El futuro
CHELISE OBSERVÓ a Samuel y Marie mirarse uno al otro en un silencio mortal, cada uno aparentemente despreocupado por la espada del contrincante, como dos gallos enfrentados, inexpresivos. Vadal se hallaba a un lado, pálido. Los otros líderes miraban, inmóviles.
Los miembros del círculo esperaban el drama que se desarrollaba como si no estuvieran seguros de lo que sucedía. Un instante antes habían estado inmersos en el amor poético de Thomas por ella y por Elyon, y al siguiente la celebración de la Concurrencia se había nivelado con este absurdo desafío a la esencia de lo que tenían por sagrado.
¡El Gran Romance se estaba debatiendo a punta de espada! ¿Era esto por lo que ella se había ahogado? Todos esperaban que Thomas actuara.
Pero Thomas no estaba deteniendo esta locura.
El pueblo de Elyon nunca había adoptado una jerarquía gubernamental que permitiera a unos pocos controlar a muchos. Guía, sí. Pero a cada persona se le animaba a seguir su corazón. Todos habían sido testigos de lo que la religión provocó cuando las hordas siguieron a sus sacerdotes, primero Ciphus, luego Witch, después Sucrow y ahora al peor de todos: Ba'al.
Thomas mostraba un disgusto particular hacia la manipulación por medio de la religión, prefiriendo la fe y el Gran Romance de Elyon. Pero esto… esto era ridículo.
Chelise lo miró y le vio la mandíbula apretada. Iba a dejar que pelearan.
Samuel saltó sobre una roca de la altura de la rodilla, plantó el pie derecho casi en lo alto, y se lanzó en una elevada voltereta sobre la cabeza de Marie. Hizo descendí la espada mientras surcaba por encima de ella, un giro devastador que le hacía aprovechar al máximo no solo sus musculosos brazos sino la fortaleza de la pierna, transferida ahora a la fuerza del impulso hacia abajo. Thomas le había dicho a Marie que partidora, como denominaban al movimiento, se remontaba a los días de guerra por la capacidad de cortar por la mitad a un guerrero, desde la cabeza hasta la entrepierna, con un solo golpe.
Marie se dobló sobre una rodilla, levantó la espada, con una mano en la empuñadura y la otra sobre la ancha hoja, y movió de un tirón el arma sobre su cabeza como un escudo. El sonido de la hoja de Samuel sobre la de Marie retumbó por el valle, resonando en los muros de los riscos.
¿Habría completado Samuel su giro si Marie no hubiera reaccionado a tiempo? El impetuoso tonto había perdido el juicio.
El entrelazado cabello de Marie se le arremolinó en la cara mientras giraba, aún sobre una rodilla, entonces se abalanzó hacia el cuerpo de Samuel antes de que él aterrizara y reorientara el rumbo.
Él la anticipó. Se las arregló de algún modo para sacar un cuchillo estriado. Con giro de muñeca lo llevó hacia atrás a lo largo del antebrazo y desvió la espada de su hermana. Aterrizó con una sonrisita, usando este impulso para lanzarse en un salto mortal hacia atrás.
Pero Marie ya estaba girando alrededor, la espada extendida para un segundo golpe, que le rayó el mentón a Samuel mientras se salía de la trayectoria.
La muchacha echó la espada hacia atrás, y Samuel se enderezó. Se tocó la barbilla, sintió la sangre fluyéndole entre los dedos, y miró, con el rostro encendido. Ella permaneció en guardia, respirando con regularidad por la nariz.
Una sonrisa se dibujó lentamente en los labios del joven, pero esta no era la mirada de humor o de estar jugando. Era una sonrisa feroz, llena de resolución e ira.
– Ahora -declaró-. Ahora verás.
– ¿Quieres matarme, Samuel? -retó ella, circulando hacia la izquierda, opuesta a él-. ¿Eh? ¿Es eso lo que Elyon te ha enseñado?
– ¿Ha sido Elyon el que ha hecho sangrar primero? Juraría que has sido tú
– Solo porque desafiaste a muerte a mi amado -replicó ella.
– O por el bien de muchos.
– No me matarías, Samuel.
El respondió con una voz baja y gutural que pudo ser la de un animal, pensó Chelise.
– Entonces no me conoces.
Samuel se movió tan rápido que Marie no tuvo tiempo de desviarse. Solo pudo Moverse a la derecha mientras el cuchillo salía disparado de la mano izquierda del muchacho, desgarrando el aire nocturno y clavándose firmemente en el hombro izquierdo de ella; allí tembló, y luego se aquietó, enterrado cinco centímetros en la carne.
Chelise estaba demasiado abismada para actuar ante el horror que le arrollaba la mente. Thomas solo miraba, paralizado por el ultraje o por dejar que la historia siguiera su propio curso, ella no lo sabía, pero deseó abofetearlo y decirle que los detuviera.
Vivían en un mundo cruel, pero la costumbre del círculo era evitar esta clase de brutalidad con amor, danzas y festejos hasta altas horas de la noche.
– Parad esto -ordenó Mikil, dando un paso al frente-. Por amor de Elyon, dejad esta tontería.
– ¡No te metas! -bramó ahora Marie.
– Mikil tiene razón, esto no demuestra nada -manifestó Johan uniéndosele. Marie se arrancó la hoja del hombro y la arrojó en dirección a Johan.
– Retrocede!
El agarró súbitamente la hoja en el aire antes de que lo alcanzara, y rezongó. El general que había en él no había olvidado cómo moverse.
Pero antes de que cualquiera de ellos pudiera moverse para interferir, Marie saltó hacia el frente y blandió la espada.
Samuel desvió otra vez el golpe.
Marie hizo oscilar de nuevo la espada.
Luego se enzarzaron en un combate cuerpo a cuerpo, arremetiendo y eludiendo, inundando el valle con bufidos y restallidos de metal contra metal.
Los primeros sonidos de la muchedumbre llegaron en forma de suspiros cuando Marie o Samuel apenas lograban escapar de la hoja del oponente. Luego surgieron vítores de apoyo o rechazo de unos pocos cuando Marie asestó un fuerte golpe en la pierna derecha de su hermano, partiéndole en dos la protección de cuero en el muslo.
Están influyendo en la multitud -pensó Chelise-. Están haciendo a un lado el ama por Elyon y siguiendo ciegamente este desenfreno de violencia. Las ovaciones de apoyo o rechazo aumentaron en la concurrencia. Entonces alguien gritó por encima de los demás y la mente de Chelise se dividió.
– ¡Acalla a la amante de las hordas, Samuel! ¡Revienta a esta hija de Qurong!
La sangre de Chelise se enfrió. El grito, un chillido agudo de mujer que se oyó porr encima de los de los demás, había venido del costado derecho.
– Ellos asesinaron a mi hijo. ¡Mata a la hija de él! La venganza pertenece a Elyon y él beberá la sangre de ellos como se han embriagado con la nuestra.
No era posible que Samuel y Marie hubieran oído la voz en medio de la cacofonía de gritos y el rugido de tres mil voces gritando ahora insultos o expresando su apoyo por uno de los combatientes.
Se batían en duelo el hijastro y la hijastra de Chelise.
La voz surgió allí de nuevo, a la derecha. Ella la distinguió.
– Muerte para el hijo de Teeleh. Que Qurong y Ba'al, los siervos de Teeleh, se pudran en el infierno. Qurong es el hijo de Teeleh, y las hordas que nos cazan son shataikis, que se sienten felices en medio de un tío de sangre.
Luego continuó aun con más atrevimiento, tanto que Chelise se olvidó de respirar.
– ¡Que Qurong se pudra en el infierno, y que todos los que le brindan lealtad mueran bajo la espada de Elyon!
– ¡Silencio! -gritó Chelise-. ¡Silencio!
Pero la voz apenas se le oía por encima del chasquido de espadas y los improperios a todo su alrededor. Ella vio que muchas de las personas protestaban. Pero bastantes respaldaban a Marie o a Samuel para incitarlos en su encarnizado combate.
– ¡Thomas!
Se dio la vuelta y vio que Thomas había desaparecido de su lado, y rápidamente escudriñó la multitud. En vez de hallarlo, su vista fue atraída hacia una mujer parada sobre un montón de rocas, con el puño levantado hacia el cielo, mirando a Chelise. Podría haber sido por la luz de la lumbre, pero los ojos de la mujer parecían rojos en medio de la noche.
– ¡Muerte para Qurong y todos sus descendientes sedientos de sangre!
Aterrada, Chelise dio un paso atrás. Su amor por las hordas era un amor personal, dirigido hacia su propio padre, Qurong, y su madre, Patricia, a ninguno de los cuales había visto en diez años. Ella se había preocupado tanto en este último año de que fueran rescatados de su enfermedad, que Thomas le pidió que dejara de proclamarlo en público- La mujer debió reprimir su incesante y afectuosa conversación acerca del líder de las hordas, quien había ordenado el exterminio de los albinos. Se rumoreaba que Qurong andaba por los pasillos de su palacio maldiciendo a los albinos que habían escapado con su hija y la habían convertido en un animal. El amor de Chelise por su padre se enfrentaba con miradas tajantes, una segura señal de que estaba probando los límites de todos.
Chelise miró a la mujer que con voz chillona despotricaba de su padre.
– «La venganza es mía», dice el hacedor de todo lo que es puro. Él cortará a la rama impura: ¡Qurong y sus sacerdotes sedientos de sangre!
Supo entonces que si esta mujer la desafiaba a pelear por el destino de su padre, aceptaría. Defendería a Qurong hasta la muerte por los insultos de esta bruja alzada sobre la piedra.
Comprendió que Marie no estaba haciendo menos. La confusión se arremolinó a su alrededor.
Marie y Samuel intercambiaron una serie de golpes contundentes, cada uno rechazado eficazmente por el otro. Pero ahora había más sangre. El muslo de Marie estaba abierto, y la cabeza de Samuel le sangraba por un lado.
Al haber procurado el derecho de matar a las hordas, limpiamente lo estaban venciendo en una pelea justa, pensó Chelise. Se refrenó y se sacudió la idea de la mente. ¿Se había vuelto tan profundo el resentimiento hacia sus atormentadores que ya no podían tolerar el maltrato? Huir y esconderse, la muerte de un ser querido…
Solo la última semana una de las más delicadas danzarinas del campamento, Jessica del Norte, había perdido a su hijo, Stevie, cuando este salió a cazar un venado con dos de sus amigos. Eran jóvenes y valientes, y su búsqueda los había internado en el bosque, donde asesinos de las hordas llamados guturales les cayeron desde los árboles y mataron a Stevie. Jessica había llorado todo un día hasta quedar ronca.
Los pensamientos giraban en la cabeza de Chelise a paso vertiginoso, resaltados por los gritos y los choques de espada. Ambos combatientes estaban jadeando y sangrando, aferrados ahora a un objetivo único: Sobrevivir.
Chelise debía detener esto, sin importar que tuvieran derecho a competir, como afirmara Ronin. Thomas debía parar esto antes de que uno de sus hijos resultara muerto. Eso dividiría el círculo. ¡Llevaría a más muertes!
Pero ella no sabía qué hacer.
Y entonces ya no importaba, porque en el lapso en que Chelise parpadeó, Marie estaba de espaldas, intentando agarrarse a algo. Había caído al tropezar con la pequeña grieta de una roca que bordeaba la piedra lisa.
Al ver la hendidura, Samuel se lanzó de frente. No fue tras la garganta de Marie-Es lo que ella habría esperado. En vez de eso, el pie derecho del muchacho hizo contacto con el mango de la espada y la lanzó dando vueltas por el aire.
Marie había quedado desarmada.
Un rugido salió de la multitud.
La mujer con ojos rojos le gritaba a Chelise.
Samuel puso una rodilla en el estómago de Marie, evitando con eficacia que ella se liberara con un giro. La espada golpeó ruidosamente la roca a dos centímetros del cuello de la joven, salpicándole la mejilla derecha con pedazos de piedra.
Ese resonante choque de metal contra roca silenció a la Concurrencia. Pero la noche no se apaciguó. Un lamento de amargo remordimiento cortó el aire.
Chelise había oído esto, solo una vez, tres años atrás cuando veintitrés mujeres y niños fueron degollados por guturales mientras los hombres buscaban a un pequeño perdido. Thomas también había oído aquel lamento, cayó sobre las rodillas, y clamó al cielo.
La esposa de Hunter se dio la vuelta, apabullada por el grito de angustia.
Thomas estaba de rodillas sobre un barranco de ocho metros detrás de Chelise, con los brazos extendidos, sollozando al cielo nocturno.
– Elyonnnnnn… Elyonnnnnn…
Durante prolongados segundos, el líder gimió de manera imperturbable, luchando por hallar aliento, temblando como un hombre que acaba de saber que han hallado muerto a su hijo en el fondo de un precipicio. Lágrimas le bajaban a raudales por las mejillas mientras lloraba. Por su Hacedor. Por sus hijos. Por el círculo. Por las hordas.
En todo el entorno del valle, la multitud se quedó pegada a la tierra, sobrecogida bajo este horrible sonido. Detrás Chelise, Marie y Samuel respiraban con dificultad, pero ya no había ruido de espadas oscilando.
– Se acabó -gimió Thomas-. ¡Se acabó!
– No -gritó Chelise.
– Nos has abandonado -clamó él al cielo; luego más fuerte-. ¡Nos has abandonado!
– No -volvió a gritar ella, rogándole que la oyera-. No, él no nos ha abandonado.
El pecho de Thomas subía y bajaba.
– No, Elyon no nos ha abandonado -gritó ella-. ¡No morí para esto!
Thomas bajó la barbilla y parpadeó. Parecía perdido, un caparazón del hombre le había llevado a la victoria a los poderosos guardianes del bosque de campaña en campaña, antes de que Qurong los superara. Chelise pensó por un momento que él se había perdido en la desesperanza, un hombre despojado de todo lo que una vez atesoró.
Los ojos de Thomas se aclararon lentamente y, tambaleándose, se puso de pie, mirando alrededor a la multitud. La mirada se le posó en su hijo y su hija. Marie aún yacía de espaldas, prensada por la espada de Samuel. Levántate -ordenó Thomas.
Samuel miró a su padre. No hizo ningún movimiento para renunciar a la ventaja ganada con gran esfuerzo.
– ¡Levántate! -bramó Thomas con voz cargada de ira, y pareció haber agarrado desprevenido a Samuel.
Lentamente su hijo quitó la espada y retrocedió. Marie rodó y se puso de rodillas. Luego de pie. Miraron a lo alto a su padre, heridos y sangrando.
– ¿Es esto a lo que hemos llegado? -preguntó Thomas-. ¿A una caterva de vagabundos dispuestos a volver a su propio cautiverio? ¿Desean volver a unirse a las hordas?
– Deberíamos matarlos, no unirnos a ellos -expresó en voz baja la mujer que había retado a Chelise, aunque muy bien pudo haber gritado. Thomas señaló con la mano hacia el horizonte. Matar es lo que ellos hacen. ¡Matarlos es unírseles!
Caminó por lo alto del barranco y, con cada pisada, Chelise sentía que le aumentaba el temor. No le gustaba la escena de desesperación que poseía a Thomas.
– ¿Son las hordas lo que quieren? ¿Han perdido su fe en la diferencia entre nosotros y ellos, no es así?
– No -respondió Mikil-. No, Thomas, eso es…
– ¿Están dudando que Elyon está aquí, entre nosotros? ¿Que sí le importa? ¿Que tiene algún poder? ¿Se preguntan si él ama a su novia del modo en que una vez la amó, si el Gran Romance no se ha vuelto más que cháchara de viejos alrededor de una fogata? ¿Es eso? -gritó su desafío.
– Thomas…
– ¡Basta! Ustedes tuvieron su oportunidad de defender sus corazones. Ahora es mi turno.
Las palabras enfriaron la noche. Él no se ponía así muy a menudo, pero Chelise lo conocía lo suficiente para saber que había tomado una decisión, y ninguna fuerza de este lado del cielo o del infierno la cambiaría.
– Mi propio hijo ha desafiado la mismísima estructura de nuestra manera de hacer las cosas, y ha metido a mi propia hija en una pelea a muerte. Bien. Entonces yo. Thomas de Hunter, padre de ambos y comandante supremo de este círculo, lanzare mi propio desafío.
Se puso en pie por encima de ellos, con las piernas extendidas al ancho de los hombros, los puños cerrados.
– Dirimiré este asunto de una vez por todas. Lo haré en mis propias condiciones. Veremos si Elyon nos ha abandonado. Todo hombre, toda mujer y todo niño del círculo sabrán si aquel que nos corteja, que dirige nuestro amor, es real o si no es más que charlatanería en boca de ancianos.
– Thomas, ¿estás seguro de que deseas hacer esto?
Pero él hizo caso omiso a William.
– Por este medio ejerzo mi derecho de aceptar este desafío de Samuel. ¿Aceptas? Samuel brindó una sonrisa cínica y levantó la mirada a través de sueltos mechones de cabello.
– Como quieras -contestó, luego añadió para crear un efecto-. Padre.
– Bueno. Entonces iré a las hordas y lanzaré mi desafío. Si Elyon es quien digo que es, sobreviviremos otro mes. Si no, entonces todos nosotros moriremos o nos convertiremos en hordas dentro de una semana.
Las palabras resonaron por el cañón. El fuego se estaba extinguiendo, por falta de madera. Un perro ladraba desde el campamento principal cien metros detrás del estanque rojo, donde todos habían sumergido sus copas para celebrar el amor de Elyon.
Ahora enfrentaban la muerte, y sentían pesadas las copas en las manos.
– ¿Escucho alguna objeción?
– ¿Cómo puedes arriesgar nuestras vidas de este modo? -algún tonto fue tan valiente que preguntó.
– ¡No hay riesgo! -tronó Thomas sobre las cabezas de ellos-. Si Elyon nos falla, debemos ser encostrados. Solo seremos como deberíamos ser. Si él nos rescata, concluiremos con seriedad esta celebración.
Una profunda respiración.
– ¿Alguien más?
Nadie se atrevió.
– Envíen nuestros más veloces corredores a las otras tres Concurrencias. Díganles que vengan. Viviremos o moriremos juntos como uno solo. ¿Está claro?
Aún no hubo objeción. Ni siquiera del consejo, en donde sin duda sabían lo peligroso que era este procedimiento. Pero solo sabían con seguridad que cruzarse con Thomas era inútil.
Bien -continuó Thomas-. Salgo esta noche. Samuel, Mikil, Jamous, ustedes tres y solo ustedes tres vendrán conmigo. Traigan nuestros caballos. ¿Estaba él yendo hacia las hordas, hacia el padre de Chelise, sin ella?
– Thomas… Thomas, ¡tienes que llevarme! -exclamó ella dando un paso adelante.
– No. Tu mente no está clara en cuanto a este asunto. Cómo puedes decir eso? Yo… ¡yo soy tu esposa! He dedicado mi vida…res la hija de Qurong -declaró; luego, con solo un poco más de ternura-. Por favor. No cuestiones mi criterio en este asunto.
– Entonces yo debería ir, padre -manifestó Marie.
– Samuel, Mik.il, Jamous -decidió él, y se volvió hacia ellos-. Nadie más. Chelise, trae a mi hijo menor. Tráeme a Jake.
Luego Thomas de Hunter dio la vuelta y se metió en la noche, dejando a tres mil seres solos cerca de la fogata.