Capítulo 20

Más sola que nunca

I

El fin de semana de Paddy fue el más miserable y hostil de los que era capaz de recordar. Se pasó todo el sábado merodeando por la biblioteca principal de la ciudad para evitar estar en casa, leyendo en viejos periódicos noticias sobre el caso Dempsie que no le aportaban nada que ella no conociera.

No había sido consciente del grado de antipatía local hacia ella hasta que se cruzó con Ina Harris, una mujer vulgar de la que sabía que era amiga de Mimi Ogilvy, cuando volvía de la biblioteca. Ina se volvió deliberadamente y escupió a los pies de Paddy. No es que fuera un árbitro de los buenos modales, ya que, a menudo, salía a la puerta de su casa sin los dientes postizos, y, además, era una limpiadora de manos largas. Iba cambiando de un trabajo a otro porque, tan pronto como empezaba en uno, se metía en problemas, robaba lo que podía y tenía que marcharse antes de que la pillaran. Una vez consiguió un trabajo limpiando salas de operaciones y volvió a casa con una bolsa llena de bisturís y gasas. En Eastfield, todo el mundo la conocía.

El domingo, cuando Paddy abrió los ojos soñolientos y vio las dos tazas de té caliente en su mesilla de noche, por un momento, pensó que se trataba de un fin de semana normal. La única tarea de Con en casa era preparar las tazas de té del domingo por la mañana y repartirlas por las habitaciones, lo que propiciaba que todos se levantaran y estuvieran listos para la misa de las diez. Paddy parpadeó y se sintió especialmente ilusionada porque vería a Sean en la iglesia. Sólo cuando recordó la razón por la cual verlo significaba tanto para ella, se dio cuenta de que aquél no era un momento normal.

Se incorporó en la cama y dio unos sorbitos a su taza de té, mientras repasaba mentalmente a cuántas personas más tendría que enfrentarse hoy. Su familia no le hablaría, y, en la ciudad, todos la vigilaban y cotilleaban sobre su crimen. Mary Ann permanecería fiel a su lado, pero se reiría ante cualquier expresión de vergüenza o miedo por parte de Paddy.

Se quedó escuchando mientras cada miembro de la familia aprovechaba su turno en el cuarto de baño. Mary Ann se estaba lavando los dientes cuando Trisha anunció por las escaleras que eran las nueve y media, y que tenían que salir en diez minutos. Mary Ann volvió a entrar en la habitación y puso cara de asombro al ver que Paddy seguía tumbada en la cama. Paddy le contestó con la misma cara y Mary Ann se rio, le dedicó una última expresión de estupefacción y se marchó.

Paddy seguía en la cama, todavía en pijama, y leía L'Etranger, un libro que le había prestado Dub, porque sabía que el título en francés fastidiaría a su padre. Oyó los correteos y susurros al pie de las escaleras, seguidos de las pisadas de Con. Se detuvo frente a su puerta, llamó y la abrió; luego miró alrededor de la habitación expectante. Ella tuvo ganas de incorporarse y desafiarlo, de soltarle algo incendiario que le hiciera hablarle y pelear por una vez en su patética vida; pero no lo hizo. Se quedó sentada en la cama, con los ojos fijos en el libro, deslizándose lentamente bajo las mantas, protegiendo la dignidad de su padre a expensas de la suya.

Con resopló enfadado un par de veces y se marchó, tras cerrar la puerta con fuerza para demostrar lo disgustado que estaba. Volvió a bajar y ella oyó que la puerta de casa se cerraba y, como burbujas escapando de una botella, su familia desaparecía.

La calma inundó la casa. Paddy escuchó alerta, para asegurarse de que no había quedado nadie. Se habían marchado de verdad. Era la primera vez que estaba sola en casa en, tal vez, diez años. Aunque no hubiera nadie más, Trisha solía estar siempre en la cocina o, al menos, por ahí cerca. Paddy retiró las mantas y bajó a saltos al teléfono de la planta baja.

La gilipollas de Mimi Ogilvy respondió al otro lado del teléfono.

– ¿Diga? -dijo con su mejor voz dominguera.

– ¿Está Sean?

– ¿Quién lo llama?

– ¿Puedo hablar con Sean, por favor?

Paddy era capaz de oír el cerebrito de Mimi tejiendo alguna idea antes de colgarle.

Esperó en el recibidor y se sentó un momento en las escaleras, consciente de que Sean estaría en su casa, preparándose para ir a misa, y habría oído sonar el teléfono. Sin duda, habría sabido que era ella: ningún otro conocido suyo necesitaba llamar el domingo por la mañana, puesto que todos estaban de camino a la iglesia y se verían igualmente. No iba a devolverle la llamada. Consultó su reloj. Ahora ya habría salido para ir a misa. No iba a llamarla.

Volvió arriba, se puso algo de ropa y se quitó el anillo de prometida; lo dejó junto a la cama, a sabiendas de que su madre entraría a hacer las camas mientras ella estaba ausente y de que lo vería allí encima. Esperaba dejarla preocupada.

Se tomó un desayuno rápido de cereales. Se podía haber preparado seis huevos duros, pero los pomelos se habían terminado y, sin ellos, la reacción química no funcionaba. Llenó su bolso de lona de galletas y salió camino del centro, apresurándose a coger el tren que pasaba por la estación de Rutherglen antes de que acabara la misa. No tenía ningunas ganas de encontrarse con media congregación. Sentada en el tren, Paddy se miró las manos regordetas sin pasión. Le gustaban más sin el penoso anillo.

Una vez en el centro, se compró una entrada para la sesión de tarde de Toro salvaje, no porque quisiera verla, sino para poder decirle a Sean que ya la había visto si le proponía verla más adelante. No quería que pensara que lo estaría esperando todo el tiempo. Cuando le entregó la entrada a la acomodadora, se sintió como una idiota colgada. Sin que le preguntara, Paddy le explicó que la amiga que iba a acompañarla había estado enferma y que todavía no estaba bien del todo y que por eso iba sola. La acomodadora estaba resacosa e iba vestida de botones, con un uniforme rojo y gris desteñido. Dejó que Paddy acabara de contar su excusa y, luego, le señaló en silencio el camino hasta la sala de arriba con su pincho de marcar entradas.

Paddy se sentó casi al fondo, calculando que allí la podría ver menos gente, y abrió el bolso lleno de galletas. Cuando hacía una hora que la película había empezado, se dio cuenta de que jamás había disfrutado tanto en el cine. No se preguntaba qué le parecía la película a Sean, ni se preocupaba por tener que hacer algún comentario divertido, ni por recibir su ración de chucherías; simplemente se dejó envolver por la música y la oscuridad. Hasta se le olvidó comer.

II

Llegó a Eastfield una hora antes de que nadie pudiera esperar razonablemente que la cena estuviera lista. Le resultaba demasiado doloroso subir a esperar a su habitación, tanto antes como después de comer. Las cortinas de la ventana del salón eran gruesas y el sofá estaba demasiado bajo para ver, pero, por la luz azulada, pudo deducir que la tele estaba puesta. La cabeza de uno de sus hermanos asomó por encima de una butaca, y se dirigió a la cocina. Le esperaba otra noche entera de exilio interno.

Pasó a hurtadillas frente a la puerta principal, recogió la llave del garaje de debajo de un ladrillo. Si su padre veía la luz encendida, pensaría que eran los vecinos, los Beattie, y no se acercaría. Mientras tiraba de la puerta lateral del garaje, una fina capa negra de mantillo se concentró a sus pies.

Dentro, el aire era frío, y una espesa nube de humedad flotaba por encima de las cosas, clavándosele en las puntas de los dedos y en los lóbulos de las orejas, y llevando el frío hasta todos los rincones. Paddy se quedó con el abrigo puesto y se sentó en una butaca marrón que estaba un poco húmeda. Se acabó las galletas de su bolso, una a una, como si se tratara de una obligación.

Los Beattie se las habían apañado para embutir una buena cantidad de cosas en el garaje de los Meehan. Habían levantado un precario juego de estanterías, hechas con ladrillos y planchas de madera reaprovechadas, contra una pared, y habían ido guardando cajas de cartón llenas de baratijas en ellas.

Paddy se levantó, sin poder evitar pellizcarse las medias húmedas en la parte de detrás de los muslos, y miró lo que había dentro de las cajas, mientras el blando cartón se le iba desmontando en las manos cuando tiraba de él.

Los Beattie viajaban al extranjero y tenían la costumbre de guardar juguetes de cuando los chicos eran más pequeños. Los niños Meehan daban los suyos para obras de caridad justo cuando dejaban de jugar, pero antes de haber perdido completamente el sentido de la propiedad sobre ellos. En una de las cajas, habían guardado una lata de galletas con la bandera del Reino Unido del aniversario de plata y una foto de la reina de joven, agarrada al respaldo de una silla, con un marco de baratija. Sobre su larga falda de color rosa, se habían formado manchas negras de moho.

Paddy se sentó en la fría butaca, y se quedó mirando a su alrededor. Si hubiera sido una Beattie, habría podido escribir un artículo sobre Thomas Dempsie y el pequeño Brian. Habría podido decir que Brian había desaparecido en el aniversario de la muerte de Thomas, explicar la conexión Barnhill con claridad y dejar que los lectores sacaran sus propias conclusiones. Podría hacerlo si no le importara lo que pensaba su familia. Todavía no había hecho nada y ya la estaban castigando. Sufría su ira de todos modos, así que, por el mismo precio, también podía hacer de Judas. Heather Allen lo haría aunque se tratara de su familia. Afilaría los colmillos y escribiría un artículo sobre Thomas Dempsie; pero Heather Allen era una cabronaza.

Olvidando por un instante que se había quitado el anillo de Sean, se tocó el dedo con el índice y tuvo un susto temporal al notar que no lo llevaba. Su marca en el dedo era profunda: la rojez había perdido intensidad, pero la piel seguía siendo más suave donde antes había estado el aro. Definitivamente, su mano le gustaba más sin el anillo.

Aquella noche, cuando se metió en la cama, se dio cuenta de que había cambiado el hábito de darle vueltas a su anillo de prometida por el de acariciar cariñosamente su sedosa ausencia.

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