EL VALLE Torun, al noroeste de Ciudad Qurongi, había ennegrecido con el enorme enjambre del ejército horda. Chelise miró la escena, asombrada de estar viva, y más aún de estar aquí. De no ser por el roush Michal, tal vez ahora estaría en la Concurrencia, segura, pero aún destrozada.
La mujer se había internado tranquilamente en el desierto con las palabras del roush notándole en la mente: Vendrán por ti en el desierto. Espéralos. ¿Esperar a quién, a las hordas? ¿Al círculo? ¿A Thomas y al padre de ella? ¿Podría ser que Elyon estuviera viniendo por ella? ¿O los shataikis o…?
El sol se levantó tras la partida de Michal, y Chelise se había dirigido lentamente a casa hacia Valle Paradose y el círculo, esperando que en cualquier momento la alcanzara quienquiera a quien ella debiera esperar. El sol surgió. El día pasó. Y al acercarse más a casa comenzó a ver señales de albinos que llegaban en respuesta al llamado de Thomas. Venían de todas partes, ansiosos por desbordar Valle Paradose. Quizás ella debería salir del desierto hacia la Concurrencia en vez de esperar. Deseaba besar a su Jake y asegurarse de que todo estaba bien. Pero desde luego que no todo estaba bien. Miles entrarían a raudales al valle. Samuel estaba en peligro o era un peligro. Thomas había desaparecido.
Además, ¿cómo sabría Chelise que ya la había encontrado aquel a quien esperaba?
Entonces había subido a lo alto de esa duna y había visto la patrulla encostrada bajo un árbol solitario, esperándola, y lo supo. La habían localizado como estaba previsto.
Sin embargo, necesitó cinco minutos completos armándose de valor para acercarse a los dos hombres, que parecían felices de verla. Se les acercó con recelo y valentía.
– Me llamo Stephen -le había informado el encostrado más joven-. Su madre, Lady Patricia, ha requerido que usted se encuentre inmediatamente con ella en Valle Torun.
Inmediatamente. Chelise supo que había pasado lo peor. Qurong y Thomas se habían metido en un terrible lío. ¿Por qué más vendría una súplica de su madre?
– ¿Stephen? -preguntó ella; era la primera palabra que dirigía a un encostrado desde que se ahogara.
– Sí, mi señora. La mantendremos a salvo, pero no debe salir de nuestro lado.
No fue sino mucho más tarde, después del primer largo día de viaje, cuando comprendió que el encostrado no la estaba protegiendo de otros guerreros hordas. Estaba atento a la aparición de la nueva raza de luchadores albinos.
– Todos sabemos que son mucho más rápidos y muchísimo más habilidosos aun que los eramitas.
– Y todo el mundo sabe que los eramitas son superiores a la mayoría de horda -había comentado su compañero riendo entre dientes.
– ¿De veras?
– ¿Cómo se puede mantener en forma para la batalla un ejército que no tiene guerra? -advirtió el hombre llamado Reeslar-. Nuestros guturales y exploradores son los únicos que tienen las destrezas que una vez fueran el orgullo de las hordas.
– Y aun entonces hasta los guardianes del bosque solían apalearnos de mala manera -señaló Chelise.
El uso que la mujer hiciera del «nos» los acalló por un momento. Pero en ese entonces había sido «nos», y debería volver a serlo, pensó ella. El hedor de ellos no le molestaba del mismo modo en que incomodaba a otros albinos. Es más, la única diferencia entre los encostrados y muchos albinos era que estos últimos se habían ahogado en un lago rojo.
– Teeleh nos salva si los albinos deciden levantarse alguna vez en armas -había roto Stephen el silencio.
El otro encostrado mostró estar de acuerdo mediante un gruñido, y por un mínimo instante Chelise entendió el deseo de Samuel por pelear. Hasta ahora, ella no había comprendido la superioridad en habilidad y fortaleza del promedio de albinos. La ausencia de enfermedad y su constante huida de grupos exploradores los habían mantenido frescos y resistentes, listos para enfrentarse a cualquier enemigo.
Después de cruzar el desierto por segunda vez en un día, se hallaba sobre su caballo entre los dos guturales y analizaba los ejércitos en Valle Torun. De joven había visto docenas de patrullas, pero siempre desde lejos. Antes de apoderarse de los bosques, las hordas recorrían enormes distancias hasta confundirse con la arena, dedicándose a criar caballos con piel curtida y resguardándose en los valles. Después habían invertido la estrategia, permitiendo ser vistos en toda su gloria dominante, en lugar de ocultarse como fugitivos igual que el círculo.
Un pequeño ejército de hordas había llegado una vez hasta el borde del campamento de Chelise y Thomas antes de que la tribu de albinos hubiera escapado. Ella había observado con Thomas a las hordas desde las colinas cercanas, preguntándose si podría hacerlos entrar en razón.
Eso fue al principio, antes de que su padre desatara contra ellos toda la fuerza de su ira. Las hordas masacraron varios campamentos y capturaron cientos de albinos en los meses siguientes. Una vez ella había visto impotente desde un desfiladero cuando los guturales colgaban a tres albinos que conocía muy bien: Ismael, Judin y Chrystin.
Chelise lloró todo el día, y Thomas decidió adentrarse más en el desierto. El círculo aprendió a adaptarse, y las hordas se volvieron más impacientes con los pocos que agarraban. Pero la vida en el desierto era dura, y los estanques rojos eran escasos. Tenían que moverse cada dos o tres semanas para hallar alimento y madera, y hacían largos viajes para recoger el trigo del desierto. Un grupo de cacería podría tardar una semana en cazar dos o tres venados para una festividad.
Esto y el hecho de que Elyon hubiera dejado sus estanques rojos en los bosques y cerca de ellos, convenció a Thomas de que deberían acercarse otra vez a los bosques. El peligro era mayor, pero también la recompensa.
Además, a menudo los ancianos concordaban en que de todos modos Elyon regresaría pronto. Cualquier día. Cualquier semana. Ni siquiera en algunos meses. Sin duda en no más de un año.
Eso fue hace siete años. Y ahora más de unos cuantos albinos querían recuperar los bosques.
Este ejército horda que se arrastraba por el valle Torun podría ser más lento y más débil que cualquier ejército albino, pero ¡era tan numeroso como la arena! Una gigantesca masa de hombres, caballos y tiendas se extendía hasta el horizonte, perdiéndose dentro de una polvorienta neblina.
– Ahí debe de haber un millón -comentó ella.
– Una gran cantidad -contestó Stephen.
– ¿Es todo el ejército?
Otra vez silencio, aunque Stephen ya había dejado escapar el dato. Chelise estaba segura que él olvidaba a veces que ella era albina y la trataba simplemente como de la realeza. Después de todo la estaba llevando a casa.
– ¿Y todo esto para un ejercicio de entrenamiento? -preguntó ella asombrada.
– Nunca se había hecho, pero tiene sentido. El ejército necesita entrenamiento.
– Sí, pero los problemas logísticos. Debe de ser una pesadilla movilizar a tantos hombres.
– ¡Nosotros lo hacemos todo el tiempo en el desierto! -Ridiculizó Reeslar-.
Esto… esto no es nada.
– ¿Estás seguro de que mi padre no se encuentra con ellos?
– Ellos nos están esperando -expresó Stephen haciendo caso omiso de la pregunta de Chelise-. No debemos esperar.
– ¿Ellos?
– Su madre la espera, hija de Qurong -contestó el explorador haciendo regresar el caballo de la cima y galopando hacia los árboles.
– ¿Dónde? -quiso saber ella haciendo correr al corcel, escoltada por los dos hombres.
– Cerca. Exactamente en la colina.
Galoparon a prisa, pasando cerca de varias patrullas y guardias estacionados en los árboles. A insistencia de Stephen, Chelise usaba una túnica con capucha. Las órdenes eran llevarla en secreto. La podrían conducir encadenada o pareciendo encostrada, y él recomendó lo último. Después de todo, se trataba de la hija de Qurong. El campamento real estaba armado sobre una meseta por encima del valle Torun, rodeado por una compañía de guturales que habían formado un perímetro de varios metros. Una docena de banderas con la imagen de la serpiente alada ondeaba sobre una gran carpa de lona bordeada por otras cuatro más pequeñas. Alrededor de este grupo se hallaban varias docenas de las carpas más pequeñas pertenecientes al séquito real y a la guardia.
Guardia del templo, si Chelise no se equivocaba. ¿Entonces Ba’al también estaba allá afuera?
– Ha sido un placer escoltarla, hija de Qurong -anunció Stephen-. Oro porque Teeleh la guarde de los muchos espíritus malignos que tratan de matar a los menos afortunados.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que ella oyera tal bendición?
– Gracias -respondió.
El hombre disminuyó la marcha cuando pasaron la guardia principal, luego saludó a otro guardia, que miró furioso y agarró las riendas de Chelise.
– Eres un buen hombre, Stephen. Oro porque Elyon te sonría.
El explorador titubeó, luego inclinó la cabeza.
Su nuevo guardia desmontó y la llevó hasta el pie del alerón de la tienda principal antes de hacerse a un lado.
– Entre -ordenó rudamente.
Chelise respiró hondo, abrió el alerón e ingresó a su pasado.
Lo primero que surgió ante ella fue el tazón de morst en la entrada. No estaba segura de por qué esto debió llamarle la atención en vez del lujoso mobiliario interior o las tres personas que se hallaban al otro lado del salón. Quizás porque el morst representaba todo lo que estaba mal en su antigua manera de vivir. Era algo ridículo creer que una pasta de la consistencia de la suave harina pudiera cubrir una enfermedad. Era una mentira estupenda.
Soltó el alerón y miró el interior del poco iluminado salón. Patricia, a quien no había visto en diez años, estaba junto al poste central a diez metros de distancia, las manos asidas frente a ella. Llevaba una túnica roja, y tenía el cabello recogido hacia atrás en forma ceremoniosa.
– ¿Chelise?
Sintió que las rodillas le flaqueaban. Oír que su madre la llamaba por su nombre…
Había extrañado a la mujer más de lo que nunca hubiera sido consciente.
– ¿Eres tú?
¡La capucha! Se encontraba de pie en las sombras con la capucha levantada. Chelise dio un paso adelante hacia la luz que irradiaban dos lámparas de pie y echó la capucha hacia atrás.
– Hola, madre.
El rostro de Patricia se frunció lentamente mientras la emoción la embargaba. Las manos se levantaron como para abrazar a su hija, pero luego bajaron. Miró a la derecha, donde había dos hombres parados. El primero era el general que ella conociera años antes cuando solo era capitán. Cassak. El segundo…
Chelise sintió que se le bloqueaban todos los nervios del cuerpo al ver la enorme figura y los ojos grises que pertenecían a Qurong, comandante supremo de las hordas. Su propio padre, a quien amaba tanto como a su propia vida.
Se quedó sin habla. Quiso correr hacia él, arrojarle los brazos alrededor del grueso cuello y decirle cuan a menudo pensaba en él: Cada noche, cada día. Cada vez que se hundía en las rojas aguas y comía la fruta de Elyon, ella veía en su mente el rostro de él. Soñaba que él la seguiría al interior del estanque rojo y que ahogaría su lamentable ego, sin que importara lo poderoso que era, ¡y también soñaba que él hallaría una nueva vida que lo haría danzar toda la noche!
Pero no pudo. Ni siquiera podía moverse después de haber imaginado este momento por tanto tiempo.
La mirada de Qurong era dócil. Incluso triste. Pero volvió el rostro hacia otro lado.
Chelise miró a Patricia, y se suavizó la mirada áspera de su madre.
– Bienvenida a nuestro hogar, hija.
– El honor es mío, madre -contestó ella haciendo una reverencia con la cabeza. Silencio.
– Hola, padre.
Él miró por encima e inclinó cortésmente la cabeza.
Entonces Patricia corrió hacia ella. Se abrazaron, madre e hija, horda y albino,
– Qué bueno verte, Chelise -le susurró su madre, tratando de no llorar-. He estado muy preocupada.
– Qué bueno verte en buen estado de salud -respondió ella besándole la mejilla a Patricia.
– ¿Y tu hijo? -inquirió la madre, retrocediendo.
– Jake. Es un manojo de energía.
– Por supuesto -acotó la madre, y sonrió-. Tendrá que serlo, teniendo la sangre de Qurong.
– Ya maneja una espada de madera como si hubiera nacido con ella.
Patricia rió, igual que Cassak.
– ¿Y es una espada albina o una elaborada por las hordas? -inquirió Qurong como si fuera la más natural de las preguntas, y cavilándola muy bien.
– ¡Oh, cállate, Qurong! -lo reprendió Patricia-. Albino o no, es tu nieto.
Deja de ser un bebé.
Chelise quiso tranquilizarlo, pero no supo qué decir para zanjar todos los engaños que subyugaban al comandante de las hordas. Después de todo, él era el culpable. Desde el mismo principio, su propio padre había extendido la división entre albinos y hordas.
Ella tenía esta oportunidad única de persuadirlo, pero todos los discursos que había ensayado bajo las estrellas en el desierto huyeron de su mente.
– ¿Dónde está Thomas? -preguntó.
– No tengo idea. Desapareció.
– Háblanos de Jalee -pidió Patricia-. Ven y siéntate. ¿Tienes sed? Cassak, tráenos por favor un poco de fruta.
Chelise se sentó a la mesa y cortésmente aceptó una naranja de parte de su madre. Le habló de Jake, un pequeñuelo travieso que era tan obstinado como su padre y su abuelo. Pero tan hermoso como un joven roush, con su mullido cabello rubio. Se pasó el rato mirando a su padre, que permanecía de pie… bajo las órdenes de su madre, sin duda. Fue idea de ella, no de él, que se reunieran.
Hablaron durante algunos minutos, y Chelise hizo lo posible por no contestar las preguntas de su madre en una manera que pudiera ofender a su estilo de vida, pero rápidamente el desafío se hizo imposible.
– Parece precioso -comentó Patricia, volviendo a Jake-. Y saludable.
– Desde su bautismo ha sido tan sano como un corcel.
– ¿Bautismo? ¿Qué es un bautismo?
– El ahogamiento. Todos nuestros niños se ahogan en los estanques rojos. Eso mantiene lejos la enfermedad. Eso privó de aire a la tienda.
– Qué bárbaros -terció Qurong-. ¿De verdad matan a sus hijos?
– ¿Te parezco muerta, papá? -objetó Chelise poniéndose de pie-. Sé que nadie de las hordas aprecia el ahogamiento, porque de ser así lo habrían escogido mucho tiempo atrás. Pero debes saber por boca de tu propia hija que eso es regalo de vida. Los sacerdotes siniestros te dicen que es veneno. ¿Parezco envenenada? ¿Es por eso que somos mucho más fuertes hasta que tus mejores guerreros?
– ¡Tonterías!
– Por favor -susurró Patricia-, no hables aquí de esas cosas.
Pero Chelise había esperado diez años para hablar precisamente de esas cosas aquí. Caminó alrededor de la mesa y se acercó a su padre.
– Retroceda -exclamó el general Cassak moviéndose para interceptarla.
– Mi padre no le teme a las mujeres, particularmente a su propia hija -advirtió ella haciendo caso omiso del general.
Eso detuvo al hombre, que miró a Qurong, pero no obtuvo instrucciones. Chelise se detuvo a varios pasos de su padre y le escudriñó los ojos.
– Te vi desaparecer dentro de los libros con mi esposo, padre. ¿Puedes decirme dónde está él?
– Escapó.
– ¿Dentro de este mundo? ¿O de otro?
– No sé nada de otro mundo más allá de las pesadillas que me plagan cada vez que cierro los ojos -declaró Qurong mirando hacia otro lado.
– Dime por favor que estaba bien la última vez que lo viste -suplicó ella-.
Merezco saber eso.
– ¿Cómo podría saberlo? El es un hechicero que cambia lo que los hombres pueden ver con sus ojos naturales. Más allá de eso no sé nada.
Qurong estaba en total negación acerca de lo que ella había visto en la biblioteca secreta. Pero difícilmente podía culparlo. ¿Quién había oído hablar alguna vez de desaparecer dentro de libros? El había categorizado aquello como una pesadilla.
– Padre, te ruego que reconsideres tus caminos. Los albinos somos personas pacíficas sin ningún deseo de perjudicar a las hordas. Solo anhelamos reunimos con Elyon como siempre quisimos. Todo lo que ha sucedido desde el principio de los tiempos señala hacia ese fin.
– ¿Muerte y destrucción son parte de ese plan? No seas ingenua.
– No, esas fueron decisiones humanas. Pero se permitió la maldad para que todos pudiéramos elegir a nuestro amado. Este es el significado del Gran Romance: Decidir por voluntad propia corresponder al gran amor que Elyon nos ha mostrado -declaró ella, hizo una pausa y después continuó en voz baja, sabiendo que él debía entenderla-. ¿Recuerdas cómo era antes de que los shataikis fueran liberados, padre?
– Todo esto es una tontería.
– ¡Para ti que no crees! Incluso para mí antes de creer. Pero, para quienes creen, ese es el poder del rescate. Si te ahogas, padre, sabrás lo que yo sé. El bien y el mal no son juegos para aliviar el aburrimiento. ¡Los riesgos son devastadores! Nuestras mismas vidas están en la balanza, las de todos: Albinos, hordas y eramitas. Qurong la miró por un momento prolongado antes de volverse y caminar hacia una jarra de cerveza ligera. Vertió un poco del líquido amarillento en un tazón de peltre.
– Por favor, padre. Te lo estoy suplicando -rogó ella en voz suave y entrecortada porque las emociones le impedían gritar-. ¡Ahógate conmigo!
Qurong tomó un largo trago, negándose a mirar en dirección a su hija. Está controlando sus propias emociones, pensó ella. Chelise estaba logrando comunicarse. ¿Cómo podría alguien resistir una verdad tan sencilla?
– Dices que los albinos son pacíficos, pero en este mismo instante conspiran Para destruir a las hordas -se defendió él.
– Eso sencillamente no es verdad.
– Samuel se ha unido a Eram y está conspirando para que los albinos hagan alianza con los mestizos -expresó él mirándola de frente.
En el momento que lo dijo, Chelise supo que era verdad. ¡Esto es lo que Thomas había querido decir!
Y con tal despliegue de poder, no pocos albinos serían arrastrados a una guerra que prometía acabar con las hordas de una vez por todas. El estómago de Chelise se revolvió. Su esposo tenía razón, ¡el mundo se estaba desmoronando!
– Thomas… -balbució ella-. ¡Necesitamos a Thomas! El puede detenerlos.
– ¿Es eso lo que él estaba haciendo cuando ofreció a su hijo Samuel a Elyon en el lugar alto? ¿Detener una guerra?
– ¡Sí! Y tú traicionaste tu palabra, padre -acusó ella acercándosele y poniéndole una mano en el brazo, desesperada por ganarse su confianza-. Te lo ruego, padre. Tú puedes detener esta insensatez. Por mí, te lo suplico. Por tu nieto.
– No me hagas condescender. ¡No habrá guerra! -exclamó, retrocediendo; empuñó la mano y la sacudió con fuerza-. Pero, si la hay, aplastaré a cualquier fuerza que se me enfrente.
– ¡Qurong! -gritó Patricia atravesando el salón hacia ellos-. Recuerda nuestro acuerdo. ¡Cuida tu tono!
– ¡Soy Qurong! -vociferó él-. ¡Mis mujeres no me dicen qué hacer!
Chelise se sintió sofocada por una repentina urgencia de volver con los albinos.
¡Era necesario detener a Samuel!
– Si a ella no la hubieran enamorado las mentiras de Thomas no estaríamos en este aprieto -añadió bruscamente Qurong.
– Ah, por favor, no puedes culparla por esto -pidió Patricia-. No hace falta que mires más allá de tu propio sacerdote.
– Él no es mi sacerdote.
Qurong miró el alerón de la puerta. No era nada bueno decir tales cosas en voz alta acerca de Ba’al. No todo estaba en paz en el campamento de las hordas. Pero al momento nada de esto importaba a Chelise. Ella estaba sin Thomas. Y Samuel podría estar dirigiéndose a la Concurrencia en este mismo instante, pretendiendo llevarse con él a los albinos para emprender la guerra contra las hordas.
Si lo hacía, los días de las hordas podrían estar contados.
– Cassak, asegúrate de que ella salga de su campo enemigo sin peligro -ordenó Qurong, dirigiéndose a la puerta-. Tengo asuntos pendientes.
– ¡Qurong! -gritó Patricia.
– Tú no eres mi enemigo, padre -expuso Chelise-. Te amo tanto como a mi propia vida. Pero su padre salió sin pronunciar una palabra más.
Todo está perdido, pensó Chelise. He perdido a mi esposo, a mi hijo, y ahora a mi padre, quien va a emprender la guerra contra mi pueblo.
El mundo te espera, Chelise.