el mismo odio por las hordas, ambos llamados por poderes más allá de nuestra comprensión. Estamos hechos para estar juntos.
Ella es una bruja, Samuel. Te usará y te dará por muerto. No obstante, se le entrecortó la respiración.
– Odio a las hordas porque han hecho la guerra a mi pueblo desde que tengo memoria -afirmó él-. Si has venido de las historias, ¿por qué albergas tanto odio por aquellos que no te han hecho daño?
La mente de él daba vueltas en los ojos de ella; en los suaves labios, en la mandíbula perfecta. Pero, por encima de todo esto, en las palabras. Tan perfectamente ubicadas, tan perspicaces. Lo suficiente para ponerle el alma en vilo.
– No seas tonto, Samuel -anunció ella acercándosele más al rostro; hablaba en voz baja como ronroneando, pero los ojos le refulgían con pasión-. Todos queremos lo mismo, ¿eh? Nacimos para la satisfacción, para el placer, para el poder; para vivir o morir en el intento, ¿no es ese el lema de un luchador?
¿Lo era?
El chico se puso a sudar, sabiendo muy bien que la joven lo estaba manipulando. Pero no lograba recordar qué partes de las sugerencias de ella no coincidían con los propios deseos de él.
Janae le tocó los labios con los suyos, no tanto como un beso sino como un contacto ligero, pero aquello hizo que la mente se le pusiera totalmente en blanco.
– Di que sí, Samuel -susurró ella-. Esto es lo que quieres. Lo que necesitas tanto como yo. Dile a Eram que no debería esperar otro día.
– Llevar hoy el ejército -intentó preguntar él, pero le salió como una declaración.
– Si marchas toda la noche podrías estar en los desfiladeros occidentales mañana al ponerse el sol.
– Los demás se han ido a la Concurrencia. Yo debería hablarles.
– Deberías hablarles -susurró ella-. Samuel, hijo de Hunter.
– Algunos nos seguirían.
– No, Samuel. Muchos te seguirían. Me lo han asegurado.
Los que aseguraran eso solo podían ser shataikis, sus más fabulosos enemigos, pero en ese momento este último detalle parecía extrañamente trivial. El joven le rodeó la cintura con los brazos y la atrajo. Los labios de ella eran más suaves de lo que él había imaginado, y por unos instantes se sintió como un chiquillo descubriendo el amor por primera vez. Ella lo besó ávidamente, y él supo que no podía negársele a la mujer que tenía en sus brazos.
Peor aún, no quería hacerlo. Cómo habían cambiado las cosas en solo unos cuantos minutos. Eram tenía razón. Janae tenía razón.
El momento de cambiar el mundo no iba a esperar.
– Di sí, Samuel. Dime que sí. Quiero oírlo.
Despojado de toda razón para rechazarla, lo dijo en voz baja y sin oposición.
– Sí.