Capítulo 35

Una despedida

I

Paddy se quedó con el resto de pasajeros en la fila, todos miraban carretera abajo a la espera del autobús. La parada del autobús era un poste sin cobijo en el extremo de un paisaje desolado, a lo Hiroshima. Los alrededores del hospital habían sido barridos de edificios y todavía no se habían vuelto a urbanizar. Había bloques fantasma conectados por un entramado de aceras absurdas y carreteras delirantes que no llevaban a ninguna parte. El aire se percibía seco y muerto. Aquí y allá, los constructores habían erigido vallas alrededor de sus preciosas parcelas, pero el viento seguía conservando su racha fuerte y clara por el territorio. En los bordillos, se formaban pequeñas dunas de polvo gris.

Paddy se prometió a sí misma premiarse con un atracón: cuando volviera de la comisaría y de hablar con Patterson, se comería dos barras Marathón seguidas. Ahora ya no importaba si se engordaba, porque Sean estaba perdido y tampoco tendría que volver a enfrentarse nunca más a la luz cruda de la redacción. No iba a volver. Agachó la cabeza y sintió que la pérdida de su futuro le bajaba la tensión. Tendría que trabajar de dependienta o algo parecido, llevar uniforme y comerse la mierda de una jefa todo el día. Probablemente, eso le provocaría un ataque de pánico y se casaría con alguien poco adecuado sólo porque se lo había propuesto, y acabaría viviendo al lado de su madre, preguntándose qué coño había ocurrido durante el resto de su vida.

El pasajero que iba delante de ella dio un paso hacia delante, un acto reflejo al ver el autobús que doblaba una esquina todavía lejana, y los otros lo imitaron y se hurgaron los bolsillos en busca de los pases o de las monedas para el billete.

Dos barritas Marathón y una tartita de queso y cebolla de la panadería Greggs. Y un donut de chocolate. Mientras el autobús se detenía frente a la parada, ella planeaba mentalmente cómo subiría toda aquella comida a su habitación y se las arreglaría para estar sola.

El conductor era todo nariz. Se levantó, se puso a rascarse los huevos sin ningún miramiento por el forro del bolsillo, y Paddy se subió a la plataforma abierta y le preguntó:

– ¿Pasa usted por Anderston?

– No, es otro trayecto. Tienes que coger el 164. Pasa cada veinte minutos.

Volvió a bajar a la calzada y retrocedió, escondió las manos al fondo de los bolsillos y observó al autobús alejarse del bordillo. Se dio cuenta de que la intensidad del viento había cambiado por la sensación que tenía en la nuca.

Él dio un giro y se colocó frente a Paddy, con los ojos de un color verde brillante y bruñido. Llevaba un gorro negro de lana. En su oreja izquierda, un pendiente brillaba con fuerza sobre el paisaje tan gris.

– Tú no eres Heather Allen.

Su lengua rosada dejó un rastro húmedo al pasar por el labio inferior. Cuando Paddy lo miró a los ojos, sus delirios sobre su capacidad de defenderse se evaporaron de golpe. Un miedo frío, que la obligaba a permanecer rígida delante de él mientras las piernas le pedían salir corriendo, se apoderó de sus articulaciones. Había sido capaz de amedrentar a Heather y a Terry, pero sabía que con Garry Naismith no iba a poder. Él iría más lejos más rápido, y no era porque tuviera más cosas que perder. Él lo hacía porque quería, porque le gustaba hacerlo.

– Tengo que verte.

Su familia se pensaba que estaba en el periódico. No la echarían de menos durante horas, y la policía ya tenía a su hombre; ya no buscaban a nadie más. Se asomó por detrás de él, presa del pánico, y vio que el autobús se alejaba carretera abajo. Él la tenía cogida por el codo, y le pedía cortésmente que le concediera tiempo.

– Ya conoces a mi padre.

– Tengo que irme -dijo ella sin moverse-. Tengo que ir a un sitio.

Hubo un cambio sutil de postura: su mano bajó un par de centímetros, su pulgar y su índice se juntaron alrededor del tendón de su codo. El estómago de Paddy se encogió en un espasmo de dolor, le llenó la boca de saliva, y ella se arqueó hacia atrás, para tratar de soltarse de su mano. Garry Naismith crecía delante de ella, le sonreía mirándola a los labios, inclinándose como si tuviera intención de besarla.

– Veo a mujeres como tú todo el tiempo. -Volvió a apretarle el brazo-. Esta vez no me rechazarás.

Empezó a levantar la mano que tenía libre a un lado. Tras el velo de dolor que irradiaba desde su codo, ella percibió sus dedos encorvándose alrededor de un huevo mate y pálido. No se dio cuenta de que se trataba de una roca hasta que el peso de la fría piedra le golpeó la cabeza y todo se quedó a oscuras.


No estaba muerta. Era de día y estaba doblada por la cintura, avanzaba sobre un pavimento gris con los leotardos de lana negros arrugados alrededor de los tobillos, sus pies vacilantes tropezaban uno contra el otro. Un brazo la agarraba por la axila, aguantando su peso, y la guiaba por el codo. Tenía el cráneo caliente y húmedo, y tuvo que concentrarse mucho para adivinar que el picor que sentía en el pelo estaba provocado por el gorro de lana que él le había puesto.

Otro par de pies avanzaban hacia ellos. Unos zapatos de señora: marrones, elegantes; vio también una bolsa azul de la compra. La mujer dijo algo, y el dueño del brazo que la aguantaba contestó, bromeando sobre el asunto. Paddy se cayó hacia delante y sintió que tiraban de ella hacia arriba. Siguieron avanzando.

Estaba más oscuro. Estaba sentada sobre algo blando, tirada hacia un lado en un ángulo que le provocaba dolor en el costado y la espalda. El suelo bajo sus pies temblaba. Iba en un taxi y él estaba a su lado, sujetándola todavía por el codo y con los dedos diestros dispuestos a pellizcarla si intentaba algo. Imaginarse el futuro le hacía sentir como si caminara por arena caliente, pero lo intentó: estaban viajando, rumbo a un lugar que ella ya no abandonaría. Su mente ansiaba meterse de nuevo en el agua tibia, pero ella se esforzaba mucho por permanecer consciente. Poco a poco fue cayendo hacia adelante, con el mentón apoyado delicadamente sobre las rodillas; vio una colilla aplastada en el suelo. Meehan nunca tiraba la toalla. Se pasó siete años en una celda de aislamiento, fue despreciado y vilipendiado, pero, aun así, él nunca tiró la toalla. Usando la musculatura de su espalda, levantó un poco la cabeza.

– Heb -gritó, pero la voz le salía débil y sin tono.

Sus dedos la pellizcaron, y un espasmo de dolor caliente le convulsionó el cuerpo entero.

– Sí, amigo -dijo él en voz alta, dirigiéndose al taxista-. Borracha como una cuba, la muy tonta.

– Heb.

Garry Naismith se rio a carcajadas, tapando el sonido de sus gimoteos hasta que ella se deslizó hacia delante y se rindió.


El dolor que le quemaba la coronilla parecía haber remitido un poco. Miraba al pavimento desde una gran altura; caía hacia adelante con la cara, primero, y, luego, se paraba de golpe contra sus fuertes y firmes brazos. Tras ella, la puerta del taxi se cerró de golpe, y levantó la vista para ver un cesto vacío de colgar plantas junto a la puerta de una casa que le resultaba conocida. Se irguió un poco más y vio una carretera larga y vacía, unos jardines inclinados al otro lado y el murete desmenuzado de un jardín al otro lado de la calle. Estaban en casa de los Naismith en Barnhill, pero el furgón de víveres ya no estaba en la acera. Debía de tenerlo la policía.

La policía. Aquel pensamiento le devolvió la vida, pero la policía no estaba allí. La policía había estado ahí y no iba a volver. Ya tenían a su hombre. El caso estaba cerrado.

El abrió la portezuela y la empujó rápidamente por el suelo desigual. Las losas rojas se habían posado irregularmente, y había que sortear un bordillo a cada paso. La levantó por las axilas hasta la puerta principal, sacó la llave y abrió con un solo movimiento. Cuando pensó en pedir ayuda, la puerta ya se había cerrado detrás de ella. Garry Naismith agarró la punta del gorro y se lo arrancó, y una cálida gota de sangre le cosquilleó el cuello al resbalarle por la nuca.

La moqueta del recibidor era rosa, las paredes de un frío tono gris, y Paddy sabía que ésta sería la última vez que los vería si no hacía algo. Echó la cabeza hacia atrás.

– ¡Callum Ogilvy! -gritó tan fuerte que los dos se sobresaltaron.

Garry se quedó inmóvil.

– Es mi primo -dijo, exagerando su relación-. Tú lo violaste y lo obligaste a matar al pequeño.

Naismith la abofeteó por detrás de la cabeza, con lo que le causó un dolor electrizante que le recorrió el espinazo. Ella cayó de lado y Garry le puso un pie al lado de la cara. Cuando volvió a hablar, Paddy se dio cuenta de que su voz era ahora un susurro entrecortado.

– Lo violaste, ¿no es cierto?

– Esos mequetrefes me vinieron a buscar. -Ella le oyó golpearse el pecho con un puño y se alegró de no poder verle la cara-. Vinieron a buscarme. Me necesitaban. A nadie más le importaban un carajo y, te diré una cosa, ese pequeño y sucio hijo de puta, James, no necesitó que lo convenciera de nada. Quería hacer cosas que a mí no se me habrían ocurrido en la vida. Hasta trajo a su amigo con él.

Pudo imaginarse al pobrecito Callum, huérfano de padre, haciendo cualquier cosa para impresionar a Garry, Garry el que tenía un trabajo, Garry el del pendiente enrollado, Garry el de la casa limpia y el furgón lleno de golosinas frente a la puerta. Debió de ser un buen refugio la casa de los Naismith, un lugar relativamente limpio. Si ella hubiera estado en el lugar de Callum, también habría ido con su amigo. Los chicos de esa edad necesitaban héroes.

– Pero no fue la idea de Callum llevarse al pequeño, ¿no? Fuiste tú. ¿Fue el aniversario de Thomas lo que te hizo pensar en él?

Él no contestó. Paddy sintió el peso de los segundos pasar y se lo imaginó levantando la mano por encima de ella, levantando un bate de béisbol, levantando un cuchillo. Garry apartó el pie de su cara y ella levantó la mirada para encontrarse con una sonrisa atormentada en su rostro.

– ¿Piensas en Thomas cuando es su aniversario?

– Pienso en Thomas todo el tiempo.

– ¿Por qué lo mataste?

– Nunca he dicho que lo hiciera.

– No te estoy pidiendo una confesión. Sólo quiero saber los motivos.

Se encogió de hombros.

– Fue un accidente mientras jugábamos.

– ¿Y Henry te ayudó a taparlo?

– Él quería ser un buen padre, un padre mejor que Dempsie.

– ¿Y eso lo hizo tirando el cuerpo de tu hermano muerto a la vía del tren para que se partiera por la mitad? Estaba dispuesto a matarme para protegerte, ¿y ahora lo ha confesado todo? ¿Por qué se siente tan culpable contigo?

– Tú -tenía los ojos cerrados y su voz retumbante consiguió ahogar la de ella- no entiendes cómo son las cosas entre hombres. Las mujeres no lo entienden. No sirve de nada explicarlo.

– ¿Él te lo hizo a ti y tú se lo has hecho a ellos? ¿Es así como funcionan las cosas entre hombres? ¿Hiciste que mataran a Brian para que fueran como tú? ¿Para tener algo con que dominarlos, como Henry tenía la muerte de Thomas para dominarte a ti?

Garry se levantó de pronto encolerizado, la agarró por el brazo con las dos manos y se puso a arrastrarla hacia atrás, escaleras arriba, golpeándola torpemente como si fuera una caja grande de cartón. Paddy sabía que el piso de arriba no era un buen lugar para ella. Movió los pies para tratar de aferrarse a algo, buscando una barandilla en la que sujetarse, pero sólo encontró la pared lisa.

Garry tiró de ella, estuvo a punto de arrancarle el brazo, y la golpeaba con fuerza en la cadera y las nalgas. Paddy no pudo recuperar el suficiente aliento para hablar hasta que subieron las escaleras.

– ¿Y qué hay de Heather Allen? No te había hecho nada.

– Fue un error. -Garry la soltó y levantó una lámpara amarilla de una mesa. Estaba sudando.

– Y esta vez tienes a la chica que buscabas, ¿no?

Le aplastó la lámpara en la cabeza y Paddy se desmayó.

II

El dolor que sentía detrás de los ojos era insoportable. Los abrió lentamente y se encontró en el suelo del dormitorio, sentada sobre una moqueta acrílica roja al lado de una cama de matrimonio, embutida entre el diván y una fría pared. Encima de ella, las cortinas estaban corridas en una pequeña ventana, pero percibía la débil luz que brillaba tras la barata tela roja. Tenía las muñecas atadas detrás de la espalda, con una cuerda áspera de cáñamo que se le clavaba en la piel. Tenía los pies tendidos frente a ella en el suelo, y los tobillos atados con una serie incomprensible de nudos.

La puerta de la habitación estaba entreabierta. El chico no tenía miedo de que llegara alguien: estaban totalmente solos. La pared frontal estaba forrada con listones de plástico blanco, y había una Biblia grande abierta sobre la mesa del tocador, con los extremos de las páginas dorados. Vio un pequeño crucifijo colgado en la pared de encima de la cama y supo que se encontraba en el dormitorio de Henry Naismith. No había esperanza alguna de salvación.

Se inclinó hacia delante, consiguió poner las manos entre el somier y el colchón, y se apoyó para levantarse. Levantó la vista y, al ver a una mujer ensangrentada al otro lado de la habitación que la miraba tentativamente desde detrás de la pared, se tambaleó hacia atrás y cayó sobre su magullada espalda. Se volvió a incorporar, apoyándose en la cama, recogió las piernas bajo el trasero y volvió a buscar a la terrorífica mujer, tratando de reunir el coraje para enfrentarse a ella. Era un espejo. Tenía un coágulo negro de pelo impregnado de sangre, pegado encima de una de las orejas. Unas líneas escarlata le recorrían la mejilla horizontalmente hasta la boca, por el lado sobre el que había estado tumbada. Tenía la cara hinchada y magullada.

Si Ludovic Kennedy estuviera describiendo aquella historia, ella tendría que esperar simplemente a que la salvaran. Su tenacidad y su disposición a confesar la salvarían. Pero aquello no era una historia y de pronto se dio cuenta, para su horror, de que iba a morir y de que nadie haría nada para evitarlo. Hasta podía ser que nunca encontraran su cuerpo. La justicia no existía.

Fuera de la habitación se oyeron unos pasos suaves que cruzaban el descansillo. La única ventaja que tenía sobre él era que él no sabía que había recuperado la conciencia. Se acurrucó sobre un lado. Iba a matarla, y ella sólo podía pensar en la portada del Daily News con la noticia de su muerte, con los hechos pero sin los detalles. No se diría que la habitación olía a pelo graso de hombre, ni que aquella moqueta no se había limpiado; ni tampoco se diría que estaba viendo una capa de polvo debajo de la cama, ni que la puerta se estaba abriendo detrás de ella y que unos pies estaban entrando en la habitación.

Garry le dio una fuerte patada en la espalda.

– Levántate.

Ella se sacudió ante el golpe, pero mantuvo los ojos cerrados. El chico se inclinó y se agachó sobre ella. Le llegó el olor a jabón de su piel. Él le tocó el pelo con sangre incrustada, le tocó el corte de la cabeza con la punta de un dedo; Paddy oyó el sonido húmedo. Le apretó para provocarle una respuesta, pero Paddy mantuvo la cara inmóvil. De todos modos, tenía la piel adormecida.

– Ya es hora -le susurró el chico- de que aprendas quién manda aquí.

Le metió las manos por debajo de las axilas y la levantó, tirando del peso muerto y colocando la mitad del cuerpo sobre el colchón. Luego se colocó al otro lado de la cama y la colocó bien.

Iba a quitarle toda la ropa bajo aquella luz tan fuerte, a mirarla y a tocarla. Iba a matarla, y ella todavía no había podido hacer nada: no había salido nunca de Escocia, ni había adelgazado, ni había vivido sola ni había hecho nada en este mundo. No pudo evitar echarse a llorar. Su cara empezó a contorsionarse mientras sollozaba, y lo hacía con los ojos cerrados porque tenía demasiado miedo de abrirlos.

– Eso está bien -dijo él mientras se subía a la cama, colocándose bien detrás de ella-. Sigue haciéndolo, más fuerte. Me gusta.

Se inclinó por encima de ella desde atrás y, mientras le susurraba, con los labios le rozaba el lóbulo de la oreja; su aliento cálido le cosquilleó el diminuto vello del oído, y ella levantó el hombro defensivamente. Le dijo que él veía chicas así todo el tiempo, todo el tiempo; que él sabía que lo deseaba; le preguntó por qué lloraba, y él mismo respondió que lloraba porque lo deseaba mucho. Concluyó diciendo que tenía que conformarse con lo que tenía porque era gorda.

Cuando Paddy lo oyó decir eso, un sofoco caliente le recorrió el espinazo. Aquello, tener que oír que la llamaran gorda en el momento de su muerte, era demasiado. Mantuvo los ojos cerrados y volvió la cara para quedarse frente a la suya; abrió la boca todo lo que pudo y mordió con todas sus fuerzas. Chilló con un borboteo furioso e húmedo y clavó los dientes en un trozo suelto de carne. El sabor metálico y penetrante de la sangre le inundó la boca. Abrió los ojos: le estaba mordiendo el labio inferior. Garry dio un alarido y se apartó lo suficiente como para que ella le pudiera ver un lado de la cara. Uno de sus ojos verdes estaba abierto de par en par, con el blanco del ojo visible como lo tendría un caballo asustado. La estaba volviendo a golpear, y Paddy supo por el calor húmedo de su cara que estaba sangrando, pero tenía demasiado miedo de abrir la boca y soltarlo. En algún momento tendría que hacerlo, pero cuando lo hiciera él la mataría. Antes lo dejaría marcado, con una marca tan profunda que no pudieran evitar encontrarlo.

La mano de Garry la golpeaba una y otra vez, atizándola en el lado de la cabeza, pero ella seguía aferrada, sacudía la cabeza para cortarle más, respirando y escupiéndole sangre en el ojo. Sintió que con las puntas de los dientes tocaba ya la última membrana de piel. El trozo de labio se estaba desprendiendo.

Un golpe ensordecedor sacudió la pared del fondo y arrancó una de las bisagras. Mil manos se posaron sobre sus piernas y brazos, tiraban de ella por el brazo, la muñeca, la cuerda que le ataba los tobillos. Mientras tiraban de ella, sintió las puntas de sus incisivos tocarse y arrancar algo. Garry Naismith estaba arrodillado encima de la cama, con un brazo alrededor del cuello y un policía a cada lado, con un torrente de sangre cayendo sobre la cama de su padre. El labio inferior le colgaba y los dientes de abajo quedaban a la vista.

Los policías la ayudaron a ponerse de pie y le desataron las cuerdas de las muñecas y los tobillos entre gritos e instrucciones que se daban el uno al otro, como un caos de ruido nervioso después del silencio. Paddy vomitó toda la sangre y la saliva que tenía en el estómago encima de sus botas.

Al levantarse, se encontró con Patterson, que la miraba con los brazos cruzados y la cara tensa de asco.

Se volvió a mirar por encima de su hombro y se vio en el espejo del tocador, con la sangre arrastrada por su cara como los dedos de una mano, sangre fresca que le caía de la boca, el mentón cubierto de color escarlata. Durante el resto de su vida, cada vez que se volviera accidentalmente a mirarse la cara a un espejo, aquélla sería la imagen que esperaría encontrar.

– Madre de Dios -jadeó mientras con la boca escupía sangre acuosa-. Madre de Dios.

III

Temía preguntar cualquier cosa por miedo a darles más pruebas contra ella de las que ya tenían. La sentaron en la planta baja, en el espartano salón. La moqueta rosa continuaba desde el recibidor, y las paredes seguían siendo grises. El revestimiento de piedra de la chimenea era exagerado para el pequeño agujero que contenía el absurdo fuego de dos barras infrarrojas. Era una estancia fría. No había sofá, y las dos butacas estaban separadas y colocadas mirando al televisor. Los objetos que decoraban la chimenea eran muestras de soledad: un ratoncito que salía de una copa de coñac, una casita de cerámica. En la pared, había una serie de fotos colgadas de cuando Garry era pequeño, fotos de colegial, Garry de niño con un peto color mostaza, otra en uniforme, con o sin sus dientes frontales.

Un agente gordo tuvo que acercarse una silla desde la otra punta de la sala para hablar con ella. Alguien había llamado repetidas veces al News, preguntando por ella y denunciando su desaparición, hasta que Dub alertó a la policía. Le siguieron la pista hasta el Royal y encontraron su bolsa amarilla de lona en la acera. Ella escuchaba y decía que sí con la cabeza, y se preguntaba cómo demonios habían podido saber que había estado en el Royal. Se había separado apresuradamente de Terry, sin decirle adonde iba. El agente le dijo que ahora sabían que alguien había mentido, diciendo que habían visto a Heather subir al furgón de Naismith, así que sabían que era posible que el responsable de las muertes fuera otro. Ella apenas osaba preguntarles cómo lo sabían; se reclinó en la butaca y se tocó los cortes en la cabeza para taparse la cara.

Otro agente más joven que la había estado observando desde la puerta se le acercó y la tocó delicadamente al hombro.

– Tenemos que llevarla al hospital, señorita.

– Estoy bien, de verdad. -Trató de levantar la vista, pero la cabeza le dolía demasiado.

– Deje que le limpie un poco la sangre y así veremos qué hay debajo.

Paddy mantuvo la cabeza agachada y lo siguió mansamente por el pasillo lleno de gente hasta la cocina, donde puso el hervidor al fuego para tener un poco de agua caliente e, inclinándola sobre la pica, le retiró con cuidado del pelo los coágulos de sangre con una esponja. Tuvo que lavar lentamente para aprovechar al máximo la escasa agua caliente de la que disponían, lavando hacia la nuca y luego suavemente por el cuero cabelludo, tratando de evitar el contacto con la herida abierta que tenía justo detrás del oído izquierdo. Le temblaban un poco las rodillas por el trauma, así que él apoyó la mano en la espalda para ayudarla a mantenerse firme. Paddy pensó que aquél era el momento más íntimo que había experimentado jamás con un hombre.

– Así. -Le puso una mano en el hombro para incorporarla y le ofreció una toalla para que se secara un poco el pelo-. He hecho un curso de primeros auxilios y hasta aquí sé qué se ha de hacer: tenemos que llevarla al hospital a que le examinen la herida.

– Está bien -dijo Paddy, que sentía que no le iba a importar que la arrestaran si él estaba allí-. ¿Me dejará ir a casa después?

– No, los médicos querrán que se quede si ha perdido el conocimiento -contestó él, sin entender por dónde iba su pregunta-. ¿Se ha desmayado?

– No -mintió ella-. Ni por un minuto.

El agente paró a alguien del recibidor para que les dijera adonde iban, y le pidió al agente gordo que lo acompañara. La acompañó por la puerta principal hasta la calle. En el exterior, había cuatro coches de policía alineados, uno de ellos con las luces azules todavía encendidas y parpadeando perezosamente en el capó. El viento le enfriaba el pelo todavía húmedo y le hacía contraer el cuero cabelludo, que ahora le provocaba punzadas, y casi le devolvía la sensibilidad en el corte que tenía detrás de la oreja. Paddy se puso bien recta y respiró el aire de la tarde. Podía soportarlo. Si la detenían y se acababa su carrera en el News y Sean no volvía a hablar con ella, se las arreglaría.

Se cruzaron la mirada y le sonrió antes de darse cuenta de que era él. La había cegado la luz parpadeante, pero entre oleadas de luz roja pudo distinguir a Dr. Pete sentado en la parte trasera del coche de policía; la estaba mirando tranquilamente desde la ventana. Llevaba un impermeable gris encima del pijama azul. Ella lo saludó con la mano, y él levantó la suya como si bailara, haciendo movimientos oscilantes para que se le acercara por el sendero e indicándole con gestos que desde dentro no podía abrir la puerta ni bajar la ventanilla. El agente de los primeros auxilios abrió la puerta de delante y la dejó hablar con él a través del respaldo del asiento.

– Les he dicho que yo puse el pelo en el furgón y que hice la llamada falsa. -Pete se aguantaba con la mano en la que tenía todavía el tubo pegado con esparadrapo. Tenía la misma manera de arrastrar las palabras que antes, pero más exagerada-. La operadora ha dicho que mi voz sonaba como la de una mujer cuando llamé, ¿a ti te sueno como una mujer?

Se miraron a los ojos unos instantes hasta que el policía la tomó del codo.

– Tenemos que llevarla a que la examinen -le dijo.

– Pete, estoy maravillada con usted. No sé qué decir.

– Invítame a una copa algún día.

Cuando el policía tiró de ella, Paddy le rozó las puntas de los dedos. Estaban tibias y secas como el polvo.

IV

Paddy percibía el ambiente mientras se acercaba por la calle. No era el estrépito, sino una vibración obsesiva que le llegaba a través del aire frío. Todas las ventanas escarchadas del Press Bar dibujaban un lío de cuerpos detrás de ella.

Paddy se tocó el vendaje con las puntas de los dedos para comprobar si todavía lo tenía tan sensible como lo recordaba. El médico le había dado unos cuantos puntos en la cabeza y las enfermeras le colocaron una gasa encima, pegada a la oreja y al pelo como si fuera un vistoso gorro. El policía joven le tomó declaración mientras esperaban y, después de preguntar por la radio del coche, le dijo que podía irse a casa si por la mañana iba directamente a la comisaría de Anderston. Se ofreció a llevarla a casa, pero ella declinó la oferta. Ahí es donde quería estar.

Abrió la puerta y una densa nube de niebla cálida y humeante escapó hacia la calle. Era una escena de bacanal. Esa noche había mujeres en la barra, bastantes mujeres, y el humor de la reunión era de gran alegría. Los chicos de Deportes cantaban una canción tan desafinada que podía muy bien tratarse de una serie de canciones distintas. Richards estaba en la barra, riéndose ruidosamente, con la cabeza echada hacia atrás como un supervillano, y desde luego había conseguido que el tipo de su lado se enfadara muchísimo. Margaret-Mary, la del top violeta, estaba codo con codo con Farquarson, riéndose y poniéndole las tetas sobre el brazo. Los de Sucesos estaban enfrascados en un concurso de relevos bebiendo whisky y allí, en medio de todos ellos, estaba Dr. Pete, con los ojos brillantes como estrellas matutinas y la piel de un amarillo profundo bajo las luces chillonas.

Paddy levantó la mano para saludarlo pero él no la vio. En vez de requerir su atención, se fue a la barra y le pidió una copa doble del mejor whisky de malta que McGrade tenía. Observó a McGrade llevarle la copa y ponerla sobre la mesa frente a él, susurrándole lo que era y de quién venía. Pete no levantó la vista para darle las gracias, sino que sorbió la bebida con reverencia en vez de echársela al fondo de la garganta como solía hacer, y sonrió al vaso mientras lo removía con el pulgar y el índice.

Se paseó por toda la sala en busca de Terry, y advirtió que los hombres la ignoraban de manera ostensible. Era una prueba de respeto. Terry no se encontraba entre los hombres que jugaban a los relevos de whisky al lado de los lavabos, ni tampoco estaba en ningún rincón de la barra. Dub se sentaba en un banco tras la puerta con un grupo de la rotativa, discutiendo sobre grupos de música alemanes.

– Hola. -Se deslizó a su lado y Dub sonrió y se corrió un poco para dejarle sitio.

– Esta -dijo mientras le señalaba el vendaje- es tu nueva imagen, ¿no?

– Claro. Pensé que debía experimentar un poco con el look tipo cirugía cerebral.

– Te queda muy bien. Te hace parecer alguien con cosas interesantes que decir.

– ¿Tipo ¡ay!?

– Sí, y ¡uf!

Paddy señalo la escena que tenían delante.

– ¿Me lo parece a mí o esto está más animado que de costumbre?

– Ponte cómoda -le respondió Dub mientras le acercaba media pinta por la mesa que pertenecía a alguien- y te contaré una historia.

Por la historia que contó Dub, la tarde había empezado con la llegada de Dr. Pete a la redacción, soltado bajo fianza y todavía embutido en su pijama hospitalario. Anunció a todos que estaba bien jodido si pensaban que se iba a tragar ni durante un minuto más toda aquella mierda. Se marchaba a escribir su libro sobre MacLean; la manera en que aquella empresa trataba a su personal era capaz de poner enfermo a cualquiera, y todo era culpa de McGuigan. Un analista más racional hubiera apuntado que McGuigan no era en absoluto el responsable de las quejas de Dr. Pete, pero a los de la redacción les encantaban los líos. Entonces, bajó a Editorial y todos le siguieron como una manada de ciudadanos indignados. Hasta Farquarson los acompañó: les ordenaba que volvieran a sus mesas de inmediato pero se le escapaba la risa, protestando con tanta eficacia como lo haría un octogenario feliz al que sus nietos favoritos estuvieran haciendo cosquillas.

Pete se plantó en el despacho de McGuigan y le soltó un montón de improperios, y, en un momento dado, lo cogió de las solapas y le dijo que tenía la boca llena de mierda. Dimitió y dijo que no pensaba volver nunca más.

La temeraria excitación de Pete se había extendido y multiplicado como si se tratara de panes y peces emocionales, y el ambiente en el Press Bar se parecía más a la despedida de un viejo navegante solitario en Nochevieja, que a un martes húmedo de febrero.

Paddy se rio con la historia y se relajó, y, de vez en cuando, se tocaba con la mano la cabeza dolorida para ver si recuperaba el tacto en la piel. Se llevó la copa un par de veces a la boca, pero no podía quitarse de la cabeza la imagen de un hombre sudoroso babeando el borde del vaso.

Se abrió la puerta contigua a ellos y Terry Hewitt entró en el local, mirando por toda la sala. Paddy se encogió, se inclinó hacia él y le tiró del bajo de la cazadora para llamar su atención. Al ver que se trataba de ella, el chico hizo un gesto con la cabeza como si se supusiera que habían acordado encontrarse allí. Fue a sentarse a su lado, lo que obligó a Dub a deslizarse todavía más lejos por el banco, de modo que ahora quedaba incómodamente apretujado en la esquina. Entonces, se levantó y se ofreció a pedir una ronda, aunque se olvidó de preguntarle a Terry qué quería tomar.

– Menuda noche -dijo Terry con delicadeza.

– Me sabe muy mal.

– No pasa nada. He terminado de redactar un borrador en el que incluyo a Garry

– No, quiero decir que me sabe mal haberte convencido de que era Henry. No tenía derecho…

– Te diste cuenta de que era Garry cuando estábamos en casa de Tracy ¿no?

– Exacto.

– Tendrías que haberme dicho algo.

Estaba avergonzada de haberse equivocado, pero trató de enmascararlo:

– Quería protegerte -explicó arrastrando la voz débilmente por lo evidente de la mentira.

Terry asintió entre dientes, dejando así que se saliera con la suya.

– ¿Se me reconocerá la noticia?

Terry puso una expresión de reproche.

– Te dejé salir la primera en la edición de la mañana.

– He estado a punto de morir por esta historia -dijo en un tono que sonaba defensivo.

– Lo sé.

– Tengo todo el derecho.

– Lo sé.

Al otro lado del local, Dub los miró con cara de pocos amigos desde la barra.

– ¿Crees que Dub es homosexual?

Terry la miró a la cara con curiosidad.

– Pues, en realidad, no creo que lo sea.

Paddy miró a la barra. Dub volvió a mirar a Terry con el ceño arrugado y le dio una calada furiosa a su cigarrillo. Tras él, Dr. Pete se sostenía tras una pared de bebedores de whisky, balanceándose levemente, y con los ojos cerrados. Dub los volvió a mirar. Paddy lo saludó alegremente con la mano, y él levantó el mentón hacia ella e hinchó las aletas de la nariz. Terry, a su lado, se aclaró la garganta ruidosamente. Las cosas se estaban poniendo muy intensas. Paddy, perpleja ante la situación, anheló de pronto la tranquilidad del hogar y se dio un golpecito decidido a las rodillas.

– Bueno, iré a despedirme de Pete.

– De acuerdo. -Terry apretó la rodilla contra la suya y le susurró-: ¿Te veré mañana, pequeña Paddy Meehan?

Incómoda ante aquella muestra de intimidad, Paddy sonrió mirando a su cerveza.

– Puede que sí -dijo-, puede que no. -Se levantó y se alejó, con una media sonrisa para imitar a Terry.

A medio camino a través de la niebla de hombres, se topó con McVie. Hasta él, el tipo más malvado del News, bebía y disfrutaba del ambiente carnavalesco. La arrinconó junto a la máquina de tabaco y trató de pensar en algún consejo que darle, puesto que había disfrutado de su momento cuando salieron en la unidad móvil. No le quedaba ni media idea en la cabeza y estaba bastante borracho, de modo que le ofreció unas cuantas ideas borrosas y de segunda mano que trató de hacer pasar como propias. No te creas lo que dicen los demás. No compres nunca a plazos. No te fíes nunca de un caballo llamado suerte. Y no vayas nunca de vacaciones a Blackpool, es horrible.

Cuando por fin consiguió librarse de McVie, Pete estaba tirado en el rincón, con los ojos cerrados y el rostro relajado. Tuvo que luchar por abrirse camino entre los bebedores de whisky para llegar hasta él.

– ¡Cuidado! -le gritó uno cuando lo empujó y le hizo tirar un poco de whisky al suelo. Se dio cuenta de que se estaba acercando a Pete-: No intentes despertarlo; ha estado en el hospital y necesita dormir.

Paddy se sentó al lado de Pete y le puso los dedos alrededor de la muñeca. Se le había parado el pulso.

– No está dormido -dijo a media voz.

– Sí -gritó uno de los tipos de la mesa-. Es el rey, tío, es el puto rey. Nos tiene aquí desde las cinco.

– No está dormido -murmuró ella, a la vez que tomaba la mano fría de Pete entre las suyas y se la llevaba a los labios.

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