EL VALLE de Miggdon pasaba a través de ochenta kilómetros de elevadas mesetas, donde crecían en abundancia los árboles de higos que le daban el nombre. Pero aquí en la cabecera se asemejaba más a un cañón encajonado. Cuatro laderas descendían hasta una inmensa cuenca de la que se sabía que se inundaba cada pocos años cuando una rara lluvia visitaba esta parte del mundo.
Samuel estaba sentado en un caballo al lado de Eram y Janae, examinando la situación de lo que se había convertido en su campo de batalla. Qurong no había intentado ocultar su ejército sobre la cima oriental. Sus guturales montaban briosos corceles a todo lo largo del valle, mil a lo ancho según los cálculos del joven. Y al menos doscientos hacia el fondo.
Doscientos mil de caballería en la cuesta lejana, solo a mil metros de distancia. Las diferencias entre los tres ejércitos eran pronunciadas. Las hordas usaban toda clase de caballos, no intentando ya confundirse con las arenas del desierto. Tanto eramitas como albinos preferían caballos de color claro. La diferencia se extendía a sus uniformes de batalla. Donde una vez los guardianes del bosque preferían cuero oscuro para mezclarse en los bosques, ahora se defendían con flechas y espadas dentro de vainas color habano, casi igual a los eramitas, cuya infantería principal además usaba cascos.
La pelea era de oscuro contra claro, siendo hordas los oscuros, y los claros tanto eramitas como albinos.
Pero más allá de este contraste, eramitas y hordas parecían casi idénticos. Unos y otros usaban armaduras más pesadas que les cubrían las articulaciones, porque la enfermedad de las costras les hacía doloroso cualquier movimiento apresurado. Los eramitas que masticaban la entumecedora nuez escarabajo sufrían menos dolor, pero no se había comprobado lo ventajoso que podría ser esto en el campo de batalla.
La mitad de guerreros de las hordas portaban altas guadañas y lanzas, levantadas como esqueletos chamuscados de árboles tras un incendio en el bosque. Se hallaban imperturbables sobre sus caballos oscuros, como si solo verlos sugiriera fatalidad a cualquiera que no se atreviera a huir.
Qurong había dividido su ejército horda en cuatro clases de combatientes:
Los guturales. Combatientes élite de Qurong, que preferían arcos y largas espadas, casi siempre peleaban desde sus cabalgaduras. Estos eran los encostrados que llevaban más de diez años acosando a los albinos con devastadoras consecuencias. Los soldados rasos. Tanto de caballería como de infantería, estos soldados estaban entrenados en el combate cuerpo a cuerpo, usaban lanzas y mazas o espadas largas, toda arma pesada que no requiriera velocidad a fin de matar con un solo golpe. Una bola con púas al final de una cadena de metro y medio no requería reflejos veloces para hacerla oscilar con cierta fuerza. Pero, al ponerse al alcance de una de esas mazas, las afiladas cadenas o las púas mismas podían arrancar un brazo o una cabeza. Arqueros de infantería. Aunque sus flechas de bambú podían ser mortíferas a poco menos de cien metros, no siempre daban en el blanco y eran casi inútiles una vez que dos ejércitos chocaban. En este campo de batalla, Qurong solamente los utilizaría cuando los eramitas estuvieran atrapados en campo abierto, a menos que estuviera dispuesto a sacrificar sus propios guerreros en una descarga cerrada de flechas. Los lanzadores.
El grupo final era considerablemente el más pequeño, quizás de dos o tres docenas de catapultas que arrojaban bolas encendidas de paja humedecida en la resina de árboles de qaurkat. Las bolas de un metro de diámetro se despedazaban al impactar, empapando un radio de cinco metros con el combustible pegajoso y llameante. Samuel contó doce de ellas en el borde oriental. Tendían a averiarse, por lo cual era necesario reemplazarlas rápidamente por otras en reserva. Este era el ejército horda, parecido al eramita, excepto por la diferente protección y la ausencia de artillería, que era muy difícil de transportar.
La habilidad de los cinco mil albinos, por otra parte, ponía en ridículo tanto a las hordas como a los eramitas. Dejaban libres todas las articulaciones para facilitar el movimiento. Ya fuera a caballo o a pie, contaban con velocidad y fortaleza, y preferían espadas de tamaño mediano en manos de expertos combatientes. Llevaban cuchillos para lanzar, de los cuales un solo guerrero llevaba hasta diez a un combate, además de arcos mortalmente exactos con flechas más cortas para confrontaciones de corto alcance.
Nunca en la historia los tres enemigos se habían enfrentado en un campo de batalla, y Samuel consideró ahora la organización de los acontecimientos con una mezcla de orgullo y temor.
Durante meses, Samuel había deambulado por el desierto, evadiendo los bosques con su guardia leal mientras visualizaba el tiempo en que volverían a la guerra. Pero nunca había concebido esta enorme congregación de ejércitos para lo que solo podría ser un enfrentamiento brutal. Y, sin embargo, aquí estaban, a causa de su exaltado desafío.
Le llegó a la mente una imagen de su padre, pero la rechazó al instante.
– Qurong está allí -comentó Eram, asintiendo hacia el borde sur a la derecha-.
Con por lo menos cincuenta mil de sus mejores guerreros.
– No veo los colores -objetó Samuel, buscando las elevadas banderas moradas que identificaban a la guardia del comandante supremo.
– No, ahora no. Pero créeme, él se encuentra allí. Y desde allí lanzará su primer ataque, no desde el escuadrón principal.
– ¿Cómo es eso?
– Quiere replegarnos. Su única ventaja es el tamaño, pero para usarla tiene que hallar la manera de descender sobre mi ejército.
– ¿Qué tamaño dirías?
Samuel se rascó la erupción que había empezado a apoderársele de la piel. No había pasado por alto el hecho de que su sarpullido hubiera empeorado, no así el de Janae. Ella aún parecía albina. La piel de él, por otra parte, parecía como si hubiera contraído la enfermedad de las costras. Peor aún, ya no podía negar el dolor que se le extendía por los miembros.
Habían pasado muchos años desde que oyera de algún albino que contrajera la condición después de ahogarse. Ni siquiera había sabido que eso fuera posible. Que él supiera, aquello no ocurría, y esto era algo más que la bruja le había transmitido, algún apestoso mal que ella contrajera de los shataikis al ir a prostituirse. De cualquier modo, él no podía decir una sola palabra de esto. Ser albino era su única gran ventaja.
Eram escupió a un costado jugo rojo de nuez escarabajo. Casi todos los eramitas mordían el suave analgésico entre los molares, que les volvía roja la boca. Parecía como si se alimentaran de sangre, pensó Samuel.
– ¿Dónde entonces están los demás?
– ¿Cómo podría saberlo yo? -contestó Eram revisando el desierto-. Atrás en Qurongi, atendiéndose las heridas. O sufriendo bajo una de las maldiciones de Ba’al. Aun con la mitad de la fuerza, son el doble de los que vemos ahora.
Samuel bajó la mirada hacia su propio ejército, que se extendía hasta donde podía ver. Los albinos traidores estaban montados en caballos a la izquierda, algunos pare-¡cían feroces, otros inseguros. No obstante, todos estaban fuertemente armados, y una vez que dieran el primer golpe atacarían con la ira contenida de un pitbull herido.
– Con la mitad de la fuerza -comentó Samuel-, pero el doble de fortaleza.
– Eso has dicho.
– Y has estado de acuerdo. Yo esperaría que la otra mitad de su ejército estuviera a corta distancia.
– Quizás -expresó el astuto líder eramita asintiendo lentamente con la cabeza-.
No hay informes de nuestros exploradores. Pero diré esto por ese viejo simio:
Él no es tonto. Si yo estuviera en sus botas habría escogido este mismo valle. Estas laderas le permitirán usar su ejército a plena ventaja. Sinceramente, de no ser por el veneno de Teeleh, lo reconsideraría.
Samuel miró a Janae, que, indiferente, observaba el valle. La belleza de la joven a la luz matutina le aceleró el corazón.
– Pero tenemos el veneno -objetó; y esta mujer es mi veneno, pensó para sí.
– Enviarán una pequeña fuerza para seducirnos, y morderemos el anzuelo -conjeturó Eram mirando fijamente el enorme ejército de hordas directamente a través del valle-. Les enviaremos el doble, sin veneno.
– Qurong los aplastará con una segunda oleada.
– Atacaremos con toda nuestra fuerza en ese momento, con veneno. Más vale que este aliento de Teeleh funcione, porque sin él enfrentamos probabilidades en contra. Ba’al no es tonto. Sin duda, ese fantasma que se finge ignorante tiene un as debajo de la manga.
– Para un atrevido líder que una vez desafiaras a Qurong…
– Abandoné a Qurong para vivir, ¡no para morir! No cuestiones mi juicio o te degollaré aquí mismo. Lo que menos necesito es un necio insolente que se está volviendo encostrado.
La referencia a la enfermedad hirió profundamente a Samuel, que sintió una gran tentación de estallar de ira. Pero no podía enfrentarse a Eram por eso, no ahora, no cuando ellos estaban totalmente consagrados a un final sangriento.
– Podrías no necesitar a Samuel -expresó Janae con voz melodiosa-, pero me necesitas a mí. Ahora, si ustedes ya han terminado la demostración de hombría, deberíamos continuar con los rituales. Quiero que los albinos vengan primero a mí.
Luego los demás, hasta que el último guerrero haya hecho el juramento y tomado su veneno.
– ¿Albinos? -objetó Samuel mirándola-. Ellos no necesitan tu veneno.
– Todos beben el agua ensangrentada -declaró ella con ojos centelleantes, dejándolo helado-. Todos reciben la marca de la bestia. ¡Todos me juran lealtad! El tragó saliva. Eso era muy equivocado. Sin embargo era correcto.
– Se trata de una enfermedad, no de sangre -corrigió él.
– La enfermedad viene de la sangre de él -advirtió ella, suavizando levemente el tono después de analizar al muchacho-. Seguimos mis instrucciones al pie de la letra. Reunidlos ahora.
– Los albinos primero -ordenó Eram, haciendo girar el caballo; naturalmente, él no era de los que respetaban las razas en un momento como este-. Tú eres su líder; tráelos al estanque.
Entonces se dirigió a su general.
– Prepara a los demás. Si Qurong envía una división al interior del valle, enfréntalos con el doble de su cantidad. Pero ninguno que haya bebido el veneno.
– Entendido.
Samuel le había dado el mando a Petrus, a quien le confiaba la vida, y a Vadal, quien servía como constante recordatorio para los cinco mil de que hasta el hijo de Ronin el anciano se les había unido. Cada uno comandaba la mitad de los albinos, pero al primer aviso Samuel podía intervenir y tomar todo el control. Señaló hacia los dos, y ellos ordenaron que sus combatientes se dirigieran a la retaguardia.
Los caballos parecían sentir el inigualable peligro, donde ejércitos y pueblos completos estaban en riesgo de exterminarse salvajemente. Ninguno dijo nada, pero ahora había susurros entre los albinos. Mil metros separaban a su ejército de uno mucho más grande, y aparentemente tan sediento de sangre como cualquier legión shataiki. Tampoco ayudaba el hecho de que Qurong hubiera escogido el campo de batalla y estuviera esperando aquí.
Pero ellos tenían un regalo de Elyon. El aliento de Teeleh, facilitado por Elyon para aniquilar a las hordas. Algo malo por una buena causa. Guerra. El pensamiento produjo desazón en Samuel.
Pero este era su destino. Esta era su predestinación. El era Samuel Hunter, y todo el mundo conocería su nombre.
Perdóname, Padre, porque he pecado.
Con una sensación de fatalismo, los albinos circundaron el gran estanque a un kilómetro detrás del valle y permanecieron tranquilos, observando todo movimiento e Janae. Dos terceras partes eran hombres y el resto mujeres, y todos eran mejores luchadores de lo que cualquiera de las hordas podría esperar en sus más descabellados sueños.
También eran más inteligentes, pensó Samuel. Sin duda, no pasarían por alto las eriales del malestar de las costras que ahora cubría la piel del joven.
– ¿Cuál es el significado de esta dolencia, Samuel? -preguntó Vadal, siendo el primero en expresar la curiosidad general; el hombre estaba masticando nuez escarabajo.
– Es para probarte, mi amor -declaró Janae respondiendo por Samuel y levantando el frasco para que todos lo vieran; luego lo olfateó-. ¿Tengo la enfermedad de as costras? ¿Y vosotros?
Vadal escupió en el suelo y miró alrededor sin contestarle.
– ¿No? Sin embargo, estuvisteis en el campamento al lado de este veneno. ¿No tenéis fe en el profeta de Elyon?
– ¿Y tú? -preguntó Vadal con la boca roja, mirando a Samuel.
– Ya la has oído -contestó Samuel-. ¿No es verdad que para derrotar el mal es necesario morir primero? Para vencer la enfermedad de las costras debemos pagar un precio. Si dudas, vete ahora.
Los albinos lo miraron como fantasmas perdidos en la llanura. Pero ninguno dio media vuelta.
– Cuando todos hayan participado, hasta el último guerrero, Samuel habrá pagado el precio y la enfermedad lo abandonará. Sacad los cuchillos. Ellos titubearon por un instante, pero lo hicieron.
– Tú también, mi amor -le pidió ella a Samuel.
Él vaciló, luego siguió la orden.
Perdóname, Padre… Perdóname.
– Como señal de tu lealtad a Elyon y a su profeta os haréis tres marcas en la frente o en el brazo -explicó ella desenfundando el cuchillo y haciéndose tres líneas en su propio antebrazo-. Como estas.
Se oyó un estallido de protestas, pero en lugar de reaccionar, ella miró a Samuel y le guiñó un ojo.
– Tres marcas por el Hacedor, el Guerrero, y el Dador, quien os ha traído este regalo para ridiculizar al dragón. Usamos su propia semilla para destruir a sus devotos, ¿no es así?
En diferentes circunstancias algunos, y hasta muchísimos, podrían haber exigido una explicación más extensa. Pero en el valle Paradose se habían tragado el razonamiento de la mujer y por fin tenían a su alcance la destrucción del enemigo. Uno, luego una docena, después todos se pasaron las hojas por la piel como se les había indicado. A la mayor parte les fluía sangre de los antebrazos. Algunos fueron tan valientes que se marcaron la frente.
Con cada corte en su propio antebrazo, Samuel aceptaba el dolor como una forma de absolución.
– Cada uno de vosotros debe beber -expresó Janae escurriendo con mucha ceremonia gota a gota el frasco del aliento de Teeleh en el agua, mientras caminaba a lo largo de la orilla del estanque-. Daos prisa; las hordas esperan su batalla final. Con este veneno en vuestra propia carne, cualquiera que nunca se haya bañado en las aguas de Elyon recibirá su merecido destino cuando se os acerque. Habéis visto el juicio de Elyon en vuestro propio campamento, ahora lo volveréis a ver en un grado que hará que todo el mundo tiemble de miedo ante el mismísimo nombre de Elyon. A medida que cada gota roja salpicaba dentro del agua se esparcía por todos lados con velocidad anormal, dándole un tono morado oscuro a la cenagosa laguna. El aliento de Teeleh parecía estar vivo y nadando en lo suyo.
– ¡Bebed! -gritó Janae, lanzando al agua el frasco, el cual cayó con un sonido sordo; luego ella levantó ambas manos y se volvió para mirarlos-. Bebed, hijos míos. ¡Bebed esta agua y vivid!
Como en el momento justo, un terrible gemido retumbó en el cielo muy por encima de ellos. Un rugido, un grito, ira y tristeza al mismo tiempo. Samuel sintió que una punzada de terror le recorría los huesos. El estruendo cesó y fue reemplazado por el grito de Janae.
– El final está a la mano, ¡hijos míos! Bebed. Bebed. ¡Bebed! -gritaba ella sonriendo al cielo.
Ellos corrieron al estanque desde todos lados, se pusieron de rodillas y bebieron.
Por temor, por venganza, por dolor, por amor.
Pero amaban a la bestia equivocada, pensó Samuel mirando a Janae, que tenía la mirada puesta en él. El muchacho sintió que el corazón le iba a estallar de deseo por ella. Janae saboreó la sangre de su propio antebrazo, sin hacer ningún intento por ocultar su placer.
El no podía resistirla. No ahora, ni nunca. Samuel bajó a tierra, fue hasta donde Janae, y la besó profundamente.
Era hora de guerrear. Era hora de la matanza.