Capítulo 28

Por un pelo

I

Paddy aguardó casi cuarenta minutos en la bocacalle oscura del callejón junto a la casa de los Wilcox. Era un pedazo baldío de tierra que había entre las dos casas y al que los pasos surcados le habían dado la forma de un camino estrecho. A veces, a Paddy le parecía que el conjunto de la ciudad periférica no era más que una serie de interludios entre terreno baldío abandonado y escenarios de los bombardeos de la guerra. El césped que había a ambos lados del sendero brillaba por las gotitas como diamantes oscuros que temblaban en sus puntas afiladas. El extremo más lejano del camino florecía en forma de calle bien iluminada y, al otro lado de la carretera, Paddy pudo ver la verja de pequeñas estacas que rodeaba el parque de los columpios, ahora vacío y con sombras oscuras que se proyectaban debajo de los asientos de los columpios y de los toboganes. El fragor distante de los manifestantes furiosos avanzaba colina arriba.

Se fumó un cigarrillo para pasar el tiempo y recordó a la pobre Heather sentada en la papelera, aburrida en los lavabos de la sección editorial. Pensó que daría cualquier cosa para volver a aquella situación. Dejó caer el cigarrillo y lo pisó, machacando el papel y extendiendo las hebras de tabaco por el césped.

Un movimiento al fondo del callejón le llamó la atención. La silueta oscura de una mujer, cogida de la mano de una niña pequeña, miraba hacia allí y vacilaba ante el perfil oscuro de Paddy, ambiguo y amenazante.

– Espero el furgón de comestibles -gritó Paddy para tranquilizarla.

Pese a todo, la mujer esperó y apretó con más fuerza el puño encogido de la pequeña. Paddy retrocedió hacia la zona de luz de delante de la casa de los Wilcox y la mujer avanzó hacia ella mientras le susurraba algo a la niña.

– Lo siento -le dijo Paddy, cuando estuvo más cerca-, no pretendía asustarla.

De cerca, la mujer era bastante joven, pero su impermeable gris y su pañuelo en la cabeza le daban un aspecto más envejecido. Le dedicó a Paddy una mirada asqueada y apartó a la niña al otro lado del camino para alejarla. En cierto sentido, actuaba correctamente: Paddy no tenía por qué estar merodeando por los callejones oscuros, asustando a mujeres y niños que se ocupaban de lo suyo.

– ¿Sabe si el furgón de ese señor Naismith tiene que llegar pronto?

La mujer no la miró, pero susurró que sí, que llegaría en diez minutos, y añadió que tal vez no fuera Naismith, porque a veces conducía su hijo.

Paddy se tomó esas dos informaciones no solicitadas como muestra de perdón y observó la espalda en retirada de la mujer avanzando calle abajo. Debía de tener, como mucho, un par de años más que ella, pero ya era madre y su rostro reflejaba enfado y amargura.

Pudo imaginarse a Sean en casa, sentado en el salón de su madre, en la banqueta de plástico negro pegada a la mesilla del teléfono, con el auricular pegado al oído mientras escuchaba el tono del teléfono en la mesilla del salón de su mamá. Trisha le diría que Paddy no estaba y, entonces, él se quedaría preocupado. Aunque, tal vez, no se había ni molestado en ponerse en contacto con ella, tal vez había decidido ignorarla otro mes más, superando a su propia familia. Paddy sentía que ya no era capaz de predecir sus movimientos, y eso hacía que le gustara menos pero le daba más ganas de verlo. Miró hacia arriba y se encontró una mancha negra de terciopelo que avanzaba por el cielo.

El chaparrón llegó sin avisar, tan fuerte y repentino que, a pesar de que corrió los cien metros que había hasta un bloque de apartamentos cercano, el agua que bajaba pronto le cubrió las suelas de los zapatos y empezó a colarse por las costuras. Esperó en el portal, sin dejar de sujetarse la capucha con las dos manos, mientras miraba cómo el cielo dejaba caer frías franjas plateadas, ajeno al ruido ambiental que desprendían la autopista y las consignas de la manifestación de protesta. La superficie de la carretera era como una sábana negra arrugada. La lluvia se acumulaba al pie de la pendiente, y burbujeaba alrededor de las alcantarillas. Paddy tenía los pies mojados, los leotardos negros empapados chupaban el agua como papel secante y la repartían homogéneamente alrededor de sus tobillos.

Enseguida reparó en la luz de los faros. A rastras, junto a los dos haces de luz, el furgón de Naismith avanzaba por la carretera, acelerando dócilmente al llegar al pie de la colina para superar un charco profundo y luego detenerse en la subida. Se abrió la puerta trasera, y Naismith en persona asomó la cabeza y se mojó toda la cara antes de volver a esconderse. De una casa cercana, una mujer se acercó corriendo a toda velocidad con la cabeza agachada y aguantándose el cuello del abrigo bien cerrado. Paddy aguardó un rato en el portal hasta que supuso que la clienta había terminado y estaba a punto de bajarse del furgón, porque no quería esperar bajo la lluvia.

Con la cabeza agachada y sosteniendo la capucha bien cerrada hasta cubrirle la boca, cruzó la calle corriendo. El agua fría se le colaba entre los dedos de los pies. Tendría los pies mojados el resto del día y, cuando llegara a casa, tendría que meter papel higiénico dentro de las botas y dejarlas secar junto a la chimenea.

Naismith debió de ir muy rápido: cuando ella llegó, la puerta trasera del furgón ya estaba cerrada y el capó ya vibraba con el ronroneo del motor. Paddy corrió a la ventanilla del conductor y le dio unos golpecitos; temía haber esperado en vano y haberse arruinado las botas de agua a cambio de nada.

Desde el interior de la cabina, Naismith le sonrió; tenía el tupé un poco torcido por culpa de la lluvia. Bajó un poco la ventanilla, haciendo fuerza con el codo, y gritó:

– ¿Más Refreshers?

Paddy sonrió bajo la lluvia mientras se soltaba la capucha para que se le deslizara un poco hacia atrás, la lluvia le caía por la cara.

– ¡He visto el furgón de los helados! -gritó.

Él parecía desconcertado.

– El furgón -volvió a gritar Paddy a la vez que señalaba el callejón-. No para allí. Quería preguntarle sobre eso.

Ella miró con el ceño fruncido.

– No para allí -repitió Paddy.

El hombre sacudió la cabeza y señaló la puerta del copiloto, y con la boca hacia la ventanilla le dijo:

– No te oigo. Sube un momento.

Paddy asintió y corrió frente al furgón, donde la luz blanca de los faros permitía contemplar los detalles y la textura del río oscuro que bajaba por la colina. Abrió la puerta lateral, puso un pie encima del peldaño con bordillo de cromo y se encaramó a la cabina.

Dentro se estaba calentito y olía todavía a los panecillos de la mañana. Los asientos eran de una piel gruesa y de color crema.

– Oh, no, mi abrigo está empapado. -Se apartó los faldones de debajo-. No quiero mojarle los asientos.

– La piel buena no se fastidia mucho con la humedad. Son las baratijas las que se estropean.

Se inclinó hacia la puerta y su codo se acercó demasiado a sus pechos como para que ella se sintiera relajada; entonces, cerró la puerta de un golpe.

Se dio cuenta de que ella se había puesto rígida para apartarse un poco de él y retiró el brazo rápidamente, enojado por haberla asustado.

– No voy a… no quería hacer nada malo -dijo avergonzado de pronto-. Sólo cerraba la puerta.

– Oh, sí -dijo Paddy, que lamentaba haber desconfiado sin motivo. El hombre parecía tan alicaído y avergonzado que ella tuvo la sensación de que tenía que dejarse tocar los pechos sólo para que viera que no le parecía sospechoso de intentar robarle un toqueteo.

– Bueno. -Intentó sonreír, pero parecía triste y nervioso-. En definitiva, ¿en qué puedo ayudarte?

– Sí, escuche, he estado esperando el furgón de los helados y no para allí. -Volvió a señalar carretera arriba.

Él se quedó mudo y ella se dio cuenta de que apenas la recordaba.

– La otra noche le estuve preguntando sobre los chicos del pequeño Brian, no sé si se acuerda. -El sacudió un poco la cabeza-. Le dije que no tenían motivos para pasar por la casa de los Wilcox, y usted me dijo que el heladero paraba allí y que habían ido a comprar chucherías, ¿se acuerda?

– Yo recuerdo que me compraste un paquete de Refreshers.

Paddy sacudió la cabeza.

– Lo siento, usted debe de hablar con cien personas al día. He estado vigilando, y resulta que el furgón no para nunca allí, pero yo quería preguntarle si antes lo hacía, ¿sabe? Porque, tal vez el tipo de los helados… ¿Hughie, me dijo que se llamaba?

Paddy lo miró, y él esperó un momento antes de asentir con la cabeza.

– Eso, ¿Hughie solía parar allí antes? ¿Cambió de lugar porque habían matado al pequeñajo y se sentía mal, o algo así?

Del pelo de Paddy cayó una gota gruesa que le resbaló por la cara y le bajó por la barbilla. Naismith ponía cara de alucinado, como si la estuviera viendo por primera vez en su vida.

– Buen Dios de Govan, estás absolutamente empapada. Toma. -Encendió la luz de la cabina y buscó algo por el suelo.

El interior de la cabina era una obra de arte: habían pegado las portadas de 45 discos alrededor del parabrisas: Jerry Lee Lewis, Frankie Vaughan, Gene Vincent y los Blue Caps, fotos coloreadas de chicos jóvenes, con los dientes exageradamente blanqueados y los labios de un tono rosa anticuado. Las fotos estaban pegadas con una tira de aironfix, amarillenta y seca después de pasar años al sol. A la derecha del parabrisas, justo donde el conductor tenía más tendencia a mirar, había un dibujo en tonos pastel de un Jesucristo rubio con túnica azul y que sonreía bondadosamente al corro de niños que levantaban los ojos hacia él.

– Esto es un palacete -dijo Paddy gozando de la butaca grande de piel que se adaptaba a su cuerpo, y lo observó buscar algo debajo de su asiento.

Él se incorporó y sonrió.

– Sí, lo es. -Le ofreció una toalla marrón y que olía a rancio, cosida por una costura para formar un bolsillo.

Paddy se secó el pelo cortésmente, evitando usarla para la boca y la nariz, y señaló la imagen de tema religioso.

– No lo tenía por un iluminado.

Él asintió, con la mirada al frente, contemplando cómo la lluvia caía sobre el cristal. Sus ojos miraron calle abajo en busca de clientes en cada portal.

– Renacido -dijo en voz baja-. Antes había llevado una vida sin ningún sentido, y tal vez lo vuelva a hacer, pero, a través de la gracia de Dios, he conocido la paz.

A ella, aquello le sonó como un puñado de paparruchas protestantes, pero el tipo parecía ser sincero, incluso sonaba un poco melancólico. Los renacidos solían mostrarse un poco más entusiasmados con su experiencia. Se imaginó que le caía una lágrima antes de seguir hablando.

– Hughie puede haber cambiado de hábitos. En realidad, no lo sé. -Levantó una mano, y se pasó la uña del dedo meñique por en medio de los dos dientes de delante-. No lo sé, de veras.

Paddy sonrió y miró la toalla que tenía en el regazo.

– Me lo preguntaba porque, verá, si el furgón paró más abajo cuando desapareció el pequeño, entonces los muchachos probablemente habrían ido por detrás y ni siquiera habrían pasado por delante de la casa de los Wilcox.

Jugueteó con algo, un pelo largo y dorado, y se lo enrolló por un dedo, tan grueso que era casi tosco, y que conservaba su suave ondulación aunque uno tirara de él. Gozaba con aquella textura que le resultaba familiar hasta que, de pronto, se dio cuenta de lo que era. Lo habría reconocido en cualquier lugar. Era un cabello de Heather Allen.

Con la mirada todavía al frente, Naismith levantó las manos por encima de la cabeza, lentamente, para no sobresaltarla. Encontró el interruptor sin mirarlo y apagó la luz de la cabina. Bajó el brazo suavemente y sus dedos se posaron sobre el volante. Permanecieron juntos e inmóviles. La luz anaranjada de las farolas se filtraba por entre la lluvia hasta el parabrisas. Las facciones de él parecían estar fundiéndose.

– Así que tal vez ha cambiado de ruta -dijo a media voz.

Ella tenía la cara helada.

– Puede ser.

Él se volvió a mirarla y Paddy vio que estaba triste. Se miraron a los ojos durante un instante fugaz: Paddy le suplicaba con la mirada que no la tocara; Naismith, a pesar de sentirse dolido, estaba decidido a hacer lo que sentía como un deber.

– Te vas a morir si vas andando a casa con este mal tiempo -le dijo con frialdad-. Deja que te acompañe a algún sitio.

Encendió el motor antes de dejarla contestar, soltó el freno de mano y embragó. El furgón avanzó un poco hacia el negro futuro pero los dedos alertados de Paddy empezaron a palpar por la puerta que tenía detrás y tiraron de la palanca hacia abajo. Se echó contra la puerta con todo su peso y cayó de la cabina, a un agujero húmedo. Al caer, mientras volvía la cabeza para ver adonde iba a aterrizar, sintió que los dedos calientes de Naismith le rozaban la oreja.

Se topó con el suelo medio metro antes de lo esperado y chocó con fuerza con el lado de la pierna; se la torció y la toalla marrón le cayó a la carretera. Estaba sin aliento, tumbada sobre tres dedos de lluvia, y notaba un aturdimiento en la rodilla que no presagiaba nada bueno. En ese momento, por detrás, oyó el crujido de un freno de mano y la puerta del conductor que se abría de golpe. Gracias a una subida de adrenalina se levantó de golpe, pero la rodilla no fue capaz de ponerse recta y cayó al suelo. Se volvió a levantar a cuatro patas, se impulsó hacia delante con las manos apoyadas en el suelo mojado, a través del fango blando y en el bordillo lleno de hierbajos, hacia la carretera, en dirección a la parada solitaria de autobuses, sin acordarse de comprobar si pasaban coches.

Nunca antes en toda su vida había corrido tan rápido, jamás había estado tan absolutamente dentro de su cuerpo.

Los pies le chapoteaban dentro de las botas mojadas, y los dedos la impulsaban hacia delante sobre el suelo mojado, en dirección al centro. Cuando volvió a pensar en la rodilla, notó que le ardía y que un dolor muy agudo le subía hasta la cadera. Cuando se sintió cansada y los pulmones empezaron a punzarle, sintió la lluvia contra su oreja. Imaginó que eran los dedos de Naismith y siguió corriendo en dirección al único sonido humano que le llegaba: los coros de los manifestantes en George Square.

Salió disparada más allá de la entrada lateral de Queen Street y corrió calle abajo, luego dobló la esquina y se encontró detrás de una hilera de policías que formaban un cordón frente a los manifestantes de la plaza. Llevaban las capas de lana empapadas y brillaban como cascarones de cucarachas. Los manifestantes acababan de llegar a la plaza y eran una mezcla de militantes republicanos enfurecidos y defensores asustados de los derechos civiles que fluía por en medio de las vallas metálicas como el ganado en un mercado, enmarcados por una barrera negra de policías cogidos por los brazos. Al fondo de la plaza, advirtió la presencia de la policía montada, que cortaba el paso de una vía de salida, con sus gabardinas extendidas sobre los cuerpos de los caballos. Corrió hacia el cordón de policía y tocó la espalda de uno de ellos.

– Por favor, ayúdeme.

Él se volvió a mirarla, mientras se despegaba de su compañero, y la cogió del codo. Tenía los ojos un poco demasiado abiertos; parecía asustado y emocionado en la misma proporción.

– He sido atacada.

Se inclinó hacia ella y le gritó a la cara:

– ¡Ponte delante de la barrera!

Paddy estaba frente a él y avanzando hacia la dirección que él le había indicado cuando el policía, de manera bastante gratuita, la zarandeó y la hizo caer hacia el lado de la rodilla herida. El policía sonreía. Paddy retrocedió hacia la muchedumbre asustada, bordeó las barreras metálicas y se alejó de la primera fila. Hizo bien en marcharse. Cuando llegó a la esquina de la plaza y miró hacia atrás, aquello ya se había convertido en una batalla campal. Una parte de la marcha se había salido de madre, y ahora todos huían de algo. Los cascos de los caballos repicaban contra el asfalto, y Paddy vio oleadas de personas, aterradas y que se sujetaban los unos con los otros, arrastrando a compañeros por las chaquetas y abrigos, tapándose la cabeza para protegerse. Los policías aparecieron por la esquina con las porras levantadas, persiguiendo a la gente que huía, pegando y arrastrándolos de vuelta al escenario del pánico.

Ella retrocedió, cojeando calle arriba, en dirección a la redacción. Desde allí, al menos, podría llamar a casa, decirle a su madre que la habían atacado y pedirle que fuera a buscarla. También podría llamar a la policía y pedirle a alguno de los viejos que le hiciera compañía hasta que alguien fuera a ayudarla.

En ese momento, la lluvia se había convertido en llovizna y ella giraba hacia la oficina, adonde llegó por la parte trasera del aparcamiento, que estaba totalmente a oscuras. Delante de ella, vio que la cantina estaba a oscuras y que las luces de la redacción estaban sólo encendidas por un lado. Las farolas más potentes eran las de fuera del Press Bar. Un tipo con cazadora deportiva y pantalones informales salió del local y se detuvo a mirar al cielo amenazador. Podía tratarse de cualquiera de los tipos feos y ridículos que conocía, pero jamás se había alegrado tanto de ver a alguien. El tipo arrugó la nariz ante la visión del cielo, comprobó atentamente el cambio que llevaba en el bolsillo y dio media vuelta para tomar una copa más, hasta que la fría lluvia se hubiera disipado un poco más.

Paddy lo persiguió cojeando y sonrió al salir al margen de tierra que rodeaba la zona de aparcamiento. La rodilla le quemaba, ahora ya no sólo la piel, sino también el hueso. Se detuvo. De pronto, sintió frío y advirtió, de manera inconsciente, algo oscuro, una forma en un espacio que raramente estaba ocupado. El furgón de los víveres estaba aparcado en el rincón a oscuras del fondo del aparcamiento, con todas sus luces apagadas.

Retrocedió hacia la sombra y miró en aquella dirección. El tipo estaba reclinado en la cabina, con el rostro en la sombra, los brazos cruzados, y vigilando la parte de delante del edificio. Sabía dónde trabajaba.

II

Paddy vio el Volkswagen blanco aparcado fuera, y supo que Terry estaba en casa. La inminencia de ver una cara amiga la hizo romper a llorar en el momento en que pasaba volando por la tercera planta. Cuando Terry le abrió la puerta, su dignidad se hizo añicos tal y como estaba, con las manos colgando a los lados, sollozando de espanto.

Terry le dio un chándal limpio para cambiarse y una toalla para que se secara el pelo. Le quitó las botas y los leotardos, le lavó la rodilla herida con una manopla caliente y le preparó una taza de té negro. Tuvo que ser té porque sus compañeros de piso habían empezado a guardar el café en sus dormitorios, y a él se le había olvidado robar un poco de la oficina. Le puso papel de periódico dentro de las botas para tratar de quitarles un poco de la humedad de la lluvia, se sentó muy cerca de ella al lado de la cama y, después, encendió las dos fases de la estufa eléctrica para que entrara en calor. Le dio un poco de pan tostado para que se lo comiera de la mesilla. El pan le quitó parte del apetito, pero, por algún motivo accidental, sabía ligeramente a pescado.

En vez de enfrentarse a una comisaría del centro en aquella noche tan llena de incidencias, decidieron llamar y contarles lo de Naismith, pero la cabina del vestíbulo no funcionaba y la cabina que había seis plantas más abajo estaba también averiada. Decidieron ir a ver a Tracy Dempsie y preguntarle si el furgón de víveres había estado merodeando por algún lugar cercano a su casa en el momento de la desaparición de Thomas, pero tampoco lo hicieron. Decidieron redactar un artículo largo sobre Thomas Dempsie, pero se quedaron sentados en la cama de Terry, tomando té negro, con el muslo húmedo de Paddy apoyado en el de él.

Terry encendió el pequeño televisor portátil en blanco y negro, y se pusieron a ver las noticias. Un presentador de rostro enrojecido presentó los titulares, y la manifestación apareció solamente en quinto lugar. Habían arrestado a ciento cincuenta manifestantes en Glasgow después de que se produjeran altercados durante una manifestación a favor del IRA; la policía sospechaba que habían intervenido grupos organizados. No se citó para nada a los huelguistas de hambre, ni a la policía montada que había acorralado a la muchedumbre. Incluso las noticias locales mencionaron el tema de pasada y mostraron imágenes de un tipo muy borracho acurrucado en un portal mientras un par de policías a caballo pasaban tranquilamente por delante de la cámara, con los agentes sonriendo a la gente a la que habían ido a servir.

– En los tiempos que corren, la verdad es un bien muy escaso -dijo Terry con la rodilla apoyada con fuerza en el muslo de Paddy.

– Es la justicia lo que escasea -dijo Paddy-. La verdad es relativa.

Estaban sentados, fingiendo mirar una cicatriz que él tenía en la mano, cuando Terry propuso que se tumbaran.

Paddy había imaginado lo que iba a decir y se puso nerviosa; le interrumpió para señalar una pila de revistas de automoción y dijo algo sarcástico sobre ellas. Tuvo que esperar otros diez minutos de conversación banal hasta que Terry se lo volviera a sugerir.

Se tumbaron de lado, cara a cara, porque la cama era demasiado estrecha como para permitir otra postura. Paddy se recogió las manos delante del pecho en actitud defensiva, y Terry apoyó la cabeza en un brazo y dejó el otro descansando encima de su cuerpo.

– Hola, María Magdalena -le dijo a media voz.

Ella se encogió ante aquella aproximación tan barata y levantó una mano, saludando como si hubiera alguien a siete metros de la cama.

– ¡Hola! -gritó-. Hola, ¿cómo estás?

Vio un destello de fastidio en el rostro de él, y Terry se incorporó un poco, le cogió la mano levantada por la muñeca y se la bajó hacia la cama. De pronto Paddy se vio a sí misma, tumbada sobre la cama mugrienta de un desconocido y sin su anillo de pedida. Se abalanzó un poco hacia delante y besó a Terry en los labios, no sin reservas y provocativa como lo hubiera hecho con Sean, sino tentativa, como si quisiera catar su sabor. Él le apretó más fuerte la muñeca mientras le devolvía el beso, presionando fuerte con la boca, con poca gracia, raspándose el labio con el borde afilado de los dientes. Le soltó el brazo, y la mano vaciló por encima de ella hasta que se posó en la cadera, demasiado abajo como para que fuera un gesto inocente. El calor de su mano se propagó por todo el cuerpo de Paddy, y le inundó el pecho, el cuello y las tripas. Volvió a besarlo y a acariciarlo al mismo tiempo, con la mano debajo de su camiseta, sintiendo su piel, su pelo y el olor que emanaba a su alrededor.

Mientras él le quitaba el jersey del chándal por encima de la cabeza, Paddy pensó en Sean, sentado en el peldaño de la cocina de su madre, mirando al árbol solitario y azotado por el viento. Vio cómo la mano de Sean se posaba delicadamente en la suya. La piel de sus nudillos era perfectamente suave.

Los dedos húmedos de Terry recorrieron la piel descubierta de su estómago. Sus michelines parecían multiplicarse bajo la mano. Él le preguntó lo que le gustaba y ella le dijo que todo le parecía bien, perfecto, justo allí, sí, pero ella no sentía nada más que el hecho estricto de sus movimientos, la manta que le picaba, los dedos como ganchos dentro de ella. Terry se puso encima de ella, dejando un rastro de saliva que se enfriaba por su cuello, y ella suspiraba porque suponía que debía hacerlo, aceleraba la respiración cuando él lo hacía, fingía y sabía que fingía, pero, al mismo tiempo, se preguntaba si él se daba cuenta. La manta cayó al suelo y sintió frío en las piernas y los pies. Dejó pasar el momento sin pensar en nada hasta que acabó. Terry se puso tenso, cubierto de pronto por una fina capa de sudor que al instante se enfrió. Ella no quería tocarlo.

– Ha estado muy bien -jadeó Terry a la vez que se deslizaba fuera de ella.

– Sí. -Paddy respiraba con fuerza como si también hubiera tocado el cielo.

El permanecía tumbado a su lado, recuperando el aliento, y ella intentaba no tocarlo y miraba al techo. Aquello no era nada; se sentía aliviada. Su virginidad había dejado de ser un regalo pesado y enorme. Ya no tenía que buscar a alguien a quien entregársela. Había desaparecido. Sean había desaparecido.

– ¿Terry? -le dio un codazo suave para sentirse acompañada-. Hey, Terry, ¿qué hora es?

Pero Terry se había dormido. Paddy se pasó un dedo por entre las piernas y lo miró. No había nada de sangre. Terry no tenía ni siquiera que saber lo que había ocurrido.

III

Dos barras de color naranja intenso y vibrante brillaban al fondo de la estancia oscura. La estufa eléctrica despedía pequeños ceros de ceniza por los lados en los que habían encendido cigarrillos con ella. Las cortinas no cerraban del todo y, hasta tumbada en la cama, Paddy podía ver los apartamentos de enfrente, a un hombre que se preparaba para salir la noche del sábado por la ciudad, y a una mujer que preparaba la cena para un hombre flaco.

Terry durmió veinte minutos como un muerto y, cuando se despertó, le contó muchos chismorreos sobre la gente del trabajo. Kevin Hatcher, el editor de imágenes borrachín, tenía sólo veintiocho años y, una vez, había recibido un premio internacional de fotografía por un reportaje fotográfico sobre las tribus nómadas del desierto de Gobi. Richards se había presentado a las elecciones como miembro del Partido Comunista. Tony Benn habló con él, y todo en un mismo programa. Paddy estaba asombrada. Luego tuvieron una larga y agradable discusión sobre el valor relativo de Tiswas y Swap Shop, matando el tiempo hasta la hora de volver a ser adultos. Él le acarició el hombro, mientras lo miraba con los ojos entrecerrados, y luego se apoyó para dejar que sus labios se apoyaran en su piel.

– Ahora estoy muy gorda -dijo ella a media voz, como si el peso fuera un trastorno que la afectara de manera pasajera.

– Eres preciosa. Muy femenina. -Le tocó el pecho, y ella se ruborizó.

– Hoy he tenido un buen susto -dijo rápidamente Paddy-, con aquel tipo.

– Mañana iremos a la policía, cuando la situación se haya calmado. A mediodía, ya habrán soltado a la mayoría de manifestantes y estarán más tranquilos. Tenemos un buen material con esto, ¿sabes? Al menos, nos da para un artículo.

Nunca se lo había dicho a nadie, pero ahora sus preocupaciones le salieron de la boca antes de que pudiera detenerlas.

– No creo que sea capaz de escribir. No sé por qué, pero no pienso con claridad cuando me siento a la mesa. Puedo ver las partes, pero no soy capaz de ensamblarlas.

– Es sólo oficio -dijo él-. Nadie sabe hacerlo de entrada. Tienes que ir aprendiendo.

– ¿De veras?

– Aprenderás, no te preocupes. -Acarició su suave vientre arriba y abajo, con una mano-. Es sólo cuestión de práctica.

Paddy notaba el pene de Terry presionándole la pierna y supo que estaba listo para volver a empezar.

– ¿Nos fumamos otro cigarrillo?

– Vale. -Terry tomó uno de sus Embassy Regal y saltó de la cama, cruzó desnudo y sin ninguna vergüenza la habitación hasta la estufa y se agachó a encenderlo con las barras infrarrojas-. Heather Allen fumaba lo mismo.

– Que Dios proteja a la pobre Heather. -Paddy se la imaginó tumbada en el suelo del furgón de los víveres entre las migas de pan-. ¿Qué hacía aquella noche, arriba en Townhead?

– Resulta que no estuvo para nada en Townhead. Cuando lo comprobaron, vieron que estuvo cenando con sus padres en casa de un tío. El testigo que dijo haberla visto debió de confundirla con otra chica. Pero es raro que supiera bien su nombre.

Una presión repentina afectó a un oído de Paddy. Sólo una de ellas estuvo en el barrio de Townhead aquella noche. Ella se había presentado como Heather Allen cuando habló con el hombre tímido del abrigo azul marino, y no había sido la primera vez. La primera vez que vio a Naismith se presentó también como Heather Allen, el día en que el artículo de agencia se publicó en el periódico. Así es como supo dónde trabajaba.

Había matado a la chica equivocada.

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