KARA HUNTER se llevó instintivamente las manos a los oídos cuando el grito salió de Billy mientras se le arqueaba la espalda. Igual que Janae, el cuerpo de él había comenzado a amoratarse mientras le sangraban los vasos capilares cerca de la piel, destrozados por la vacuna Raison B. El deterioro no había avanzado tan tapidamente como Kara temía, pero ambos estaban muriendo ahora a un paso acelerado.
Billy volvió a quedar de espaldas sobre la camilla, y en silencio, excepto por el fuerte sonido de su entrecortada respiración.
– Pulso 168 -anunció Monique tranquilamente.
Ya habían inyectado medio centímetro cúbico de la sangre de Thomas en la vena de Janae, y aunque ella también jadeaba, no había reaccionado con tanta violencia.
– Dios mío, está funcionando -comentó Kara-. Está…
Monique extrajo rápidamente la aguja y no taponó el punto de inserción con una gaza como había hecho con Janae. Se filtró sangre por la diminuta herida.
– Es demasiado pronto para saberlo -advirtió.
– No, quiero decir que él está allí -contestó Kara con voz resquebrajada, y continuó en un susurro-. ¡Billy está en el mundo de Thomas!
– Seguramente no podemos saber eso -replicó Monique.
– Él está allí! Míralo.
Billy se había vuelto tan blanco como las paredes, la boca totalmente abierta, las venas del cuello sobresaliéndosele como cuerdas. Los ojos desorbitados miraban al techo, pero Kara sabía por qué lo decía. Billy no estaba viendo el techo.
Se estaba viendo él mismo o a alguien como él en otro mundo.
UN RESPLANDOR anaranjado centelleó en las tinieblas y Billy cerró la boca. Contuvo el aliento.
Pero respiraba tranquilo, mirando un muro de piedra con dos velas negras que brillaban a cada lado de un espejo tosco y jaspeado de negro. Él… ¿Era esto? ¿Lo había logrado?
La imagen de un individuo sin espíritu, quizás muerto, lo miraba desde el espejo. Dio la vuelta para ver quién se hallaba detrás. Nadie.
Se hallaba solo en un salón, cuyas paredes esculpidas en piedra las iluminaban dos grandes antorchas. Antiguos libros alineados en un estante a lo largo de una pared en que dominaba un altar manchado por sangre tanto humana como de bestia. Era un arca de pacto, protegida en ambos extremos por la serpiente alada, Teeleh.
Billy sabía todo esto porque se encontraba en su propia biblioteca.
A la izquierda se hallaba el escritorio, tallado en un solo tronco sacado del bosque negro. Marsuuv, la reina shataiki que lo había confinado a una jaula, le había permitido tomar el árbol.
Esto también lo sabía, como si esta fuera su propia historia. Pero eso era imposible, porque también sabía que era Billy Rediger, de Colorado, EE.UU. Eres tanto Billy como Ba'al. Ba'al. Soy Ba'al. Se deleitó en el nombre.
Entonces la mente se le inundó con toda la verdad, y debió estirar la mano y afirmarse en la silla del escritorio para mantenerse erguido.
Supo quién era, y lo que había hecho aquí en este mundo. ¿Por qué era quien era?
– Soy tuyo -susurró Ba'al… susurró Billy, que estaba en el cuerpo de Ba'al. -Mi reina, Marsuuv, soy tu único amado, y moriré para demostrar mi valía.
La voz de Ba'al era chirriante y aguda, apenas más que un susurro, pero aquí en la biblioteca subterránea vibraba como el silbido de una serpiente. La mente de Billy florecía con la naturaleza de las reinas shataikis. Teeleh y sus reinas ansiaban ser amados, como Elyon también era amado. Ellas no estaban dotadas de sexualidad pero sí de absoluta lealtad y servidumbre. Ser el amante de una reina significaba arrojar la vida a los pies de ella.
Billy se volvió para mirar el salón. Había dos libros sobre el escritorio. Libros de historias. Estos eran una fracción de todos los volúmenes que relataban las narraciones de la historia, un recordatorio de todo lo que aconteciera alguna vez en las crónicas humanas. Estos dos ya estaban llenos con hechos. No tenían el poder de un libro en blanco, el cual se podía usar para crear historia, pero al verlos se le calmó el temor.
Había venido a casa. Esto, más que Colorado, Bangkok o cualquier otro lugar en la otra realidad, era el hogar. Era euforia, no miedo, lo que sentía. Después de tantos años preguntándose quién era y por qué era tan titánica su lucha con la maldad, finalmente lo supo. No solo que había creado el mal, sino que este lo poseía. La única vez que había abrazado la verdadera redención fue en un sueño. Nunca había sacado totalmente la maldad del corazón. No como lo hicieran Johnny y Darcy.
Había otro texto abierto sobre su lomo al lado de un frasco de tinta con una pluma. El libro sangriento de Ba'al, otro término para diario.
Fue hasta el escritorio y alargó el brazo hacia el libro sangriento. Entonces, por primera vez desde que despertara en la biblioteca de Ba'al, vio la carne que le revestía la muñeca y los dedos. Miró la escamada y resquebrajada piel, y su primer pensamiento fue que lo había carcomido un grave caso de sarna.
Pero el pensamiento fue inmediatamente desplazado por lo que sabía Ba'al. Esta era la condición sarnosa ocasionada por los shataikis, un honroso distintivo que debían portar todos aquellos que no querían ahogarse en el agua roja de los albinos.
Billy se volvió hacia el espejo, se quitó la capucha y se miró. Los pómulos eran pronunciados debajo del rostro pálido y descarnado. Ojos grises, como monedas de arcilla de diez centavos. Una pasta de morst blanco cubría las largas mechas enmarañadas. La imagen era aterradora y hermosa a la vez.
Se tocó las mejillas con la mano, pero la sensación en las yemas de los dedos fue amortiguada por la enfermedad de las costras.
Este soy yo, Billy. Ba'al. Hizo a un lado la túnica y se miró el pecho. Y aún tengo en mi carne la sangre de mis sacerdotes.
Ahora le llegó el recuerdo del poder de Marsuuv fluyéndole por el alto y escuálido esqueleto mientras se hallaba colocado sobre el cadáver del hijo, y se estremeció c0n agrado. Él era más genial de lo que cualquiera pudiera imaginarse, en una u otra realidad.
A pesar de todo, había visto el poder de la luz en ambos mundos. Al pensar en ello ahora le volvió a correr temor por las tripas. Una luz tan brillante que ninguna ira del infierno podía permanecer en su presencia sin gritar de dolor.
Eres débil…
El pensamiento fue de Ba'al, no de Billy, y estaba ligado a tal odio que Billy se quedó helado. Comprendió entonces que ahora no era totalmente Ba'al o Billy, sino un extraño cruce entre ambos.
Un mestizo.
Pero él había sido mestizo antes, en la peor de las formas.
Ba'al se dirigió impulsivamente al escritorio, agarró un cuchillo, se cortó la muñeca y dejó que la sangre goteara en un tazón.
– Líbrame de este débil parásito, amor mío, Marsuuv. Límpiame y sáname.
Billy parpadeó ante la audacia del fantasma llamado Ba'al. ¿No compartían la misma historia? ¿No eran ellos de la misma sangre?
– Soy tú, ¡idiota! -exclamó apretándose la muñeca y atándose una cinta de tela alrededor de la herida para contener el flujo de sangre.
Billy miró el libro sangriento sobre el escritorio. Aquí, en este único volumen secreto, Ba'al había coleccionado todo lo que sabía acerca del mundo. Levantó la obra y pasó lentamente las páginas, que contenían dibujos y explicaciones de todo, desde los roushes hasta los shataikis, extractos pegados de otros escribas, recuerdos del tiempo antes de… todo aquí, cuidadosamente interrelacionado.
¿Y quién mejor que Ba'al para escribir acerca de los secretos más profundos y tétricos de este mundo? Porque él una vez había sido guardián del bosque. Un seguidor de Elyon.
El pensamiento asqueó a Billy.
– Hola, amor mío.
La pasión le corroía la mente ante el sonido de la atenuada voz detrás de él. Se volvió y vio a la sacerdotisa que entraba. Esta era Jezreal. Su amante, según amaban los humanos.
– ¿No te he dicho que no me molestes en mi santuario? -profirió Ba'al.
– Sí -contestó Jezreal siguiendo adelante, sonriendo; las uñas color rubí jugueteaban con un cordón dorado que le colgaba del escote de la larga túnica-. ¿Y alguna vez ha impedido eso que me castigues antes?
La relación entre ellos estaba por encima de algo tan banal como la simple copulación de animales. Ella era la única humana que entendía la dependencia de Ba'al en Marsuuv, quien por primera vez le había dejado beber sangre shataiki. Una gota, y cualquier simple humano quedaba atrapado para siempre en el abrazo del demonio.
En realidad, los shataikis se reproducían por medio de sangre, comprendió Billy. Eran asexuales, ni machos ni hembras. Buscaban esclavos, no compañeros.
Esta mujer, en cambio, era humana. Eran pasiones humanas las que se propagaban con furia detrás de esos ojos grises y, a menos que Billy se equivocara, Janae y Jezreal eran una sola.
Jezreal se le acercó más, tanto que él pudo sentirle el nauseabundo aliento. La lengua de ella jugueteaba con los bordes de sus dientes frontales.
– Billy… -susurró ella, e hizo una pausa para respirar-. ¿O debería llamarte Billos?
Él no respondió, en parte porque la realidad de que una vez fuera un gladiador de élite llamado Billos, que juró proteger de las hordas los bosques de Elyon, era uno de sus secretos más íntimamente guardados. Antiguamente se había bañado en los lagos de Elyon y se había sentado alrededor de hogueras hasta altas horas de la noche, hablando de la grandeza del Creador. Era un Judas que había ido en busca de los libros perdidos, los libros de sangre, que los había encontrado, utilizado, y luego perdido.
Había sido Billos del Sur, y si se supiera que él no era horda de pura sangre, surgirían dudas respecto de su lealtad.
Más que esto, él despreciaba hasta el nombre Billos. Marsuuv le había dado un nuevo nombre, y él había adoptado la total encarnación de Ba'al, el dios que exigía sacrificio de sangre.
– Billossss…
Ba'al abofeteó a Jezreal con tanta fuerza que le cortó la mejilla con las uñas. ¿Cuántas veces le había insistido en que no usara el nombre que solo ella sabía? Jezreal sonrió, luego guiñó un ojo. Se secó un poco de la sangre de la mejilla, se miró las yemas de los dedos, y chupó la sangre.
– Ya te lo he advertido, mi amor. No te pido cariñitos. Pero tú insistes.
Ella alargó lentamente la mano hasta los labios de él, ofreciéndole que le saboreara la sangre. Él se apartó, no debido a la sangre, sino porque ella se burlaba de él, reduciéndolo a su antiguo ego. A este Billy que lo había embrujado. A Billos, a quien él odiaba.
Él era Ba'al, amado de Marsuuv, la duodécima de las doce reinas de Teeleh.
– ¿No eres Billy? -exigió saber ella-. Eres Ba'al, por supuesto, mi amo y mi salvador. Y eso es todo.
El enojo de él se debilitaba mientras la presencia de Ba'al se sosegaba. Billy se reafirmó y tragó saliva.
– ¿Correcto? -presionó ella, recorriéndole rápidamente el rostro con los ojos-. ¿No eres Billy?
Los ojos de ella se abrieron desmesuradamente, y la mirada de preocupación se convirtió en una sonrisa. La voz de ella temblaba cuando habló.
– Lo logramos, Billy. Estamos aquí -expresó, volviéndose, examinando la biblioteca, las antorchas, los libros, el altar con sus serpientes aladas-. Esto es lo más maravilloso que he visto jamás.
– No estamos solos.
Janae, que también era la sacerdotisa Jezreal, no pareció molestarse por este hecho. Palpó el altar y recorrió con los dedos la sangre seca.
– Siento como si hubiera venido a casa. Los hedores, la sensación del aire… es como si hubiera regresado al vientre y hubiera vuelto a nacer, bautizada en sangre.
Lo menos que él pudo fue dejarse seducir por el asombro de ella. A Billy le encantaba esta mujer. Janae, no Jezreal, aunque eran una y la misma, y de repente necesitó decirle lo que sabía.
La respiración se le entrecortó.
– Janae…
Ella lo miró a los ojos, reaccionando a la ternura en la voz.
– Hay más que deberías saber si vamos a hacer esto juntos -exteriorizó él. Janae rodeó el altar, y esta vez él no retrocedió cuando ella le tocó los labios con los dedos.
– Dime.
– Estamos en casa, pero no exactamente en casa, no mientras seamos parásitos en estos miserables cuerpos -expuso él agarrándole la mano entre las suyas y besándosela.
El Ba'al en él se crispó de ira, y Billy sintió que se le contraía el rostro.
– Está bien, no le hagas caso -lo tranquilizó Janae, suavizándole los engarrotados labios-. Dime.
El hombre luchó por recuperar el control. Así que… Ba'al era el débil. Billy continuó en un susurro pero ahora con mayor confianza.
– Hay cuatro libros perdidos. Si se reúnen los cuatro y se tocan con sangre se destraba el tiempo.
– ¿El tiempo?
– Así es como podemos volver aquí. Tú y yo. En carne y hueso.
– ¿En carne y hueso?
– ¿Cómo es eso posible? -inquirió ella analizándolo desesperadamente.
– ¿Cómo es esto posible? Sin embargo ya lo he hecho. Cuando era Billos.
– ¡Entonces debemos hacerlo! -exclamó ella dando un paso atrás y yendo a la derecha-. ¡Tenemos que despertar y regresar!
– No tenemos los libros.
– ¿Qué? -objetó Janae volviéndose-. ¿Me cuentas esto, pero no tenemos los libros? ¿Dónde están?
– No lo sabemos. Pero no podemos arriesgarnos a despertar hasta averiguarlo.
El ultraje de Ba'al ante la sugerencia de que los libros eran para Billy, y no para él, amenazó con enviarlo a un foso. Billy notó que compartía el cuerpo de una víbora que lo apalearía sin titubear.
¿Podría él matar ahora a Ba'al? ¿Qué pasaría si se suicidara? No, no podía arriesgarse a morir. Pero podría establecer claramente la estrategia.
– Está bien, Janae. Voy a conseguir los libros. Es mi destino.
– Y mi destino es estar aquí, Billy, así que espero que sepas de qué estás hablando.
– Lo sé.
La mirada de incertidumbre en ella cambió lentamente a interés.
– ¿De veras?
– Ba'al me lo acaba de clarificar -explicó Billy, reprimiendo al encostrado que era más débil-. Supuso que la observación fue respecto a él, pero se equivoca. Se trata de mí.
Entonces citó la profecía que Marsuuv le diera a Ba'al. Vendrá de tiempos pasados un albino con cabeza de fuego, quien librará al mundo de las aguas envenenadas y nos llevara de vuelta a Paradise.
La mirada de Janae se llenó de comprensión. Miró al hombre un buen rato y luego habló en un tono apenas más fuerte que un susurro.
– Un anticristo.
Billy no respondió. Pero en ese momento tuvo más sentido que nunca toda su propia confusión y angustia. Se trataba del demonio en él, la naturaleza maligna que se negaba a ser liberada, encantada por Marsuvees Black en una realidad, y mantenida cautiva por la reina shataiki Marsuuv en esta otra. Él, Billy, estaba destinado a doblegar este mundo. Y a marcar el comienzo de Paradise en el otro.
– Y yo estaré a tu lado -comentó Janae acercándose otra vez, rebosante de deseo-. Tu reina.
Billy no estaba seguro de por qué se sintió de pronto obligado a quitarse la cinta de tela de la muñeca, pero la desató y dejó que Janae viera el corte fresco.
Ella bajó la mirada y sonrió de manera timorata. Tocó la sangre y juguetonamente se llevó el dedo a la lengua. Pero el rostro se le contrajo en el instante en que probó la sangre.
– ¿Qué es? ¿Es esto sangre de Teeleh?
– Sangre de Marsuuv.
Porque Marsuuv había mordido a Ba'al y dejado que le chupara un poco de sangre. De ahí había venido la propia sed del sacerdote.
– Marsuuv -masculló Janae, mirándole la muñeca con unas ansias que él no había visto en ella-. ¿Se puede?
– Sí, adelante.
La mujer se llevó a la boca la muñeca de él, cubrió completamente la sangrante herida con los labios, y succionó. Todo el cuerpo se le estremeció con deseo.
Entonces Billy supo la verdad: Janae, igual que Billos, tenía sangre shataiki en las venas.
Y Ba'al los despreciaba a los dos.
– ¿SABE ALGUIEN de este salón? -averiguó Thomas, bajando por delante el tramo de escalones.
– Nadie -contestó Qurong ásperamente-. Mantén la mirada al frente.
– He tenido muchas oportunidades de eliminarte, si tuviera alguna intención de hacer eso.
– No tengas tan alto concepto de ti mismo.
– Has bajado la guardia una docena de veces. Sabes que no tengo deseos de hacerte daño. Eso no solo está contra mi naturaleza, sino contra la de Chelise. Silencio.
– Ella sabe -reveló Qurong. De este sitio?
– Se lo mostré cuando se interesó muchísimo en la lectura. Pero eso fue antes de que yo trajera esos libros de los que hablas.
La luz de la antorcha de Thomas irradiaba un brillo titilante sobre las escaleras de piedra. Los dos hombres llegaron a un pequeño atrio cerrado por una puerta de madera.
– Adentro.
– ¿Cómo te las arreglaste para construir esto sin que alguien lo supiera? -curioseó Thomas, empujando la ancha puerta.
– Ya estaba aquí.
– De veras?
– Los túneles y las cuevas estaban aquí. Alguna clase de nido… de shataikis, que yo sepa. Ba'al me dice que ellos tienen un apetito voraz por los libros.
– Naturalmente. Intentan crear su propia historia torciendo la voluntad de todos los hombres como torcieron la de ustedes.
Qurong refunfuñó y dirigió a Thomas hacia la derecha, dentro de uno de los cinco túneles más allá de la puerta. El vacío pasaje parecía tan antiguo como el mundo, tallado en Ia roca. Pero bastante recto. Caminaron veinte pasos antes de volver a girar a la ¿erecha, atravesar otra puerta de madera y entrar a lo que parecía ser una biblioteca.
Había libros viejos sobre una mesa redonda en el centro. Estantes a lo largo del muro derecho. Un escritorio a la izquierda. Thomas estaba a punto de preguntar si era aquí, cuando un brillo iluminó el salón. Qurong había encendido una segunda antorcha sobre la pared.
Había cuatro sillas alrededor de la mesa, y más allá un sofá con acolchados cojines de seda. Aquí había todo lo que podría anhelar un lector absorto en estudiar, incluyendo una jarra con agua, un tazón de frutas y hasta una chimenea.
– ¿Estaba esto aquí?
– Como dije, la cueva estaba aquí. Es mi único escape de la mirada curiosa del siniestro sacerdote. Él tiene criados en las paredes.
Al menos una de las estanterías estaba repleta con volúmenes de los libros de historias. Pero las hordas no podían leerlos; Thomas había averiguado eso mucho tiempo atrás. Los albinos interpretaban las palabras con perfecta claridad, pero la enfermedad de las costras convertía esta verdad en tontería en las mentes de las hordas. Sus escribas estaban obsesionados con escribir su propia historia en libros encuadernados comunes y corrientes, una manera de legitimar su incapacidad de leer los libros de historias.
Todo el mundo deseaba crear su propia historia. No había nada tan poderoso como la palabra escrita; la historia les había enseñado eso.
– ¿Puedes leer los libros de historias? -inquirió Thomas para estar seguro.
– Nadie puede hacerlo.
– Los albinos sí.
– Eso es mentira -contestó escuetamente Qurong.
No había manera de demostrar lo contrario. Thomas podría sencillamente fingir con mucha facilidad que leía los libros, y Qurong nunca sabría la diferencia. Tal era la naturaleza de la religión, empleada por el hombre para controlar las masas.
– Pero no bajamos aquí para que pudieras admirar mi biblioteca -concluyó Qurong yendo hacia el escritorio-. Tú afirmas que por medio de esos libros me puedes dar lo que necesito para destruir a mis enemigos.
El líder de las hordas abrió un cajón y sacó una bolsa de lona atada con una cuerda- Deshizo el nudo y tomo coloridos libros de historias, uno por uno, poniéndolos sobre el escritorio. Seis de ellos. Cada uno encuadernado en diferente color.
– Así que muéstrame -expresó Qurong mirándolo.
– ¿Puedo? -preguntó Thomas caminando hasta el escritorio y alargando la mano hacia los libros.
– Uno. Y solo uno.
– Por supuesto.
Levantó el libro verde. Todos estaban atados con viejos cueros grabados en relieve con los mismos anillos concéntricos, el símbolo de la plenitud. La marca de Elyon. El círculo.
– ¿Has abierto estos? -inquirió Thomas recorriendo el símbolo con el dedo.
– Están vacíos.
¡En blanco! Pero Michal había dicho que estos eran una llave tanto para el tiempo como para las reglas que gobernaban los otros libros en blanco.
Thomas levantó la portada. La página estaba anegada en sangre. Había sido usado. El corazón de Thomas le palpitó ante la perspectiva de entrar.
– Préstame el cuchillo.
– No seas tonto.
– ¿Quieres hacer esto o no? -replicó bruscamente Thomas.
Entonces consideró una posibilidad que lo hizo especular. ¿Y si él desapareciera dentro del otro mundo sin los libros? ¿Cómo haría para regresar alguna vez? No concebía ir sin saber que volvería a Chelise y al círculo. A Samuel. A Jake.
Michal casi había exigido que los usara. Así que lo haría.
– ¿Tienes una cuerda?
– ¿Para qué?
– Confía en mí. Una cuerda.
Qurong lo miró, luego de un costado del escritorio extrajo un pedazo de rollo y se lo lanzó.
– Ahora estoy relegado a confiar en el peor de mis enemigos -manifestó.
– No seas terco, viejo. No tengo en mente hacerte ningún daño. Estamos juntos en esto.
– ¿Y simplemente a qué estamos expuestos?
Thomas ató juntos cuatro de los libros con la portada abierta para mostrar la primera página manchada con sangre. Luego se los ató al brazo.
– Necesito tu cuchillo. Créeme, si esto funciona te va a encantar…
– ¡No! -gritó Qurong bajando bruscamente la mano sobre los libros, inmovilizándolos sobre el escritorio-. ¡Basta de confiar!
Quizás Thomas había sido demasiado presuroso, así que levantó ambas manos para tranquilizar al hombre.
.-Cálmate. Creí que ya lo había explicado. Estos libros destraban el tiempo. Tú y yo podemos desaparecer -expuso, y chasqueó los dedos-, y despertar en otro mundo donde todo se te clarificará.
– Suponiendo que esta tontería es cierta, ¿de qué verdad hablas? ¿Cómo salvará esto a las hordas?
– No puedo explicarlo. Tendrás que… confiar en mí. El mundo se aclarará en maneras que nunca has imaginado. Piensa en eso como un regalo, uno que podrá salvar mucho más de lo que tú…
– ¿Así sin más? -refunfuñó Qurong-. ¿Solo «confía en mí»? Yo soy el comandante supremo del reino de las hordas, y gobierno todo el mundo conocido. ¡No soy un criado tuyo ni de Ba'al, ni de cualquier otra criatura viva para que se juegue conmigo!
La ansiedad de Thomas era en parte la culpable de la frustración de Qurong.
– ¡Escúchame, viejo crustáceo encostrado! -gritó-. ¡Mi hijo Samuel se acaba de unir a los mestizos! Ellos harán llover ira y fuego sobre ti por el tormento que les has causado a todos. Las hordas serán desangradas, ¡y los shataikis se alimentarán de tu precioso reino! ¡Dame ahora el cuchillo!
CHELISE SE detuvo en seco ante el sonido de la voz de Thomas susurrando con urgencia abajo en el túnel.
Ella había entrado a la ciudad por el sur, a través de los conocidos jardines que frecuentara antaño. El viaje había tardado más de lo esperado por la sencilla razón de que a diferencia de la mayoría de albinos, no había duda de que cualquiera que la mirara le reconocería el rostro incluso sin la enfermedad de las costras.
Pero ella conocía un camino secreto para entrar, detrás de los establos, por un callejón que había utilizado muchas veces cuando era niña. Luego, a través de la ventana baja de un sótano, la cual descubrió con agrado que no habían tapado con tablas.
Se había puesto encima una túnica que sacara de un armario de detrás de la cocida, luego pasó por los cuartos de los criados con un objetivo en mente.
Hallar a su padre.
Encontrar a Qurong, quien sabría qué pasó con Thomas. Se aseguraría que su Padre supiera que lo amaba después de diez años sin cruzarse palabra alguna.
Naturalmente, ella podía vivir sin Qurong. Había vivido sin él. Pero no estaba tan segura de poder vivir sin Thomas. Había sido su amada desde el momento en que aprendió a amar, a amar de veras. Él le había mostrado el Gran Romance. A cada paso que había dado, ella había rogado a Elyon por la vida de Thomas.
El palacio estaba alborotado, y Chelise se había escondido detrás de un montón de barriles en la despensa. Sin embargo, lograba oír susurros de un albino que había venido, y ese podía ser Thomas. Nadie parecía saber por dónde había desaparecido Qurong.
Su primer pensamiento fue la biblioteca de él. Ella había entrado allí a hurtadillas por la bodega que llevaba al túnel, encontró abierta la puerta del pasaje secreto y descendió a pasos ligeros.
Y ahora… el aliento se le contuvo en el pecho. ¡Él estaba vivo! Thomas estaba vivo y con el padre de ella, cuya voz le llegaba ahora.
– ¿Solo «confía en mí»? Yo soy el comandante supremo del reino de las hordas, y gobierno todo el mundo conocido. ¡No soy un criado tuyo, ni de Ba'al ni de cualquier otra criatura viva para que se juegue conmigo!
– ¡Escúchame, viejo crustáceo encostrado!
A Chelise le sorprendió que Thomas usara tal lenguaje con Qurong.
– ¡Mi hijo Samuel se acaba de unir a los mestizos! Ellos harán llover ira y fuego sobre ti por el tormento que les has causado a todos. Las hordas serán drenadas de su sangre, ¡y los shataikis se alimentarán de tu precioso reino! ¡Dame ahora el cuchillo!
Se necesitó un momento para que las palabras tuvieran significado en la mente de Chelise. Afirmaban que Samuel se había unido a Eram y que intentaba emprender la guerra a las hordas, pero eso era…
¿Cómo podía Samuel pensar algo así?
– ¿Thomas? -gritó ella comenzando a correr-. ¡Padre!
THOMAS COMPRENDIÓ que había presionado demasiado las cosas. Empezó a llenarse de pánico. Una vez enojado, no se podría vencer fácilmente al comandante de las hordas. La voz de una mujer gritó por el túnel.
Ambos miraron hacia la puerta. ¡Los habían descubierto! ¿Patricia?
¡Ahora! Mientras Qurong estaba desprevenido. ¡Debía moverse ahora!
Thomas giró y arrebató el cuchillo del cinturón de Qurong. Se tajó su propia palma, apenas consciente del dolor.
Qurong hizo girar el brazo para recuperar su arma, rugiendo como un toro. Thomas esquivó rápidamente el golpe y le agarró la otra mano, tirando de ella hacia sí, con la hoja lista.
Por un absurdo instante se tiraron de la mano, Qurong desesperado por liberarse, Thomas sabiendo que su plan de ganarse a su suegro llevándoselo ahora amenazaba su propia misión de regresar.
– ¡Padre!
La mujer estaba detrás de ellos, en la puerta, gritando. No era cualquier mujer, tampoco Patricia, ni alguna mujer de las hordas. Chelise.
Qurong la miró. Cuando este retrocedió, Thomas se aferró a su última esperanza. Tiró bruscamente de la mano del hombre, le tajó los dedos y lanzó tanto su mano como la de Qurong sobre la página cubierta de sangre.
Al instante el mundo comenzó a girar, y el corazón se le paralizó.
Estaba funcionando.
Giró hacia atrás, vio a Chelise desvaneciéndose en la puerta, con ojos desorbitados.
– ¡Salva al círculo, Chelise! ¡Sálvalos de Samuel! ¡Yo volveré! Pero todo había ennegrecido.
A CHELISE se le heló la sangre. Cuando gritó, ellos estaban en el interior de la biblioteca, en una lucha de tira y afloja con la mano de su padre. Qurong levantó la mirada, atónito por la aparición de su hija.
Thomas se había movido como un hombre poseído, tajando la mano de Qurong con un cuchillo, azotando los sangrantes dedos tanto de él como del comandante de las hordas sobre una pila de libros atados.
Thomas giró la cabeza; ella supo con una sola mirada a esos ojos verdes bien abiertos que él era el mismo hombre a quien siempre había amado.
– ¡Salva al círculo, Chelise! ¡Sálvalos de Samuel! ¡Yo…!
El hombre desapareció antes de que pudiera terminar. Ambos desaparecieron… cuchillo, libros y todo… antes de que Thomas pudiera pronunciar otra sílaba.
Estaban allí un momento, aferrados y sangrando, y al otro habían desaparecido.
Chelise se quedó en la puerta, atónita. Había sucedido. Era real este otro mundo del que Thomas le había hablado tan a menudo mientras yacían acostados uno al lado del otro bajo las estrellas. No es que ella hubiera dudado…
Pero lo había hecho.
Entró. Pasó por el espacio que su padre y el amor de su vida habían ocupado solo segundos antes. El mundo de él no solo era real, sino que se lo había vuelto a llevar. Chelise gritó, con los puños apretados. ¿Cómo pudo él hacer esto? ¡Los dos! ¡Se habían ido! Ella podría matarlos a ambos.
¡Salva al círculo, Chelise! ¡Sálvalos de Samuel! ¡Yo…!'Volveré. Él quiso decir volveré. Yo volveré.
Samuel… ¿Qué había hecho el muchacho? ¡Oh, Elyon! Ella debía regresar con Marie y el consejo.
Chelise se volvió y salió de la biblioteca de Qurong. Tenía que volver junto a su único hijo. Jalee.