CHELISE PERDIÓ la noción del tiempo mientras seguía al roush a través del bosque, henchida de renovada energía y anhelo. Hasta el caballo parecía haber ganado fortaleza, un vigor casi antinatural para ir tras este ángel de misericordia que volaba por encima de las ramas, a veces visible y a veces no.
Ella sabía que llegarían pronto al desierto, y entonces habría menos obstáculos y el sendero hacia el círculo sería más seguro.
Las criaturas se están mostrando otra vez, se dijo. Algo está sucediendo. El mundo está repleto de tinieblas porque sabe que algo está ocurriendo. Está a punto de cambiar. Los pensamiento se repetían una y otra vez, y ella se aferró a ellos como si fueran una cuerda hacia el mismo Elyon.
Chelise perdió de vista al roush en una sección espesa del bosque, y con un poco de pánico se preguntó si la había abandonado. Luego salió de la arboleda y se enfrentó al desierto abierto.
La blanca criatura se hallaba en lo alto de una duna a menos de cincuenta metros de la línea de árboles, observándola.
La mujer acercó más el corcel. Subió la ladera y se detuvo como a siete metros del roush.
– Acércate, cariño -pidió él.
Dios mío, Dios mío, el roush estaba hablando. Chelise no se podía mover.
– Está bien. Sé que debo aterrarte mucho. Como un fantasma en la noche.
– No -barbulló ella-. No. Yo…
No logró hallar las palabras para expresar su gratitud al ver este roush después de tanto temor y duda.
La criatura la miró por un momento más prolongado, luego marchó al frente bamboleándose en larguiruchas piernas difícilmente hechas para caminar. Se detuvo a tres metros de ella.
– Soy Michal, y estoy aquí para animarte -pronunció en voz baja y consoladora-.
Vengo…
Ella no oyó más porque estaba bajando del corcel a la arena, avanzando torpemente, ansiosa por conocer, sabiendo realmente que esto no era producto de su imaginación, sino un verdadero y peludo roush blanco.
Se las arregló para volver en sí antes de correr hacia él, sintiéndose tonta de repente.
Pero en vez de retroceder, el roush extendió las alas.
– Adelante. Parece que en estos días todos quieren asegurarse tocando.
La mujer le tocó la curtida piel. Pasó los dedos sobre el pelaje a lo largo del lomo del ala. Luego se puso de rodillas, sollozó y le agarró ambas alas. Michal se acercó más y Chelise le abrazó el peludo cuerpo. Era real, muy real. Y suave, como algodón velloso. Solo cuando él tosió, a ella se le ocurrió que podría estar dejándolo sin aire. Lo soltó y retrocedió.
– Lo siento. Lo siento.
– No te preocupes. Así sucede -declaró él, bamboleándose hacia la derecha, luego la miró-. Sí, querida, sí. Todo es muy real, no pierdas eso de vista. El mundo está ahora más tenebroso de lo que ha sido. Si solo supieras la traición que se está conspirando en el bosque negro, temblarías.
– Ya estoy temblando.
– Entonces cobra ánimo -pidió él arqueando una ceja-. Si yo soy real, también lo es Elyon. Y si él lo es, también lo es su propósito.
– Entonces, ¿estará Thomas bien? ¿Samuel, mi padre… todos ellos estarán bien?
– No he dicho eso. Las tinieblas demandan un precio…
– ¿Qué precio?
– No te puedo decir lo que acontecerá. Francamente, no lo sé. Pero Thomas no es tonto. Confía en él. Haz lo que debas hacer. Llénate de valor; detrás de toda esta oscuridad hay luz desbordándose. Tendrás que confiar en mí.
– ¿Pero por qué? -objetó ella, y supo que estaba al borde del sacrilegio, siendo muy atrevida, pero era lo menos que podía hacer después de días de temer lo peor sin un asomo de esperanza-. ¿Por qué Elyon nos obligaría a enfrentar tal lobreguez y tragedia? Durante diez años hasta ahora hemos huido, hemos muerto y, sí, hemos danzado en medio de la noche para olvidarlo todo, pero aún nos ronda el horror. ¿Por qué? Michal frunció el ceño.
– Me apenan en gran manera tus problemas, hija -manifestó, y poco a poco se le formó una suave y empática sonrisa-. Sin embargo, ¿no están siempre los amantes t entados a buscar otro amor? Ustedes los humanos son amantes, ¿verdad? Por tanto, tienen la horrible tendencia a rechazar a aquel que los amó primero, y siguen tras embriagadores fragancias. La maldad es un amante celoso que intentará destruir lo que no puede poseer, de modo que ahora el mal está expresando lo propio. Pero no deseches el poder de un corazón leal. Lo verás. Ten esperanza.
– ¿Cómo puedo confiar cuando la maldad cobre su precio?
Michal la miró por un momento, y luego, sin responder, comenzó a dar media vuelta.
– Date prisa, Chelise. El mundo te espera.
¿Para qué?
– Vendrán por ti en el desierto. Espéralos -anunció él, y saltó al aire vejando en medio de la noche.
– ¡Espera!
– ¡Valor, Chelise! -recordó él-. ¡El mundo te espera!
¿Quién iba a venir por ella?
ESTAR ANTE la reina Marsuuv era como estar en la presencia de Dios. La enorme biblioteca subterránea estaba iluminada por tres antorchas que alumbraban miles de libros antiguos a lo largo de los muros; el techo estaba cubierto con un musgo negro. Pero Janae solo sentía intriga ante lo que veía. Marsuuv expulsó otro aroma, más fuerte incluso que la mucosidad, que atrajo a la joven como un trébol atrae a una abeja.
Ellos habían descendido en silencio por un prolongado tramo de escalones de piedra que los llevó a uno de varios túneles cortados horizontalmente debajo del lago. Las llamas iluminaban las paredes muy gastadas del pasadizo, interrumpido por puertas de hierro que encerraban salones más pequeños: Un cuarto de almacenaje lleno con artefactos que Janae no lograba ubicar, un estudio más pequeño con un escritorio del que habían crecido raíces por todas partes, y un atrio que conducía a otro túnel.
Pero Billy se lo tomó todo con calma, aparentemente atraído por una fuerza superior a él. Quizás su conexión con Ba’al.
Los cuatro libros perdidos se hallaban en la biblioteca sobre una gran plataforma de piedra, cierta clase de escritorio, con dos candeleros deslustrados de plata labrados que simulaban cruces invertidas.
Marsuuv estaba sobre un gran lecho de enredaderas rojas más allá del escritorio de piedra. El labrado en la roca cubierta de musgo detrás de Billy explicaba las cruces sobre la plataforma del lago. Había tres garras engarzadas cavadas en la viga de la cruz invertida, una demostración de dominio. Las zarpas eran tan largas y estaban tan entrelazadas que parecían números seis. Sus puntas parecían haber perforado la pared, exhibiendo pequeños riachuelos de un fluido negro.
La reina Marsuuv se hallaba en el borde del lecho con sus propias garras colgándole casi hasta el suelo. El pelaje negro parecía bien cuidado, no con partes peladas como los otros shataikis que ellos habían visto. En realidad muy hermosa. Tenía la cabeza grande, como la de un lobo o la de un murciélago frugívoro, con labios rosados que le cubrían holgadamente agudos colmillos. Sus ojos rojos miraban como canicas, brillantes, sin pupilas. Janae pensó que con solo mirar esta criatura se la encontraba magnífica. Absolutamente asombrosa.
Janae permaneció al lado de Billy frente a la bestia, consciente de estar temblando. La mezcla de emociones que le recorrían la mente le debilitaron las piernas. La reina era maravillosa, pero ni siquiera alguien tan cautivado como Janae podría mirar esta escena y no luchar con oleadas de terror, y no estaba segura si debía prestar más atención a sus anhelos o a su miedo.
– Hola, Billy -saludó la reina con suave y seductora voz que ronroneaba-.
Bienvenido al hogar.
Billy cayó sobre una rodilla e inclinó la cabeza, sin palabras. A Janae le sorprendió que Marsuuv se fijara en Billy y no en ella. Había puesto la mirada en Billy desde el principio.
– Soy tu siervo -logró expresar Billy-. Tu amante.
– ¿Estás seguro? -preguntó una voz áspera; el siniestro sacerdote Ba’al estaba de pie en una entrada a la derecha de ellos con los brazos cruzados dentro de una capa negra; entró y se detuvo ante ellos, viéndose aun más demacrado de lo que Janae recordaba-. ¿Estás seguro de saber en qué te estás metiendo, enclenque humano?
– Él es mío, Billosssssss -reclamó Marsuuv.
El sacerdote miró a Billy por un largo instante. El rostro se le contorsionó poco a Poco en una expresión de dolor y tristeza. Una lágrima le brilló en la mejilla izquierda, y clavó el rostro entre las manos, llorando ahora.
La escena ocurrió de forma tan inesperada que Janae sintió una intensa oleada de simpatía por el pobre ser.
– Te ruego por favor que lo reconsideres -suplicó Ba’al bajando las temblorosas manos y avanzando a tropezones ¿Qué he hecho para merecer esto? ¿Me estás descartando por este albino?
Marsuuv solo se quedó mirándolo.
– Te desafié una vez, lo reconozco, pero observa la historia de él y verás lo mismo.
Todos te desafiamos una vez antes de acoger las tinieblas -contraatacó Ba’al; las palabras le salieron casi sin respirar-. Me ataste y me azotaste, ¡y aun así aprendí a amarte! Me diste una razón para vivir como tu único amante. «Tráeme los libros, tráeme los libros», dijiste. ¿Y ahora que te los he traído me desechas? No puedo vivir así.
– Billossss -siseó Marsuuv-. Siempre tan impetuoso.
– ¡No soy Billos! -gritó Ba’al, con el rostro hecho un revoltijo de mocos y lágrimas-. Soy Ba’al.
– La vida que tienes como Ba’al vino de mí. Tienes mi sangre. Eres mío.
A Janae se le tensó el estómago.
– Por favor… -rogó Ba’al apoyándose en una de las columnas, bajando la voz-.
No me deseches por favor. Haré… cualquier cosa.
– ¿Te unirás a mí en el infierno?
– Solo di la palabra, amada mía -manifestó el sacerdote corriendo alrededor de la mesa, agarrando una de las zarpas de Marsuuv, y cayendo a sus pies-. Di la palabra para que podamos estar juntos en el infierno eterno.
La reina emitió una risita contenida. Luego ronroneó. Levantó la garra, poniendo de pie al hombre. Ba’al se encaramó al lecho, aferrándose ahora a la zarpa de la bestia con las dos manos. Lanzando una mirada a lo alto para asegurarse de ser aceptado, y no rechazado, Ba’al se reacomodó contra la parte baja de la peluda bestia y se acurrucó, sollozando dócilmente.
Billy aún estaba de rodillas, llorando con Ba’al mientras Marsuuv lo observaba. Janae creyó que Billy comprendía el sufrimiento de Ba’al más de lo que ella pudiera saber. A Billos lo habían retenido y torturado hasta convertirse poco a poco en el infeliz individuo llamado Ba’al. Billy había sentido ese dolor cuando los dos fueron uno. ¿Y qué de ella? ¿Estaba aquí en una misión ridicula, encallada en una dimensión extraña, otra víctima del apetito insaciable de esta horrible bestia? Le bajó calor por el cuello. ¿Había cometido una equivocación? Había entrado voluntariamente a este infierno, ¿y ahora tendría que pagar por eso como lo hiciera Ba’al? Y Billy…
El estúpido simplemente seguía arrodillado allí, llorando como un bebé.
– ¿Qué? -refunfuñó Billy-. ¿Qué quieres? No puedo vivir de este modo. ¡No puedo! He visto la luz; he saboreado el bien; no merezco vivir.
Marsuuv recorría distraídamente con la garra el cuerpo de Ba’al.
– Qué alma tan atormentada. Pero has acudido a mí. Yo calmaré tu dolor y te llenaré con un nuevo placer que desearás ardientemente. Nada será igual ahora, Billy. El pelirrojo cerró los puños, echó la cabeza hacia atrás y gritó hacia el techo en angustia. La voz le resonó por todo el salón, Janae quiso decirle que dejara esta vergonzosa demostración de debilidad, pero sabía que su consejo significaba poco aquí. Ella era la desechable en el salón.
Finalmente, Billy se quedó sin aliento y se tranquilizó. Marsuuv codeó ligeramente a Ba’al, luego lo apartó a la fuerza.
– Déjanos.
– ¿Mi señor? -exclamó Ba’al aterrado, empezando a llorar otra vez-. ¡Por favor!
– ¡Déjanos! -gruñó Marsuuv estremeciendo el salón, y Janae dio un paso atrás; el pulso se le aceleró.
Había algo en esa mandíbula, en esos labios rosados, en esos colmillos, algo que la emocionó. La fragancia de la sangre… ¿Podría esta sangre estar saliendo de la boca de la bestia?
Ba’al dio media vuelta, levantó la capa y salió corriendo del salón, tratando de contener los sollozos de arrepentimiento.
Marsuuv observó a Billy.
– Ven aquí, hijo de Adán -ronroneó.
Por un momento, Billy no dijo nada. Janae pudo imaginar el temor que le corría al joven por las venas.
– Déjame quitarte el dolor, Billy. Déjame darte placer.
Billy se levantó y luego caminó lentamente hasta el escritorio de piedra donde estaban apilados los cuatro libros. Se detuvo frente a la bestia.
– ¿Por qué lloras, amado mío? -preguntó Marsuuv levantando las garras y acariciando las húmedas mejillas de Billy-. Has sido escogido para una tarea que es la envidia del mundo.
– ¿Cuál? -inquirió él exhalando.
– Teeleh te la dirá. Regresarás pronto. Tenemos poco tiempo para estar juntos, bebemos atesorar cada momento.
Billy temblaba de pies a cabeza, y a Marsuuv parecía agradarle eso. Las zarpas tocaron la cabeza, los brazos y el cuello del pelirrojo como si estuvieran hechos de una delicada membrana que se rompería con la más leve presión.
Janae sabía que Billy y Marsuuv compartían un vínculo especial del que ella no participaba. Era la maldad, y hacía mucho tiempo que Billy la había acogido en el pensamiento.
La verdad de esto comenzó a carcomerla como un cáncer enfurecido, y entonces empezó a temer por sí misma. ¿Cómo podía permanecer ante tan aterradora escena y sentir esos celos? Debería ponerse de rodillas, mostrando respeto. La ira de Janae terminaría mal. Ella diría o haría algo que desataría la furia de la bestia. Pero Marsuuv aún no tenía tanto conocimiento de la joven. En realidad ahora que pensaba al respecto, inclusive allá atrás en el claro la mirada de la bestia se había posado en Billy, no en ella. Estaba segura de eso.
Janae no era más que un ratón enjaulado para la próxima cena. ¡Se había internado en esta pesadilla para servir de alimento a esta horripilante bestia! Y sin embargo, no había nada en ninguna otra parte del mundo, ni en su mente, donde la muchacha quisiera estar sino aquí, frente a la verdad, la fragancia, la fuente de su propio deseo.
– ¿Qué hay de mí? -inquirió ella.
La bestia le hizo caso omiso. La larga lengua salía rápidamente y lamía las lágrimas de las mejillas de Billy. Esta demostración de afecto combinada con el aroma a sangre del aliento de Marsuuv resultó ser demasiado.
– ¿Soy solo un pedazo de carne aquí? -gritó la muchacha, dando un paso adelante, íuriosa.
Marsuuv giró de repente la cabeza para mirarla por primera vez, emitiendo un ruidoso refunfuño que chasqueó en el aire.
– ¡Paciencia, humana!
La envolvió el aliento de shataiki, con el cual venía la fragancia, tan fuerte ahora que a Janae le volvieron a brotar lágrimas.
– El deseo es muy fuerte, ¿es eso, hija de Eva? ¿Tan solo una probadita?
– Sí -contestó ella con voz entrecortada.
La reina se desplazó en el lecho de enredaderas de tal manera que ahora todo el cuerpo enfrentaba a Janae.
– ¿Sabes cómo nos reproducimos, Janae? Transportamos sangre en nuestros colmillos.
Por supuesto. Sí, por supuesto.
– Ahora estás en mi nido, donde pongo huevos no fertilizados que se convierten en larvas. Cualquier shataiki, menos una reina, puede darles vida; lo único que se necesita es una sola gota de sangre. Un solo mordisco.
Janae encontró las palabras irresistiblemente seductoras. No estaba segura de por qué; lo que Marsuuv había manifestado sobrepasaba todo lo que la chica sabía hasta ahora acerca de su propia existencia.
– Te preguntas por qué ansias esta sangre, ¿no es así, hija?
– Sí -gimoteó ella, acercándose.
– Una vez hubo doce de nuestros bosques, cada uno un nido para una reina. Un bosque fue quemado, y la reina Alucard nos abandonó. Y cuando Alucard salió de nuestro mundo entró en el tuyo, dos mil años antes de que nacieras, según vuestros calendarios. No había shataikis para que le fertilizaran sus larvas. Pero halló un modo de satisfacer su necesidad de descendencia inyectando su propia sangre en una mujer. Nos enteramos de esto en uno de los libros sangrientos, el diario de San Thomas el Beast Hunter, donde se cuenta que una raza de mestizos fue creada y que extendió su semilla sobre la tierra. Llamó vampiros a los descendientes. Vástagos. Ella supo a dónde iba la reina, y eso la aterró.
– Tú, Janae, ansias la sangre porque después de muchas generaciones lejanas tu padre fue un mestizo. Por tus venas aún corre sangre shataiki. Eres una cría -afirmó Marsuuv, y continuó luego de una pausa-. ¿No te estimula eso? La reina hablaba amistosamente, atrayéndola con la mirada y el suave movimiento de las zarpas.
– Sí.
Janae pudo saborear en su propia lengua un rastro de sangre, la que deseó con ansias. Hasta la sangre de Billy… tenía rastros del mismo sabor irresistible. Sangre shataiki.
Mientras se acercaba, una voz distante le susurraba una advertencia: Se trata de la maldad, Janae. Maldad cruda y sin destilar, como las larvas. Has entrado al infierno, y estás rogando beber del mal.
.-Ven, adorable mía -ronroneó Marsuuv-. Ven, prueba y ve que soy la maldad.
La reina saltó del lecho y se colocó a cierta distancia de los libros perdidos sobre el escritorio de piedra. Un altar, vio la joven ahora. Era el altar de la bestia.
Janae se volvió por el costado de Marsuuv y alargó la mano hacia la zarpa. La reina se inclinó para que la muchacha pudiera sentirle el aliento; el poder de esa cálida racha de aire eliminó en ella todo deseo de resistencia. Comprendió las ansias de Ba’al de estar con esta magnífica bestia.
La joven se inclinó de modo instintivo y le tomó el pelaje con los dedos, anhelando acercarse. La bestia reaccionó como un animal de cuerda, levantándola del suelo y poniéndola sobre la piedra. A Janae le bajó un dolor por la espalda. La bestia saltó al altar, agarrando el borde profundamente rugoso con sus largas zarpas. Se encorvó sobre la mujer y la miró con intensidad.
– Quieres más -resopló la bestia-. Más. Por esto se te eligió.
Janae comenzó a llorar de agradecimiento. Siempre había sabido que había algo malo en ella. Algo diferente. Sus gustos únicos por aventura, por placer, por más, siempre más, eran mucho más pronunciados que en las demás personas. Ahora comprendía.
Era la sangre. Sangre shataiki. Su propio padre le había transmitido estas ansias.
– Por favor… -titubeó, agarrando el cabello de la criatura y tirando de ella-.
Por favor…
– Lo anhelas. ¿Anhelas ser hija de Teeleh?
– ¡Sí!
– ¿Maldecir a Elyon y abrazar la maldad para siempre?
– ¡Sí!
La quijada de la bestia descendió lentamente, y Janae estiró el cuello. Sintió los colmillos tocándole la piel.
Entonces Marsuuv, reina del duodécimo bosque, mordió la carne de Janae y le inyectó sangre en las venas. El poder que inundó el cuerpo de la joven la hizo estremecerse como una rata moribunda.
Se le abrió la mandíbula y gritó. Con dolor, con placer, con el terror de la maldad cruda.
Marsuuv liberó los colmillos que aún goteaban sangre de Janae. Luego le clavó tres garras en la frente para marcarla como su propiedad, se estremeció de satisfacción, y lentamente bajó de la mesa, dejando que se convulsionara sola.
Billy estaba expresando algo, protestando, pero Janae no podía fijarse en él porque los nervios se le habían incendiado. Ahora sin dolor, necesariamente, pero con sensibilidad. Podía sentirlo todo: La piedra helada debajo de ella, el movimiento del aire a su alrededor, los pinchazos de dolor en el cuello; el aroma de las llamas, la sangre, el sudor, los mocos, todo. El dolor se le había convertido en placer, y ella apenas podía abarcarlo todo.
– En el momento adecuado, mi amor -estaba explicando Marsuuv-. Todo en el momento adecuado. Levántala.
Las sensaciones se atenuaron, dejándola exhausta y feliz. Manos la jalaban de la capa, y abrió los ojos. Billy estaba inclinado sobre ella, zarandeándola.
– Billy -exclamó ella sonriendo.
– Levántate.
Ella lo miró, perdida en el momento.
– ¡Levántate! -ordenó él bruscamente.
Janae se sentó, perdonándole el arrebato de celos. Saltó del altar, sintiéndose más viva y con más energías que nunca. Una imagen de un cadáver arrugado de Ba’al le cruzó por la mente, pero ella la rechazó sin pensarlo dos veces. Ella no era Ba’al. Janae miró a Billy, consciente de lo poco que le apetecía ahora este humano. Le pareció insignificante y digno de compasión, un tipo enclenque que había sucumbido al deseo ardiente por la maldad, no muy distinto de ella misma, excepto en que ella se había criado para eso. ¿Cuál era la excusa de él?
Billy fue el autor, le susurró la voz interior. El es ahora tu amo. La joven dio la vuelta, negándose a aceptar la idea, y se puso frente a Marsuuv, que se hallaba otra vez en su lecho de enredaderas.
– ¿Quieres ponerte a prueba? -preguntó la reina.
Marsuuv tenía que saberlo de algún modo. Quizás su mente se había unido a la de ella mientras la bestia se alimentaba con la sangre de la muchacha. Janae extrajo las tres ampolletas del costado del sostén femenino y las puso sobre el altar. La reina alargó el brazo hacia los frasquitos y los acarició con la punta de la zarpa.
– Infórmame -pidió.
– El marcado con adhesivo blanco es vacuna Raison B. Tiene el poder de destruir toda forma de vida. Billy y yo somos inmunes ahora.
– No puede matar albinos ni mestizos -objetó Marsuuv-. Ninguno que se haya bañado en los lagos. ¿Sabía la bestia acerca del virus?
– El virus se origina en la sangre de Teeleh -explicó la reina al verla arquear una ceja-. Solamente empeorará la enfermedad que ya tienen las hordas.
A Janae le daba vueltas la cabeza.
– ¿Y las otras afecciones? -exigió saber Marsuuv.
– El frasco marcado con cinta negra es ébola asiático. Letal para todos menos para Billy y para mí. Nos han inoculado con una vacuna como a todos en nuestro mundo. La última ampolleta, según está etiquetada, es una muestra de sangre de Thomas, la cual los dos tenemos también en nuestro sistema.
La bestia reaccionó a la mención de Thomas con una sacudida de cabeza.
– Él está en Bangkok -informó Janae, preguntándose cuánto sabrían los shataikis.
– Así que ha llegado el tiempo -comentó Marsuuv retrocediendo lentamente-.
Los humanos decidirán. Podemos destruir la tierra, podemos sacarles los ojos, podemos susurrarles en la mente, podemos violar, saquear y quemar, pero al final solamente los humanos pueden destrabar su destino.
– Y ahora te traemos las llaves hacia ese destino -intervino Billy.
– Tú no, Billy. Mi señor tiene otra tarea para ti. En cuanto tú y yo nos hayamos conocido mejor. Billy lanzó una mirada furtiva a Janae.
– Pero Janae -volvió a sonar la gutural voz de Marsuuv-, tú serás nuestra nueva Eva. Juntos los destruiremos a todos, y el mundo sabrá que los humanos pertenecen a Teeleh.
Ella anhelaba su sangre.
– Vas a encontrar a Samuel. Sedúcelo. Seduce a los mestizos -dijo, escupiendo flema-. Seduce a los albinos. Ha llegado la hora de que el dragón consuma a su joven.
Agarró el vial de ébola asiático del altar y se la guardó, sin tocar la sangre de Thomas.
– No necesitas esto. La variedad Raison te dará el poder que necesitas.
– ¿Y qué pasa con los mestizos? -preguntó ella-. Con los albinos.
– Morirán.
– ¿Cómo, si mi veneno solo afecta a las hordas de pura sangre?
– ¿Te parezco tonto? -dijo encolerizada la bestia-. Haz lo que digo.
– ¿Y yo? ¿Voy a morir?
– Tú serás también mi amante -dijo pausadamente, subrayando cada palabra.
El deseo de Teeleh era destruirlos a todos y empezar de cero con Billy y Janae, sus nuevos amantes en su propio retorcido jardín.
Todo encajaba. La única razón por la que los shataikis todavía no habían destruido a la humanidad era porque solo los humanos podían hacer eso. En ese sentido, las personas eran más poderosas que los shataikis. Incapaces de llevar a cabo su venganza contra el mundo, los shataikis se habían escondido, esperando su hora. Y había llegado la hora. Janae tenía en su mano el virus que iba a destruir a las hordas y a dejar a Teeleh la destrucción de los eramitas y los albinos. Marzuuv la miró fijamente.
– Ve, y lo que tienes que hacer hazlo pronto.