45

HABÍAN CORRIDO por el desierto durante ocho horas, y con cada golpe de los cascos del corcel el corazón de Thomas palpitaba con una expectativa que se había estado fortaleciendo en los últimos veintisiete años.

¡El momento había llegado! Este era el todo.

Todo menos Samuel y Chelise.

Los caballos entraron a una formación natural en total e inagotable galope sobre la arena. Un millón de roushes volaban en lo alto, llenando el cielo hasta donde se lograba divisar. La colorida luz en movimiento continuo formaba un túnel alrededor de ellos, llevándolos hacia adelante. Thomas deseó volver a tocar la luz para nadar en esos colores y zambullirse en las aguas de Elyon llenas de poder embriagador. Pero estos pensamientos eran susurros de promesa; el Guerrero en el corcel blanco que galopaba a toda prisa delante de ellos le acaparaba la mente. No lograba quitar la mirada de Elyon, allí mismo, cien metros adelante, atravesando raudo el desierto con su capa roja volándole por detrás. Al pasar el caballo de Elyon, la arena cobraba vida con la luz, de modo que cuando Thomas y Kara lo alcanzaron parecían estar corriendo a través de una delgada nube de poder puro y claro. Quizás esto era lo que proporcionaba a los caballos esa fortaleza inagotable.

Estaban siendo escoltados en un gran despliegue de prodigio y poder, y ninguno de ellos parecía capaz de pronunciar una sola palabra. No se detuvieron a comer; esta expectativa los alimentaba.

Esta esperanza los sustentaba.

¿Cómo la habían pasado por alto? Como niños deambulando por el desierto, habían perdido de vista la promesa, consumidos con tanta facilidad en la búsqueda de recompensa mediante un sustento diario de migajas desde el cielo. El Israel de Elyon había perdido su sendero.

Pero este poder crujía desde el principio justo al otro lado de la corteza del mundo de ellos. Si solamente lo hubieran visto…

Si el mundo lograra verlo. Pero ellos sí lo vieron, pensó Thomas. Alguien llamado Johnny les había mostrado algunas cosas. El santo les había abierto los ojos. Y pronto Billy, el pecador, los cegaría en una confrontación final.

No estaba seguro de cómo sabía esto, porque este era su hogar y ahora sabía poco acerca del otro mundo. ¿Sabía Kara respecto de Samuel y Paradise? La idea abstracta lo distrajo por un momento. Samuel. ¿Y Samuel? ¡Tan absoluta era su obsesión con el Guerrero que se había olvidado de Samuel y de Chelise! ¡Tenía que salvarlos!

¡Debía encontrarlos y traerlos con él!

Pero entonces supo algo más, como había sabido acerca de alguien llamado Johnny. Había una razón para esta prisa con que corrían por el desierto. Iban tras Samuel y Chelise.

Thomas se inclinó más hacia abajo y presionó con más fuerza; sin embargo, los brillantes colores lo volvieron a engullir, y otra vez se volvió a centrar en su deseo de entrar en el lago de Elyon.

– ¡Corre, Thomas, corre!

Miró a la izquierda y vio que Gabil, un esponjoso roush blanco a quien conociera mucho tiempo atrás, volaba a menos de tres metros de distancia. Los redondos ojos verdes de la criatura centelleaban vívidamente con su naturaleza traviesa.

– ¡Hurra! -exclamó el ser volador haciendo una voltereta en el aire y lanzando una especie de patada de karate a algún enemigo invisible.

Más que oírla, Thomas sintió risa que le bullía desde lo profundo del ser.

– ¿Impresionado, eh? -declaró el roush, y entonces hizo gala de más habilidades, y Thomas vio a cinco roushes más jóvenes detrás de sí, remedándole cada movimiento-. ¡Hurra!

El guerrero había encontrado algunos aprendices.

Thomas se volvió hacia Kara, pensando en mostrarle lo que pasaba, pero vio que frente a ella se hallaba sentado otro roush ayudándole a sostener las riendas. ¿Había estado el roush allí mucho tiempo? Ella no podía quitar la mirada de la cabeza lanuda de la criatura.

Miles de roushes se habían unido a los siete mil albinos, cabalgando o volando con ellos. Y sobre todos volaba uno. Tal vez Michal, siguiendo al Guerrero que corría presuroso por la arena.

Thomas vio por primera vez la enorme espiral de shataikis cuando aún se hallaban lejos del valle de Miggdon. Las bestias se precipitaban a tierra a través de un embudo, una pasmosa escena incluso desde esta distancia. La batalla estaba allí, desaforada, y él debería sentir algún sobresalto, pero parecía no poder desarrollarlo. Gabil y sus jóvenes reclutas, que ya casi eran cien, continuaban con sus payasadas muy de cerca. Nadie parecía remotamente preocupado por este torbellino de masa negra.

De pronto, los roushes de lo alto se elevaron más, por encima de la espiral de shataikis que giraba velozmente, y Thomas se preguntó si iban a atacar desde arriba. El Guerrero los había dirigido hacia el oriente, directamente al oriente, pero ahora viraba hacia el sur, donde se abría el valle de Miggdon. La luz cambiaba de dirección a lado y lado del jinete; los roushes giraron hacia el sur; los siete mil alteraron el curso pisándole los talones al Guerrero.

Las blancas criaturas se levantaron aún más, y la luz colorida se extendió más hacia abajo. Entraban a lo más peligroso del ennegrecido valle, directo hacia el centro de los shataikis. En cualquier momento se les uniría Chelise. Saldría corriendo desde una de las colinas con Samuel a su lado.

Thomas lograba ver ahora todo el valle. Incalculables shataikis plagaban el terreno justo delante. Pero no estaban solos. Había cadáveres debajo de las bestias. Los shataikis se estaban comiendo a los caídos, un mar de muertos. La escena le cortó la respiración, y si el caballo no hubiera estado fijo solamente en el Guerrero, Thomas se habría detenido en seco. Gabil y su séquito se habían ido. Los alazanes de los albinos se apresuraban hacia delante, imperturbables por la carnicería que alfombraba el suelo del valle.

Cadáveres yacían sobre cadáveres, y solo quedaban unos miles que huían de los shataikis que los derribaban metódicamente clavándoles los colmillos en la cabeza. El valle gritaba, un agudo e inhumano gemido desde las gargantas de shataikis. Y Thomas supo en ese momento que él había posibilitado esta misma escena al crear una fisura en el tiempo para Billy y Janae.

Las palabras de Michal le resplandecieron en la mente. Anda al lugar de donde viniste. Crea un camino para que el círculo cumpla con su esperanza.

Pero había más. Y vuelve rápidamente antes de que sea demasiado tarde. Hazlo y quizás salves a tu hijo.

¿Dónde estaba él? ¿Dónde se hallaba Samuel?

¿Y dónde estaba Chelise?

El Guerrero que iba al frente no miraba hacia atrás ni aminoró la velocidad, y entonces mandó un estruendo hacia el centro del valle abajo.

– ¡Thomas!

El miró a Kara, luego le siguió la mirada hacia arriba. Los roushes se hallaban por encima del enorme torbellino de shataikis girando en el cielo, y una delgada sarta de estas bestias se zambullía directamente en el centro de la negra nube. Los roushes cortaron camino entre las bestias, y todo el enjambre de shataikis cambió de dirección, reaccionando ante la intrusión.

El Guerrero en el corcel blanco se paró en los estribos y se ladeó en medio del viento, aún a todo galope. Alzó al aire un dedo de cada mano y gritó su descarga, entonces palmoteo súbitamente las manos. El sonido del palmoteo llegó como un trueno que estremeció el valle.

Los relámpagos zigzagueaban en el cielo.

Y el fondo del enjambre de shataikis estalló encendido en sangre cuando los primeros roushes se abrieron paso. Una luz blanca emanó por el hoyo que habían cortado. Cayó una docena, y luego cien, cada uno ensangrentado en gran manera. Murciélagos negros caían por el hoyo a medida que los roushes los golpeaban en el centro ahora por miles, creando una gran cavidad en el eje de la espiral. Chillando de terror, las alimañas negras al descubierto sobre el terreno abandonaban sus presas y aleteaban alocadamente hacia la relativa seguridad de los que estaban arriba. Todo el enjambre estaba ahora confundido, pero los bichos se mantenían unidos como una pasta, renuentes a huir solos.

El Guerrero Elyon se inclinó sobre el caballo blanco, corriendo más rápido y más rápido con la cabeza inclinada. Los guiaba directamente al interior de este baño de sangre.

Los roushes habían creado su propio enjambre, un túnel en medio de los shataikis, y de pronto la línea de luz en el centro se infló hasta ensancharse, extendiéndose hacia abajo al campo de batalla. La luz golpeó abajo la tierra, evaporando toda carne a su paso. La tierra tembló, luego se dividió. Se abrió un abismo directamente frente a ellos.

Los roushes entraron a la enorme abertura con la columna de luz y desaparecieron. Fluían con la luz, atravesando velozmente el furioso torbellino de shataikis y a aquellos que huían para ponerse a salvo, exactamente al interior de la amplia brecha, como de cien pasos de ancho.

La tierra se los estaba tragando a todos.

El túnel de colores alrededor de los siete mil se estrechó cuando entraron al campo de batalla, dirigidos por el Guerrero. Todo lo que allí esperaba mientras pasaban era consumido por la luz. El Guerrero abrió una amplia franja entre los montones de muertos.

Entonces Thomas vio el destino que tenían, y se le cortó la respiración. Manaba agua del abismo. Agua roja, formando un nuevo lago en el centro del campo de batalla. Los roushes entraban al interior de un boquete verde que remolineaba en el centro del lago, y desaparecían en las profundidades.

Ha llegado el momento. ¡Ha llegado el momento!

¿Pero dónde estaba Chelise?

Thomas movió la cabeza en todas direcciones. Allí estaba Kara, a tres metros a la derecha, radiante como una niña. Más atrás se hallaban Mikil, Johan y Marie, viéndolo pasar hacia el nuevo lago. Los siete mil se inclinaron hacia adelante en sus cabalgaduras, con la mirada fija en el agua como almas deshidratadas observando su última esperanza.

Pero no había indicios de Chelise. Ni de Samuel.

El pensó que podrían estar extraviados. ¡Perdidos! La mera insinuación de esto le mandó el corazón al interior de la garganta. Por encima, los roushes se metían en el centro de este nuevo remolino; por detrás, los siete mil se esforzaban por seguir tras el Guerrero cuyo caballo galopaba a toda velocidad; por delante, el lago los atraía. Pero Chelise no estaba por ninguna parte.

– ¡Elyon! -gritó Thomas; el Guerrero no se volvió ni disminuyó el paso-.

¡Elyon!

Largas opresiones de pánico le entraron en la mente, y volvió a gritar.

– ¡Elyon!

El último de los roushes desapareció bajo el agua, y el agujero en el centro del lago se hundió sobre sí mismo. El agua en la mitad remolineaba en matices verdes, rodeada por un reflejo rojizo.

La luz que se movía continuamente a cada lado de ellos llegó al borde del lago. Curvó hacia abajo y se zambulló en las aguas como si la succionara un poderoso vacío. Un rugido sordo llenó el valle, el sonido de poder puro. Arriba, los negros shataikis se esparcían.

Entonces Elyon llevó al corcel sobre el leve ascenso alrededor del lago, se lanzó desde el lomo del blanco animal y surcó el aire en una zambullida perfectamente ejecutada. El cuerpo siguió a las extendidas manos, y en el instante en que la cabeza entró al agua una brillante luz blanca se extendió bajo la superficie como una onda expansiva.

El Guerrero desapareció en las profundidades.

Thomas iba a seguir a Elyon como lo había hecho antes… Elyon conocía la desesperación con que Thomas necesitaba zambullirse en el agua. ¿Pero dónde estaba Samuel?

– ¡Elyon! -le gritó a las aguas vacías-. ¡Elyon!

Dirigiéndose hacia la ladera, un roush solitario le voló sobre la cabeza, tan bajo que Thomas sintió el aire aleteándole en el rostro. Al instante reconoció a Michal, el líder de los roushes, con la piel manchada de sangre. El albino miró hacia la lejana elevación en la dirección en que Michal volaba y vio que había un rudimentario altar erigido. Un hombre se hallaba de rodillas, con los puños levantados hacia el cielo, gimiendo.

¡Qurong!

– Entra -le gritó a Kara-. ¡Zambúllete en el lago tras él! Yo vendré…

Kara giró a la derecha, siguiendo al roush. Ella apenas necesitaba que la animaran más. Llevó el caballo al borde y se lanzó de cabeza en el lago rojo con una poderosa salpicadura. Las aguas de Elyon se la tragaron.

Thomas siguió al roush hasta el occidente del estanque, tentado a regresar y zambullirse. Pero allí estaba Qurong, justo adelante, y Chelise había venido por su padre.

Ahora los siete mil entraban al agua, oleadas de oleadas, algunos de ellos aferrados a sus monturas, otros lanzándose al aire. Otros más… la mayoría jóvenes, reían desaforadamente dando volteretas en el aire antes de chapotear debajo de la superficie. Todos sabían que había llegado el momento. Elyon los llamaba desde esas embriagadoras aguas.

Thomas espoleó el corcel, haciendo caso omiso de los muertos bajo sus pies. Se precipitó hacia adelante, consciente de que iba en la dirección equivocada. Las aguas aún lo llamaban desde atrás.

Pero Chelise estaba adelante.

Un albino herido que parecía haber contraído la enfermedad de las costras lo pasó corriendo en dirección a las aguas, con lágrimas bajándole por el rostro. Subió torpemente al borde y se lanzó al interior del agua. Un mestizo corría hacia las aguas en la orilla opuesta. Ambos desaparecieron bajo la resplandeciente superficie. Ninguno de los dos emergió. Los siguieron otros a quienes los shataikis habían dejado vivos. Aun otros huían del lago, subiendo a gatas las laderas del valle.

Ahora Thomas vio claramente a Qurong. El líder de las hordas había caído sobre el rostro y se aferraba a una prenda de ropa. Detrás de él sobre una roca plana yacía el cuerpo desnudo del siniestro sacerdote, Ba’al, ahora decapitado. A la derecha, un mestizo caído, bocabajo.

Pero ninguna señal de Chelise. Ni de Samuel. ¡Ninguna!

Detuvo el caballo, se lanzó a tierra y corrió hacia Qurong.

– ¿Dónde está ella?

El líder no parecía lúcido. Había estado llorando un buen rato. Thomas lo agarró de las enmarañadas mechas y le echó la cabeza hacia atrás.

– ¿Dónde está mi esposa? ¡Dímelo!

– ¡Desapareció! -gritó el hombre, mostrándole la prenda-. ¡Se esfumó!

Thomas estaba a punto de abofetearlo para hacerlo entrar en razón en medio de la ansiedad por saber, cuando reconoció la túnica ensangrentada debajo de la capa horda a las rodillas de Qurong. Y los pantalones de montar, aún metidos en la parte alta de las botas.

Las botas… Estas eran botas que él mismo había hecho. Las botas de Chelise.

¡Ella había estado aquí!

Se volvió hacia el lago, y la mente se le llenó con el significado de lo que había acontecido. Chelise había estado aquí, había perdido la vida en la batalla, pero Elyon se la había llevado.

– ¡Mi hijo! -exigió saber, volviéndose otra vez hacia Qurong-. ¿Dónde está mi hijo, Samuel? Estaba con los eramitas.

Los ojos de Qurong se abrieron de repente, y el rostro se le iluminó al comprender.

Volteó a mirar hacia la derecha y vio al mestizo que había matado.

– Allí. Allí está tu hijo, el que mató a mi hija.

Thomas se puso en pie lentamente, luchando por mantenerse firme mientras se volvía hacia el cuerpo que yacía bocabajo. Caminó hacia delante, agarró la espada que sobresalía del pecho del guerrero, y lo hizo girarse.

Tenía la piel cubierta de costras, y la armadura era claramente horda, pero no había duda del rostro de este hombre. Samuel. Samuel, que se había vuelto encostrado, yacía muerto. Y su cuerpo, a diferencia del de Chelise, aún estaba aquí, atrapado en este mundo.

Una sensación de calor le bajó a Thomas por el rostro y el cuello, y luego se le irradió por el cuerpo, impidiéndole respirar. Las fuerzas para permanecer de pie lo abandonaron, y cayó de rodillas.

¿Cómo podía ser esto? ¿No había podido salvarlo Chelise?

El cielo se había vaciado de shataikis. Abajo en el lago, los últimos de los siete mil se lanzaban a las profundidades. El campo de batalla había quedado quieto. Pero aquí, en la cabeza de Thomas, un gemido lo invadía como las voces de mil muertos.

El corazón se le destrozaba y la mente se le desmoronaba, y ya no le importó vivir.

Se cubrió el rostro con ambas manos, levantó la barbilla y gimió hacia el cielo.

– Samuel… Samuel. Samuel, hijo mío, ¡hijo mío!

Se rasgó la túnica, abriéndola del todo, y gritó sin reserva.

– Elyon, salva a mi hijo…

El aire permaneció en silencio.

La más vaga idea del paraíso sin Samuel era más de lo que podía soportar. ¡Esta era obra de Teeleh!

– Elyon no tiene oídos -afirmó Qurong a la derecha.

– ¡No! -rezongó Thomas, girándose-. Te equivocas.

Entonces señaló el lago rojo con el dedo.

– ¡Ahógate! Ahógate, viejo tonto. Mi esposa y mi hijo han dado sus vidas; ¡ahógate ahora! Zambúllete en el estanque, ¡mete en tus pulmones el agua de Elyon y ahógate!

Thomas se puso de pie tambaleándose, con el rostro encendido, sacando energía de su tristeza. Luego miró al cielo y gritó.

– ¡Elyon! Elyon, óyeme. ¡Salva a mi hijo!

El cielo permanecía en silencio.

Un nuevo sentido llegó hasta él. Extendió los brazos al frente y escudriñó el cielo.

– Permíteme volver. Déjame hallar a mi hijo. Te lo ruego, Elyon. Cualquier cosa, ¡lo que sea! Solo déjame salvar a mi hijo.

Nada.

Cerró con fuerza los ojos y extendió los brazos a los costados.

– ¡Elyon! -gritó-. ¡Elyon!

Las palabras que Michal le declarara una semana antes le entraron en la mente:

Sigue tu corazón, Thomas, porque el momento ha llegado… porque él te dará lo que pidas en ese instante en que todo esté perdido.

Con todas las fuerzas, desde lo profundo del estómago, gritó hacia el cielo.

– ¡Elyon! ¡Cumple tu promesa!


***

QURONG ESTABA perdido en su propia miseria tenebrosa, pero este simple hecho resaltado por Thomas se acrecentó como un faro de luz en el sombrío horizonte:

Chelise, su propia hija, había entregado la vida por él.

Y ella le había exigido que se ahogara.

Thomas estaba exigiéndole lo mismo. ¡Ahógate! Ahógate, viejo tonto. Ahogarse era una insensatez. Sin embargo, él ya estaba muerto, rodeado de muertos.

Ahógate, padre. Ahógate, ¡ahógate!

Thomas volvió a extender los brazos a lo ancho.

– ¡Elyon! -gritó lleno de ira hacia el cielo, luego repitió, con tal fuerza que Qurong pensó que el hombre podría dañarse los pulmones-. ¡Cumple tu promesa! Entonces sucedió por segunda vez en el espacio de diez minutos. En un momento, Thomas estaba de pie allí; al siguiente, nada más que aire rellenaba su ropa. Simplemente desapareció igual que había pasado con Chelise. Y ahora la túnica de Thomas caía flotando al suelo, vacía.

Qurong miró el montón de ropa, pasmado por lo inexplicable. ¿Podría ser que esto no fuera obra de Teeleh? ¿Que tanto Chelise como Thomas supieran lo que él no sabía? ¿Que el ahogamiento fuera un regalo de Elyon para las hordas? Se volvió y miró el estanque rojo, el corazón y la mente oprimidos por la pérdida. Ninguna alma permanecía con vida. Todos habían muerto, habían huido o se habían ahogado en el interior del lago. Los shataikis avanzaban hacia el sur, en lo alto del cielo. Para alimentarse en la ciudad de Qurong.

Al anochecer, toda alma viva sería consumida por shataikis. Este era el regalo de Ba’al para ellos. A pesar de todo, él, Qurong, seguía vivo. ¿Por qué? Se miró la herida en el brazo, donde la sangre de Thomas se había mezclado con la suya propia, ofreciéndole alguna protección contra la enfermedad y las bestias. Y ahora ese hombre se había desvanecido ante sus ojos.

Ahógate, Qurong. Por amor de Elyon, ¡ahógate!

Se volvió colina abajo, y tragándose un nudo que se le había formado en la garganta siguió hacia adelante. Para esto fue para lo que naciste. Para ahogarte. Para zambullirte en el lago y reír con Elyon.

La desesperación lo inundó y avanzó pesadamente, corriendo ahora. Sobre cadáveres caídos.

Ahógate, viejo tonto. Simplemente ahógate.

Salió a toda velocidad, y ahora no lograba llegar con suficiente rapidez al borde del agua. De pronto, nada más importaba. Todo estaba perdido. Pero allí, precisamente allí, había un lago rojo con un centro verde, y él no lograba correr con suficiente rapidez. Empezó a llorar mientras corría, cegado por sus propias lágrimas.

– Me ahogaré. Me ahogaré -musitó-. Me ahogaré por ti, mi Hacedor. Me ahogaré por ti, Elyon.

Entonces Qurong, comandante supremo de las hordas, se zambulló en el lago. Inhaló las amargas aguas de la muerte de Elyon, y se ahogó en un foso de tristeza.

Y halló vida en un mundo inundado de colores, risas y más placer del que tal vez su nuevo cuerpo podría controlar.


***

DE PRONTO, el mundo alrededor de Thomas se apagó, se volvió a encender, y entonces él se vio de pie sobre la arena blanca, mirando un brillante horizonte azul en perfecto silencio.

¿Aquí? ¿Solo? El corazón le palpitaba como un puñetazo que le hacía sangrar las venas. El tiempo parecía haberse estancado.

Pero supo que no podía estar solo. El niño…

El niño, debía estar aquí.

Se volvió muy lentamente. El niño se hallaba como a siete metros de distancia, con brazos cruzados, labios aplanados y mirada fija. Detrás de él, un lago verde reflejaba el cielo claro, como un reluciente espejo.

– ¿Quieres salvar a tu hijo? -inquirió el niño.

– Sí.

– ¿Quieres salvar a Samuel?

– Chelise… -balbuceó mientras el rostro de su amada le inundaba la mente.

– Está conmigo -explicó el muchacho.

Lo cual solo podía significar que Samuel no estaba con él.

– No… no puedo vivir sin él.

El niño lo miró por algunos prolongados segundos, luego se volvió para mirar hacia el horizonte.

– Sé cómo te sientes.

– Sé que esto está dentro de tu poder -declaró Thomas-. Si hubieras salvado a todos los de Sodoma por diez almas, me darás la oportunidad de salvar a mi propio hijo.

– Es mucho más peligroso de lo que te das cuenta -afirmó el niño, mirando hacia atrás.

– Me arriesgaré. Yo…

– No tú, Thomas. El riesgo es para los demás. Esto no es acerca de ti y de tu hijo.

Si te envío de vuelta podrías salvar a tu hijo, ¿pero a qué precio? El coste de salvar aunque sea a una sola persona está más allá de ti.

Él no había pensado en estas condiciones. Pero no podía echarse para atrás, no ahora.

– Ven conmigo -pidió el niño descruzando los brazos.

Thomas avanzó de prisa sobre sus débiles piernas. Se unió al muchacho, que alargó la mano y agarró la de él mientras caminaban a lo largo de la orilla del lago.

– Toda decisión que tomes tendrá consecuencias trascendentales -anunció el niño-. A la larga lo cambiarás todo.

– ¿Será mejor o peor?

– Depende.

– ¿De qué?

– De ti.

Anduvieron diez pasos en silencio. Thomas sentía en la mano los pequeños dedos del niño. Miró el agua y por unos instantes consideró retirar su solicitud para unirse a los demás. Chelise y Mikil… Kara. Solo podía imaginar el placer de ellos ahora, danzando y girando como niños.

– Está bien, Thomas. Pero tengo dos condiciones.

¿Estaba asintiendo Elyon?

– Las que sean.

– Te enviaré de vuelta al lugar y al momento que yo decida.

– Sí. Sí, por supuesto.

– No recordarás nada de lo acontecido. Tendrás tu oportunidad, como nadie más en la historia, pero sin el beneficio de saber que se trata de una segunda oportunidad. No conservarás ninguno de los conocimientos obtenidos aquí -declaró el muchacho, hizo una pausa y lo miró con sus verdes y redondos ojos-. ¿Asimilas la idea? Thomas lo intentó. ¿Pero importaba? De todos modos no recordaría. Si Elyon requería esto, entonces él aceptaría, y rápidamente.

– Creo que sí, sí.

– Despertarás en un lugar llamado Denver, sin ningún recuerdo de esta realidad.

Tus sueños serán afectados.

– ¿Sueños?

– Serán reales. Por desgracia, no lo sabrás.

– ¿Cómo… cómo funciona eso?

– Mejor de lo que te podrías imaginar -expuso el muchacho sonriendo por primera vez, aunque apenas levemente. Después el rostro le volvió a quedar serio.

– El destino del mundo dependerá de cada decisión que tomes -continuó, mirando hacia el horizonte-. Tú y yo volveremos a hacer historia, Thomas. ¿Es eso lo que quieres?

– Sí.

– Bien -asintió el niño, y volvió a mirar a Thomas-. De todos modos, eso es lo que hago con cada ser humano. Esperemos que tomes las decisiones correctas.

– ¿Qué hay de Chelise?

– Creí que deseabas empezar de nuevo.

La mente se le llenó de confusión.

– Sí, pero… ¿qué hay con Chelise?

– Creí que deseabas salvar a tu hijo -manifestó el muchacho.

– Lo deseo.

– Regresa entonces.

– Sí -contestó Thomas-. A menos que haya otra manera.

– No que yo sepa. Y conozco muchísimas.

Thomas volvió a pensarlo, y tomó rápidamente la decisión. De modo impulsivo.

– Sí. Envíame de vuelta. Por el bien de mi hijo.

– Entonces sumérgete, amigo mío -expresó el niño haciéndose a un lado y guiñando un ojo.

– ¿Sumergirme? -preguntó Thomas mirando el cristalino estanque-. ¿Aquí?

– A la profundidad -confirmó el niño.

Thomas aspiró hondo, asintió al muchacho, y se sumergió en lo profundo. Muy, pero muy profundo.

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